El pensamiento visible

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Decir «no hay Cuadro, todo es Pintura» es un enunciado que deja atrás incluso la simple negación. No es un referirse a la privación de una cosa por otra o por sí misma –como el advenir ya visto de la verdad heideggeriana–; también equivale a señalar que el arte, y la pintura en particular, se manifiestan «avanzadas» por medio de una regresión a su propio origen. Al cabo, el asesinato de la pintura proclamado por Miró en su momento era un deseo de darle una nueva vida. Avanzar, pero también retroceder al encuentro de un origen que convendría llamar pre-natal.

Como en God particle B (Fig. 3), ése es uno de los diversos valores del color rojo, tan frecuente en Zhu, por su capacidad de alterar las superficies haciendo que signifiquen en ellas mismas una profundidad secreta, el abismo de cada cuerpo bañado interiormente por el rojo.

g. De la «Realidad de la pintura» a la respiración embrionaria, con el valor simbólico del rojo en el cinabrio

Será Fautrier o De Kooning, Tàpies o Millares, incluso Pollock: el espesor matérico o la inclusión de materiales diversos en una obra suelen estar al servicio más o menos claro de la representación, sea ésta analógica o no lo sea. En cambio, la forma de la expresión en la obra de Zhu no designa, lo hemos visto, carece de toda función referencial tratando de salvar la «realidad de la pintura» con dos factores: uno, el acopio de substancia en cada obra; dos, los títulos que evocan caminos para la imaginación. Mientras el primer factor es vía abierta a lo pulsional (el gasto por el gasto tiene en el exceso, equivalente al lujo, su sentido), el segundo recurre a la evocación caprichosa o al ensueño.

Mientras un recurso pasaría por ver la quasi-metáfora de un contenido en el color-masa (en la materia), otro prefiere dirigirse hacia la metaforicidad mucho más rica del color rojo en general y del rojo cinabrio en particular. Resto abandonado de una acción apenas esbozada, cada deposición está allí adherida llamando a una mirada que sobrevuela el desierto de la representación viendo en ella una extraña autonomía de la presentación.

No hay paradoja en lo que acabo de formular. Toda pretensión, todo acto, toda obra ya ultimada, debe ir acompañada de su opuesto, sea imprevisión para lo previsto, sea pasividad para la actividad, sea inacción para la acción. El cuerpo del color-masa abandonado a sí mismo absorbe todas las fuerzas existentes a su alrededor, se impone atrapando la mirada, se pega a ella en su rotunda expresividad substancial plástica que, una de dos, o bien deserta del estilo, como ya he sugerido, o bien es que todo el estilo se halla inmerso –sumergido el yo– en una materia allí presente identificable con la expresión.

En ningún momento hemos de asociar la expresividad con la expresión o, más concretamente, con el expresionismo. La expresión-pulsión es al expresionismo en general lo que el sentimiento al sentimentalismo o la racionalidad al racionalismo. Mientras la expresión está presente como lo que brota con cierta fuerza de un hacer que ya es acto realizado, y, por consiguiente, un hecho, la táctica expresionista va con la expresión por delante, la fuerza se antepone, toma la delantera y deteriora lo que toca por el camino. ¿Es eso una singularidad? Sí, en el caso que nos ocupa. Nada hay de extraño en que obras de 2012 vayan precedidas del genérico «La realidad de la pintura» (The reality of paint). Acabo de decirlo: si la «realidad de la pintura» tiene por consecuencia lo que he llamado negación del Cuadro –o forma del contenido–, no es porque su lado complementario, correspondiente a la Pintura –substancia de la expresión–, se imponga. No; aquí la parte «formal» de la expresión se retrae, rehúye su supuesta esencia de materia-para-la-ficción y nos da incrementada, agigantada incluso, la substancia en el plano de deposición. Debe ser evidente que, al hablar de una pérdida de esencia, o negación de la obra como Cuadro, me refiero a ese porcentaje de simulación que incumbe al arte en general y al pictórico en particular. Expuesta por superabundancia, particularizada por un exceso que la lleva al límite de lo presente, la realidad que le atribuye la tradición es su negación por insuficiencia.

¿No es eso reivindicar una realidad mediante el mismo acto que la suspende? Sí, es lo que ocurre en tanto que Zhu Jinshi no evita referirse a su natural origen cultural chino sometido por un tiempo a una influencia cultural europea en Alemania. Mezcla de dos mundos, oriental y occidental, no hay paradoja en lo que acabo de exponer.

Adoptemos el punto de vista de su auténtico origen. ¿Qué hará el sujeto en el taoísmo para invocar la deseada inmortalidad? Reemplazará su propio cuerpo corruptible, abocado a la desaparición, por otro cuerpo aéreo, incorruptible; un cuerpo nuevo que orientado a la permanencia, se irá desarrollando en el interior del primero. El sujeto practicará la respiración denominada embrionaria, consistente en tomar el aire y retenerlo, durante más tiempo cada vez, con el objeto de enriquecer aquello que el tao denomina el Campo de Cinabrio. Se trata de la triple división de un cuerpo anatómico[7] que, alimentado por la respiración, solicita la formación de otro cuerpo no perecedero[8] que ocupará poco a poco el vacío dejado por la progresiva disminución de la humedad en el primero.

¿Por qué asociar la piedra de cinabrio al cuerpo? Porque su color, el rojo, llama al fuego y da la sangre. Es decir, expuesta la piedra al fuego, libera su contenido de mercurio, ese metal brillante que fluye como la sangre, pero sublimada, imperecedera. Del mismo modo que el color-masa de la pintura al óleo aplaza el tiempo de espera hasta el punto de otro tiempo inagotable cuando la materia cristalizada supera su anterior inconsistencia, también el «otro» cuerpo del tao aspira a esa cima de un tiempo que deja de pasar y le permite subsistir físicamente salvando la descomposición. Aquí es posible referirse a un Interpretante, o contenido mental, concerniente a God Particle B (Fig. 3) y otros de la misma serie: superficies que niegan la forma dejando en su lugar la expresión de un rojo intenso, nocturno y secreto, en cuyo abismo se niega la individualidad. «El rojo de la pintura (de casi toda la pintura) no es el cuerpo de las cosas rojas: las atrae lo más cerca posible de la superficie. ¿De qué superficie? De aquella en la que nos convertimos nosotros mirando ese rojo. Y estas cosas, cubiertas de rojo, no actúan, no enuncian, dicen: “¡eso!”» (Schefer, 1995: 24).

h. Penetrar la materia, empotrarse en el color. Cromofagia

Situémonos. Hablar de la substancia de la expresión en su modalidad plano de deposición es hacerlo de la exuberancia con el exceso y de la escasez al mismo tiempo, dos fuerzas contrarias en busca de equilibrio. En el sujeto Zhu llevado por el impulso nada es más auténtico que el color –rojo oscuro, centrípeto– que, a causa de la profusión, así como a una impaciencia difícil de contener, apunta a la contención necesaria, cuyo objetivo no es otro que el de absorber la mirada, capturar los ojos del destinatario que se verá impulsado a llevarse aquellas espesuras a la boca y paladearlas hasta hacer cosa suya del color-masa, materia interiorizada. En la larga serie existente de «fagias» (phagei, comer), antropofagia, teofagia, coprofagia, etc., habrá que añadir la cromofagia, una modalidad de alimentación semejante a la nutrición con aire o aerofagia[9], a condición de tomar el término en su sentido literal. Primero, porque ingerir el color no supone absorción alguna, salvo identificar el cromatismo de la pintura al óleo todavía fresco con su inconfundible olor; y, después, porque la presencia desnuda y reluciente del color-masa estimula un deseo dirigido a la fagia, aunque sea en el sentido figurado de un «comer con los ojos».

En su estricta materialidad, el rojo oficia aquí de cuerpo fabuloso e interminable, sin unos límites que le den forma. No obstante, dicho cuerpo reclama la atención, espera el manoseo, la erótica manipulación por parte de un arte que vendrá a darle la forma que solicita, aunque sólo sea por partes, zonas atrayentes, miembros voluptuosos. Así se explica que comer con los ojos o llevarse a la boca la pintura, o, más aún, dejar que nos absorba ella, son contingencias de signo contrario y complementarias a la vez. Sabemos que exteriorizar el artista algo de sí mismo (expresarse) es proyectar, expulsar, lanzar, echar fuera: objetivar, en suma. Y objetivar es dar a luz, un acto creador en cierto modo. Por el contrario, que el color-masa interiorice materialmente tanto al artista que se sirve de él como a su destinatario, significa que uno u otro se introducen en el abismo del rojo dejando que la substancia cromática se abra y lo albergue confiándole la tarea que le concierne, consistente en «dar que ver» o mostrar lo creado en ese gerundio del hecho haciéndose. Me refiero con esto a la acción pública de 2008 titulada Power and territory (Poder y territorio) (Fig. 6).

Sin ser el único, ¿no solía el viejo Tiziano pintar sectores de sus cuadros aplicando la pintura con las manos en un afán de prescindir de útiles mediadores como el pincel? Es una muestra de tantas relativa a la necesidad que experimenta el artista de intimar con su medio, la misma a la que se refería Barthes como el «goce del texto» con un disfrute más primario todavía. El goce del artista con el color-masa es equivalente al jugueteo de los niños en la arena, al chapoteo en el barro cuando ya ha sido reprimido el anterior impulso de jugar con una parte del propio cuerpo manoseando el excremento.

Aceptémoslo, el artista en general, pintor, escultor u otro, no produce en un ámbito celestial donde todo es espiritualidad; por el contrario, su casa es el cosmos aisthetos que el neoplatonismo separaba del (oponía al) nivel superior de la Luz creadora[10]. El suyo es el ámbito terrenal, y en él necesita acceder a la materia que es su objetivo, su medio y su sostén. Y la opción es apropiársela penetrándola, entrando en ella: empotrarse o embutirse en el color, de manera efectiva o figurada. Y así es el paso de «La realidad de la pintura» a la efectividad de un hundirse en la obra (cf. Adorno, 1971: 231), en el acto de Zhu Jinshi al estrellar su automóvil contra un muro de substancia pictórica de rojo cinabrio: la acción pública Poder y territorio.

 

¿No apunta simbólicamente el rojo intenso, concentrado, a la feminidad? Pues bien, el rojo cinabrio: color de Dios, de la mujer y de la sangre. Añádase: color de la verdad según Hervé Télémaque, artista francés de origen africano; rojo de Dios y de un Estado como el chino, de estructura triádica en manos de un solo gobernante. En fin, el rojo como hechizo para una regresión total.

Es claro que estrellarse contra un muro o montículo de masa roja proyecta un doble sentido de buen comienzo: uno, el existencial del artista con su propio medio y, otro, el medio político en el que se encuentra, me refiero a la ideología política en China, aunque sólo sea por referencia al objetivo de un disidente como Liao Yiwn con su Dieu est rouge (2015), un libro donde el «Dios» aludido apunta al omnipotente Partido Comunista en el poder.

Puesto que la filosofía tradicional china nunca ha hecho la distinción que reina en Occidente entre el alma y el cuerpo, el espíritu y la materia, sino que, por el contrario, concibe todo como un continuum, el acto violento de hundirse en una montaña de material rojo, darse a ella o hacérsela suya equivale a adentrarse en el mismo ser materno de la pintura y apoderarse de lo que hay de fuerza creativa en la efectividad matérica de dicho ser.


Fig. 6. Zhu Jinshi, Power and Territory (Poder y territorio), 2008. Acción pública.

Acabo de exponerlo. Tanto en el tao como en el budismo, el rojo se atribuye a aquella fuerza del cuerpo humano compuesto por los tres Campos de Cinabrio localizados en la cabeza, el corazón y la zona genital, es decir, el propósito mediante la recta voluntad junto a la fuerza necesaria a la fecundación de una materia para la creación final. Tres campos derivados del propio Buda con sus tres cuerpos (Eliade, 1978: 207-208): el infinito de la ley, el correspondiente al goce del Bodhisattva –en el camino de devenir Buda– y el de la milagrosa creación.

¿Adónde podría llevarnos el rojo nocturno de la Partícula de Dios B (God Particle B) (Fig. 3) sino al bosón de Higgs[11]? Es claro, pero también nos dirige a las tres zonas sensibles del cuerpo para el tao (con sus Campos de Cinabrio) o al poder institucional en China, el Partido, el Estado y el Ejército, una tríada liderada por un único presidente todopoderoso. Por otra parte, ¿no es esta manifestación del poder político un blanco razonable para la acción Poder y territorio?

i. El saber transcrito en la materia y el cuerpo en la obra

He aludido a la racionalidad, pero la razón no es más que una pequeña –tal vez ínfima– porción de la conciencia. Y en el arte poco, y a veces nada, pende de la razón. La zona inconsciente de la psyché sabe mucho más de lo que el artista sabe. Al cabo, la profundidad del rojo simboliza un concepto inexplicable, puesto que su emplazamiento se encuentra en la trastienda de la razón, no en la luz que permite ver, sino en la oscuridad de un inconsciente cuya exteriorización da lugar a las formas particulares de las que carece en su origen.

Jung llama a eso «imágenes primordiales» (1971: 110) y, de todas ellas, destaca a la Madre. No una u otra madre, sino la Madre en una versión previa a la que damos a la palabra como contenido; la Madre-arquetipo que «puede recibir un nombre y poseer un núcleo de significación invariable, por medio del cual su modo de manifestarse siempre está en principio determinado aunque nunca concretamente. Así pues, la manera en que el arquetipo materno se da empíricamente nunca puede deducirse de sí misma, dado que depende de otros factores» (ibid.: 111-112), que sólo pueden inferirse de las particularidades encontradas en cada caso.

¿Por qué, entonces, el intenso rojo de la Partícula de Dios B (Fig. 3)? ¿Por qué he aludido al rojo de la imponente masa en la que el artista incrusta su automóvil como en una montaña del cinabrio –fuego y sangre sublimada– del pensamiento taoísta? Por alguna razón ha manifestado Jinshi que su trabajo, y él mismo, pende de dos culturas diferentes. No es casual que sea lector del antiguo pensamiento budista en el Diamond Sutra con la intención, reflejada en una serie de pinturas, de «transcribirlo» haciendo del viejo texto un mosaico de color-masa. Es el plano de deposición –mosaico de deposiciones– resultante de la Transcripción del Diamond Sutra (Transcribing the Diamond Sutra) (Fig. 7), traducción plástica del sutra aludido, uno de los más valiosos textos antiguos que, descubierto en 1907, conserva en buen estado lo que pudo ser un discurso del propio Buda.

Si en el rojo hay una valencia materna, no sólo está ahí como uno de tantos recursos. Su presencia en la totalidad de la obra de Zhu es parte de una emergencia que llamaría «especializada». ¿Por qué? Porque, siendo un brote del inconsciente, lleva consigo una figura simbólica –arquetípica en la terminología de Jung– de múltiples conexiones con un lejano poder materno cuya evocación posee el doble sentido de la penetración sexual y del retorno ad uterum. Dos formas de penetración, opuestas y complementarias. En ambos casos, un acto para la vida, para la fecundación o para un renacimiento. Si la madre, propone Jung, «representa el inconsciente, entonces la tendencia al incesto, sobre todo cuando aparece como deseo de la madre [...] representa una exigencia del inconsciente que requiere más atención. [...] Cuanto más la actitud de la conciencia consiste en rechazar el inconsciente, más deviene éste peligroso» (Jung: 490s.).


Fig. 7. Zhu Jinshi, Transcribing the Buddhist Diamond Sutra (Transcripción del Diamond Sutra), 2013.

Llegados a este punto, será pertinente poner lo expuesto en el horizonte de Freud, donde el artista sublima las represiones ejercidas sobre él por la civilización. Y el resultado de darse él mismo, el propio artista a los demás, se concreta en el acto de ofrecerles objetos de valor satisfactorios. También tendríamos que preguntarnos por qué hay tantos relatos tradicionales chinos en los que se guarda, sintetizada, una sabiduría tradicional acerca del arte y el artista relacionable con la sublimación freudiana. En uno de esos viejos cuentos, el pintor que expone a la vista su cuadro de paisaje acabado y recibe a cambio algún gesto de duda o desaprobación, hace ostensiva la «verdad» de su obra sin decir una palabra: se limita a introducir un pie en el paisaje, luego una pierna, a continuación todo el cuerpo, desapareciendo sin que se vuelva a saber nunca más de él. ¿Por qué en otros cuentos de la misma procedencia se describe al artista trabajando, no con las manos sino con todo su cuerpo, su larga cabellera empapada en la tinta volcada en el soporte, para dejar allí el trazo de sus desplazamientos al azar?

En uno u otro ejemplo, literal o metafóricamente, es artista aquel que pone todo su cuerpo en la labor. Y así otro relato nos dice que, una vez fallecido el artista, aquellos que cargan con el féretro hacia su último refugio juzgan por el camino, asombrados, que el ataúd no pesa, es ligero, como si estuviera vacío... porque dentro ya no queda ningún cuerpo. Se habrá efectuado lo que el taoísmo llama la Liberación del Cadáver, es decir, una falsa muerte, ya que el fallecido sobrevive en un cuerpo inmortal.

3. La muy insegura apuesta del artista por el pensamiento

a. La Verdad en lo aparente del aparecer

No lo perdamos de vista. La materia es cimentación para el pensamiento mediante el tacto, con su expresión y su estilo, es decir, tocar y acariciar.

Supongamos, como quien vuelve a empezar, que el artista apuesta a su manera por el pensamiento reflexivo. Digo «a su manera», porque, si bien un orden lógico a la reflexión intelectual no le es del todo necesario, él, no contento con practicarla en ocasiones, aún aplica la razón a su trabajo hasta llegar el momento en que descubre el perjuicio de tanto esmero. Es claro que tampoco tenemos demasiada seguridad en la creencia según la cual ser «artista» exige un campo competencial sensible de preferencia integrado por determinadas emociones y sentimientos que sólo el arte puede exteriorizar y transmitir[12], como sostiene todavía un pseudo-romanticismo trasnochado.

El propio Hegel toma a Schiller por su cuenta y rebaja la propuesta, que hemos de considerar poskantiana, según la cual el arte es un quehacer mediador (Spieltrieb) entre dos extremos opuestos: uno, la razón asociada a la abstracción formal (Formtrieb) y, otro, la pasión adicta a la vida en la materia (Stofftrieb). El arte, viene a decir Hegel, se ha querido presentar como el agente apropiado para una conciliación de la razón y su contrario en la sensibilidad. Pero poco éxito se anuncia con la propuesta, porque ese supuesto encaje es tan impensable como reacios a combinarse son los dos extremos en juego. Ahora bien, la primera justificación que nos da Hegel es que tanto el impulso que nos incita a la reflexión, como el que nos empuja por la vía pasional contraria, «están celosos de su pureza por igual», de modo que nunca habrá renuncia por parte de ninguno de los dos (Hegel, 1979: 28-29). Y ningún argumento viene a decirnos el porqué del recelo que les atribuye Hegel ante la peregrina posibilidad de reunirse y congeniar por medio de la actividad artística. Es cierto que no se manifiesta de modo claro. No obstante, algún motivo habrá para tal dificultad. El arte, arguye Hegel platónicamente, es apariencia, pura ilusión y, por consiguiente, falsedad. Opuesta a la esencia cuyo significado es la verdad, la obra de arte se revela, por la misma definición que su autor le endilga, contrapuesta a la verdad (ibid.: 29).

Pues bien, como la dialéctica hegeliana sólo propone lo uno para neutralizarlo acto seguido, siquiera en parte, con lo otro, eso hace que de este enfrentamiento brote un nuevo camino por recorrer. Un camino que, como en Heidegger, corresponde a la verdad que quiere, necesita manifestarse, so pena de permanecer oculta, ignorada y, por consiguiente, inútil. Aceptemos esta urgencia y reconoceremos que la necesaria manifestación de la verdad es en Hegel el aparecer, o darse a conocer, de la apariencia. No más. Y puesto que sólo en lo aparente tenemos noticia de su existencia, la verdad ha encontrado en el arte su mejor y beneficiosa máscara.

Así entenderemos que en un mundo de apariencias estamos obligados a distinguir aquéllas cuya realidad verdadera no es adulterada y separarlas de aquéllas otras en las que sólo la falsedad posee un rango de realidad.

El razonamiento de Hegel en este punto es que el arte separa la apariencia de un «mundo adverso y transitorio» del contenido verdadero de los acontecimientos y fenómenos «de una realidad superior surgida de la mente» (ibid.: 39). Frente a la negatividad del mundo en sí mismo, se alza, glorioso, el espíritu humano, que, gracias al arte, trasciende la apariencia con el pensamiento. De donde se deriva que, apariencia y todo, el mismo arte se nos presenta al fin y al cabo como una realidad más intensa cuya existencia se ha elevado varios grados en la escala de la verdad.

El artista, con Platón, nos echaba dos planos más abajo de la verdad conforme a la Perfección que no podíamos alcanzar por vía directa. Después, con Hegel, ese mismo artista nos hace saber de la verdad por su existencia, pero tras la máscara que tiene por función señalar, sin mostrarnos, el lugar de un rostro que no podemos ver.

Es lógico que, mucho antes que Hegel, insistiera Baltasar Gracián en la conveniencia que tenía la verdad de manifestarse «a medias», porque sólo ahí, en esa medianía, podía haber una verdad real.

b. El arte, el artista en el obrar y su medio temporal

Esta posición nos lleva a conjeturar, en primer lugar, que cada tiempo tiene derecho a definir el arte que le es coetáneo en el interior de sus propias coordenadas mentales y en la perspectiva de sus creencias. Y este derecho lo tiene incluso con la ilusoria esperanza de que la definición que dé vaya a guardar por siempre jamás el porqué irrevocable del arte. Ahora bien, lo que hemos de admitir en segundo lugar es justo lo contrario, a saber: que entre el arte del tiempo de Hegel y el nuestro se abre un abismo insalvable, de modo que, si aquél merecía ser llamado arte y el de nuestro tiempo conserva todavía ese apelativo, ya no es por atenerse a iguales o parecidos principios, sino porque el hábito en el habla designa con el mismo nombre esa actividad vocacional separada tanto de la instrucción vigente como de la moral al uso.

 

Con esto quiero decir que hoy designamos como «arte» no ya la actividad tout court, sino algo confuso que, alojado en su fuero interno, ha acabado por hacer de ella un quehacer fluido, resbaladizo e inatacable; algo que, siendo irreductible a la razón que todavía aspira a definirlo de una vez por todas, nos conduce hacia la figura del artista y a su hacer, su obrar, antes que a su obra. El del artista y su hacer es el camino que tenemos por delante.

Al margen, pues, de Hegel y el arte de su tiempo, quizá sea posible asegurar que un sujeto es, en efecto, artista no cuando provee su obra de un contenido intelectual orientado a iluminar el mundo con su verdad. Al contrario, el artista con su obra nos suministra una carga de ambigüedad, pone en ella su más o menos de oscuridad, que será insinuación y estímulo para un receptor que al no hallar razón suficiente para ella tendrá que experimentarla con un incremento de actividad mental[13].

Si es posible que el artista tenga un «piense» (un pensamiento) que, relacionado con su arte, ejerza de contenido de una obra encargada de transmitirlo, también es probable que su producción corra el riesgo de perderse en la simple divagación o en el panfleto. La ambigüedad y la insinuación –el equívoco, el rodeo de la alusión o la sugerencia– adquieren ahí un rango estructural para el conocimiento. Y eso es porque, aun siendo el arte apariencia de raíz platónica, no tiene el simple defecto, quiero decir, la carencia de pensamiento que le atribuye la tradición a la que me acabo de referir. Hablando con propiedad, el arte no piensa porque su tarea consiste en DAR QUE PENSAR. ¿Cómo? Por medio de un retraimiento, un retiro que contrarresta, o equilibra, lo que hay en él de atractivo para la atención. Y esto tiene mucho más que ver con lo que llamamos estilo antes que con la expresión.

¿Estaremos contrariando a Hegel? Sí y no. No, primero, porque en apariencia nada en lo que acabo de proponer se opone a lo expuesto; sí, en cambio, porque la máscara de la apariencia tras la cual se ocultaría la verdad hegeliana, tiene en exclusiva la función de simular una verdad cuya única realidad es su radical inexistencia.

En este sentido, y no en otro, afirmaremos lo que ya he tratado de exponer en las primeras páginas de este ensayo, a saber, que no hay un pensamiento visible si no es en el «piense» al que nos empuja lo visible intensificado por el arte.

¿Que el arte es apariencia? Es claro, pero lo aparente allí sólo desencamina –o seduce, sin más– al engañar a aquellos que por hábito de conducta evitan todo tipo de reflexión, asumiendo lo artísticamente referenciado al pie de su apariencia.

c. El no-nombre del tao o la ocultación de la nada

Pongamos el ejemplo de Dios, el infinito o la libertad. No hay más remedio que admitirlo: cualquiera de estos conceptos es más o menos pensable kantianamente pero impracticable para la facultad de ver, lo cual significa inimaginable debido a su grado de abstracción. Luego también será impresentable icónicamente o, si se prefiere, inexpresable por vía figurativa. Ni existe una imagen que dé cuenta racional de la libertad, ni es posible visualizar un Dios cristiano ajeno al tiempo, al espacio y la figura (inmutable, incircunscriptible e interminable, según expresa san Buenaventura).

En estas condiciones, volvamos a una pregunta ya formulada: ¿cómo representar el tao del pensamiento oriental, si ese mismo nombre ya se define como el no-nombre de algo para lo que no hay apelativo alguno? Será que en el tao hay un creer que, al no tener objeto, se proyecta como un pensamiento acerca de una carencia que deviene objeto. ¿Habría que darle una forma al infinito con el fin de representárselo mentalmente, cuando el mismo hecho de definir, consistente en acotar su objeto, se opone a la infinitud? No es posible. Y, sin embargo, eso es lo que hace el arte.

De ahí que podamos atribuir a la obra del artista la azarosa función de representar para los sentidos contenidos mentales de un alto grado de abstracción mediante morfologías tan claras y eficaces a los sentidos como embarazosas para la razón.

¿Hacer de alguna cosa un embarazo para la razón? Es declararla impensable, entendiendo por impensable lo que se resiste a la formalización lingüística, aquello que ni a regañadientes entra en la lógica discursiva y, por tanto, no es comunicable sin dejar restos. Unos restos, cabe añadir, que son la pantalla, la máscara tras la cual no podemos ver el rostro dada su inexistencia. Entonces, ¿qué oculta el arte? Oculta, exactamente, que no hay nada que ocultar; mejor dicho, oculta la nada. Y lo hace como un signo, o conjunto de signos, cuya significación deriva, diría incluso que finaliza, sin llegar a término. Nos lo dice el propio verbo: imaginar artísticamente la divinidad es darle una imagen, sea el Pantocrátor de Taüll, el Dios volador de Uccello en la florentina Santa Maria Novella, el de Miguel Ángel en la Sixtina o una de aquellas efigies kitsch de un Cristo con rasgos raciales anglosajones de ciertas estampitas piadosas. Ahora bien, figurarse conceptos tales como el infinito o la libertad tiene un rendimiento poético y filosófico muy variado en el idealismo final de la Ilustración, así como en el Romanticismo, de Schiller a Schelling y Hegel, o a Leopardi, Delacroix, Friedrich...

d. Un algo de sí en la expresión

Así que la «apuesta» a la que me refería unas líneas más arriba incumbirá sobre todo al artista moderno según la nomenclatura al uso (no me refiero al más actual, al arte de ahora mismo), aquel que, según Kant, posee un talento especializado necesario a las «bellas artes» por su originalidad, teniendo por función captar conceptos intuitivamente por medio de formas[14]. Estamos en la vía de una Modernidad estética garante de un arte de «creación» hermanado con una vida que discurre entre la expresión y el estilo en el sentido en que empleo ambos conceptos, a saber, que compiten en decidir la diferencia encargada de cimentar la individualidad.

En esta vía pronto descubrimos una lejana teorización estética como la de Dubos (1719) cuando ve en el arte un carácter al que atribuye la tarea expresiva, signo de una «diferencia» que distingue al artista del común de los individuos y prepara la escena histórica para la «genialidad» que se le asocia. Pero la llegada de la figura del «genio» a la escena de un arte volcado en la Expresión[15], con ser casi simultánea al de la Creación moderna, no tiene el efecto de arrinconar aquel otro concepto precursor de la Mímesis o imitación. El hecho de que cada una de esas variantes conceptuales sobre las cuales gravita el arte se imponga, no tiene por efecto desplazar la imitación de la realidad exterior, que seguirá vigente hasta un punto en el que la aspiración a una especificidad del arte –la pintura, la escultura, en particular– impone una versión de la «realidad de la pintura» con la no-figuración.

Hasta aquí, la búsqueda de lo real y efectivo, la verdad del arte que deseaba Cézanne, ha sido una larga tarea que el artista ha seguido durante largo tiempo, con desasosiego, preguntándose cuál era el camino y adónde dirigía. Y un final para ese desasosiego es la abstracción total, punto final de una angustia que lleva al artista a afirmar un Yo, el suyo propio, mediante una «especificidad» por medio del gesto liberado (gestualismo), la producción de signos arbitrarios (Mathieu), el chorreo (Pollock), la «obra» carbonizada (Burri), el fuego sobre la superficie pictórica en lugar de la pincelada (Klein), la producción de «signos» disparando a bolsas de pintura pegadas al lienzo (Nicky de Saint Phalle), etcétera. Tiene razón Otto Rank al tomar los propósitos de Worringer acerca de la abstracción y ver en ellos una dependencia del historicismo, porque es posible entender que la anulación de la representación, sea en un principio o en un final, es un momento en que se hace necesaria «la afirmación individual de un yo frente a la angustia» (2014: 139).

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?