El pensamiento visible

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Fig. 1. Zhu Jinshi, Pintura, 2012-2014. El color-masa, detalle.

Un individuo poseedor de una inmensa, inacabable fortuna en oro tiene dos maneras de demostrarlo. Una es hacer suyas tantas y tan caras propiedades como sea capaz de acumular y exponer; otra, mucho más directa, es ofrecer su oro a quien lo desee como ejemplo de grandeza. La cuestión está en subrogar las cosas o exponerlas de manera directa. Y que este trabajo, lejos de representar esto o aquello, imponga la pintura por su substancial y abrumadora presencia, ya nos aporta un dato que conviene tener en cuenta por su categoría (Fig. 1). Atendamos de preferencia al desbordamiento de las pastas, a la variedad cromática y lo insólito de su exceso: veremos que la versión material estricta del color está muy lejos de ser un medio, porque es razón intencional y objetivo final, causa y efecto al mismo tiempo.

Con respecto a la creación, esto dificulta en gran medida averiguar cuál es la disposición personal que rige su hacer, si lo que en otro lugar he llamado una inteligencia instintiva que actúa por impulsos, o su complemento con una razón emancipada, dos fuerzas con la intuición como punto de encuentro (2013: 81-97), lo cual no está lejos de la sugerencia nietzscheana acerca de un instinto inteligente.

b. Elementos para el análisis. La imagen-signo, su estructura y el Interpretante

Un objeto de valor artístico nos acomete por sorpresa y se evade acto seguido dejando en su lugar una sugerencia acompañada de reserva. Punto. Encerrada en un mutismo casi total, la masa cromática ya es en ella misma un reto: tiene vida, su piel respira. Si deseamos analizarla, la táctica consistirá en asaltarla por los flancos, avanzando al modo oriental, indirectamente. Mientras el pensamiento tradicional chino asociaba las artes de la guerra con las del amor, que requieren precaución y tacto, nosotros no necesitamos esfuerzo alguno para descubrir que una exploración en busca del conocimiento debe conducirse como en la guerra o el amor, con estrategia. Quiero decir con esto que, lejos de ir directo al objeto, avanzaremos sin una clara orientación, rodeándolo, hasta finalizar el rodeo comenzado en el punto adonde quería llegar.

Tomemos por ejemplo una pintura como Dragon Boat Festival (Fig. 2). Diremos, sólo a modo de hipótesis o tanteo argumental, que es susceptible de ser analizada por su condición de imagen-signo con un grado de complejidad cuya estructura integra tres factores. Igual que cualquier otro signo, podemos detectar en ella una imagen en Representación, analógica o no (digamos referencial), un Objeto que es su referente, y un Interpretante de naturaleza variable según la recepción[3].

Ahora bien, dado que las características de la pintura de Zhu Jinshi dificultan el análisis –por no decir que lo invalidan– tanto en la expresión como en el estilo, primero tendremos que experimentar al margen a fin de verla mejor por comparación. Y esto supone guardar la obra en perspectiva mientras damos un rodeo por otra pintura digamos más «predecible», sea un autorretrato de Rembrandt, de Van Gogh o la Maja desnuda de Goya, cuya diferencia en su respectiva ejecución no contraría una iconicidad de notable fuerza expresiva. Así, en cualquiera de estos casos tendremos:

a) la Representación que es la imagen en sí misma, con su configuración de colores y líneas;

b) el Objeto referente, que es lo que identificamos mediante cada imagen con su expresión peculiar;

c) el Interpretante –evitemos confundirlo con el intérprete–, que es, de buen comienzo, aquello de más básico que acude a la mente de quien la contempla –me refiero a un contenido mental relacionado con la imagen.

Los dos primeros factores de la estructura en cada uno de los ejemplos aducidos no plantean problema alguno, la relación es: «a se refiere a b». Pero, ¿qué hemos de entender por Interpretante? Si es un contenido mental, como acabo de decir, también es obvio que se trata de una noción: idea, imagen, opinión o un saber relativo a la obra.

Con respecto al Interpretante, pues, vale decir que, ante una imagen-signo en concreto como es la Maja, es lógico suponer que no todo el mundo percibe y piensa lo mismo, ya que el contenido de una mente relacionado con la mujer desnuda que tomó Goya por modelo, puede variar un número infinito de veces. Un experto en pintura goyesca no se enfrentará al cuadro con las mismas reservas mentales que demostró tener aquel agente de la autoridad de un pueblo español que fue ver una pequeña reproducción de la obra en el escaparate de un comercio y entrar exigiendo que retirasen aquello por indecencia. El caso es ejemplar referido a una confusión consistente en identificar el signo con la cosa, la imagen con su objeto o, en cualquier caso, la representación con su referente. Y no hace falta extenderse acerca de los autorretratos que acabo de proponer –los veremos más adelante–, porque el sentido de cada uno de ellos puede variar al infinito según se tome la imagen en relación con lo que el receptor sabe de la vida y obra de Rembrandt o Van Gogh.

Así resulta evidente que la reserva mental que llamo Interpretante, es una idea genérica que nos permite, de menor a mayor complejidad: 1) identificar en la Maja desnuda a una mujer sin ropa y no, por ejemplo, a un caballo andaluz, o ver en el autorretrato de Rembrandt otra cosa que no sea la cabeza de un anciano de mirada mansa y resignada, y en el de Van Gogh una expresión facial con mirada triste y recelosa; 2) activar una serie de otras ideas que van adheridas a la primera según la educación recibida, la experiencia acumulada y las preferencias culturales del sujeto concernido. Es evidente que la mujer acostada no se expone allí para ser vista con reservas; por el contrario, su pose, sin ser indecente en la actualidad, resulta franca y sin recato. Dicho esto, la relación simple «a se refiere a b» de unas líneas más arriba, válida para todos los ejemplos propuestos, debe dar paso a la fórmula completa:

«a se refiere a b para c»

Siendo esta c referida a un destinatario, el proceso, derivado de la estructura del signo, no debe hacernos perder de vista las características particulares, así como las variantes, de este tercer factor.

Entendamos en qué acepción empleo ahora el término Interpretante y veremos que, lejos de comportar una total libertad por parte del intérprete, el sentido de un signo de valor artístico pasa por un sentir (percepto-afecto) y un probable saber (concepto) que, por reducido que sea, pueden compartir el emisor del signo y su eventual destinatario.


Fig. 2. Zhu Jinshi, Dragon Boat Festival, 2011 (60✕50 cm).

De acuerdo, emplear «comparten» es decir demasiado, pero aceptemos el verbo a condición de conservar el grado mínimo de coincidencia que supone, a saber: que aquello es una mujer desnuda recostada, sin más, mientras las otras imágenes tienen por referente, cada una de ellas, un personaje masculino que nos mira, señal inequívoca de que son autorretratos. Tenemos, pues, que tanto «mujer desnuda recostada» como «cabeza de hombre» es el Interpretante elemental, o básico, correspondiente al cuadro goyesco conocido por el título Maja desnuda y a las dos imágenes de Rembrandt y Van Gogh. Y no hace falta decir que al agente de la autoridad que ordenó ocultar la inocente reproducción de la obra goyesca, le guiaba en su decisión un contenido mental contagiado por unos principios ideológicos de carácter represivo impuestos por la religión católica y los valores culturales que la acompañan.

Dicho esto, el análisis en su nivel inferior ya nos muestra que en Dragon Boat Festival de Zhu no es posible distinguir la Representación y su Objeto, lo que hace del Interpretante un vacío mental. Volveremos a esto después de pasar por la interpretación.

c. Vía de la interpretación. Los zapatos de Van Gogh y la escurridiza verdad de Heidegger

Recordemos que una obra de arte es un instrumento para la comunicación mucho antes que para la información. En este sentido sí es posible hablar de un compartir algo, alguna cosa, el artista destinador y su destinatario. ¿Compartir qué? Volver ahora a los zapatos pintados por Van Gogh para decir que Heidegger comparte con el artista un contenido mental, o un sentido interpretativo concerniente a dicha imagen, significa que, en lo relativo a la información, tanto aquél como éste ven y saben que aquello es la representación de «un par de zapatos usados» y nada más. Es la noción básica que le corresponde, su Interpretante elemental. No andaríamos tan seguros frente al cuadro de William Turner cuyo título nos advierte de que, en la superficie ocupada por la forma envolvente y difusa de un gran campo de amarillo luminoso rodeado de oscuridad, hemos de identificar el pavoroso amanecer del primer día después del Diluvio Universal.

De ahí la inseguridad del «compartir». ¿Qué hay en la interpretación heideggeriana de los zapatos de Van Gogh en su «El origen de la obra de arte» (1962)? ¿Es el esclarecimiento de una representación de aspecto innocuo relativa a un tema plástico sin mayor interés? No, en absoluto. ¿Son aquellos zapatos –junto a los otros cuadros de la serie que hizo el artista– un atestado existencial por parte de un artista atormentado o el desahogo de un autor que pone a prueba su destreza técnica en una pintura de poco interés temático pero expresiva gracias a su libre ejecución? Puede que todo se reduzca a esto último. Como con la identidad de la modelo que posó para el cuadro goyesco, tampoco aquí hay seguridad. La «verdad» de la Maja, lo mismo que los zapatos, está ahí, pero no alcanzamos a verla. Imaginemos a un sujeto que asiste a un espectáculo teatral e, insatisfecho con lo visto, aún quiere inspeccionar qué hay más allá del escenario, tras el telón de fondo, en los camerinos de los actores y el almacén de atrezo. Sentimos que algo parecido es lo que nos sugiere Heidegger tratando de encontrar, tras (o con la excusa de) la representación de unos zapatos, la verdadera presencia emboscada, pero al acecho, de un qué-hacer, un entorno vital, una personalidad, es decir, una serie de datos cuyo conjunto asume, mediante el tema trivial de unos zapatos viejos, la prueba justificadora de una posición filosófica.

 

A la inversa de lo que creeríamos, la interpretación de Heidegger no es tanto la exposición de un sentido relativo a lo que está referenciado por el cuadro, cuanto la reelaboración redentora del propio cuadro en una perspectiva semántica concreta y de considerable profundidad. Aquí lo que menos importa ahora es la «verdad» de la imagen-signo, como tampoco el hecho de que en la obra de Van Gogh pueda darse, como dice su intérprete, el advenir de la verdad (ibid.: 61).

Es claro que, en este caso, como en tantos otros, la verdad se manifiesta disgregada o en función de embozo para el objeto interpretado. Lo admite el propio autor al advertir que la esencia de la verdad se rige por un suspenso que no es, en absoluto, una carencia o un defecto. A la esencia de la verdad, nos dice, le corresponde mantenerse en suspenso mediante el proceder de la «doble reserva» (ibid.: 59). Preguntemos. ¿Cómo entender ese manifestarse, o ese advenir, de un modo que lo manifiesto permanece bajo una luz tan tenue que no alcanzamos a verlo como es? Heidegger nos responde, pero lo hace por medio de lo que sólo para una mente occidental es una paradoja. En su esencia, declara, la verdad es no-verdad (ibid.: 59-60).

La verdad o la no-verdad, la belleza o su opuesto, el bien o el mal. No hay disyuntiva, no hay contrariedad, sólo complementariedad. Nos lo decía el más antiguo pensamiento chino en el tao, con relación a la verdad, al ser, a la existencia o a cada una de las cosas que amueblan nuestro entorno, tanto físico como mental. Lao-Tsé (1967: xi):

El Ser ofrece posibilidades,

es por el No-Ser como lo empleamos.

Hay dos maneras de entender esa verdad/no-verdad filosófica heideggeriana acerca de la Verdad en general. Una es reconociendo que todo, sin excepción, tiene su lado opuesto, sin el cual no gozaría de la menor firmeza. Es el principio que está en el centro del pensamiento tradicional desde Oriente Medio hasta su extremo en China y Japón: nada existe sin su contrario. Si volvemos a Occidente, con algo de eso coincidía Da Vinci para la estética buscando en la pintura la auténtica visualidad por medio de una luz alimentada, y por consiguiente vitalizada, por la oscuridad, la sombra, su oponente, que la antecede. De ahí procede el recurso estético del claroscuro y el sfumato como una técnica que tendrá después una justificación mejor y más potente con Caravaggio. En este mismo punto incidía Baltasar Gracián, en el registro de la ética, al desaconsejar la exposición total, y de una sola vez, de lo que deseamos comunicar. Me refiero a su insistencia en el «medio decir». Decir, exponer, expresar, sí, pero nunca del todo.

Al cabo, no parece que los ejemplos aducidos hayan comportado una gran dificultad. La misma aportación de Heidegger, relativa a Van Gogh, es de especial interés al situarse en el centro mismo de un pensamiento al que me he referido en otro lado (Salabert, 2013).

d. Forma del contenido (Cuadro) y substancia de la expresión (Pintura). La provocación mental

Vengamos de nuevo a la obra que nos ha sugerido este rodeo (Fig. 2). Hemos de pensar que el título que le aplica su autor tiene por función guiar nuestra imaginación hacia lo que nos indica verbalmente con el amparo de la imagen plástica, a saber: un festival acuático con botes que, manejados por un cierto número de remeros, ostentan una proa elevada simulando una cabeza de dragón. Y la pregunta será: ¿qué objeto referente es el de la imagen pintada cuando la materia que cubre la superficie visible cumple con la tarea de negar toda referencialidad, de refutar el esfuerzo de cualquier destinatario que intente ver allí algo que no sea lo que está allí mismo con la fuerza de lo presente en toda su radicalidad? Llamo Pintura a esa opacidad referencial.

Así, en la pintura de Zhu Jinshi hay mucho de negación del Cuadro, es decir, de la forma del contenido con una referencialidad a la que, aun siendo inexistente, no obstante alude el título. Y es de esta negativa de donde surge una afirmación que, aplicada a la obra, hace de ella «la realidad de la pintura», un enunciado equivalente a decir que la materia en la pintura es su única realidad.

En efecto, reivindicar la realidad de la Pintura –y confinarse en ella– es darle la espalda a la forma del contenido (el objeto referente) con la forma de la expresión (la propia imagen). Sólo que esta forma de la expresión, al carecer de otro objeto que el referido por un enunciado en función de título, la aventaja como la substancia de la expresión. Lo hemos visto, hay una substancia, me refiero al color-masa, la Pintura; lo que no hay, en cambio, es una forma suficiente, el Cuadro.

De ahí que la pintura Dragon Boat Festival nos ponga en una situación parecida a la de estar perdidos de noche en un desierto sin otra indicación que las estrellas. Tendremos dos planos, el cielo y el suelo bajo nuestros pies, pero asistidos por un tercero gracias a un saber capaz de interpretar la relación de ambos planos a fin de orientarnos. La situación sólo es parecida. Porque, si Dragon Boat es comparable al desierto, lo será en una noche de nubes que apenas permiten ver, de modo que rechaza un saber capaz de enlazar los dos planos, el de la superficie pintada y su acompañamiento literario.

¿Admitiremos que en una obra como Dragon Boat no es posible un Interpretante o contenido mental, ninguna noción básica que nos oriente más allá de cierta emotividad causada por el cromatismo? Eso sería decir mucho; un contenido mental parece darse en todo momento. Pero sólo el título, «Dragon Boat Festival», hace una sugerencia para dirigir la emotividad (percepto-afecto) del destinatario; él es la llamada a una imaginación creadora que debe interpretar a su gusto la relación de la imagen con el enunciado. En cuanto al cielo nublado, es la carencia de objeto referente, la falta de una representación analógica que nos permita anudar, por poco que sea, lo visto con lo leído. Así que para el destinatario la interpretación es libre.

Ahora la pregunta parecerá inútil: ¿hay en Dragon Boat Festival una expresión? Es evidente que sí la hay: es la Pintura, su substancia, gracias a una realización que vemos y tocamos, pero como un inacabado que nos permite asistir a un acto de creación por concluir. Luego la expresión está allí, sólo que no es referencial por vía analógica. ¿Hablaremos de un estilo? Tal vez, aunque el examen nos lleva a identificar ambos conceptos, la expresión y el estilo, y, como se ha hecho en tantas ocasiones, quizá sea necesario ahora.

Esto significaría que, si decidimos obviar el título en la obra que nos concierne –como en tantas otras–, el sujeto de la enunciación y el sujeto del enunciado son el mismo. Admitámoslo así por el momento. La forma de la expresión en Dragon Boat Festival no tiene más conexión con lo nombrado que el profuso cromatismo, el color-luz que suelen tener las embarcaciones aludidas. La masa pictórica es lo allí-presente, me refiero a la substancia sin otra remisión posible, de modo que para mí, destinatario de la pintura, la posible interpretación y su objeto referente coinciden, es decir, el contenido mental que actualiza su contemplación en mí y el objeto aludido por el título son la misma cosa.

Esto nos hace pensar que, en tanto que cada obra se presenta como Cuadro, o forma del contenido, por medio de un enunciado verbal, la Pintura del artista (la substancia de la expresión) es la negativa opuesta a lo sugerido por aquél. Y así es. Como si la tierra del desierto y las estrellas no tuvieran más relación que la de una coincidencia fortuita, también en esta obra aquellos que se extravían lo hacen en un vacío radical. Es decir, el signo (pictórico) niega toda relación con el enunciado al que, sin embargo, va unido. ¿Por qué? Porque su única misión es activar la imaginación del receptor, un darle qué pensar (imaginar) al que la superficie pintada ayudará con su profusión cromática.

Dos preguntas son todavía pertinentes. Una, ¿qué sería la exposición lingüística fiel de lo que representa un cuadro, cualquiera? Una redundancia, superfluidad para la razón. Dos, ¿qué es un título cuya relación con la pintura resulta imposible, inexistente? Es una provocación, un desafío para la imaginación. Es un reto, si se quiere, formulable del siguiente modo: si la negación del Cuadro, o forma del contenido, significa que allí no hay más que Pintura, o substancia de la expresión (la materia en un juego de fuerzas convocado por el color), lo más probable es que un sujeto receptor atraído por el título quiera verlo como lo que no es: una escena que imaginará por su propia cuenta.

A la inversa de la pintura de Goya o los autorretratos de Rembrandt y Van Gogh, que brindan a la imaginación un inacabable vaivén entre la correspondiente imagen-signo y una mujer desnuda echada en un sofá y la particular expresión facial de unos personajes, mi imaginación frente al Dragon Boat Festival de Jinshi trae a mi mente la identidad de la imagen-signo y el artefacto pintura. Porque una imagen visual que se identifica con «su» objeto presente no existe como representación, o, al contrario, si deseamos ver en la obra una representación, habremos de admitir que allí no hay más objeto presente que la pintura, la «realidad de la pintura».


Fig. 3. Zhu Jinshi, God Particle B, 2012 (180✕160 cm).

Enfrentado a un muro abigarrado de color, el espectador aspira a racionalizar, quiere ver alguna relación entre el rótulo lingüístico que es el título y la superficie de color-masa. Pensará en una posible reducción metonímica (la parte por el todo) y, a la vez, en un extremado desplazamiento metafórico (una cosa por otra), para concluir que la imagen-signo apunta a una profusión cromática como la que ostenta la cabeza del dragón en esos botes. ¿Es eso un dato significativo? Sí para la afectividad, no para la semántica. En otras palabras, ¿hay algo de superlativo en esta pintura más allá de lo que significa la pintura allí presente como color-masa? Esta presencia, junto a la sugestión de un enunciado que apunta a un contenido ajeno a la obra, hace del cuadro una palanca para la activación intelectual del receptor.


Fig. 4. Zhu Jinshi, El pájaro de los 1000 años, 2004 (30✕40 cm).

Si en Dragon Boat Festival está la profusión del color, sin más, en God Particle (Partícula de Dios[4]) (Fig. 3) un mar atormentado de rojo cinabrio intenso acapara la totalidad de la superficie. En cuanto a la pequeña obra titulada El pájaro de los 1000 años (Fig. 4), un apunte, casi un ideograma, podemos aventurar una relación de la Pintura y el Cuadro, o de la superficie del color-masa y el título. Un empaste verde cayendo en vertical sobre otro de un rojo intenso dispuesto en horizontal alude con toda probabilidad a la grulla, el pájaro al que el pensamiento taoísta atribuye una muy larga vida creyéndolo inmortal (véase Eliade, 1978: 391). Allí cerca, casi en la intersección de ambos empastes, una gruesa deposición blanca sólo puede referirse a la permanencia, al fin de todo movimiento del pájaro sobre la tierra. El blanco, color-luz por excelencia, evoca el principio de una larga vida, si no la inmortalidad.

Al igual que la afirmación, tampoco la negación carece de grietas por las que introducirse.

e. El color-luz. Del plano de inscripción al plano de deposición

La fuerza de la materia en el trabajo de Jinshi se me impuso de un modo indiscutible en el enorme recinto de su taller en las afueras de Beijing, convertido ya en un inmenso depósito donde un inacabable número de pinturas de gran formato[5], apoyadas en grandes atriles fabricados a este propósito, permanecían a la vista, ordenadas, a la espera. Se trataba de una exposición práctica (el lento secado de las obras) y colosal, a la vez que invitaba a circular con libertad entre una inusitada cantidad de superficies sobrecargadas de colosales empastes, abundantes deposiciones de una luz cuajada, a la espera de que la frondosa capa de pintura al óleo –tanto más lenta en endurecerse cuanto mayor es su espesor– alcance un punto que le permita recibir los dedos que se deslizarán sobre la masa, las manos que explorarán satisfechas la materia. Curiosamente, allí me pareció adquirir la plena conciencia de lo que sabía desde mucho tiempo atrás: uno, que la pintura existe y, dos, que esa existencia es total materialidad. Brotó así un deseo de acariciar o manosear, palpar la pureza del color-luz sin otro objeto que el color mismo, ejerciendo aquel tacto equivalente a deleitarse en un ámbito inaugural para la visión con idéntica libertad a la del ojo que mira y remira, incluso hurga ajeno a la distancia que impone la mirada. Seamos claros, haya o no ceguera, las manos tienen ojos.

 

Fig. 5. Red river (Río rojo), 2012. El color-masa en bruto.

Lo que cuenta es el gesto, la técnica dominante es la acción pautada, incluso regular, consistente en aplicar la enorme masa de cada color seleccionado. Y a diferencia del empaste, término alusivo a la aplicación de la materia mediante el arrastre, aún es necesario aclarar que empleo el término deposición referido a la aplicación de una formidable cantidad de sustancia cromática sin imponerle desplazamiento alguno. Si hablando del estilo (stylus, punzón) en una pintura podemos referirnos a un plano de inscripción, en el caso que nos ocupa será más acertado hablar de un plano de deposición. La rapidez de la ejecución no es significativa: poca o ninguna violencia, ningún apremio, sólo resolución. La deposición domina. La fuerza motriz puesta en juego sugiere el empleo del tiempo que invierte en una obra distribuyendo la misma cantidad de color-masa en cada gesto.

Es tan preciso como la disciplina de la respiración en el taoísmo con el objetivo de llegar el sujeto a un alto grado de limpieza interior, de obtener un cuerpo de pureza aérea que redundará en una muy larga vida, cuando no en la misma inmortalidad. Hay acumulación, pero el artista apenas emplea la táctica, tan morosa en ocasiones, de aplicar la pasta mediante empastes, por capas superpuestas o bien mezclada con materiales ajenos (arena, polvo de mármol) a fin de obtener el grosor que le conviene. Mientras la tradición pictórica en Occidente ha operado mediante la superposición del color, con transparencias o veladuras, en busca del efecto de profundidad mediante la representación analógica, como en la pintura renacentista, la efectiva tridimensionalidad de la pintura de Jinshi está en el grosor tangible (Thick Paint) libre de cualquier material ajeno al óleo. La superficie pictórica está muy lejos de seducir la mirada absorbiendo la atención del receptor, que deberá alojarse en la profundidad de la representación. Allí presente en toda su efectividad, la de Jinshi avanza hacia el sujeto que la contempla: cristalizado por el óleo al secar, el color reclama un apetito visual táctil asociado a una mirada capaz de acariciar, tal vez palpar, manosear.

Si uno de los rasgos más destacados en esta obra es el plano de deposición, como en Red river (Fig. 5), otro más es el exceso en la acción. Con la abundancia del material aplicado en cada gesto, el plano de deposición, empaste tras empaste, puede verse invadido como un mosaico de teselas hecho de aplicaciones irregulares en una superficie que adquirirá la presencia de una materia cromática que acusa un relieve, el color se agita. En God Particle B (Fig. 3) o en Transcribing the Buddhist Diamond Sutra (Fig. 6), el color parece hervir evocando algún caótico arché antes que cualquier principio de organización.

f. La inefabilidad del ápeiron y la paradoja del tao

Lo sabemos, el tao es un nombre, pero lo que responde a este nombre no es el tao. Por otra parte, ¿qué es el arché en el viejo pensamiento occidental? El abstracto ápeiron de Anaximandro, lo primordial indefinido, indescriptible, inefable, no es un pariente tan lejano del propio tao –alusivo al «camino»– en el pensamiento tradicional chino. Decir tao equivale con toda seguridad a decirlo todo y no decir nada al mismo tiempo, porque si alguno de estos nombres: camino, doctrina o método, todos ellos posibles, acertara en designar la realidad del tao, lo designado ya no sería el tao. Tampoco del ápeiron es posible decir que es el ámbito, el lugar, el espacio. Diremos el espacio probablemente a condición de reconocer el grado de abstracción de la palabra, en cuyo caso apuntamos a una paradójica ninguna-parte. Ámbito sin término, ajeno al recinto, al sitio, al lugar, al territorio.

Acertar confiando en la verdad de las palabras equivale a disparar como quien apunta a una diana para comprobar después, en este orden, que la diana no puede tener centro porque ni siquiera hay diana. Las cosas se dan, nuestro mundo existe, pero cada objeto, cada cosa que vemos ahí presente, está entre una existencia que se afirma y otra que se niega. De uno a otro extremo, todo lo que hay tiene su duración de «cosa» imposible de apresar. Es comparable a la concepción medieval del Dios cristiano, poseedor de 100 nombres, uno de los cuales, el último que hace cien, es secreto, imposible de conocer porque está en él la divina clave para la Creación y la Vida. Tener cien nombres, ¿no supone un todo y nada al mismo tiempo, como tener el nombre de no-nadie? La conjunción de mucho y nada, de lleno y de vacío, de vida y muerte remite siempre a lo mismo: el arché o caos. Como el Dios cristiano, igual que el tao –sea éste filosófico o religioso–, ¿no es al cabo todo esto el ápeiron de Anaximandro, un indecible originario? Precisamente en el taoísmo es donde todo tiende a su origen de indeterminación o entropía, un no-lugar en el que ser y no-ser se aúnan, la vida y la muerte son lo mismo[6].

Como la verdad de Heidegger, que se manifiesta a la vez que da cuenta de la no-verdad, es el arte de Zhu Jinshi, en el que tenemos tanto más pintura expresiva, expresión-pulsión, cuanto menos individuada, ajena a lo que en Occidente solemos entender como estilo, aquello que anuncia el hecho en el proceso mismo de hacerse, que circunda lo construido, material o mental, sin confinarlo.

Pintura tan desbordante en la expresión como ajena al estilo, salvo si queremos detectarlo en el espacio al que me acabo de referir, a saber, entre lo que está allí presente (la substancia de la expresión) y aquello otro cuya presencia sólo es en y por un enunciado (el referente evocado por el título, la forma del contenido).

Extremada, la obra de Zhu se impone como Pintura con la misma fuerza que niega el Cuadro a causa de su propio exceso. ¿Por qué? Porque, con su exceso y todo, es una pintura que se encuentra en el mismo límite de las posibilidades de pintar. Ajeno al concepto de estilo como solemos entenderlo en Occidente, también cabe decir que ese límite de la pintura coincide con el límite de un yo que no obstante exterioriza, expresa. Así, que haya expresión no significa necesariamente que alguien se exteriorice personalmente.

Salvo quererlo así, sin más, no hay un pensamiento occidental opuesto a otro oriental. Uno y otro se cruzan en demasiados puntos como para no imponernos la idea de una red con infinitos nudos de sentido. Y en uno de esos puntos se encuentra el Heidegger de su «Diálogo acerca del habla». Allí, el Inquiridor confiesa sin la menor ambigüedad a su interlocutor, el Japonés, que, sin abandonar su posición intelectual anterior, ha cambiado a otra, lo que le hace decir: «Lo permanente de un pensamiento es el camino. Y los caminos del pensamiento cobijan en sí esto misterioso: podemos, en ellos, caminar hacia delante y hacia atrás, incluso de modo que sólo el caminar hacia atrás nos conduce adelante» (1987: 90; la cursiva es mía).