Obras Completas de Platón

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LISÍMACO. —Ese consejo, Sócrates, me agrada en extremo, y con respecto a mí, cuanto más viejo soy, tanto más empeño tengo en instruirme al mismo tiempo que mis hijos. Haz, pues, lo que dices; ven mañana a mi casa desde la madrugada, y no faltes, te lo suplico, a fin de que acordemos los medios de ejecutar lo que hemos resuelto. Ahora ya es tiempo de que concluya esta conversación.

SÓCRATES. —No faltaré, Lisímaco; iré mañana a tu casa temprano, si Dios quiere.

PROTÁGORAS

Argumento del Protágoras[1] por Patricio de Azcárate

El nombre de Protágoras puesto a la cabeza de este diálogo; la solemnidad de una especie de presentación oficial del joven Hipócrates al célebre sofista, hecha delante de testigos por Sócrates; lo escogido de los personajes que deben asistir a la discusión que se va a suscitar, Antímeros de Mende, Hipias de Elea, Pródico de Ceos, amigos de Protágoras; Palaros, Jantipo, Agatón, sus discípulos; esta reunión imponente de sofistas, de jóvenes y de extranjeros, que concurren como a un espectáculo, constituyen un conjunto de detalles característicos, que descubren el pensamiento íntimo de Platón en esta composición a la vez divertida y severa, irónica y profunda; deleitar e ilustrar todo a la vez, poniendo en acción, por medio de la crítica, las costumbres y el espíritu de los sofistas. Éste es uno de esos cuadros, aunque más en grande, que Sócrates acostumbraba a presentar en sus polémicas diarias a vista del público, para llevar a cabo su reforma, y en las que empleaba con arte la ironía y el buen sentido para desacreditar a la escuela sofística, entregando al ridículo y, por último, condenando al silencio a sus más famosos jefes.

Era preciso dar representación a estas escenas de comedia, en las que Protágoras desempeña el papel de corifeo de los sofistas, mientras que Sócrates se complace en tomar, tan pronto el papel de un farsante burlón, tan pronto el de un espectador descontento y despiadado, y de aquí el objeto de la discusión producido naturalmente por la situación del joven hijo de Apolodoro. Hipócrates solicitó, en efecto, de Sócrates que le proporcionara un maestro capaz de enseñar lo que debe saber un joven de su edad. ¿Qué otra cosa puede ser sino la virtud?, ¿la virtud puede ser enseñada?; he aquí la cuestión. Protágoras sostiene la afirmativa, y Sócrates la tesis contraria; y este debate contradictorio forma el curso de este diálogo, que algunas líneas bastarán para resumir.

Protágoras, para darse importancia a los ojos de Sócrates y de la gente que le rodea, se alaba de enseñar el arte de gobernar los negocios privados y públicos, es decir, la política. Sócrates se sorprende de que la política pueda enseñarse, por la sencilla razón de que los negocios públicos son, entre todos, los únicos sobre los que los ciudadanos de todas las condiciones y de todas las profesiones son admitidos diariamente a dar su dictamen, y esto sin haber recibido jamás ninguna enseñanza. También lo extrañó por esta otra razón, y es que los más grandes políticos, Pericles, por ejemplo, jamás han podido trasmitir a sus hijos su propia habilidad.

Poco impresionado con estos dos argumentos, el sofista propone con confianza dar, ya con el auxilio de una fábula, ya valiéndose del razonamiento, la prueba incontestable de que la política puede enseñarse. Refiere entonces la vieja leyenda de los dioses, encargando a Epimeteo y a su hermano Prometeo dar facultades diversas a todos los seres del universo, la imprevisión de Epimeteo, el mañoso robo de Prometeo en las fraguas de Hefesto, en fin, la intervención suprema de Zeus, dando liberalmente a cada uno de los mortales una parte de los bienes que aún no se habían repartido, la justicia y el pudor. Gracias a estas dos virtudes, que están en el fondo mismo de la política, nada más natural, ni más necesario, que el que todos los ciudadanos sepan deliberar sobre las cosas públicas. Esta ciencia es un don de los dioses. Y así es que no hay un hombre sobre la tierra que imagine otro hombre, es decir, un ser en todo semejante a él, privado de la idea de la justicia. He aquí cómo queda desvanecida la primera duda de Sócrates.

Protágoras rebate de la misma manera la segunda objeción de Sócrates. ¿Cómo puede sostenerse que la justicia no puede enseñarse, cuando es constante que los hombres injustos son todos los días y por todas partes reprimidos y castigados? Si la privación de la idea de justicia fuese un defecto de la naturaleza, sería una locura imponer castigos a los que la naturaleza hubiere privado de ella. ¿Se castiga a los enfermizos y contrahechos? No, porque no está en su mano remediarlo. Pero se castiga a los malos, porque está en su mano hacerse justos. Los hombres piensan, por lo tanto, que se puede aprender la justicia. Y así todos los ciudadanos, tanto por sí mismos, como por medio de los maestros, se esfuerzan, interesándose en los negocios públicos, en inspirar a sus hijos la idea de la justicia. Y si los hijos de los hombres virtuosos raras veces heredan la virtud de sus padres, la razón de esto es muy sencilla; es porque los hombres no reciben todos disposiciones igualmente felices, y la adquisición de la más elevada virtud reclama un natural mejor y mayores esfuerzos que lo que requiere la práctica de una virtud común.

La discusión hasta ahora aparece muy superficial, porque no sale del dominio de los hechos y de los accidentes, sin remontar a un principio. Sócrates, cambiando de táctica, emprende el tratar la cuestión a fondo. Partiendo del principio evidente de que para saber si la virtud puede ser enseñada, es necesario saber en qué consiste, pregunta a Protágoras si la virtud a sus ojos es una en su esencia o compuesta de partes independientes las unas de las otras, como la justicia, la templanza, el valor. El sofista se esfuerza en sostener la última opinión, hasta que Sócrates lo obliga insensiblemente, por una cadena indisoluble de concesiones, a contradecirse a sí mismo, y, en fin, a convenir, a pesar suyo, en que la virtud es una por naturaleza. Sostener que se compone de partes absolutamente distintas, es confesar, por lo pronto, que cada una de estas partes nada tiene en sí de la esencia de la otra, de suerte que la justicia excluiría al valor, y la santidad a la justicia. De aquí esta consecuencia absurda: que la justicia no puede ser valiente, ni la santidad justa. En segundo lugar, si las partes de la virtud se oponen las unas a las otras, una misma cosa podría tener muchas contrarias, lo que implica contradicción. No, la virtud es una en su esencia, una en su esfuerzo, y todas estas partes, que se separan indebidamente, no son otra cosa que modos diversos de la virtud; diversos, pero no exclusivos, contenidos y unidos en su esencia misma, como las consecuencias lo están en su principio. Diferentes en apariencia y solamente de nombre, estas virtudes en el fondo se llaman la una a la otra, se encadenan, se asocian, y no forman más que un todo. He aquí cómo Sócrates, bajo la idea de virtud, abrazando todas las virtudes particulares, establece un principio, que los estoicos, después de él, falsearon exagerándolo. Considerada de esta manera, la virtud no entra en el alma, como lo pretende Protágoras, por una enseñanza progresiva y diversa que poco a poco la penetre por el precepto y por el ejemplo, para que nazca en ella, primero la justicia y después el valor. La virtud con sus dones diversos nace de la inspiración de una naturaleza honesta, que por su propio esfuerzo abraza a la vez la esencia y todos los modos, debido al sentimiento innato del bien, que la precede y que la crea. Esta ciencia verdaderamente anterior y superior a la virtud, ninguno puede enseñarla, porque cada uno debe sacarla de sí mismo; nace con nosotros.

Esta argumentación que parece no tener réplica, no convenció, sin embargo, al sofista, que quiso sostenerse haciendo esta última objeción: que el valor es necesariamente una virtud distinta de todas las demás, puesto que es dado al más injusto y al más depravado de los hombres mostrar valor. Sócrates, valiéndose de razones que reproducen en el fondo ciertos pasajes del Laques, responde, que el valor, desprovisto de prudencia o más bien de ciencia, no es el verdadero valor. El fondo del verdadero valor es la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no lo son. De aquí se sigue, puesto que todas las virtudes forman una sola, que Sócrates parece contradecirse, convirtiendo la ciencia en condición de la virtud. Si es una ciencia, se la puede enseñar, lo cual es una contradicción patente con la conclusión que precede.

Sea que Sócrates no haya tenido por objeto, al fin del debate, más que probar a Protágoras que sabe mejor que un sofista defender y probar el pro y el contra, o sea que se propusiera dejar sin resolución la cuestión principal, es decir, si la virtud puede o no puede ser enseñada, Sócrates rompe la conversación, dirigiendo al sofista este último epigrama: quizá venga un día en que llegue a saber que Protágoras es el más sabio de los hombres.

Protágoras, o los sofistas

AMIGO DE SÓCRATES — SÓCRATES — HIPÓCRATES — PROTÁGORAS — ALCIBÍADES — CRITIAS — PRÓDICO — HIPIAS

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde vienes, Sócrates? ¿Pero para qué es preguntarlo? Vienes de la caza ordinaria a la que te arrastra el hermoso Alcibíades. Te confieso que el otro día me complacía en mirarle, porque me parecía que, a pesar de ser un hombre ya formado, es muy hermoso; porque, acá entre nosotros, puede decirse que no está en su primera juventud, y la barba hace sombrear ya su semblante.

 

SÓCRATES. —¿Qué tiene que ver eso? ¿Crees que Homero haya cometido un error en haber dicho que la edad de un joven que comienza a tener barba es la más agradable?[1] Ésta es precisamente la edad de Alcibíades.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —Acabo de dejarle. ¿Cómo estás tú con él?

SÓCRATES. —Muy bien, y hoy he notado que estaba conmigo mejor que nunca, porque ha dicho mil cosas en mi favor, y ha tomado mi partido; acabo de dejarle, y te diré una cosa que te parecerá bien extraña, y es que en su presencia no me fijaba en él, y muchas veces me olvidaba que estaba allí.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué es lo que os ha sucedido al uno y al otro? ¿Has encontrado por ventura en la ciudad algún joven más hermoso que Alcibíades?

SÓCRATES. —Mucho más hermoso.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —Muy bien; ¿es ateniense o extranjero?

SÓCRATES. —Extranjero.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde es?

SÓCRATES. —De Abdera.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Tan hermoso te ha parecido, que a tus ojos ha eclipsado al hijo de Clinias?

SÓCRATES. —¿Hay nada, amigo mío, que impida que el más sabio aparezca también el más hermoso?

EL AMIGO DE SÓCRATES. —Pero qué, ¿acabas de ver algún hombre sabio?

SÓCRATES. —Sí, un sabio, el más sabio de los hombres que hoy existen; si Protágoras puede parecerte tal.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué me dices? ¿Que Protágoras está aquí?

SÓCRATES. —Sí, hace tres días.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Y acabas ahora mismo de dejarle?

SÓCRATES. —Sí, en este momento, y después de una conversación muy larga.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —¡Ah!, si no tuvieses cosa urgente que hacer ¿no querrías referirnos esa conversación? Siéntate, te suplico, en el sitial que ocupa este niño, que te lo cederá.

SÓCRATES. —Con todo mi corazón, y me daré por complacido, si queréis escucharme.

EL AMIGO DE SÓCRATES. —Los complacidos seremos nosotros, si te dignas referírnoslo.

SÓCRATES. —Unos y otros quedaremos obligados, y ahora escuchadme. Esta mañana, cuando aún no había amanecido, Hipócrates, hijo de Apolodoro y hermano de Fasón, vino a llamar muy fuerte a mi puerta con su bastón, y apenas le abrieron, cuando se fue derecho a mi cuarto, diciendo en alta voz:

—Sócrates, ¿duermes?

Como conociera su voz —le dije:

—Hola Hipócrates, ¿qué nueva te trae?

—Una gran nueva —me dijo.

—Dios lo quiera —le respondí—. ¿Pero qué nueva es la que te trae aquí tan de mañana?

—Protágoras está en la ciudad —me dijo, manteniéndose en pie frente a mi cama.

—Ya está aquí desde antes de ayer —le repuse—; ¿no lo has sabido hasta ahora?

—No lo supe hasta esta noche.

Diciendo esto, se aproximó a mi cama a tientas, se sentó a mis pies, y continuó hablando de esta manera:

—Volví ayer por la tarde, ya muy tarde, del pueblo de Oenoe, adonde fui para coger a mi esclavo Sátiro, que se me había fugado; pensaba decírtelo antes, pero no sé qué otra cosa borró de mi espíritu esta idea. Cuando estuve de vuelta, después de cenar, y cuando íbamos ya a acostarnos, fue mi hermano a decirme que Protágoras estaba aquí. El primer pensamiento que me ocurrió fue venir a darte esta buena noticia, pero habiendo reflexionado que la noche estaba muy avanzada, me acosté, y después de un ligero sueño que me ha repuesto de las fatigas de mi viaje, me levanté y me vine aquí corriendo.

Yo que conozco a Hipócrates como un hombre de corazón, y que le veía todo azorado, le dije:

—¿Pero qué es? ¿Protágoras te ha hecho alguna injuria?

—Sí, por los dioses —me respondió riéndose—, me ha hecho la injuria de ser sabio él solo, y no hacerme a mí sabio.

—¡Oh! —le dije—, y si le das dinero y le puedes comprometer a que te admita por discípulo, también te haría sabio.

—¡Quieran Zeus y los demás dioses que así sea! —me dijo—; gastaré hasta el último óbolo y agotaré la bolsa de mis amigos, si tal sucede. Lo que me trae es suplicarte que le hables por mí; porque además de que yo soy demasiado joven, jamás le he visto ni conocido, pues cuando hizo aquí su primera venida, era yo un niño. Pero oigo decir a todo el mundo muy bien de él y se asegura que es el más elocuente de los hombres. ¿No será bueno que vayamos a su casa antes de que salga? Me han dicho que está en casa de Calias, hijo de Hipónico; vamos allá, te lo suplico encarecidamente.

—Es demasiado temprano —le dije—, pero vamos a pasearnos a mi pórtico; allí hablaremos hasta que rompa el día, y después iremos; te aseguro que le encontraremos, porque Protágoras no sale.

Bajamos, pues, al pórtico, y estando paseándonos, quise penetrar el pensamiento de Hipócrates. Con esta mira, para sondearle le pregunté:

—Y bien, Hipócrates, vas a casa de Protágoras a ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa; ¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? Si fueses a casa de Hipócrates, ese gran médico de Cos, que lleva el mismo nombre que tú, y que desciende de Asclepio, y le ofrecieses dinero, si alguno te preguntase: «Hipócrates, ¿a qué clase de hombre pretendes dar este dinero destinado al otro Hipócrates?».

—Yo respondería: a un médico.

—¿Y qué es lo que querrías hacerte, dando ese dinero?

—Médico, diría.

—Y si fueses a casa de Policleto de Argos o a casa de Fidias de Atenas, y les dieses dinero para aprender de ellos alguna cosa, y te preguntasen en igual forma quiénes son estos dos hombres, Policleto y Fidias, a quienes ofreces dinero, ¿qué responderías?

—Que son escultores.

—¿Y si te preguntasen para qué, respecto de ti?

—Para hacerme escultor, respondería.

—Está perfectamente. Ahora vamos tú y yo a casa de Protágoras, dispuestos a darle todo lo que pida por tu instrucción, hasta donde alcance nuestra fortuna; y si no alcanza, acudiremos a los amigos. Si alguno, viendo este empeño tan decidido, nos preguntase: «Sócrates e Hipócrates, decidme, dando este dinero a Protágoras, ¿a qué hombre creéis darlo?», ¿qué le responderíamos? ¿Con qué nombre conocemos a Protágoras, como conocemos a Fidias con el de estatuario, y a Homero con el de poeta? ¿Cómo se llama a Protágoras?

—Se llama a Protágoras un sofista, Sócrates.

—Bueno —le dije—, vamos a dar nuestro dinero a un sofista.

—Ciertamente.

—¿Y si el mismo hombre, continuando, te preguntase lo que quieres hacerte tú con Protágoras?

A estas palabras, mi hombre ruborizándose, porque el día estaba ya claro para observar el cambio de semblante, si hemos de seguir, me dijo, nuestro principio, es claro que yo me quiero hacer un sofista.

—¡Cómo! ¿Tendrías valor para darte por sofista a la faz de los griegos?

—Si tengo de decir la verdad, te juro, Sócrates, que me daría vergüenza.

—¡Ah!, ya te entiendo, mi querido Hipócrates, tu intención no es de ir a la escuela de Protágoras, sino como has ido a la de un gramático, a la de un tocador de lira o un maestro de gimnasia; porque tú no has ido a casa de todos estos maestros para estudiar a fondo su arte, y para hacerte profesor, sino solo para ejercitarte y aprender lo que un ciudadano, un hombre libre, debe necesariamente saber.

—Sí —me dijo—, he aquí el provecho que justamente quiero sacar de Protágoras.

—¿Pero sabes lo que vas a hacer? —le dije.

—¿Qué?

—Vas a poner tu alma en manos de un sofista, y apostaré a que no sabes qué es un sofista. No sabiendo lo que es, tampoco sabes a quién vas a confiar lo más precioso que tú tienes e ignoras si lo pones en buenas o en malas manos.

—¿Por qué?; yo creo saberlo.

—Dime, pues, lo que es un sofista.

—Un sofista, como su mismo nombre lo demuestra, es un hombre hábil que sabe muchas y buenas cosas.

—Lo mismo se puede decir de un pintor o de un arquitecto. Son gentes hábiles, que saben muy buenas cosas. Pero si alguno nos preguntase en qué son hábiles, no dejaríamos de contestarles que en todo lo relativo a hacer cuadros y construir edificios. Si se nos preguntase en qué es hábil un sofista, ¿qué le responderíamos? ¿Cuál es precisamente el arte de que hace profesión? ¿Qué diríamos que es?

—Diríamos, Sócrates, que su profesión es hacer hombres elocuentes.

—Quizá diríamos la verdad, y esto ya es algo; pero no es todo, y tu respuesta reclama otra pregunta: ¿sobre qué materias hace un sofista a uno elocuente? Porque un tocador de lira hace a su discípulo elocuente en lo que corresponde al manejo de la lira

—Eso es claro.

—En qué el sofista hace a otro elocuente, ¿no es en lo que sabe?

—Sin duda.

—¿Qué es lo que sabe y qué es lo que enseña a los demás?

—En verdad, Sócrates, no podré decírtelo.

—¿Cómo? —le dije—, ¡ah!, ¿no sabes a qué peligro te expones? Si tuvieras precisión de poner tu cuerpo en manos de un médico que no conocieses, y que lo mismo que puede curarte puede matarte, ¿no te mirarías mucho? ¿No llamarías a tus amigos y a tus parientes para consultar con ellos? ¿Y no tardarías más de un día en resolverte? Estimas infinitamente más tu alma que tu cuerpo, y estás persuadido de que de ella depende tu felicidad o tu desgracia, según que está bien o mal predispuesta; y sin embargo, cuando se trata de su salud, no pides consejo ni a tu padre, ni a tu hermano, ni a ninguno de nosotros que somos tus amigos; ni tomas un solo momento para deliberar si debes entregarte a un extranjero que acaba de llegar; sino que, sin más que saber ayer tarde y bien tarde su llegada, vienes al día siguiente, antes de rayar el alba, para ponerte sin dudar en sus manos, y con la firme resolución de gastar para ello no solo tu fortuna, sino también la de tus amigos. Éste es negocio concluido; es preciso entregarse a Protágoras, a quien no conoces, como tú mismo lo confiesas, y a quien jamás has hablado; solo sabes que es un sofista, y vas a abandonarte en sus manos, ignorando al mismo tiempo lo que es un sofista.

—Lo que me dices es muy cierto, Sócrates; tienes razón.

—¿No adviertes, Hipócrates, que el sofista es un mercader de todas las cosas de que se alimenta el alma?

—Así me parece, Sócrates —me dijo—. ¿Pero cuáles son las cosas de que se alimenta el alma?

—Son las ciencias —le respondí—. Pero, mi querido amigo, es preciso estar muy en guardia con el sofista, no sea que, a fuerza de ponderarnos sus mercancías, nos engañe, como hacen los que nos venden las cosas necesarias para el alimento del cuerpo; porque estos últimos, sin saber si los géneros que ponen en venta son buenos o malos para la salud, los alaban excesivamente para salir lo más pronto posible de ellos, sin que los que los compran los conozcan mejor, a menos que el comprador sea algún médico o algún maestro de palestra. Lo mismo sucede con estos mercaderes, que van por las ciudades vendiendo su ciencia a los que desean adquirirla, y alaban indiferentemente todo lo que venden. Puede suceder que la mayor parte de ellos ignoren si lo que venden es bueno o malo para el alma, y que los que compran estén en la misma ignorancia, a menos que no se encuentre alguno que sea buen médico de alma. Si te conoces, pues; si sabes lo que es bueno o malo, puedes comprar con seguridad las ciencias en casa de Protágoras o en la de todos los demás sofistas; pero si no te conoces, no expongas lo que te debe ser más caro en el mundo, mi querido Hipócrates, porque el riesgo que se corre en la compra de las ciencias es mucho mayor que el que se corre en la compra de las provisiones de boca. Después que se han comprado estas últimas, se las lleva a casa en cestos o vasijas que no las pueden alterar, y antes de gastarlas, se tiene tiempo para consultar y llamar en su socorro a los que saben qué cosas deben comerse o beberse, qué cantidad puede tomarse y el tiempo en que debe hacerse; de manera que el peligro nunca es grande. Pero respecto de las ciencias, no sucede lo mismo; porque no se las puede poner en ningún cesto o vasija, sino en el alma, y desde que queda hecha la compra, el alma necesariamente las lleva consigo y las retiene por el resto de sus días. Sobre este objeto debemos consultarnos con personas de más edad y más experimentadas que nosotros; porque nosotros somos demasiado jóvenes para decidir sobre un negocio tan importante. Pero vamos allá, puesto que estamos en camino; oiremos a Protágoras, y después de haberle oído, se lo comunicaremos a los demás. Protágoras no estará solo, y encontraremos allí a Hipias de Elea, y aun creo que estará Pródico de Ceos y muchos otros, gente toda de ciencia.

 

Tomada esta resolución, emprendimos nuestra marcha. Cuando llegamos a la puerta, nos detuvimos para terminar una ligera disputa que sostuvimos mientras nos dirigíamos a la casa; esto ocupó un poco de tiempo hasta que nos pusimos de acuerdo. Pienso que el portero, que es un viejo eunuco, nos escuchó, y que aparentemente el número de sofistas que llegaban allí a cada momento le había puesto de mal humor con todos los que se aproximaban a la casa; pues apenas hubimos llamado, cuando abriendo su puerta y mirándonos, dijo: ¡ah!, ¡ah!, aún más sofistas, ya no es tiempo; y tomando su puerta con sus dos manos nos dio con ella en el rostro, cerrándola con toda su fuerza. Nosotros volvimos a llamar, y nos respondió de la parte de adentro:

—Qué, ¿no me habéis entendido?, ya os he dicho que mi amo no ve a nadie.

—Amigo mío —le dije—, no venimos aquí a interrumpir a Calias, ni somos sofistas; abre, pues, sin temor; nosotros venimos a ver a Protágoras, y a ti te basta con anunciarnos. A pesar de esto, se hizo violencia en abrirnos la puerta.

Cuando entramos, encontramos a Protágoras, que se paseaba delante del pórtico, y con él estaban de un lado Calias, hijo de Hipónico y su medio hermano uterino Páralos, hijo de Pericles, y Cármides, hijo de Glaucón; y del otro lado estaban Jantipo, el otro hijo de Pericles, Filípides, hijo de Filomelo, y Antímeros de Mende[2] el más famoso discípulo de Protágoras, y que aspira a ser sofista. Detrás de ellos marchaba una porción de gente, que en su mayor número parecían extranjeros, que son los mismos que Protágoras lleva siempre consigo por todas las ciudades por donde pasa, y a los que arrastra por la dulzura de su voz, como Orfeo. Entre ellos había algunos atenienses. Cuando vi esta magnífica reunión, tuve un placer singular en ver con qué aplomo y con qué respeto marchaba toda esta comitiva detrás de Protágoras, teniendo el mayor cuidado en no ponerse delante de él. Desde que Protágoras daba la vuelta con los que le acompañaban, se veía aquella turba, que le seguía, colocarse en círculo a derecha e izquierda, hasta que él pasaba, y en seguida colocarse detrás.

Después de él, vislumbré, sirviéndome de la expresión de Homero,[3] a Hipias de Elea, que estaba sentado al otro lado del pórtico en un sitial elevado, y cerca de él sobre las gradas observé a Erixímaco, hijo de Acúmeno, Fedro de Mirrinusa,[4] Andrón, hijo de Androtión, y algunos extranjeros de Elea mezclados con los demás. Al parecer dirigían algunas preguntas de física y de astronomía a Hipias, e Hipias de lo alto de su asiento resolvía todas sus dificultades. Asimismo «vi allí a Tántalo»,[5] quiero decir, Pródico de Ceos, que había llegado también a Atenas, pero estaba en un pequeño cuarto que sirve ordinariamente de despacho a Hipónico, y que Calias, a causa del excesivo número de huéspedes, había arreglado para estos extranjeros, después que lo hubo desocupado. Pródico estaba aún acostado, envuelto en pieles y cobertores, y cerca de su cama estaban sentados Pausanias, del pueblo de Céramis,[6] y un joven que me pareció bien portado y el más hermoso del mundo. Me parece haber oído llamarle Agatón, y mucho me engañaré, si Pausanias no estaba enamorado de él. Además estaban los dos Adimantos, el uno hijo de Cepis y el otro hijo de Leucolófides, y algunos otros jóvenes. Como yo estaba de la parte de fuera, no pude saber el objeto de su conversación, por más que desease ardientemente oír a Pródico que me parecía un hombre muy sabio, o más bien, un hombre divino. Pero tiene la voz tan gruesa, que causaba en la habitación cierto eco que impedía oír distintamente lo que decía. Entramos nosotros, y un momento después llegaron el hermoso Alcibíades, como tienes costumbre de llamarle y con mucha razón, y Critias, hijo de Calescro.

Después de estar allí un poco de tiempo y de ver lo que pasaba nos dirigimos a Protágoras. Cerca ya de él, le dije:

—Protágoras, Hipócrates y yo venimos aquí para verte.

—¿Queréis hablarme en particular o delante de toda esta gente?

—Cuando te haya dicho el objeto de nuestra venida —le dije—, tú mismo verás lo que más conviene.

—¿Y qué es lo que os trae? —nos dijo.

—Hipócrates, que aquí ves —le respondí—, es hijo de Apolodoro, una de las más grandes y ricas casas de Atenas, y es de tan buen natural que ningún hombre de su edad le iguala; quiere distinguirse en su patria, y está persuadido de que, para conseguirlo, tiene necesidad de tus lecciones. Ahora ya puedes decir si quieres que conversemos en particular o delante de todo el mundo.

—Está muy bien, Sócrates, que tomes esta precaución para conmigo; porque tratándose de un extranjero que va a las ciudades más populosas, y persuade a los jóvenes de más mérito a que abandonen a sus conciudadanos, parientes y demás jóvenes o ancianos, y que solo se liguen a él para hacerse más hábiles con su trato, son pocas cuantas precauciones se tomen, porque es un oficio muy delicado, muy expuesto a los tiros de la envidia, y que ocasiona muchos odios y muchas asechanzas. En mi opinión, sostengo que el arte de los sofistas es muy antiguo, pero los que la han profesado en los primeros tiempos, por ocultar lo que tiene de sospechoso, trataron de encubrirla, unos, con el velo de la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides; otros, bajo el velo de las purificaciones y profecías, como Orfeo y Museo; aquéllos la han disfrazado bajo las apariencias de la gimnasia, como Iccos de Tarento, y como hoy día hace uno de los más grandes sofistas que han existido, quiero decir, Heródico de Selibria (Selymbria)[7] en Tracia y originario de Megara; y éstos la han ocultado bajo el pretexto de la música, como vuestro Agatocles, gran sofista como pocos, Pitóclides de Ceos y otros muchos.

»Todos éstos, como os digo, para ponerse a cubierto de la envidia, han buscado pretextos para salir de apuros en caso necesario, y en este punto yo de ninguna manera soy de su dictamen, persuadido de que no han conseguido lo que querían, porque es imposible ocultarse por mucho tiempo a los ojos de las principales autoridades de las ciudades, que al fin siempre descubren estas urdimbres imaginadas por ellos y de que el pueblo no se apercibe por lo ordinario, porque se conforma siempre con el parecer de sus superiores, y se arregla a él en cuanto dicen. ¿Y puede haber cosa más ridícula, que verse uno sorprendido cuando quiere ocultarse? Lo que esto produce es atraer mayor número de enemigos y hacerse más sospechoso, llegando hasta el punto de tenérsele por un bellaco. En cuanto a mí, tomo un camino opuesto; hago francamente profesión de enseñar a los hombres, y me declaro sofista. El mejor de todos los disimulos es, a mi parecer, no valerse de ninguno; quiero más presentarme, que ser descubierto. Con esta franqueza no dejo de tomar todas las demás precauciones necesarias, en términos que, gracias a dios, ningún mal me ha resultado por blasonar de sofista, a pesar de los muchos años que ejerzo esta profesión, porque por mi edad podría ser el padre de todos los que aquí estáis. Por lo tanto, nada puede serme más agradable, si lo queréis, que hablaros en presencia de todos los que están en esta casa.

Desde luego conocí su intención, y vi que lo que buscaba era hacerse valer para con Pródico e Hipias, y envanecerse de que nosotros nos dirigiéramos a él, como ansiosos de su sabiduría. Para halagar su orgullo, le dije:

—¿No sería bueno llamar a Pródico e Hipias, para que nos oyeran?

—Ciertamente —dijo Protágoras.

Y Calias nos dijo:

—¿Queréis que preparemos asientos para que habléis sentados?

Esto nos pareció muy bien pensado, y al mismo tiempo, con la impaciencia de oír hablar hombres tan hábiles, nos dedicamos todos a llevar sillas cerca de Hipias, donde ya había bancos. Apenas se llenó este requisito, cuando Calias y Alcibíades estaban de vuelta, trayendo consigo a Pródico, a quien habían obligado a levantar, y a los que con él estaban. Sentados todos, Protágoras, dirigiéndome la palabra, me dijo: