Obras Completas de Platón

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ALCIBÍADES. —Lo confieso.

SÓCRATES. —Además es falsa, y puedo hacértelo ver.

ALCIBÍADES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —¿Qué hombres piensas que son los mejores, los de alto, o los de bajo nacimiento?

ALCIBÍADES. —Los de alto nacimiento, evidentemente.

SÓCRATES. —Y los que a este gran nacimiento han unido una buena educación, ¿no crees que tienen todo lo necesario para la perfección de la virtud?

ALCIBÍADES. —Eso es indudable.

SÓCRATES. —Comparando, pues, nuestra condición a la suya, veamos en primer lugar, si los reyes de Lacedemonia y el rey de Persia son de nacimiento inferior al nuestro. ¿No sabemos que los primeros descienden de Heracles, y los últimos de Aquemenes y que Heracles y Aquemenes descienden de Zeus?

ALCIBÍADES. —Y mi familia, Sócrates, ¿no desciende de Eurísaces y Eurísaces no remonta hasta Zeus?

SÓCRATES. —Y la mía, mi querido Alcibíades, ya que lo tomas por ese rumbo, ¿no desciende de Dédalo, y Dédalo no nos lleva hasta Hefesto, hijo de Zeus? Pero la diferencia que hay entre ellos y nosotros es que remontan hasta Zeus por una gradación continua de reyes sin ninguna interrupción; los unos han sido reyes de Argos y de Lacedemonia, y los otros siempre han reinado en Persia y han poseído muchas veces el Asia, como sucede en este momento; mientras que nuestros abuelos no han sido más que simples particulares como nosotros. Si te vieses precisado a dar explicación a Artajerjes, hijo de Jerjes, de tus antepasados, y de Salamina la patria de Eurísaces, o de Egina la de Éaco, más antigua aún, ¿qué objeto de risa no sería para él? Así como estamos precisados a darnos por vencidos en punto a nacimiento, veamos si no somos tan inferiores en punto a educación. ¿No te han dicho nunca las grandes ventajas que tienen en esto los reyes de Lacedemonia, cuyas mujeres son guardadas por los Éforos, para asegurarse, cuanto es posible, de que no darán a luz más que reyes de la raza de Heracles? Y el rey de Persia está en este concepto tan por encima de los reyes de Lacedemonia, que jamás se ha sospechado que la reina pueda dar a luz un príncipe que no sea hijo del rey, y por esta razón jamás se ha guardado, siendo su única guarda el temor. En el nacimiento del primogénito, que debe suceder en la corona, todos los pueblos de este gran imperio celebran con festejos este día, y posteriormente todos los años se solemniza el día con sacrificios solemnes en todas las provincias del Asia; en lugar de lo cual, cuando nosotros nacemos, mi querido Alcibíades, se nos puede aplicar el dicho del poeta cómico:

apenas nuestros vecinos se aperciben de ello.

El tal niño es educado, no por una nodriza de bajo nacimiento, sino por los más virtuosos eunucos de la corte, que tienen cuidado de formar y amoldar su cuerpo para que tenga el talle más hermoso posible, y cuyo empleo da una consideración muy alta. Cuando tiene siete años, le pone a cargo de escuderos, y entra ya a ejercitar la caza. A los catorce se le entrega a los preceptores del rey, que son cuatro señores escogidos, los más estimados de toda la Persia, y se procura que estén en el vigor de la edad; el uno pasa por el más sabio, el otro por el más justo, el tercero por el más templado y el cuarto por el más valiente. El primero le enseña la magia de Zoroastro, hijo de Ormuz[9]; es decir, la religión y todo el culto de los dioses, y le enseña igualmente todos los deberes de buen rey. El segundo le enseña a decir siempre la verdad, aunque sea contra sí mismo. El tercero le enseña a no dejarse jamás vencer por sus pasiones, a fin de que se mantenga siempre libre y rey, teniendo siempre imperio sobre sí mismo. El cuarto lo acostumbra a ser intrépido, y le enseña a no temer nada; porque si teme, es esclavo. En vez de todo esto, dime tú, ¿qué preceptor has tenido? Pericles te abandonó en manos de Zópiro, esclavo de Tracia, que era incapaz de otro empleo a causa de su ancianidad. Te referiría todo el curso de la educación de tus adversarios si no fuese tarea larga, pero la muestra que acabo de darte creo sea bastante para que puedas juzgar de lo demás. Nadie ha tenido más cuidado de tu nacimiento que del de cualquier otro ateniense, ni nadie cuida de tu educación, a menos que tengas algún amigo que se interese en ello. Si atiendes a las riquezas de los persas, a la magnificencia de sus trajes, al prodigioso gasto que hacen en perfumes y esencias, a la multitud de esclavos de que se ven rodeados, a todo su lujo y delicadeza, te ruborizarías al verte tan por debajo de ellos.

¿Quieres echar una mirada sobre la templanza de los lacedemonios, su modestia, su desembarazo, su dulzura, su magnanimidad, su igualdad de espíritu en todos los accidentes de la vida, sobre su valor, su firmeza, su paciencia en los trabajos, su noble emulación, su amor a la gloria? En todas estas cualidades tú eres un niño cotejado con ellos. Si quieres que miremos a las riquezas, porque creas tener por este lado alguna ventaja, voy a hablarte de ellas para hacerte conocer quién eres tú. No hay ninguna comparación entre nosotros y los lacedemonios, pues son ellos infinitamente más ricos. ¿Se atrevería ninguno de nosotros a comparar nuestras tierras con las de Esparta y de Mesenia, que son mucho más extensas y mejores, y que mantienen un número infinito de esclavos sin contar los ilotas? Añade los caballos y los demás ganados que moran en los pastos de Mesenia. Pero dejo esto aparte para hablarte solo del oro y de la plata; toda la Grecia reunida tiene menos que Lacedemonia sola, porque hace tiempo el dinero de toda la Grecia y muchas veces el de los bárbaros entra en Lacedemonia y no sale jamás; y como la zorra dijo al león en las fábulas de Esopo: veo muy bien los pasos del dinero que entra en Lacedemonia, pero no veo los del que sale. También es cierto que los particulares son más ricos en Lacedemonia que en todo el resto de la Grecia, y que el rey es allí más rico que todos los particulares; porque además de los grandes bienes que tiene como suyos propios, se le pasa una cantidad considerable.

Pero si la riqueza de los lacedemonios aparece tan grande cotejada con la del resto de la Grecia, no es nada para con la del rey de Persia. He oído decir a un hombre digno de fe, que había sido uno de los embajadores cerca de este príncipe, que había hecho una gran jornada por un país bellísimo y fertilísimo, que los naturales llamaban la cintura de la Reina; que en otra jornada pasó por otro país que se llamaba el velo de la Reina, y que había otras grandes y fértiles provincias destinadas únicamente a suministrar los trajes de la reina, cada una de las cuales llevaba el nombre de la prenda de ropaje que tenía que suministrar. De manera que si alguno fuese a decir a la esposa de Jerjes, a Amestris,[10] madre del rey Artajerjes: hay en Atenas un hombre, que, en todo lo que tiene, solo cuenta con trescientas arpentas (acres), poco más o menos, de tierra que posee en el pueblo de Erquies (Erchiae), y es hijo de Dinómaca, cuyo equipo, menaje y joyas apenas valen cincuenta minas, y este hombre se prepara para hacer la guerra a Artajerjes. ¡Cuál sería al pronto su sorpresa, al ver la audacia de este hombre, que quiere atacar al gran rey Artajerjes…! ¿Qué crees que pensaría? Sin duda diría: «Este hombre funda ciertamente el triunfo de semejante empresa en su aplicación, en su gran habilidad, porque éstas son las únicas cosas que aprecian los griegos.»

Pero cuando se le dijese: «Este Alcibíades es un joven que no tiene aún veinte años, sin ninguna clase de experiencia, y tan presuntuoso, que cuando su amigo le hizo ver que debe ante todas cosas tener cuidado de sí, trabajar, meditar, ejercitarse, y que solo después de esto podrá hacer la guerra al gran rey, no quiere creer nada, y dice, que tal como es, se considera con el mérito necesario para ello». Creo que la sorpresa de la reina sería mucho mayor, y nos preguntaría: «¿En qué se fía ese joven?» Y si nosotros le respondiéramos: «En su belleza, en su talle, en su riqueza y en las dotes de su espíritu», ¿no es cierto que nos tendría por locos, si fijaba su atención en la superioridad de estos datos respecto de ella misma? Pero sin subir tan alto, creo, que Lampito (Lampido), hija de Leotíquidas (Leotychides), mujer de Arquídamo y madre de Agis, que son todos de casta real en Lacedemonia, no se sorprendería menos, si se le dijese, que mal educado como has sido, deseas ponerte a la cabeza de los atenienses para hacer la guerra a su hijo. ¡Ah!, ¿y no sería una vergüenza, que mujeres, y mujeres de nuestros enemigos, sepan mejor que nosotros mismos las cualidades que deberíamos tener para hacerles la guerra? Así, mi querido Alcibíades, sigue mis consejos, y obedece al precepto que está escrito en el frontispicio del templo de Delfos: Conócete a ti mismo, porque los enemigos con quienes te las has de haber son tales como yo los represento, y no como tú te imaginas. El único medio de vencerlos es la aplicación y la habilidad; si renuncias a estas cualidades necesarias, renuncia también a la gloria fuera y dentro de tu país, gloria a que has aspirado con más ardor que otro alguno.

ALCIBÍADES. —¿Puedes explicarme, Sócrates, cuál es el cuidado que debo tomar de mí mismo? Porque me hablas, lo confieso, con más sinceridad que ningún otro.

SÓCRATES. —Sin duda puedo hacerlo; pero no es esto útil a ti solo. Juntos debemos buscar los medios de hacernos mejores, que yo no tengo menos necesidad que tú, yo que sobre ti tengo solo una ventaja.

ALCIBÍADES. —¿Cuál es esa ventaja?

SÓCRATES. —Que mi tutor es mejor y más sabio que Pericles, que es el tuyo.

ALCIBÍADES. —¿Quién es ese tutor?

SÓCRATES. —El Dios que hasta hoy no me ha permitido hablarte; siguiendo sus inspiraciones, solo mediando yo puedes conseguir la gloria, como antes te dije.

 

ALCIBÍADES. —¿Te burlas, Sócrates?

SÓCRATES. —Quizá; pero siempre es una verdad que tenemos una necesidad muy grande de mirar por nosotros mismos, como la tienen todos los hombres, y nosotros dos más que ninguno.

ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates, cuando menos por lo que a mí toca.

SÓCRATES. —Y lo mismo me sucede a mí.

ALCIBÍADES. —¿Qué haremos, pues?

SÓCRATES. —Éste es el momento, querido mío, en que es preciso quitar la pereza y la desidia.

ALCIBÍADES. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —Veamos y examinemos juntos lo que intentamos. Dime, ¿no queremos hacernos muy buenos?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿En qué clase de virtud?

ALCIBÍADES. —En la virtud que constituye la bondad del hombre.

SÓCRATES. —¿Y quién es el hombre bueno?

ALCIBÍADES. —El que lo es para los negocios.

SÓCRATES. —¿Para qué negocios? ¿Para los de equitación?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —Porque eso corresponde a los picadores.

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿En los de la marina?

ALCIBÍADES. —Tampoco.

SÓCRATES. —Porque eso corresponde a los pilotos.

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Pues en qué negocios?

ALCIBÍADES. —En los negocios que ocupan a nuestros mejores atenienses.

SÓCRATES. —¿Qué entiendes por nuestros mejores atenienses? ¿Son los hábiles o los inhábiles?

ALCIBÍADES. —Los hábiles.

SÓCRATES. —Por lo tanto, según tú, cuando es hábil uno para una cosa, ¿es bueno para la cosa misma?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y los inhábiles no son en manera alguna buenos?

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Un zapatero tiene toda la habilidad para hacer zapatos; ¿es bueno para esto?

ALCIBÍADES. —Muy bueno.

SÓCRATES. —¿Pero es inhábil para hacer trajes?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Por consiguiente es un mal sastre.

ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —Este mismo hombre, por lo tanto, ¿es bueno y malo?

ALCIBÍADES. —Así me lo parece.

SÓCRATES. —Se sigue de este principio, que aquellos que tú llamas buenos son igualmente malos.

ALCIBÍADES. —No es eso lo que yo quiero decir.

SÓCRATES. —Pues entonces ¿qué entiendes por hombres buenos?

ALCIBÍADES. —Entiendo los que saben gobernar.

SÓCRATES. —Gobernar, ¿qué?, ¿caballos?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —¿Hombres?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Los enfermos?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —¿Los pilotos?

ALCIBÍADES. —Tampoco.

SÓCRATES. —¿Los labradores?

ALCIBÍADES. —Tampoco.

SÓCRATES. —Pues, ¿quiénes? ¿Los que hacen algo, o los que no hacen nada?

ALCIBÍADES. —Los que hacen alguna cosa.

SÓCRATES. —¿Quiénes son? ¿Qué? Trata de explicarte y de hacérmelo comprender.

ALCIBÍADES. —Los que viven en sociedad y se sirven los unos a los otros, como los que vivimos en las ciudades.

SÓCRATES. —Según tú, es gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres.

ALCIBÍADES. —Así lo entiendo.

SÓCRATES. —¿Es gobernar a los contramaestres que se sirven de los marineros?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —Porque eso pertenece a los pilotos. ¿Es gobernar a los tocadores de flauta que se sirven de músicos y danzantes?

ALCIBÍADES. —Tampoco.

SÓCRATES. —Porque eso pertenece a los maestros de capilla.

ALCIBÍADES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Entonces ¿qué entiendes por gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres?

ALCIBÍADES. —Entiendo mandar a hombres que viven juntos bajo las mismas leyes y el mismo gobierno.

SÓCRATES. —¿Y qué arte es ese que enseña a mandarlos? Si te preguntase, cuál es el arte que enseña a mandar a todos los marineros de un mismo buque, ¿qué me responderías?

ALCIBÍADES. —Que es el arte de los pilotos.

SÓCRATES. —Y si te preguntase, ¿cuál es el arte que enseña a mandar a los músicos y danzantes?

ALCIBÍADES. —Yo te respondería que es el arte de los maestros de capilla.

SÓCRATES. —¿Cómo llamas este arte que enseña a mandar a los que forman un mismo cuerpo de Estado?

ALCIBÍADES. —El arte de aconsejar bien, Sócrates.

SÓCRATES. —¡Cómo! ¿El arte de los pilotos es el arte de dar malos consejos?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —¿No se proponen darlos buenos?

ALCIBÍADES. —Ciertamente, por el bien de los que se hallan embarcados.

SÓCRATES. —Dices muy bien. ¿Pero de qué buenos consejos hablas, y qué es a lo que tienden?

ALCIBÍADES. —Tienden a conservar y mejorar la gobernación.

SÓCRATES. —¿Pero que es lo que conserva los Estados? ¿Qué cosa es esa cuya presencia o ausencia sostiene la sociedad? Si tú me preguntaras, qué es lo que un cuerpo debe tener o no tener para mantenerse sano y en buen estado, yo te respondería sobre la marcha, que debe tener la salud y no tener la enfermedad. ¿No lo crees tú como yo?

ALCIBÍADES. —Lo mismo que tú.

SÓCRATES. —Y si me preguntases lo mismo sobre el ojo respondería igualmente, que está bien cuando tiene buena vista, y mal cuando tiene ceguera; sobre los oídos lo mismo, que están bien cuando tienen todo lo que necesitan para oír, sin ninguna disposición para la sordera.

ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Y en un Estado, ¿qué es lo que debe haber o no haber para que se halle en la mejor situación posible?

ALCIBÍADES. —Me parece, Sócrates, que es preciso que la amistad reine entre los ciudadanos, y que se destierren entre ellos el odio y la división.

SÓCRATES. —¿Qué llamas amistad? ¿Es la concordia o la discordia?

ALCIBÍADES. —La concordia ciertamente.

SÓCRATES. —¿Cuál es el arte que hace que los Estados concuerden, por ejemplo, sobre los números?

ALCIBÍADES. —Es la aritmética.

SÓCRATES. —¿Es un arte en el que concuerdan entre sí los particulares?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y cada uno consigo mismo?

ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —¿Y cómo llamas al arte que hace que cada uno concuerde consigo mismo siempre sobre la magnitud de un pie o de un codo?, ¿no es el arte de medir?

ALCIBÍADES. —Sí, sin duda.

SÓCRATES. —Y los Estados y los particulares ¿se ponen de acuerdo por medio de este arte?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo sobre los pesos?

ALCIBÍADES. —Lo mismo.

SÓCRATES. —¿Y cuál es la concordia de que hablas?, ¿en qué consiste y qué arte es el que la da a conocer?, ¿la de un Estado es la misma que hace que un particular se ponga de acuerdo consigo mismo y con los demás?

ALCIBÍADES. —Me parece que es la misma.

SÓCRATES. —¿Cuál es?, no desistas de responderme, e instrúyeme por caridad.

ALCIBÍADES. —Creo que es esta amistad y esta concordia que hacen que un padre y una madre estén bien con sus hijos, un hermano con su hermano, una mujer con su marido.

SÓCRATES. —¿Crees que un marido puede estar de acuerdo con su mujer sobre obras de lana que ella entiende perfectamente y que él no entiende?

ALCIBÍADES. —No, sin duda.

SÓCRATES. —Es imposible, porque es una obra de mujer.

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Es posible que una mujer pueda estar de acuerdo con su marido en materia de armas, cuando no sabe lo que son?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —Me podrías responder que solo es acomodado al talento del hombre.

ALCIBÍADES. —Es cierto.

SÓCRATES. —¿Convienes en que hay ciencias que están destinadas a las mujeres, y otras que están reservadas a los hombres?

ALCIBÍADES. —¿Quién puede negarlo?

SÓCRATES. —Sobre todas estas ciencias no es posible que las mujeres estén de acuerdo con sus maridos.

ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Por consiguiente no habrá amistad, puesto que la amistad no es más que la concordia.

ALCIBÍADES. —Soy de tu opinión.

SÓCRATES. —Y así cuando una mujer haga lo que debe hacer, no será amada por su marido.

ALCIBÍADES. —No, me parece.

SÓCRATES. —Y cuando un marido haga lo que debe hacer, no será amado por su mujer.

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —¿Luego los Estados, en los que hace cada uno lo que debe hacer, no estarán bien gobernados?

ALCIBÍADES. —Me parece que sí, Sócrates.

SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices? ¿Será bien gobernado un Estado sin que la amistad reine en él? ¿No hemos convenido en que por la amistad un Estado está bien regido, y que en otro caso todo es desorden y confusión?

ALCIBÍADES. —Pero me parece, sin embargo, que es esto mismo lo que produce la amistad; que cada uno haga lo que debe hacer.

SÓCRATES. —Hace un momento decías lo contrario; pero es preciso que te hagas entender. ¿Cómo dices ahora que la concordia bien establecida produce la amistad? ¡Ah!, ¿puede haber concordia sobre negocios que los unos saben y los otros no saben?

ALCIBÍADES. —Eso es imposible.

SÓCRATES. —Cuando cada uno hace lo que debe hacer, ¿hace lo que es justo o lo que es injusto?

ALCIBÍADES. —¡Vaya una pregunta!, cada uno hace lo que es justo.

SÓCRATES. —De aquí se sigue, que en el acto mismo en que todos los ciudadanos hacen lo que es justo, no pueden sin embargo amarse.

ALCIBÍADES. —La consecuencia parece necesaria.

SÓCRATES. —¿Cuál es, pues, esta amistad o esta concordia que puede hacernos hábiles y capaces de dar buenos consejos, para que entremos así en el número de los que llamas tú buenos ciudadanos? Porque no puedo comprender, ni lo que es, ni en quién se encuentra; porque tan pronto se la encuentra en ciertas personas, tan pronto no se la encuentra ya, como se ve por tus palabras.

ALCIBÍADES. —Te juro, Sócrates, por todos los dioses, que yo mismo no sé lo que me digo, y que corro gran riesgo de estar dentro de algún tiempo en muy mal estado, sin apercibirme de ello.

SÓCRATES. —No te desanimes, Alcibíades; si te apercibieses de este estado a los cincuenta años, te sería difícil poner remedio y tener cuidado de ti mismo; pero en la edad en que tú estás, es justamente el tiempo oportuno de sentir tu mal.

ALCIBÍADES. —Y cuando uno siente el mal ¿qué deberá hacer?

SÓCRATES. —Sólo hace falta, Alcibíades, responder a algunas preguntas; si lo haces, espero que, con la ayuda de Dios, tú y yo nos haremos mejores de lo que somos, por lo menos si damos fe a mi profecía.

ALCIBÍADES. —Si solo consiste en responder, el éxito es seguro.

SÓCRATES. —Veamos pues. ¿Qué es tener cuidado de sí mismo?, no sea que cuando creamos tener más cuidado de nosotros mismos, nos suceda muchas veces, que, sin apercibirnos, sea otra cosa muy distinta la que llame nuestra atención. ¿Qué es preciso hacer para tener cuidado de sí mismo? ¿Tiene un hombre cuidado de sí cuando lo tiene de las cosas que son suyas?

ALCIBÍADES. —Así me parece.

SÓCRATES. —¿Cómo? ¿Un hombre tiene cuidado de sus pies, cuando lo tiene de las cosas que son para sus pies?

ALCIBÍADES. —No te entiendo.

SÓCRATES. —¿No conoces nada que esté únicamente hecho para la mano? ¿Las sortijas para qué parte del cuerpo están hechas?, ¿no son para los dedos?

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Los zapatos no están hechos también para los pies?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Tenemos cuidado de nuestros pies cuando lo tenemos de nuestros zapatos?

ALCIBÍADES. —Aún no te entiendo, Sócrates.

SÓCRATES. —Pero qué, ¿no has dicho, Alcibíades, que se toma cuidado por las cosas?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y hacer una cosa mejor no es tomar cuidado por ella?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Cuál es el arte que hace los zapatos mejores?

ALCIBÍADES. —El arte del zapatero.

SÓCRATES. —¿Por medio del arte del zapatero es como tenemos cuidado de nuestros zapatos?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Es por el arte del zapatero por el que nosotros tenemos cuidado de nuestros pies, o es por el arte que hace nuestros pies mejores?

ALCIBÍADES. —Es por este último arte sin duda.

SÓCRATES. —¿No hacemos nuestros pies mejores por el mismo arte que hace todo nuestro cuerpo mejor?

 

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y este arte no es la gimnástica?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestros pies, y por el arte del zapatero tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestros pies?

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestras manos, y por el arte del joyero tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestras manos?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestro cuerpo, y por el arte del tejedor y todas las demás artes tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestros cuerpos?

ALCIBÍADES. —Es indudable.

SÓCRATES. —Y por consiguiente, ¿el arte por el que tenemos cuidado de nosotros no es el mismo que aquel por el que tenemos cuidado de las cosas que son para nosotros?

ALCIBÍADES. —Así lo creo.

SÓCRATES. —Se sigue de aquí, que cuando tienes cuidado de las cosas que son tuyas, no tienes cuidado de ti mismo.

ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Porque ¿no es el mismo arte por el que un hombre tiene cuidado de sí mismo y lo tiene de las cosas destinadas para sí mismo?

ALCIBÍADES. —Lo confieso.

SÓCRATES. —¿Cuál, pues, es el arte, por el que tenemos cuidado de nosotros mismos?

ALCIBÍADES. —No puedo decírtelo.

SÓCRATES. —Estamos convenidos ya en que no es ninguno por el que podemos mejorar las cosas que son nuestras, sino que es aquel por el que podemos hacernos nosotros mismos mejores.

ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —¿Pero podemos conocer el arte de hacer zapatos, si no sabemos antes lo que es un zapato?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —¿Y el arte de engastar sortijas, si no sabemos antes lo que es una sortija?

ALCIBÍADES. —Es claro.

SÓCRATES. —¿Qué medio tenemos de conocer el arte que nos hace mejores a nosotros mismos, si no sabemos antes lo que somos nosotros mismos?

ALCIBÍADES. —Es absolutamente imposible.

SÓCRATES. —¿Pero es una cosa fácil conocerse a sí mismo, y fue un ignorante el que inscribió este precepto a las puertas del templo de Apolo en Delfos? ¿O es una cosa muy difícil que no es dado a todos los hombres conseguir?

ALCIBÍADES. —Para mí, Sócrates, he creído con la mayor evidencia, que es dado a todos los hombres conseguirlo; pero también que ofrece gran dificultad.

SÓCRATES. —Pero, Alcibíades, sea fácil o no, es cosa infalible que si una vez llegamos a conocerlo, sabremos bien pronto y sin dificultad el cuidado que debemos tener de nosotros mismos; mientras que si lo ignoramos, jamás llegaremos a conocer la naturaleza de este cuidado.

ALCIBÍADES. —Eso es indudable.

SÓCRATES. —¡Animo, pues! ¿Por qué medio encontraremos la esencia de las cosas, hablando en general? Siguiendo este rumbo encontraremos bien pronto lo que somos nosotros, y si ignoramos esta esencia nos ignoraremos siempre a nosotros mismos.

ALCIBÍADES. —Dices verdad.

SÓCRATES. —Sígueme, y te conjuro a ello por Zeus. ¿Con quién conversas en este momento? ¿Es con otro más que conmigo?

ALCIBÍADES. —No, es contigo.

SÓCRATES. —¿Y yo contigo?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Es Sócrates el que habla?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Es Alcibíades el que escucha?

ALCIBÍADES. —Así es.

SÓCRATES. —Y para hablar Sócrates, ¿no se vale de la palabra?

ALCIBÍADES. —¿Qué quieres decir con eso?

SÓCRATES. —Servirse de la palabra y hablar, ¿no son la misma cosa?

ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —El que se sirve de una cosa y la cosa de que se sirve, ¿no son diferentes?

ALCIBÍADES. —No te entiendo.

SÓCRATES. —Un zapatero, por ejemplo, ¿se sirve del trinchete, de las hormas y otros instrumentos?

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Y el que corta con su trinchete es diferente del trinchete con que corta?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Por consiguiente, el hombre que toca la lira no es la misma cosa que la lira con que toca?

ALCIBÍADES. —Es seguro.

SÓCRATES. —Esto es lo que te preguntaba antes: si el que se sirve de una cosa te parece diferente siempre de la cosa de que él se sirve.

ALCIBÍADES. —Sí, muy diferente.

SÓCRATES. —Pero el zapatero no corta solo con sus instrumentos, corta también con sus manos.

ALCIBÍADES. —También con sus manos.

SÓCRATES. —¿Se sirve de sus manos?

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Se sirve igualmente de sus ojos al cortar?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Estamos de acuerdo en que el que se sirve de una cosa es siempre diferente de la cosa de que se sirve?

ALCIBÍADES. —Estamos de acuerdo.

SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿el zapatero y el tocador de lira son otra cosa que las manos y los ojos de que ambos se sirven?

ALCIBÍADES. —Es claro.

SÓCRATES. —El hombre se sirve de su cuerpo.

ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?

SÓCRATES. —¿Y lo que se sirve de una cosa es diferente que la cosa de que se sirve?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —El hombre, por consiguiente, es otra cosa que su cuerpo.

ALCIBÍADES. —Lo creo.

SÓCRATES. —¿Qué es el hombre?

ALCIBÍADES. —Yo no puedo decirlo, Sócrates.

SÓCRATES. —Por lo menos podrías decirme, que el hombre es una cosa que sirve del cuerpo.

ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —¿Hay alguna cosa que se sirva del cuerpo más que el alma?

ALCIBÍADES. —No, no hay más que el alma.

SÓCRATES. —¿Es ella la que manda?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Y yo creo que no hay nadie que no se vea forzado a reconocer…

ALCIBÍADES. —¿Qué?

SÓCRATES. —Que el hombre es una de estas tres cosas.

ALCIBÍADES. —¿Qué cosas?

SÓCRATES. —Y el alma o el cuerpo, o el compuesto de uno y otro.

ALCIBÍADES. —Conforme.

SÓCRATES. —¿Pero estamos conformes en que el alma manda al cuerpo?

ALCIBÍADES. —Lo estamos.

SÓCRATES. —¿El cuerpo se manda a sí mismo?

ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —Porque hemos dicho que el cuerpo es el que obedece.

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Luego no es lo que buscamos.

ALCIBÍADES. —Así parece.

SÓCRATES. —¿Es el compuesto el que manda al cuerpo, y este compuesto es el hombre?

ALCIBÍADES. —Podrá suceder.

SÓCRATES. —Nada menos que eso, porque en no mandando uno de los dos, es imposible que los dos juntos manden.

ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.

SÓCRATES. —Puesto que ni el cuerpo ni el compuesto de alma y cuerpo son el hombre, es preciso de toda necesidad, o que el hombre no sea absolutamente nada, o que el alma sola sea el hombre.

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Hay necesidad de demostrar aún más claramente que el alma sola es el hombre?

ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, está bastante probado.

SÓCRATES. —Aún no hemos profundizado esta verdad con toda la exactitud que ella exige, pero es suficiente la prueba hecha, y esto basta. La profundizaríamos más, cuando hubiésemos encontrado lo que acabamos de abandonar, porque era de difícil indagación.

ALCIBÍADES. —¿Qué es?

SÓCRATES. —Lo que dijimos antes, que era preciso, en primer lugar, conocer la esencia de las cosas generalmente hablando, y en lugar de esta esencia absoluta nos hemos detenido a examinar la esencia de una cosa particular, y quizá esto baste, porque no podremos encontrar en nosotros nada que sea más que nuestra alma.

ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.

SÓCRATES. —Por consiguiente, es un principio sentado que cuando conversamos tú y yo, es mi alma la que conversa con la tuya.

ALCIBÍADES. —Entendido.

SÓCRATES. —Esto es lo que decíamos hace un momento: que Sócrates habla a Alcibíades dirigiéndole la palabra, no a su cuerpo como parece, sino a Alcibíades mismo; es decir, a su alma.

ALCIBÍADES. —Eso es evidente.

SÓCRATES. —¿El que manda que nos conozcamos a nosotros mismos manda, por consiguiente, que conozcamos nuestra alma?

ALCIBÍADES. —Yo lo creo así.

SÓCRATES. —Luego ¿el que conoce solo su cuerpo, conoce lo que está en él, pero no conoce lo que él es?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Así, ¿un médico no se conoce a sí mismo, en tanto que médico, ni un maestro de palestra, en tanto que maestro de palestra?

ALCIBÍADES. —No, a mi parecer.

SÓCRATES. —Aún menos los labradores y todos los demás artesanos que lejos de conocerse a sí mismos, ni conocen lo que particularmente les toca, y además su arte los liga a cosas más lejanas aún de ellos que lo que está en ellos. En efecto, el objeto de sus cuidados no es tanto su cuerpo como las cosas que tienen relación con el cuerpo.