El beso de la finitud

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Observaciones llanas sobre el primer Heidegger

Que hay hechos, cosas, es el principio del pensamiento. Aristóteles escribió que la filosofía arranca en el asombro de que hay mundo, o sea, de que suceden cosas. Pero, ¿se les puede llamar “cosas”, o eso es ya una interpretación? Si las “cosas” son de un carácter muy simple, como, por ejemplo, un meteorito de dos metros que cayó hace unos años en Sri Lanka, no hay problema en llamarlo “cosa”, aunque en realidad se trata de un fenómeno, que diría Kant, o de un suceso, que diría Einstein. Porque el ciervo al que le caiga cerca no va a pensar “¡diantres, un meteorito!”, de manera que no es suficiente con la percepción del impacto para determinar la naturaleza del objeto. Incluso aunque el ciervo se acerque al cráter y vea la piedra humeante, sigue sin percibir “un meteorito”. Los hombres percibimos el impacto filtrado por una precomprensión determinada, en este caso altamente universalizada hoy y de índole científica. Siglos de Astrofísica han sido necesarios para fijar el lenguaje que permite entender el comportamiento de un meteorito, que no es nada evidente por sí mismo, que no es inmediato como el escozor para un bebe. Que es una construcción cultural o social, por tanto, como muchos dicen ahora, pero no remitida a una nada sumamente maleable, como en el caso del género, sino a bólidos reales y muy sólidos que cruzan el espacio a gran velocidad. En base a esa construcción cultural de la que carece el ciervo, o el hotentote del s. XVIII, lanzamos una expectativa, y, en efecto, ciertos científicos estuvieron esperando el aterrizaje del meteorito para investigarlo. Por tanto, nadie niega que haya hechos, fenómenos o sucesos, eso es de majaderos que han interpretado estúpidamente a Nietzsche (ya se sabe: “no hay hechos sino interpretaciones”24), lo que se niega es que, un vez que tienen lugar, hablen por sí mismos en ausencia de cualquier lenguaje. Que es lo que le pasa al ciervo, o al hotentote, de tal manera que no entiende nada y sale corriendo por si acaso. Como los hombres enunciamos lo que pasa en el mundo, dejamos los hechos como tales muy atrás y definimos no cosas, sino nuestros fines con las cosas. ¿Qué es, entonces, un “meteorito”? Pues lo que el astro-geólogo de turno predice que va a caer y sobre lo que planea hallar o no hallar en él rastros de la formación del Universo, por ejemplo, y eso puede ser dicho de antemano y enseñado en las universidades en el lenguaje de la ciencia astro-geológica. Porque incluso para decir algo tan elemental como que un meteorito es, como poco, una “cosa” bien tangible, dura y física, hace falta también una filosofía, la de Aristóteles en concreto. ¿Cuál es la sustancialidad del objeto-meteorito, dónde está su unidad intrínseca, en qué consiste su materialidad compuesta? Aristóteles confeccionó su lista de categorías, aún a sabiendas de que “cosas” propiamente dichas no hay, lo que hay son sucesos, fenómenos, lo-que-se-aparece-o-tiene-lugar. Pero para hacer ciencia en serio debemos entendernos de algún modo claro y preciso, de modo que habrá que empezar examinando la relación entre la sustancia y sus accidentes, el suceso meteorito y el suceso “está ardiendo por haber atravesado la atmósfera”... Todos estamos a favor de la ciencia, así que todos aceptamos que caen frecuentemente meteoritos sobre la Tierra y que habrá que estudiarlos aunque cueste dinero de esta u otra institución o laboratorio porque es bueno para el progreso del conocimiento, como dicta la precomprensión y los fines de mi cultura específica, y porque llamarlo de otro modo, aunque es perfectamente posible, sería en realidad barbarie o atraso...

Pero ahora alejémonos un poco de algo tan simplón como una caída de meteorito y pensemos en la acción humana, que, encima, entraña intenciones. Alguien mete una zancadilla a alguien, como la reportera húngara aquélla que quiso impedir el paso de los refugiados sirios en 2015... ¿Fueron sus intenciones un hecho manifiesto o hay que descifrarlas necesariamente? ¿Qué pasó exactamente aquel día de la avalancha de refugiados en términos históricos y políticos? ¿Mereció aquella chica el despido o la reprobación pública que obtuvo o no? ¿Debe hacerse un juicio de algún tipo sobre su conducta o sobre la actitud de Occidente en general acerca de esos diez horribles años de guerra civil? El mundo sucede, acontece, dicen los heideggerianos que pululan por ahí, pero resulta que determinarlo conforme a un lenguaje preciso e inequívoco que nos incline hacia un curso de acción u otro es asombrósamente más difícil de lo que nos hace creer el cientificismo (el cientificismo, como tal, consiste en hacernos pasar las teorías por hechos, como si la hipótesis de la naturaleza del meteorito fuese tan cósica, tan fenoménica, como la caída del meteorito mismo, pero luego no tienen ningún empacho en cambiar de opinión, formular una hipótesis nueva e imponernos creer entonces que también es un hecho: toca ahora olvidarse del anterior…).

A no ser que seamos honestos y digamos: voy a juzgar cierto tipo de sucesos de acuerdo con una plantilla previa, es cierto, pero es que esa plantilla previa responde no a lo que las “cosas” son, que sólo un tirano podría decirlo en función de sus propios intereses, sino a lo que queremos hacer, a lo queremos –y esto es lo realmente importante– ser con ellas... ¿O es que nunca nadie ha discutido con sus hijos o con su cónyuge, o con el guardia urbano, o con sus compañeros de trabajo? Al final, el que dogmatiza acerca de lo que realmente está pasando, sin sombra alguna de duda, estropea la relación humana o doblega a los demás, mientras que si de lo que se está hablando es de quiénes queremos ser respecto a esto incierto que ha pasado, el asunto cambia mucho y creo yo que para bien. El pensamiento del primer Heidegger consiste en señalar eso, que el trato del hombre con los meteoritos, o con las zancadillas, no es tan sencillo como pensábamos, y que los asuntos acerca de los que cabe una definición epistémica pura son poquísimos o prácticamente ninguno –de ahí la famosa última proposición del Tractatus de Wittgenstein–.

Metafísicamente, todo arranca de la convicción moderna, sobre todo kantiana, de que todo lo que es característicamente humano sucede en una sobrenaturaleza inteligible, que Kant denomina el Reino de los Fines. La naturaleza, de por sí, es pasiva, y produce procesos pasivos, mecánicos en la res extensa y tribales en la res cogitans. Esto segundo es lo que estudian los antropólogos y los psicoanalistas desde el siglo XIX, y supone un obstáculo a la plenificación de la Ilustración tal como la entiende Kant, que es como la han entendido todos después de él. Porque el milagro –y es un auténtico milagro en los términos más estrictos– es que ha acontecido la libertad a los hombres, y esa libertad es una actividad que se sobrepone a la naturaleza y funda un mundo nuevo, enteramente nuestro. Kant, Hegel, Marx… dan por hecho que ese mundo nuevo es racional, que depende del uso abstracto y anónimo del logos, que por una suerte de desgarro o exteriorización que quiebra la necesidad natural podemos hablar, y el hablar mismo funda instituciones racionales de las que los ciervos no tiene ni intuición. Pero lo cierto es que no tendría por qué pensarse así, ya que bien pudiera ser que el desgarro donde surge la libertad al romper el ser humano con la naturaleza virgen fuera ilógico, artístico, como lo piensa contra todos ellos Friedrich Nietzsche.

Enfocar la división naturaleza/cultura como lo que es siempre igual a sí mismo y por tanto bueno frente a lo que es obra nuestra y cambia y por tanto malo es un poco vetusto y beato, pero lo encontramos todavía hoy por todas partes, desde el ecologismo hasta la publicidad. Lo cultural, lo artificial, como pecado humano, fruto del deseo; lo natural, lo otorgado por Dios, como bien siempre olvidado y traicionado. Siempre traicionado porque los humanos no paramos de inventarnos nuevas cosas o nuevas reglas (generalmente van unidas) que convierten aquello idealizado como “natural” en asunto de un pasado añorado que quizá nunca existió. Si lo natural fuese tan evidente y generoso como se nos predica, no se entiende para qué íbamos una y otra vez a construir por encima de ello. El quid de la cuestión está en que no hace falta pensar en esa construcción como un suceso cuasi-milagroso, cuasi-sobrehumano, como lo vio el Idealismo Alemán. Si se trata de hablar, del lenguaje, resulta que el lenguaje es una práctica completamente natural en un entorno antropológico cualesquiera. No todos los niños escriben, pero sí todos los niños hablan, a no ser que sufran alguna malformación. Noam Chomsky, por ejemplo, reconoce que hablamos de modo natural, pero con eso no se conforma: quiere además que el parloteo tenga lugar conforme a la Gramática Generativa, y de ahí directamente al kantiano Reino de los Fines que también suscribió Marx. Pero si no eres sublime como ellos, basta con señalar que hablamos y que al hablar nos comunicamos acerca de este mundo, pongamos por caso.: “esa madera es mala para edificar porque no soporta la humedad, vamos a buscar otra”; cosas de este estilo son las que hablamos los seres humanos...

A lo que quería llegar es a que lo que llamamos “cultura” es el modo en que la naturaleza se modula en nosotros, sin dejar de ser naturaleza. Cierta madera de por sí no es ni buena ni mala, lo es sólo respecto a edificar en zonas húmedas. Usar el cedro en vez del nogal para levantar casas no es traicionar a la naturaleza ni, por el contrario, es un milagro laico, ni desatinos semejantes, es únicamente vida práctica, la que hacemos los hombres en sociedad con fines enteramente inmanentes (e.d., en este caso no calarnos…) Si a Arnold Schönberg le dio por proponer una alternativa armónica a la clásica la pregunta es para qué nos puede servir, qué estilos expresivos nuevos puede inaugurar en nuestras vidas, no si es natural o artificial, Providencia o pecado. Igual el nogal es bueno por su fragancia en la estación seca, y entonces también nos sirve. Hay mucho místico suelto por ahí, en mi opinión, por el simple motivo de que el mero sentido común no da para sentirse muy filósofo, impresionar a las masas o vender libros. Los lenguajes sirven a las necesidades, pero a la vez, sin pretenderlo, las modulan, las reinventan, y todo ese proceso por el que medios se hacen fines y fines medios se da y permanece enteramente dentro de la realidad, sin distinción alguna entre realidad natural o realidad cultural –es realidad, ser, y con eso se ha dicho mucho, si no todo.

 

Heidegger se adelanta a Wittgenstein aportándole además un trasfondo mayor. El existente (cada existente, o la existencia en un sentido trascendental) humano no es un aparato de registro de la realidad, sino que siempre consiste en un interés determinado en ella, aunque sea el más básico de sobrevivir. Pero incluso éste es ridículo aplicado al Dasein. Nunca el Dasein ha tenido que limitarse a sobrevivir, esto es paleontología barata nacida de la tonta visión del evolucionismo economicista. Desde el principio, originariamente, somos religión, sociedad, cultura: Musiké, que, no en vano, es como los griegos llamaban al conjunto de la cultura en tanto juego. Porque, a diferencia de los animales, vivimos en un universo determinado de sentido, seguramente a causa de que la conciencia de la temporalidad nos proporciona conciencia a su vez de las posibilidades, o sea, de que nada “es” definitivamente, sino que todo “puede ser” de otra manera. Conciencia, pues, de la contingencia. No existe distinción entre naturaleza y cultura porque todo lo que los hombres hacemos se da dentro de ese universo de sentido que Heidegger denomina en Ser y tiempo “comprensión”. Tan pre-comprendido es, cuando me enfrento con él, un tigre como un PC. Lo que pre-comprendo de ambos antes incluso de haberlos experimentado directamente yace en el lenguaje: Don´t ask for the meaning, ask for the use, como reza el lema de los herederos de Wittgenstein. Si necesitara experimentar minuciosamente cada cosa o cosilla, concreta o abstracta, que tuviera que aprender habría de vivir tres mil años sólo antes de estar medianamente preparado para a la vida adulta. El lenguaje en que nacemos ya nos lo da aprendido, y el Dasein aprende a manejarlo sin necesidad alguna de tener contacto inmediato con la realidad mencionada por las palabras. La comprensión, además, no es algo lanzado caprichosamente al mundo, sino algo que ya ha pasado su prueba con la realidad, que ya funciona como vida práctica de una comunidad dada y por tanto en lo que se anuda de un modo singular el ahí y el ser-ahí, o la circunstancia y el hombre que diría Ortega (pero Ortega ponía el peso en el hombre, no en el ahí…).

Toda esta operación es algo natural para nosotros, a la vez que algo que configura culturas según proyectos. El sentido se da, con toda espontaneidad, en múltiples configuraciones, naturales y culturales a la vez. “Naturales”, porque en ellas consiste espontáneamente la acción del Dasein (y esto no es constructivismo tal como lo entienden los hijos e hijas adoptivos de Foucault); “culturales”, en tanto que de facto son muchas y no una, y sólo en este aspecto (y esto no es relativismo, puesto que hay un criterio de demarcación: hay muchas posibilidades de cultura que funcionan porque la realidad responde a ellas en cierto marco, pero otras que no; hay muchos síes, pero también algunos noes...) Así que no hay algo así como una “armonía virginal” previa a la presencia de un Dasein que busca en la configuración de los sonidos un proyecto determinado (música para el ardor guerrero, para la festividad, etc.), por seguir con la polémica en torno a Schönberg, así como tampoco hay una “armonía construida” enteramente artificial que nos hayamos inventado de la nada en vista a ningún interés (este último error es más frecuente hoy: el romanticismo kantiano aquel de que es que el arte careces de fines, que se agota en una pura (no)actividad contemplativa...) Pues bien: tanto el meteorito, como el papel que cumple un meteorito en nuestra cultura tecnocientífica, como la zancadilla, y el significado político de la zancadilla, que es indistinguible de ella (no se hubiera producido la primera sin el segundo), es lo que Heidegger llama aquí “entes”, o “lo ente” en general. Pero en el momento en que a alguien le dé por pensar que esto que escribo no es ciencia experimental seria, “de pata negra”, que recuerde dos cosas: la primera, que el propio Heidegger puntualiza que exactitud no es lo mismo que rigor; y la segunda, que eso ya lo dijo Rudolf Carnap de Heidegger y su propia escuela –llámese Círculo de Viena, Positivismo o Empirismo lógico…– murió en los años cincuenta por incapacidad de referirse con una proposición atómica a un hecho atómico “aquí y ahora”.

Ser y tiempo no era un texto fácil, pero tampoco es la Ciencia de la Lógica de Hegel. Se trata de pensar desde el no-Fundamento, y nadie estaba ni estamos acostumbrados a ello, y los profesionales de la ciencia menos. Y pensar desde el no-Fundamento al margen del Sujeto, que también suena raro pero no es más que decir que cuando hables de algo, procura atender a ello tal como se te muestra, no a la relación de tu presunta Conciencia con ese objeto, que es lo que hacía el maestro de Heidegger, Edmund Husserl. En el fondo, Martin Heidegger fue un fenomenólogo hasta el final, pero sin partir del Yo o la Conciencia…

24 Más exactamente: todos los detractores de la posmodernidad sin haber leído nada, incluidos los realistas especulativos, que algo habrán leído… La confusión es tal, que ni saben que es justamente la modernidad la que convirtió en evanescentes a las “cosas”, haciendo del entero orbe de la significación del mundo el objeto de la proyección del sujeto.

¿Qué es “Post-modernidad”?

En los últimos años ya no se habla de Post-modernidad más que para usar el término como saco de pegar. La Post-modernidad, para una gran mayoría que tampoco sabe bien lo que sea “Modernidad”, parece que significa dar de lado a la realidad y a la ciencia para cultivar quimeras decadentes, como en una suerte de decline and fall de la hegemonía cultural occidental. Visto así, tendríamos a nuestros enemigos en casa, los posmodernos serían aquellos que ponen explosivos en los cimientos de nuestra propia civilización, como unos payasos dementes, como los Joker de la filosofía y de la estética. Resulta, pues, muy fácil señalarlos con el dedo y refutarlos, lo cual se ha hecho desde todos los frentes, ya que permite al detractor un lucimiento fácil a cambio de una solución simplista. ¿Quién diablos, por ejemplo, podría estar a favor de la ablación de clítoris en África, o en contra de las vacunas en el mundo entero? Pues bien, todos aquellos que desean hacer sus primeras armas en el pensamiento acusan a los posmodernos de esas salvajadas y creen que así han logrado el puesto de alférez de la filosofía actual. De esta guisa, lo que termina ocurriendo es que alguien como yo encuentra por todas partes ataques a una posmodernidad inexistente desde posiciones que son ellas mismas posmodernas y no lo saben. A este absurdo se suma la desmedida notoriedad del librito de Lyotard, que está muy bien pero del que él mismo confesó (se cuenta en Los orígenes de la postmodernidad, de Perry Anderson, Anagrama, que hay que leer) que había inventado todas sus citas bibliográficas. Con lo que Post-modernidad significa el hundimiento de los meta-relatos, y ya está, aunque nadie sepa a qué meta-relatos se refiere Lyotard ni qué papel han jugado en la historia de nuestra cultura. Por todo ello, recomiendo leer de verdad el librito, un encargo del gobierno de Canadá al filósofo francés, además del estupendo y claro libro de Anderson y todavía más, si se quiere, uno sencillo, el Posmodernidad de David Lyon, en Alianza.

Pero vamos a “mojarnos” ya, como se dice en la calle. Se ha dicho alguna vez que la posmodernidad es la única época de la historia humana que tiene fecha de nacimiento exacta, citando al arquitecto Charles Jencks:

Por suerte la muerte de la Arquitectura Moderna puede situarse en un momento preciso del tiempo. A diferencia de la muerte legal de una persona, que está convirtiéndose en un complejo asunto de ondas cerebrales contra latidos del corazón, la Arquitectura Moderna se acabó de golpe… La Arquitectura Moderna murió en Saint Louis, Missouri, el 15 de julio de 1972 a las 3,32 de la tarde (más o menos) cuando a varios bloques del infame proyecto Pruit-Igoe se le dio el tiro de gracia con dinamita… Pruit-Igoe se construyó de acuerdo con los ideales más progresistas del CIAM y fue premiado por el Instituto Norteamericano de Arquitectos cuando se diseñó en 1951 (…) Su estilo purista, metáfora del hospital saludable y limpio, tenía además la intención de infundir, por medio del buen ejemplo, las correspondientes virtudes en sus habitantes. La bondad de la forma haría bueno el contenido, o por lo menos haría que se portasen bien; la planificación inteligente de un espacio abstracto promocionaría un comportamiento sano… Estas ideas simplistas, tomadas de las doctrinas filosóficas del racionalismo, del conductismo y del pragmatismo, demostraron ser tan irracionales como las doctrinas mismas. La Arquitectura Moderna como hija de la Ilustración era heredera de sus ingenuidades congénitas.

¿Qué pasó exactamente aquel día, a esa precisa hora? Pues pasaron dos cosas no pequeñas histórica y culturalmente hablando. La primera fue que un complejo de viviendas consideradas el no-va-más del Estilo Internacional de Le Corbusier, Mies Van der Rohe, Lloyd Wright y tantos otros fueron abandonadas por sus privilegiados inquilinos, que se habían aburrido de ellas. Cada milímetro de la edificación y de la disposición interna estaba diseñado para hospedar al Hombre Ideal, al Sujeto que ha alcanzado la Mayoría de Edad Kantiana, y ese interfecto tan extraño no se presentó por allí. Los que sí se fueron a vivir ahí fueron personas normales, anómalas y defectuosas, que terminaron hasta la coronilla –expresión que dice Alessandro Baricco que está en extinción– de una casa tan perfectita e idéntica a la de sus vecinos. Así que intentaron rehacerla a su modo, y como no pudieron, se marcharon. Adiós al Ich denke kantiano convertido en Ich baue arquitectónico; hasta nunca al utopismo moderno y bienvenidos a la Post-modernidad. Porque la conclusión inevitable es que no queremos una existencia racional y uniforme ni regalada, lo que queremos es la nuestra, aunque sea diferente y discordante. Quisimos ser sinceros, pero en realidad somos auténticos, conforme a la distinción del gran crítico literario Lionel Trilling. Pruit-Igoe tuvo que ser dinamitado, a la porra para siempre con el Trascendental kantiano impuesto desde fuera.

La segunda cosa que ocurrió con aquella demolición fue que la Arquitectura se convirtió en el símbolo del nuevo modo de sentir. Durante siglos, Occidente había confiado incondicionalmente en el logos, en el discurso, puesto que somos aquello que somos capaces de reflexionar mediante la palabra, sea en la ciencia, en la filosofía o en la literatura. Ahora, desde el 15 de julio de 1972 a las 3,32 de la tarde, más o menos, somos aquello que somos capaces de experimentar, en el sentido del lugar donde vamos a alojarnos, a vivir. Yo vivo en cierto domicilio, pero también en mi afición a los cómics. No tengo por qué dar razón de mi afición a los cómics, no tengo por qué ir a un sesudo y pelma psicoanalista para que me diagnostique síndrome de Peter Pan o regresión, soy en mis cómics, vivo en ellos y ya está. También en este sentido, que no es el que apunta Lyotard, han caído los meta-relatos en la cultura occidental. No es ya sólo, por tanto, que ya no legitimen nada colectivo, sobre todo el meta-relato basado en una Filosofía de la Historia, es que nadie recurre a ellos ya ni para justificarse a sí mismo. Yo soy donde estoy y lo que hago, punto, no pienso rendir cuentas a nadie. Con todo, la construcción que a mí me parece más representativa de la Post-modernidad es la conocida como la Casa Danzante de Praga, en la que, según dicen, Frank Gehry pensaba, efectivamente, en remedar una pareja de baile –en concreto Fred Astaire y Ginger Rogers–, pero el conjunto lo mismo podría sugerir, creo yo, un borracho que busca el camino a casa sostenido por un amigo o una ola rompiendo con fuerza contra un muelle, si a uno le da la gana...

En cualquier caso, creo que la Casa Danzante de Praga encarna una excelente metáfora. La posmodernidad no es una época que sigue a la Modernidad con el único y avieso fin de socavarla y dejar paso franco a los bárbaros o a los frívolos; la posmodernidad, tomada en serio, es como la Casa Danzante. La posmodernidad es un modo de cultura en el que prima el habitar sobre el explicar, así como la lógica espacial sobre la lógica temporal, y por eso la Arquitectura reemplaza a la Idea como símbolo de praxis humana fundamental. Pero es que, además, la Casa Danzante se sitúa en Praga, esa ciudad que en el pasado siglo ha orillado casi desde la periferia la historia de Europa occidental, sujeta a la fría disciplina soviética pero con sus propias desviaciones “primaverales”. Quintín Racionero, filósofo ya desgraciadamente fallecido, entendía la posmodernidad no como una epocalidad determinada, o no exactamente, sino más bien como la coexistencia polémica de, cuanto poco, dos al mismo tiempo, al modo de los dos módulos de la Casa Danzante, el sereno y el ebrio. De esta manera, es posmoderno un enfoque nuevo (una observación interna, diría Niklas Luhmann) arrojado sobre la Modernidad misma pero sin abolir ésta más que en su pretensión monológica25, de igual manera que el cuerpo de pilares curvos se apoya en su compañero más clásico contagiándole algo de su embriaguez pero sin hacerle perder su apostura erguida. El entorno praguense, por otra parte, resulta también propicio para el espíritu de la Post-modernidad por cuanto que mezcla sin empacho esos estilos procedentes de distintos lugares y tiempos conviviendo pacíficamente en una suerte de topología de las formas arquitectónicas tradicionales. Por último, una edificación está enclavada en un paisaje urbano concreto, en el que vive de verdad la gente, y no tiene nada que ver con una de esas estampas de angustia expresionista abstracta con que habitualmente se quiere epatar al lector de filosofía del s. XX. Se dirá que busco demasiadas connotaciones a una mera metáfora visual, pero es que el mundo (el ser, el universo, si se prefiere) parece consistir en una saturación de sentidos vagamente relacionados más que en una ausencia absoluta de Sentido Originario y Definitivo, como nos han pretendido hacer creer desde metafísicas nihilistas en las que, en efecto, es imposible realmente habitar…

 

Y es que los seres humanos del s. XXI vivimos ya más en espacios que en tiempos, por decirlo de forma no demasiado figurada. No porque el planeta se nos haya quedado de repente chico, o porque creamos menos ya en la épica de la Historia, o por el dato estadístico de que muchos podamos contar con un mayor margen de años de vida por delante –bueno, por todo eso, sí, también, y por algunas observaciones más. La épica de la Historia consistía en algo en lo que todavía se siente sumergida mucha gente, esa sensación, tan presente en las novelas, la prensa y el cine, de que cuando un sujeto particular se juega algo en una peripecia bien delimitada en la geografía y en la cronología, lo que está haciendo, aun inconscientemente, es participar de una lucha más grande y oscura. Esa lucha es oscura puesto que está gestando un Tiempo nuevo, que sólo se vislumbra confusamente, y es grande ya que supera ampliamente por su escala y consecuencias a lo que los actores piensan que se están jugando personalmente. Los grandes titulares de los periódicos, o los títulos ampulosos de novelas y películas así lo anuncian –por ejemplo, El instante más oscuro…,– pretendiendo que definen a posteriori y en general lo que se presenta con detalle en sus contenidos: gente más o menos corriente, o gente que llegará a ser grande pero aún no lo sabe y por el momento actúan y se perciben como personas corrientes, viviendo la inmediatez de acontecimientos de repercusiones colosales. Un destino histórico se escribe entre líneas de la noticia que leemos, de los párrafos que recorremos o de las escenas que contemplamos (la ventaja del cine es que la música ofrece inequívocamente esos acentos épicos al espectador), un destino que mueve la acción y que se enrosca en la trama, de manera que todo adquiere un mayor dramatismo, una luz en claroscuro que subraya cada incidente. Cada decisión pone en marcha un futuro, cada carácter imprime un tono y hasta los crímenes más horrendos se constituyen como el síntoma de los dolores de un parto ciclópeo…

Es un mundo terrible, ciertamente, aquel en que domina el Tiempo, lo cronológico. O lo era. Siempre había que sobrevivir entre contradicciones, esperando a que se resuelvan, volviendo a hundirse en ellas, como Indiana Jones atravesando esforzadamente un campo de minas tiroteado por los nazis. Bajo cada paso, un volcán, bajo cada posibilidad, una herida. En cambio, el mundo en el que domina el espacio, lo geográfico, es más plano, pero más tranquilo. El que viaja en el mundo cronológico cambia con el propio viaje, se metamorfosea, y ya nunca volverá a ser el mismo. El que viaja en el mundo del espacio ve cambiar al mundo por el que viaja, pero él permanece siendo él mismo, o sea, nadie en particular, un viajero. No se producen metamorfosis, tan solo desplazamientos. Caben migraciones, por ejemplo, en las que no se arrase a nadie, no se triture o se revuelva al pueblo de acogida. El lenguaje común lo dice, con agudo instinto: pasan dos años y uno vuelve al trabajo que dejó guardado en un cajón, o a la partida de ajedrez en la que estaba metido, y dice “¿dónde lo habíamos dejado?...” Atención: dónde, no cuándo… El “cuándo” no cambia las reglas del juego de aquel trabajo, o del ajedrez. El “dónde”, en cambio, marca un lugar concreto en que se detuvo la aplicación de aquellas reglas para dejar fijada una posición. De esa posición hay que volver a arrancar. Nuestra vida, repito, consiste ya más en esas posiciones que en los momentos determinados que pudieran proseguirlas o interrumpirlas. Me toca el rato de ser padre, por lo tanto lo que vivo es la situación –que ya se ve que es una metáfora espacial– de ejercer en la posición del padre; me toca el rato de ser ciudadano, por tanto lo que experimento es la situación de ejercer la posición de introducir el voto en la urna, etc. Son tiempos, luego son espacios. Si fueran sólo tiempos, me desgarraría interiormente al pasar de unos a otros, pero como también son espacios, me desplazo llanamente de unos a otros sin contradicción, en el mejor de los casos. Mucho de lo que hoy llamamos “conciliación laboral y familiar” no es más que eso: no hay que preguntarse ya si “soy” madre, trabajadora o ciudadana: eres cada una de esas funciones en el espacio que te corresponde para ellas.

Martin Heidegger siempre se mantuvo bastante fiel a su obra originaria, nodriza de todas las demás, Ser y tiempo. Pero si alguna pega o corrección le puso posteriormente fue esa: quizá lo del “tiempo” no estuvo lo suficientemente fino, lo suficientemente bien pensado... Si el ser humano, el Dasein, es sobre todo su proyecto (Entwurf, también “diseño”, en el alemán normal de 1927 y todavía hoy), el ex-tasis del futuro, no es porque con ello se esté secundando la escuela historicista romántica, como tan a menudo hacen espontáneamente la prensa, las novelas y el cine (o el existencialismo francés, pero vaciándolo de toda esperanza). Es, más bien, porque nuestros proyectos iluminan zonas de la existencia que sirven de estancias de sentido, de hábitats de realidad. Tan real es ser padre como ciudadano, son proyectos que a veces se entrecruzan –si exijo más parques infantiles–, que a veces se separan –si firmo por más horas de colegio–, que proliferan interiormente –si, en otro ejemplo, asumir un cargo público me obliga a poner escolta a mis hijos, y ellos les cogen cariño, etc.–, pero en los que, en cualquier caso, el mero paso del tiempo no determina nada substancial. El tiempo pasa, pero antes de que nos mate definitivamente –a cada uno de nosotros, pero no a los que nos siguen–, la cuestión siempre será en qué posición me encuentro respecto de mis proyectos, qué lugar lógico, en la lógica de tales proyectos, ocupo ahora (y, yendo más lejos, como he insinuado: la muerte no acaba con los proyectos de una persona o cultura, igualmente hay que tenerla prevista para intentar no perder del todo el control respecto de los movimientos que se realizarán después; un padre/madre-ciudadano/a modélico/a tiene entre sus proyectos dejar un buen recuerdo, una cómoda situación económica y de imagen a su familia, testar para repartir posesiones y tareas, etc.; la postura del que dice “con la muerte acaba todo” es inmoral y oligofrénica…).