Roja esfera ardiente

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4. El humor patibulario y la horca de la civilización

Entre quienes se movieron con la multitud y se alejaron del patíbulo con la cabeza erguida se encontraba un muchacho de trece o catorce años llamado Jeremy Brandreth, que catorce años más tarde, en 1817, sería a su vez ahorcado por ludista y líder del Levantamiento de Pentrich, «una insurrección completamente prole­ta­ria»[1]. Brandreth recordaba el proyecto y la muerte de Despard, de modo que cuando encontró la suya propia, la recibió con paz y generosidad. «Dios os bendiga a todos», exclamó.

La extrema división de clase entre ricos y pobres se mantenía mediante el último recurso, es decir, el ahorcamiento público, que a menudo era de hecho el primer recurso. Los aspectos cínicos, embrutecidos y sangrientos del proletariado inglés, especialmente en Londres, fueron creados por estos actos frecuentes y atroces de terrorismo de Estado. Tyburn, el «árbol mortal», fue el altar de esta tanatocracia. En 1794, John Binns, un radical dublinés residente en Londres, asistió al ahorcamiento de veintitrés hombres y mujeres. «Estaban todos aparentemente sanos, rezando, temblando, y esperando la muerte. En un momento imprevisto, la trampilla se abrió repentinamente bajo sus pies, y en pocos minutos sus cuerpos sin vida estaban a merced del viento, moviéndose de un lado a otro, más parecidos a prendas vacías delante de una tienda de ropa de confección, que a los restos de lo que, solo un instante antes, eran seres humanos animados por el aliento de la vida»[2].

Este medio de imponer disciplina en las relaciones de clase fue severamente puesto a prueba en junio de 1780, en el momento culminante de la Guerra de Independencia estadounidense, por los disturbios de Gordon. Una marcha para exigir al Parlamento que impidiera a los católicos entrar en las fuerzas armadas fue el detonante de una ira de clase, que de repente se convirtió con furia en la insurrección urbana más peligrosa del siglo. Atacaron el Banco de Inglaterra, y liberaron cientos de presos. En respuesta, el ejército disparó y mató a varios cientos de manifestantes, Londres se convirtió en un campo armado, y treinta o cuarenta personas fueron ahorcadas en diferentes lugares de la ciudad.

Los cercamientos y la mecanización afectaron a la horca, al igual que a todo lo demás en aquellos tiempos. En Londres, tras los disturbios de Gordon (1780), la administración de la pena capital experimentó varios cambios. Por una parte, se abolió la procesión de tres millas entre la cárcel de Newgate y Tyburn, y los ahorcamientos se cercaron en la cárcel. Por otra, la mecanización de la muerte avanzó mediante la introducción de la «trampilla nueva», por la que se introdujo en el patíbulo una trampilla que se abría bajo los pies de los condenados, cuya muerte se producía por rotura del cuello, y no por el estrangulamiento que resultaba cuando se les retiraba la carreta o la escalera[3].

El primer biógrafo de Edward Marcus Despard fue James Bannantine, que había sido su secretario en la bahía de Honduras. Bannantine publicó un libro de chistes en 1800, cuando Despard fue encarcelado, con posteriores ediciones el año que Despard fue detenido por traición (1802) y el año siguiente a su ejecución (1804). Contiene casi 2.000 chistes. Los dos compartían bromas entre sí. Empecemos contando dos, acerca de la horca[4]. Así, Bannantine nos cuenta: «A un condenado a muerte en el Old Bailey, le preguntan, como es habitual, qué tiene que decir acerca de por qué no debería aplicársele la pena. “¡Decir!”, respondió él, “mire, señor, me parece que el chiste ya ha ido demasiado lejos, y cuando menos se diga al respecto, mejor. Si no le importa, señor, mejor dejemos caer el tema”». «Dejar caer el tema» hace referencia a la nueva tecnología de la horca, así como a la oportunidad de responder a la sentencia del juez. Eran años en los que a una persona podían encarcelarla por decir algo que no debía en su jardín delantero, como le ocurrió en 1803 al poeta William Blake. El chiste invierte la correlación entre amabilidad y clase social, en la que el delincuente condenado asume aires de refinamiento ofendido.

El otro chiste hacía referencia a John «Walking» Stewart (1747-1822). Este filósofo, amigo de Thomas Paine y William Wordsworth, había llegado a pie [de ahí su apodo de «caminante»] desde Madrás, atravesando India, Persia, Arabia, Abisinia y África, a Europa, para finalmente instalarse en Londres en 1803. Se le atribuye la famosa deducción irónica de que, después de naufragar, vio a un hombre colgado en una horca y concluyó que «estamos en una sociedad civilizada». El chiste estaba en que mientras que la mayor parte del mundo no ahorcaba ni exhibía el cadáver de sus convictos, Inglaterra se sentía superior por hacerlo.

De hecho, la «civilización» estaba experimentando poderosos cambios. Instituyó estructuras que perjudicaron profundamente a sociedades humanas de todo el mundo y a la geología de toda la Tierra. Tres de estas estructuras –los cercamientos, la esclavitud y la mecanización– demostraron ser tan dinámicas como opresivas. «Algo debe de ir mal en el sistema de gobierno cuando, en países llamados civilizados, vemos a los viejos enviados a asilos para pobres y a los jóvenes al patíbulo», escribió Thomas Paine[5]. En Inglaterra y Gales, esas magnitudes superaron a las víctimas del terror revolucionario francés. Entre 1770 y 1830 fueron condenadas a muerte treinta y cinco mil personas, y quizá fueran ejecutadas de hecho siete mil[6]. En Irlanda, treinta mil personas murieron violentamente en la represión que siguió a la Rebelión de 1798.

El término inglés gibbet podía hacer referencia tanto al patíbulo como a un poste con un brazo perpendicular con una cadena de la que colgaba el cuerpo de los criminales ejecutados, como carroña para las aves y advertencia para otros (fig. 4)[7]. Esta «civilización» estaba sostenida por un proletariado cuya morbidez era de tanto interés para el Estado como su generación o «creación». La horca proporcionaba el espectáculo de la tanatocracia. El humor patibulario ayudó a devolver la jugada.


Figura 4. Ahorcamiento múltiple de Marcus Despard, John Francis, John Wood, James Sedgwick Wratten, Thomas Broughton, Arthur Graham y John Macnamara en la cárcel de Horsemonger Lane, Morning Chronicle, 22 de febrero de 1803.

Criados, artesanos, marineros y esclavos eran los principales componentes del proletariado, correspondiendo, respectivamente, al capitalismo en sus modos financiero, fabril, agrario y mercantil. Fue a este tipo de trabajadores, como los hombres que lo acompañaron en el patíbulo, al que apeló Despard, esperando encontrar, mediante la palabra o el ejemplo, a quienes prefiriesen el riesgo de la insurgencia que padecer la degradación. Unos cuantos ejemplos de cada uno muestran que el procedimiento de la horca empezaba a resultar contraproducente. También pueden sugerir quiénes estaban del lado de lo común.

En una población aproximada de nueve millones de habitantes, 900.000 eran criados, y de estos, 800.000 eran mujeres. El historiador moderno de estos trabajadores observa que «los criados domésticos constituyeron una especie de primera fuerza de trabajo moderna por su enorme número, y por la cantidad de “contrato” hablada por ellos y sobre ellos»[8]. El estilo de vida de las clases altas y medias dependía de sus trabajos: fregaban suelos, lavaban la ropa, vaciaban los orinales, limpiaban retretes, cocinaban y servían cenas, encendían chimeneas y retiraban las cenizas, desempolvaban habitaciones, barrían escaleras, hacían las camas, ordeñaban las vacas, desmalezaban los huertos, cambiaban pañales, guardaban secretos, consolaban a los niños, pelaban patatas, etcétera, etcétera.

La Waltham Black Act de 1723 –el «código sangriento»– calificaba de capitales cientos de ofensas. Entre ellas, incendiar un pajar. Por eso, Elizabeth Salmon fue condenada a muerte en el Juicio de Cuaresma [Lent Assize] de Thetford en 1802[9]. El granero contenía cosas que había reunido. Algunas procedían también de los terrenos comunales vecinos, sin permiso de los propietarios. Le prendió fuego a un pajar perteneciente al hombre que vivía con ella. Él, sin embargo, la abandonó después de venderle el granero a otro, que presentó una demanda contra ella. Tras prometer quemar el granero antes de dejar que lo vendieran, Salmon llamó a algunos vecinos para que presenciaran cómo usaba brasas, que avivaba con sus gritos, para incinerarlo. Los jueces sentenciaron que «la propiedad no se había establecido con precisión»[10]. No está claro si se referían a los tipos de heno del pajar, a las variedades de su apropiación, o a las múltiples reivindicaciones de propiedad. Sin importar a qué se referían, la declaración podría ser representativa de la época. A pesar de la dificultad para verificar los hechos, la criminalización y los ahorcamientos seguían adelante.

Thomas Paine creció en Thetford, cuando la recolección de la cosecha era una labor comunitaria y colectiva. En la Inglaterra de 1802, el respeto a Thomas Paine solo podía expresarse de broma. Bannantine cuenta un chiste que depende de la diferencia entre un libro y un derecho de nacimiento. Un noble rural, al oír que varias personas habían sido castigadas por vender Derechos del hombre, protestó que no conocía castigo suficientemente grande para quienes osaran VENDER los derechos del hombre.

 

Una de las costumbres, de los derechos incluso, de las mujeres era la de espigar. La gran causa de 1788 por espigar se vio a pocas millas de Thetford, cuando el general Cornwallis, perdedor en York­town, vencedor en Irlanda, privatizador de Bengala, intentó prohibir este antiguo derecho comunal entre los recolectores, Mary Houghton en concreto, en los ricos terrenos agrícolas de East Anglia. El tribunal sentenció que espigar no era un derecho establecido en la Common Law.

La noche de su ejecución, los amigos de Despard retiraron el cadáver para enterrarlo. Esa misma noche, el Pantheon abrió para dar un baile de máscaras, aunque al crítico le decepcionó que los bailarines careciesen de gracia, y los trajes fueran insípidos, consistiendo en «el número usual de personajes sin sentido», como criadas y una «hueste de marineros que nunca se había hecho a la mar»[11]. Pero estas eran precisamente las categorías de trabajadores más numerosas en Inglaterra en aquel momento. Lejos de ser «personajes sin sentido», daban a Inglaterra sus significados reconocibles, las mercancías de ultramar y la jerarquía amo-criado, pongamos, la taza de té y el servicio del té a su hora.

Sarah Lloyd, criada de diecinueve años, fue ahorcada bajo la lluvia en Bury St. Edmunds en 1800. Le había robado un reloj a su ama el año anterior. Fue defendida por Capel Lofft, miembro de la Sociedad Antiesclavista, defensor de la reforma de las prisiones y suscriptor en 1789 de la declaración planteada por la Revolution Society, «que toda autoridad civil y política deriva del pueblo; que el abuso de poder justifica la resistencia». Un día de lluvia, Lofft y Lloyd, que estaba embarazada, avanzaron hacia el patíbulo en la misma carreta, él sujetando un paraguas[12]. Subieron juntos al cadalso. Ella se sujetó el cabello cuando el verdugo vaciló, mientras él denunciaba al Gobierno: «Los ricos lo tienen todo, los pobres, nada». Como consecuencia de haber señalado esta verdad obvia, le fue retirada la dignidad de juez de paz.

La desigualdad de clase había estado paliada por la economía moral. A los cincuenta y cuatro años, Hannah Smith «encabezó una muchedumbre» en Mánchester que hizo bajar el precio de las patatas, la mantequilla y la leche, y se jactaba de poder reunir una multitud en un minuto[13]. Fue acusada de asaltar caminos para vender mantequilla barata a la multitud, y ahorcada por ello en 1812.

Actos como el de Hannah Smith se llamaban taxation populaire en Francia y «economía moral» en Irlanda. Se efectuaban en oposición a la economía liberalista, que obtuvo sus primeras victorias revocando la legislación que prohibía el forestalling, es decir, negarse a llevar comida al mercado para forzar un aumento de precio. La revocación constituyó la base para la victoria intelectual del liberalismo, con Adam Smith liderando la marcha triunfal. Nosotros los llamamos motines de subsistencias. En ese momento, los llamaban «levantamientos del pueblo» o «insurrecciones», y tuvieron lugar en Inglaterra en 1709, 1740, 1756-1757, 1766-1767, 1773, 1782, 1795 y 1800-1801. Los disturbios de 1795 fueron generalizados. Barbara y J. L. Hammond los llamaron «la revuelta de las amas de casa», por la participación conspicua de las mujeres[14].

En diciembre de 1800, la Brown Bread Act [Ley del pan moreno] (41 George III, c. 16) prohibió a los molineros moler cualquier cosa que no fuera harina integral de trigo, llamada mealie. Los pobres la llamaron la «Ley del veneno». James Bannantine tenía un chiste sobre la perfección del derecho inglés: «al pobre lo ahorcan por robar una hogaza de una panadería para satisfacer las ansias de la naturaleza; al panadero, que roba a toda una parroquia, lo multan con unos cuantos chelines; y el grande, que le ha robado miles a la nación, queda impune»[15].

El hombre no vive solo de pan, pero se rige por él. «Es la cantidad de comida la que regula el número de la especie humana», escribió el reverendo Joseph Townsend una docena de años antes de que el reverendo Malthus llegara a la misma conclusión. Y continuaba con un párrafo aterrador:

El hambre doblega a los animales más feroces, enseña decencia y civismo, obediencia y sometimiento, a los más perversos. En general, solo el hambre puede espolear e incitar [a los pobres] al trabajo; pero nuestras leyes han dicho que no tengan nunca hambre. Las leyes, debe confesarse, han dicho igualmente que serán obligados a trabajar. Pero entonces, la restricción legislativa se atiende con muchas dificultades, violencia y ruido; crea mala voluntad, y nunca puede ser productiva de bien y servicio aceptable: mientras que el hambre no solo es una presión pacífica, silenciosa e implacable, sino que, como el motivo más natural para la industria y el trabajo, exige los esfuerzos más poderosos; y, cuando se satisface mediante la libre recompensa de otro, asienta cimientos duraderos y seguros de buena voluntad y gratitud. Al esclavo hay que obligarlo a trabajar, pero al hombre libre debería dejársele a su propio albedrío y discreción; debería protegérsele en el pleno disfrute de lo suyo, sea mucho o poco; y debería ser castigado cuando invade la propiedad del vecino[16].

Los artesanos de Inglaterra sufrieron un desastre como resultado de la mecanización, la urbanización, la desposesión y la completa pérdida de las tradicionales protecciones de normativas y aprendizaje. Con las jóvenes y los niños fueron consignados a las fábricas, sin protección de los sindicatos y con una creciente conciencia de clase. Las actividades textiles (seda, algodón, lana, estambre) sufrieron debido a la invención de las máquinas, primero para hilar y luego para tejer, seguidas por el motor de vapor[17]. La acción directa contra la cardadora mecánica y el destrozo de máquinas de bastidor para tundir (que levantaban el pelo de los tejidos, preparando el trabajo de los tundidores) siguieron a la formación de un comité de trabajadores, la coordinación con trabajadores cualificados similares de otras partes de Inglaterra e Irlanda, los escritos de súplica al Parlamento, y la documentación de prohibiciones legislativas y consuetudinarias de las máquinas ofensivas[18]. Thomas Helliker se negó a presentar pruebas contra los otros tundidores de Trowbridge que habían quemado la fábrica de Littleton en el verano de 1802. En Salisbury, Wiltshire, Thomas Helliker fue ahorcado por destruir maquinaria solo tres días después de Despard. El verano anterior, había participado en la destrucción de una fábrica textil que contenía una cardadora mecánica y un bastidor de tundir. Se había ennegrecido la cara para ocultarse, lo cual estaba prohibido en la Black Act de 1723. Su cadáver fue trasladado en procesión por miles de dolientes, a pesar de la presencia de dragones, de la caballería, y del aparato de informadores establecido por el jefe de la policía londinense[19].

Con la Paz de Amiens volvieron los soldados y los marineros, para descubrir que no encontraban ningún trabajo remunerado. A varios obreros, que habían sido despedidos de su empleo en una gran fábrica de Mánchester poco después de que empezase la guerra, les dijeron al mismo tiempo que la falta de comercio que ocasionó esta medida no se debía a la guerra: «Pues a mí –replicó uno de ellos con rotundidad– me parece directamente lo contrario; ¿no estamos en este momento empleados en disparar a nuestros clientes?». El chiste no pudo pasársele por alto a Tom Paine, que había escrito: «Nada puede parecer más ridículo y absurdo, fuera de toda reflexión moral, que estar a expensas de construir barcos, llenarlos de hombres y después lanzarlos al océano, para probar quién logra hundir más rápidamente a los demás»[20].

Richard Parker, «bien educado y el más valiente entre los valientes» fue elegido presidente de la flota amotinada de la Royal Navy, la «república flotante». El motín comenzó en abril de 1797 en Spithead y continuó en mayo en el Nore, el banco de arena formado en la desembocadura del río Támesis. Veinticuatro navíos izaron la bandera roja de los amotinados. Cada buque se gobernaba a sí mismo y elegía delegados para representar a la totalidad. El historiador del motín concluye que «establecieron el primer Gobierno basado en sufragio masculino universal que el mundo había visto»[21]. La Royal Navy tenía un total de 100.000 hombres y muchachos. Unos 11.500 debían de ser irlandeses. Un tercio de los amotinados tenía nombres irlandeses. Valentine Joyce, nacido en Belfast y miembro de la Sociedad de los Irlandeses Unidos, había redactado esta petición en marzo: «Ahora estamos obligados a pensar por nosotros mismos, porque muchos (no, la mayoría) de la Flota estamos prisioneros desde el comienzo de la guerra, sin recibir ni una mísera moneda». Los Irlandeses Unidos pidieron: «Primero, que se aumenten nuestras provisiones al peso de dieciséis onzas la libra…, segundo, que se pueda garantizar suficiente cantidad de hortalizas del tipo más abundante en los puertos a los que vayamos…, tercero, que se atienda mejor a los enfermos, cuarto…, que podamos de algún modo tener permiso y oportunidad de disfrutar de las mieles de la libertad en tierra»[22].

A Richard Parker iban a ahorcarlo el 30 de junio de 1797. Presidía el Comité General de Delegados en el Nore. En el compartimento que tenía en el sollado le escribió a un amigo de infancia: «Por las leyes de la guerra reconozco que estoy legalmente condenado, pero por las leyes de la humanidad, que deberían constituir la base de todas las leyes, muero ilegalmente». Se consolaba a sí mismo y a su amigo escribiendo, «voy a morir como mártir por la causa de la humanidad»[23]. Esta era también la causa de Despard, que murió por «los intereses de la raza humana».

Desde la verga del palo mayor, Parker saltó a la muerte, privando a sus enemigos de la satisfacción de matarlo, y absolviendo a sus compañeros del hecho. En total, cincuenta y nueve hombres fueron condenados a muerte, y al menos treinta y seis de ellos, ejecutados de hecho. El entierro de Parker estuvo a punto de causar una revuelta masiva en Londres. Docenas de amotinados fueron luego encarcelados en la prisión de Coldbath Fields, donde se cruzaron con Despard, que ocupaba una celda adyacente a la suya. En la cárcel los esperaban el suicidio, el hambre, la neumonía, o la «visita de Dios»[24].

Esclavos procedentes de la costa occidental de África, que habían soportado el infame «Pasaje del Medio», proporcionaban la mano de obra para las plantaciones del Caribe y de la América continental. Azúcar, tabaco, café e índigo eran las principales mercancías producidas con su trabajo colectivo. El 21 de agosto de 1791, en Saint-Domingue, lideraron la lucha por la libertad atlántica contra la esclavitud, y se convirtieron, tras su victoria a finales de 1803, en la República de Haití. Este es el periodo en el que la plantación esclavista experimentó la transición económica y geográfica del azúcar al algodón.

Gabriel Posser era un hombre formidable –casi 1,90 metros de estatura, y líder de una revuelta de esclavos africanos en Virginia– cuyo objetivo era atacar Richmond, ascendiendo por el río James desde la bahía de Chesapeake, capturar armas, quemar almacenes, y tomar al gobernador como rehén. «Los negros estamos a punto de levantarnos y luchar contra los blancos por nuestra libertad»[25]. Los cálculos sobre el número de sublevados varían entre mil y cincuenta mil. Planeaban atacar la ciudad bajo el lema «Muerte o libertad», el grito de batalla de Saint-Domingue. La conspiración fue sofocada el 30 de agosto de 1800. Murieron ejecutados treinta y cinco de los conspiradores. Gabriel fue interrogado por el gobernador James Monroe, uno de los «padres fundadores» de los Estados Unidos de América, pero se negó a confesar. Llegó a la horca sin flaquear. Cuando un rebelde le preguntó qué tenía que decir en su defensa, él respondió: «No tengo nada más que ofrecer que lo que habría podido ofrecer el general Washington, si hubiera sido capturado por los oficiales británicos y sometido a juicio por ellos. He arriesgado mi vida en el esfuerzo de obtener la libertad para mis paisanos, y estoy dispuesto a sacrificarme por su causa; ruego, por favor, ser llevado de inmediato a la ejecución. Sé que estáis decididos a verter mi sangre, ¿a qué viene entonces esta farsa de juicio?»[26].

 

El gobernador Picton empezó a supervisar Trinidad cuando los británicos la tomaron, en 1797. En 1801, en el culmen de las importaciones de esclavos de África, había sido nombrado gobernador. Tenía un gran interés personal en la economía de plantación. Gobernó por medio de la tortura, la horca y las violaciones de esclavas. En 1801, torturó a su joven criada y concubina Louisa Calderon con la piqueta, una tortura usada primero con los soldados británicos antes de ser aplicada a los esclavos. El caso de Louisa Calderon fue denunciado ante el King’s Bench en 1804, y se convirtió en una causa célebre para el movimiento abolicionista inglés[27].

Picton fue juzgado por ejecutar brutalmente esclavos, a los que acusaba de practicar magia negra, quemándolos vivos o decapitándolos. Los ejecutaba sin juicio y los encerraba en una cárcel sin luz ni ventilación. El testigo más preciso de estos procedimientos fue Pierre Franc McCallum, originario de Ayrshire, en Escocia, un radical atlántico, o «británico nacido libre»[28]. Fue acusado de dirigir un periódico londinense que había apoyado los motines de 1797. Era amigo de Toussaint L’Ouverture y se unió a él cuando Leclerc invadió Haití, en 1802. Su decimotercera carta describe a veintiséis víctimas de la comisión inquisitorial organizada por Picton en 1801 contra la brujería, la adivinación, el envenenamiento mediante hechizos y la conversación con el diablo.

En diciembre de 1801, a Pierre François, a pesar de declararse inocente, lo obligaron a arrodillarse y lo sentenciaron a ser quemado vivo. Thisbe era una criada cuyo esposo fue acusado de brujería por «este tribunal diabólico». Confesó, bajo «la agonía de una tortura insoportable», diciendo de camino al patíbulo «que no es más que un vaso de agua en comparación con lo que ya he sufrido». A su marido le ordenaron acompañarla al patíbulo y estar presente mientras la quemaban. Falleció en febrero de 1802[29].

Los primeros actos de crueldad practicados por Picton no fueron, significativamente, contra esclavos negros africanos sino contra irlandeses del cuerpo militar isleño. En 1797, Hugh Gallagher fue ahorcado sin juicio, y a otros tres irlandeses los condenaron a 1.500 latigazos cada uno, una sentencia que equivalía a la pena de muerte.

Al contemplar criados, esclavos, un artesano y un marino, hemos encontrado individuos de los principales sectores del proletariado del momento, es decir, aquellos cuyo servicio ayudaba a producir los personajes de «calidad», aquellos cuyo trabajo colectivo producía el dulzor de la vida (azúcar), aquellos cuyo trabajo en las máquinas de las fábricas producía la cálida suavidad de la vida (algodón) y, por último, los marineros que transportaban el azúcar y el algodón a la Calidad. Juntos, formaban la clase de personas que prescindían y laboraban, o que carecían y trabajaban. El humor patibulario mantenía el terror a raya, endurecía a la chusma, preparaba a los oprimidos para devolver la jugada. La conciencia de clase de estos miembros del proletariado, sin embargo, no era tal que incluyera el deber histórico de poner fin a las desigualdades sociales. Esto Despard no lo sabía, y su conspiración, o apuesta insurgente, fracasó.

Una de las razones de este fracaso, sin duda, era el carácter en sí de la composición de clase. Tanto el racismo como el nacionalismo se convierten en grandes divisores de la clase obrera atlántica. Esta es una forma económica de entender la fuerza de trabajo atlántica. Hay también una forma política, en la medida en la que las nuevas naciones del momento se definían en parte por aquellos a quienes ahorcaban. Los ahorcamientos enseñaban lecciones, y una de ellas era racial.

El ahorcamiento en junio de 1790 de Thomas Bird, un marinero inglés de cuarenta años, fue la primera ejecución del recientemente constituido Gobierno federal de Estados Unidos. Marinero de un barco de esclavos, Bird colgó por primera vez la hamaca antes de la Guerra de Independencia estadounidense. Fue reclutado, estuvo preso y huyó. En resumen, era un típico proletario pícaro. Lo ahorcaron por asesinar al capitán de un barco de esclavos en 1787, cerca del golfo de Benín («de donde pocos salen, a pesar de que muchos entran»). Las circunstancias fueron que Bird y la tripulación negra habían huido de un capitán borracho, pero por desgracia unos «nativos locales» los devolvieron. El capitán reanudó sus abusos, reduciendo sus raciones y robándoles la ropa. En enero de 1787, Bird lo mató y tiró el cadáver a una fosa sin fondo (200 brazas de profundidad) frente al cabo Lahou (Costa de Marfil). George Washington no logró encontrar «atenuantes» para indultarlo[30]. En consecuencia, la primera víctima de la pena capital en la nueva república esclavista fue un traidor a su raza. La doctrina racista de la supremacía blanca recibió su impronta de la nueva soberanía, la república blanca.

[1] Shelley escribió magníficamente sobre él en un nuevo tipo de prosa, que había dejado de ser irónica para mostrarse estrictamente consciente de la base clasista de la pena capital. El título del ensayo, We Pity the Plumage but Forget the Dying Bird [Nos apiadamos del plumaje, pero olvidamos el pájaro moribundo], es una cita de la abrumadora acusación de Tom Paine contra Edmund Burke.

[2] J. Binns, Recollections of the Life of John Binns, Londres, 1854, p. 280.

[3] V. A. C. Gatrell, The Hanging Tree: Execution and the English People, 1770-1868, Oxford, 1994, p. 51. La trampilla nueva fue instalada por dos sheriffs evangélicos. Se describió con precision clínica en Gentleman’s Magazine 2, 1783, p. 991.

[4] El 14 de julio de 1800, James Ridgway publicó el libro de Bannantine, New Joe Miller; or, the Tickler, Containing Five Hundred Good Things, que era un libro de humor lleno de anécdotas, sátiras, chistes y afirmaciones incongruentes. Un estudioso de Ciudad del Cabo me informa de que «el libro de chistes de Bannantine» todavía circula en Mauricio.

[5] T. Paine, Rights of Man, Londres, 1969, 2a pt., pp. 225, 240.

[6] V. A. C. Gatrell, cit.

[7] Esta práctica se mantuvo a pesar de que el Deuteronomio (21: 23) prohibía dejar a los condenados colgados toda la noche.

[8] C. Steedman, Labours Lost: Domestic Service and the Making of Modern England, Cambridge, 2009, p. 44.

[9] Su nombre no aparece entre las peticiones de clemencia presentadas ante la Secretaría de Interior, de modo que parece que además de ser sentenciada a la horca fue de hecho ahorcada. NA, HO 47.

[10] E. Thompson, Whigs and Hunters: The Origin of the Black Act, Londres, 1975, p. 256; 168 Eng. Rep. 665 (1743-1865).

[11] The Times, 23 de febrero de 1803.

[12] V. A. C. Gatrell, cit., pp. 339-343.

[13] E. Thompson, «Moral Economy Reviewed», Customs in Common, Londres, 1991, p. 330.

[14] J. L. Hammond y B. Hammond, The Village Labourer: 1760-1832: A Study in the Government of England before the Reform Bill, Londres, 1927.

[15] J. Bannantine, cit.

[16] J. Townsend, Dissertation on the Poor Laws, Londres, 1786.

[17] Véanse P. Mantoux, The Industrial Revolution of the Eighteenth Century: An Outline of the Beginnings of the Modern Factory System in England, Londres, 1961; o J. L. Hammond y B. Hammond, The Skilled Labourer, 1760-1832, Londres, 1919.

[18] El libro de E. P. Thompson titulado The Making of the English Workings Class, Nueva York, 1963, se basó especialmente en las pruebas aportadas por dichos trabajadores.

[19] A. Randall, Before the Luddites: Custom, Community and Machinery in the English Woolen Industry, 1776-1809, Cambridge, 1991, pp. 171 y ss.; K. G. Ponting, The Woollen Industry of South-West England: An Industrial, Economic and Technical Survey, Nueva York, 1971, p. 103.

[20] J. Bannantine, cit.; T. Paine, cit., pt. 2, cap. 5, p. 289.

[21] J. Dugan, The Great Mutiny, Londres, 1966, p. 36.

[22] Ibid., p. 64. Véase R. Wells, Insurrection: The British Experience, 1795-1803, Gloucester, 1986, pp. 90-91, 96-97, 102-103, 145-151.

[23] J. Dugan, cit., p. 356.

[24] N. Frykman, «The Wooden World Turned Upside Down: Naval Mutinies in the Age of Atlantic Revolution», tesis doctoral, Universidad de Pittsburgh, 2010, pp. 250 y ss.