Obras Completas de Platón

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—Hay otras muchas cosas, Sócrates, sobre las que los hombres se engañan.

—Veamos y procuremos demostrar aquí tú y yo, en qué consiste esta desgraciada tendencia que hace que se vean dominados por los placeres y no practiquen lo mejor, a pesar de que lo conozcan. Quizá si les dijéramos: «Amigos, estáis en un error, os engañáis»; ellos nos preguntarían a su vez: «Sócrates y Protágoras, ¿qué significa ser vencido por los placeres? Decidnos qué es y qué pensáis sobre ello».

—¡Cómo! Sócrates, ¿estamos obligados a examinar las opiniones del pueblo, que dice a la aventura todo lo que se le viene a las mientes?

—Sin embargo —le respondí—, me parece que esto nos servirá para hallar la relación que el valor puede tener con las demás partes de la virtud. Si te sostienes en lo que aceptaste al principio, y quieres que te conduzca yo por el camino que me parezca mejor y más corto, sígueme; si no, sea como gustes, pero abandono la cuestión.

—Por el contrario —me dijo—, Sócrates, te suplico que continúes como has comenzado.

Tomando la palabra, dije:

—Si estas mismas gentes se empeñasen en preguntarnos: «¿Cómo llamáis vosotros lo que nosotros llamamos ser vencido por los placeres?». Yo, he aquí cómo me gobernaría para responderles. Les diría primero: «Amigos míos, escuchad, os lo suplico, porque Protágoras y yo estamos resueltos a satisfacer a vuestra pregunta. ¿No os sucede eso todas las veces que, atraídos por los placeres de la mesa o por el del amor, que os parecen muy agradables, sucumbís a la tentación, aunque sepáis muy bien que estos placeres son malos y peligrosos?». No dejarían ellos de responder en este mismo sentido. En seguida les preguntaríamos: «¿Por qué decís que estos placeres son malos? ¿Es porque os causan una especie de placer en el momento de gozarlos? ¿O bien es porque en seguida engendran enfermedades y son causa de mil males funestos, como la pobreza, por ejemplo? Si ellos no fuesen seguidos de ninguno de estos males y solo os causaran placer, ¿los llamaríais siempre malos, en el acto mismo en que os fuesen del todo agradables?». Figurémonos, Protágoras, que no nos den otra respuesta sino que los placeres no son malos por el gozo que causan en el acto, sino por las enfermedades y demás accidentes que arrastran tras de sí.

—Estoy persuadido —dijo Protágoras— de que eso es lo que responderían casi todos.

—«Arruinando vuestra salud», añadiría yo, «¿no os producen algún dolor como la pobreza misma?» Yo creo que en esto convendrían.

—Sin duda —dijo Protágoras.

—¿Os parece, amigos míos, como ya dijimos Protágoras y yo, que estos placeres no os parecen malos sino porque concluyen por el dolor y os privan de otros placeres? No dejarían de confesar esto.

Protágoras convino conmigo.

—Pero —continué yo—, si nosotros ahora les presentásemos la cuestión contraria, diciéndoles: amigos míos, ¿cuando decís que ciertas cosas desagradables son buenas, cómo lo entendéis?, ¿os referís, por ejemplo, a los ejercicios del cuerpo, a la guerra, a las curas que los médicos hacen por medio de los instrumentos, de los purgantes y de la dieta?, ¿decís que estas cosas son buenas, pero desagradables? Ellos convendrían en esto.

—Sin dificultad.

—¿Por qué las llamáis buenas? ¿Es porque en el acto de su aplicación os causan terribles dolores y penas infinitas? ¿O bien porque producen después la salud y la buena constitución del cuerpo, la salubridad de las ciudades, la fuerza y la riqueza de ciertos estados? Ellos no dudarían en confesarlo.

Protágoras convino en ello.

—Todas estas cosas que acabo de nombrar, continuaría yo, ¿son buenas por otra razón que porque terminan por el placer, y os eximen de los disgustos y de la tristeza? ¿Sabéis de algún otro fin, que no sea este, que os haga llamar buenas tales cosas? No lo sabrían.

—Ni yo tampoco —dijo Protágoras.

—¿Buscáis, por consiguiente, el placer como un bien, y huís del mal como de un dolor?

—Sin contradicción.

—Por consiguiente, ¿vosotros tenéis el dolor por un mal y el placer por un bien? El placer mismo algunas veces le llamáis un mal, cuando os priva de placeres más grandes que el que él procura, o cuando os causa disgustos más sensibles que todos los placeres; porque sí tuvieseis alguna otra razón para llamar al placer un mal, y tuvieseis otro fin en vuestras miras, no tendrías dificultad en decírnoslo; pero estoy seguro de que no le encontrareis.

—También yo estoy seguro de eso —dijo Protágoras.

—¿No sucede lo mismo con el dolor? ¿No llamáis al dolor un bien cuando os libra de disgustos más grandes que los que él causa, o cuando os procura placeres más vivos que sus mismos disgustos? Si al llamar al dolor un bien os propusieseis otro fin que el que yo digo, nos lo diríais sin duda; pero no lo tenéis.

—Es muy cierto, Sócrates —dijo Protágoras.

—Y si a su vez vosotros me preguntaseis por qué retuerzo la cuestión de tantas maneras, yo os diría: «Amigos míos, perdonadme estos rodeos, porque, en primer lugar, no es fácil demostraros lo que es eso que llamáis “ser vencido por los placeres” y, en segundo lugar, porque de esto depende toda mi demostración. Pero aún tenéis tiempo para declararnos, si creéis que el bien es una cosa distinta del placer, y el mal una cosa distinta del dolor. Decidme, ¿no estaríais muy contentos si pasarais vuestra vida en el placer y sin disgustos? Si estuvieseis contentos y creyeseis que el bien y el mal no son otra cosa que lo que os acabo de decir, escuchad las consecuencias que de esto se siguen. Sentado esto, sostengo que no hay cosa más ridícula que decir, como vosotros hacéis, que un hombre, conociendo el mal como mal y estando en su voluntad no entregarse a él, se entregue sin embargo, porque se ve arrastrado por las pasiones; y que un hombre, conociendo el bien, rehúse practicarlo a causa de algún placer presente que le aleje de él. Este ridículo que yo encuentro en estas dos proposiciones, os aparecerá con toda evidencia, si no nos servimos de muchos nombres, tales como “lo agradable, lo desagradable, el bien, el mal”. Puesto que no hablamos más que de dos cosas, nos serviremos solo de dos nombres; primero las llamaremos “el bien y el mal”, y las llamaremos después “lo agradable y lo desagradable”. Concedido esto, supongamos por lo que va dicho que un hombre, conociendo el mal, no deja de cometerlo. En este caso precisamente se nos ha de preguntar: ¿por qué lo comete? Porque se ve arrastrado, se ve vencido; responderíamos nosotros. ¿Y por qué se ve vencido?, se preguntaría. Nosotros no podríamos responder que por el “placer”, porque es la palabra que estamos convenidos en que sea reemplazada por la de “bien”. Por consiguiente, es preciso que digamos que este hombre comete el mal, porque se ve vencido y vencido por el bien». Por poco burlón que sea el preguntante, no podrá menos de echarse a reír a velas desplegadas, y nos dirá: «Vaya una cosa notable, que conociendo un hombre el mal, sabiendo que es un mal, y pudiendo no cometerlo, sin embargo lo comete, porque se ve vencido por el bien». Este hombre continuará diciéndonos: «¿A vuestros ojos el bien supera por su naturaleza al mal o es incapaz de superarlo?». Nosotros responderíamos sin dudar que es incapaz de superarlo, porque de otra manera aquél, que dijimos se había dejado vencer por el placer, no sería responsable de ninguna falta. Pero continuaría él: «¿Por qué razón los bienes son incapaces de superar a los males? ¿O por qué los males tienen fuerza de superar a los bienes? ¿Es porque los unos son más grandes y los otros más pequeños? ¿O porque los unos son más en número y los otros menos?».

»Porque éstas son las únicas razones que podríamos alegar. «Es por lo tanto evidente», añadiría él, «que según vuestra doctrina ser vencido por el bien es escoger los mayores males en lugar de los menores bienes». Ya no se puede decir más sobre este punto. Mudemos ahora estos nombres tomando los de «agradable y desagradable», y digamos que un hombre hace cosas desagradables, sabiendo que son desagradables, por verse arrastrado o vencido por las que son agradables, aunque sean incapaces de vencerlo. ¿Y qué es lo que hace que los placeres sean capaces de superar a los dolores? ¿No es el exceso o el defecto de los unos respecto de los otros, cuando los unos son más grandes o más pequeños que los otros, más vivos o menos vivos que los otros? Y si alguno nos objeta que hay gran diferencia entre un dolor y un placer presente y un placer y un dolor futuros, yo preguntaré: ¿difieren ellos en otra cosa que en el placer o el dolor? Solo en esto podrían diferir. Un hombre que sabe ponerlo todo en la balanza, y que pone en un platillo las cosas agradables y en otro las desagradables, tanto las presentes como las futuras, ¿puede ignorar las que le arrastran? Porque si pesáis las agradables con las agradables, es preciso escoger las más numerosas y las mayores; si pesáis las desagradables con las desagradables, es preciso retener las menos numerosas y las menores; en fin, si pesáis las agradables con las desagradables, y los placeres superan a los dolores, los placeres presentes a los dolores futuros, o los placeres futuros a los dolores presentes, es preciso dar la preferencia a los placeres, y obrar en este sentido; y si los dolores pesan más en la balanza, es preciso guardarse bien de hacer una mala elección: ¿No es éste el partido que debe tomarse? «Sí, sin duda», me responderían.

Protágoras también convino en ello.

—Puesto que así es, yo les diría: «Respondedme, os lo suplico; un objeto, ¿no os parece más grande de cerca que de lejos, y más pequeño de lejos que de cerca? Creo que ellos convendrían en esto. ¿No sucede lo mismo con la magnitud y el número? Una voz, ¿no se la oye mejor cuando sale de cerca que cuando está lejana?».

 

—Sin contradicción.

—Si nuestra felicidad consistiese en escoger lo más grande y desechar lo más pequeño ¿a qué recurriríamos para asegurar la felicidad de toda nuestra vida? ¿Al arte de la agrimensura o a una simple ojeada? Pero ya sabemos que la vista nos engaña muchas veces y que, cuando nos hemos guiado por este solo dato, hemos tenido que rectificar nuestros juicios y hasta mudar de dictamen si se ha tratado de escoger entre magnitudes y pequeñeces, en lugar de que el arte de medir desvanecería siempre estas falsas apariencias, y haciendo patente la verdad, volvería la tranquilidad al alma con la posesión de lo verdadero, y aseguraría la felicidad de nuestra vida. ¿Qué dirían a esto nuestros razonadores? ¿Dirían que nuestra salud depende del arte de medir o de alguna otra cosa?

—Del arte de medir, sin duda alguna.

—Y si nuestra salud dependiese de la elección del par y del impar, todas las veces que fuese preciso escoger lo más o lo menos, y comparar lo más con lo más, lo menos con lo menos, y lo uno con lo otro, estuviesen cerca o estuviesen lejos, ¿de que dependería nuestra salud? ¿No dependería de una esencia o de una cierta esencia de medir, puesto que se trataría de juzgar del exceso o del defecto de las cosas? Este arte aplicado al par o al impar, ¿es otro que la aritmética? Yo creo que nuestros argumentantes convendrían en esto y tú lo mismo.

—Ciertamente —dijo Protágoras.

—Muy bien, amigos míos. Pero, puesto que nos ha parecido que nuestra salud depende de la buena elección entre el placer y el dolor, y de lo que en estos dos géneros es más grande o más pequeño, más numeroso o menos numeroso, está más cerca o más lejos de nosotros, ¿no es cierto que este arte de examinar el exceso o el defecto del uno respecto del otro, o su igualdad respectiva, es una verdadera ciencia de medir?

—No puede ser de otra manera.

—¿Luego es preciso que este arte de medir sea a la vez un arte y una ciencia?

—No podrían menos de convenir en ello.

—En otra ocasión examinaremos lo que este arte y esta ciencia pueden ser, y ahora nos basta saber que es una ciencia para la explicación que Protágoras y yo tenemos que daros, sobre la cuestión que nos habéis propuesto. Cuando acabábamos los dos de ponernos de acuerdo sobre que nada hay más eficaz que la ciencia, y que dondequiera que ella se encuentra sale siempre victoriosa del placer y de todas las demás pasiones, vosotros nos habéis contradicho, asegurándonos que el placer sale victorioso muchas veces y triunfa del hombre en el acto mismo en que está en posesión de la ciencia; entonces, si lo recordáis, nos preguntasteis: «Protágoras y Sócrates, si ser vencido por el placer no es lo que nosotros pensamos, decidnos lo que es y cómo lo llamáis». Si os hubiéramos respondido en el acto, que lo llamábamos «ignorancia», os hubierais reído de nosotros. Burlaros ahora y os burlaréis de vosotros mismos. Porque nos habéis confesado que los que se engañan en la elección de los placeres y de los dolores, es decir, de los bienes y de los males, solo se engañan por falta de ciencia; y además estáis también conformes en que no es solo la falta de ciencia, sino la falta de esta ciencia especial que enseña a medir. Y toda acción en la que puede haber engaño por falta de ciencia, ya sabéis que es por ignorancia. Por consiguiente, el ser vencido por el placer es el colmo de la ignorancia. Protágoras, Pródico e Hipias se alaban de curar esta ignorancia; pero vosotros, que estáis persuadidos de que esta tendencia es una cosa distinta de la ignorancia, nos os dirijáis a ellos, ni enviéis a vuestros hijos a estos sofistas; haced como si la virtud no pudiese ser enseñada, y ahorrad el dinero que sería preciso darles. Ésta es la causa de todas las desgracias de la república y de los particulares.

»He aquí lo que nosotros responderíamos a tales gentes. Pero ahora me dirijo a vosotros, Pródico e Hipias, y os pregunto lo mismo que a Protágoras, si lo que acabo de decir os parece verdadero o falso.

Todos convinieron en que estas verdades eran patentes.

—Convenís —les dije— en que lo agradable es lo que se llama bien, y lo desagradable lo que se llama mal; porque con respecto a esa distinción de nombres que Pródico ha querido introducir, yo le suplico que renuncie a ella. En efecto, Pródico llama este bien agradable, deleitable, delicioso, e inventa aún otros nombres a placer suyo, lo cual me es indiferente, y solo quiero que me respondas a lo que te pregunto.

Pródico me lo prometió sonriendo, y los otros lo mismo.

—¿Qué pensáis de esto, amigos míos? —les dije—; todas las acciones que tienden a hacernos vivir agradablemente y sin dolor, ¿no son bellas y útiles? Y una acción que es bella, ¿no es al mismo tiempo buena y útil?

Convinieron en ello.

—Si es cierto que lo agradable es bueno, no es posible que un hombre, sabiendo que puede hacer cosas mejores que las que hace, y conociendo que puede hacerlas, haga sin embargo las malas y deje las buenas, estando en su voluntad el poder escoger. Ser inferior a sí mismo no es otra cosa que estar en la ignorancia; y ser superior a sí mismo no es otra cosa que poseer la ciencia.

Convinieron en ello.

—Pero —les dije—, ¿qué entendéis por estar en la ignorancia? ¿No es tener una falsa opinión y engañarse sobre cosas de mucha importancia?

Lo confesaron todos.

—¿Es cierto que nadie se dirige voluntariamente al mal, ni a lo que se tiene por mal, y que no está en la naturaleza del hombre abrazar el mal en lugar de abrazar el bien, y que forzado a escoger entre dos males, no hay nadie que escoja el mayor, si depende de él escoger el menor?

—Eso nos ha parecido a todos una verdad evidente.

—¿Qué llamáis terror y temor? —les dije—. Habla, Pródico. ¿No es la espera de un mal lo que llamáis terror o temor?

Protágoras e Hipias convinieron en que el terror y el temor eran precisamente esto; pero Pródico lo confesó solo respecto al temor, pero lo negó respecto al terror.

—Poco importa, mi querido Pródico —le dije—. El único punto importante es saber si el principio que yo acabo de sentar es verdadero. En efecto ¿cuál es el hombre que querrá lanzarse a objetos que teme, cuando es dueño de dirigirse a objetos que no teme? Esto es imposible por vuestra misma confesión, porque desde el acto en que un hombre teme una cosa, es porque la cree mala, y no hay nadie que busque voluntariamente lo que es malo.

Convinieron en ello.

—Sentados estos fundamentos —continué yo—, es preciso ahora, Pródico e Hipias, que Protágoras justifique la verdad de lo que sentó al principio; porque ha dicho que, de las cinco partes de la virtud, no había una que fuese semejante a la otra, y que cada una tenía su carácter diferente. No quiero estrecharle sobre este punto; pero que nos pruebe lo que ha dicho después: que de estas cinco partes había cuatro que eran casi semejantes, y una que era enteramente diferente de las otras cuatro, el valor. Me añadió que lo conocería por lo siguiente: «Verás, Sócrates, hombres muy impíos, muy injustos, muy corrompidos y muy ignorantes, que son, sin embargo, muy valientes, y comprenderás por esto que el valor es enteramente diferente de las otras cuatro partes de la virtud». Os confieso que al pronto me sorprendió esta respuesta; y mi sorpresa se ha aumentado después que he examinado el asunto con vosotros. Le he preguntado si llamaba valientes a los que eran arrojados. Me dijo, en efecto, que daba este nombre a los que sin reparar arrostran los peligros. Recordarás, Protágoras, que fue esto lo que respondiste.

—Me acuerdo —dijo.

—Dime ahora, te lo suplico, a qué puntos se dirigen los valientes: ¿son los mismos a que se dirigen los cobardes?

—No, sin duda.

—¿Son otros objetos?

—Ciertamente.

—¿Los cobardes no se dirigen a puntos que se consideran seguros, y los valientes a puntos que se tienen por peligrosos?

—Así se dice vulgarmente, Sócrates.

—Dices verdad, Protágoras, pero no es eso lo que yo te pregunto, sino tu opinión, que es la que quiero saber. ¿A qué puntos se dirigen los hombres valientes?, ¿a los que ofrecen peligros, y que consideran ellos como tales?

—¿No te acuerdas, Sócrates, que ya has hecho ver claramente que eso es imposible?

—Tienes razón, Protágoras, así lo he dicho. Es cosa demostrada que nadie va derecho a objetos que juzga terribles, puesto que ya hemos visto que ser inferior a sí mismo es un efecto de la ignorancia.

—Así es.

—Los valientes y los cobardes se dirigen a puntos que inspiran confianza, y por consiguiente los cobardes emprenden las mismas cosas que los valientes.

—Sin embargo, hay mucha diferencia, Sócrates; los cobardes son todo lo contrario que los valientes. Sin ir más lejos, los unos buscan la guerra, mientras que los otros huyen de ella.

—¿Pero creen ellos mismos que ir a la guerra es una cosa bella o una cosa vergonzosa?

—Muy bella ciertamente.

—Si es bella, es también buena, porque estamos ya conformes en que todas las acciones que son bellas son buenas.

—Eso es muy cierto —me dijo—, y me sostengo en esta opinión.

—Me conformo. ¿Pero quiénes son los que rehúsan ir a la guerra, cuando ir a la guerra es una cosa tan bella y tan buena?

—Son los cobardes —dijo.

—Si ir a la guerra es una cosa tan bella y tan buena, ¿no es igualmente agradable?

—Ése es un resultado de los principios sentados.

—¿Los cobardes rehúsan ir a lo que es más bello, mejor y más agradable, aunque lo reconocen así?

—Pero, Sócrates, si confesamos esto, echamos por tierra todos nuestros primeros principios.

—¿Y un valiente no emprende todo lo que le parece más bello, mejor y más agradable?

—No es posible negarlo.

—Por consiguiente es claro que los valientes no tienen un temor vergonzoso cuando temen, ni una seguridad indigna cuando se manifiestan resueltos.

—Ésa es una verdad —dijo.

—Si esos temores y esas confianzas no son vergonzosos, ¿no es claro que son bellos?

Convino en ello.

—Y si son bellos ¿no son igualmente buenos?

—Sin duda.

—Y los cobardes, los temerarios y los furiosos, ¿no tienen temores indignos y confianzas vergonzosas?

—Lo confieso.

—Y estas confianzas vergonzosas de los cobardes ¿de dónde proceden?, ¿nacen de otro principio que de la ignorancia?

—No —dijo.

—Pero qué, lo que hace que los cobardes sean cobardes, ¿cómo lo llamas, valor o cobardía?

—Lo llamo cobardía.

—Los cobardes, por lo tanto, ¿te parecen cobardes a causa de la ignorancia en que están de las cosas terribles?

—Ciertamente.

—¿Luego es esta ignorancia la que les hace cobardes?

—Convengo en ello.

—¿Convienes, pues, en que lo que hace los cobardes es la cobardía?

—Ciertamente.

—De esta manera, en tu opinión, ¿la cobardía es la ignorancia de las cosas terribles y de las que no lo son?

Hizo un signo de aprobación.

—¿Pero el valor es lo contrario de la cobardía?

Hizo el mismo signo de aprobación.

—La ciencia de las cosas terribles y de las que no lo son ¿es opuesta a la ignorancia de estas mismas cosas?

Hizo otro signo de aprobación.

—¿La ignorancia de estas cosas es la cobardía?

Concedió esto con bastante repugnancia.

—La ciencia de las cosas terribles y de las que no lo son es por consiguiente el valor, puesto que es lo opuesto a la ignorancia de estas mismas cosas.

Sobre esto, ni hizo signo, ni pronunció una palabra.

Y yo le dije:

—Cómo, Protágoras, ¿ni confiesas, ni niegas lo que yo te pregunto?

—Tú concluye —me dijo.

—Ya solo te voy a hacer una ligera pregunta. ¿Crees, como creías antes, que hay hombres muy ignorantes y sin embargo muy valientes?

—Puesto que eres tan exigente —me dijo—, y que quieres que por fuerza te responda, quiero complacerte. Te digo, Sócrates, que lo que me preguntas me parece imposible, según los principios que hemos sentado.

—Protágoras —le dije—, todas estas preguntas que te hago no tienen otro objeto que examinar todas las partes de la virtud, y conocer bien lo que es la virtud misma, porque, una vez conocido esto, aclararemos ciertamente el punto sobre el que tanto hemos discurrido; yo diciendo que la virtud no puede ser enseñada, y tú sosteniendo que puede serlo.

»Y sobre el objeto de nuestra disputa, si me fuese permitido personificarla, yo diría que nos dirige terribles cargos y que se mofa de nosotros, diciéndonos: «¡Sócrates y Protágoras, sois unos pobres disputadores! Tú, Sócrates, después de haber sostenido que la virtud no puede ser enseñada, te esfuerzas ahora en contradecirte, procurando hacer ver que es ciencia toda virtud, la justicia, la templanza, el valor; de donde justamente se concluye, que la virtud puede ser enseñada. Porque si la ciencia es diferente de la virtud, como Protágoras trata de probar, es evidente que la virtud no puede ser enseñada, en lugar de lo cual, si pasa por ciencia, como quieres que los demás lo reconozcan, no se podrá comprender nunca que no pueda ser enseñada. Protágoras, por su parte, después de haber sostenido que se la puede enseñar, incurre igualmente en contradicción, tratando de demostrar que es otra cosa que la ciencia, lo que equivale a decir formalmente que no puede ser enseñada».

 

»Yo, Protágoras, tengo un sentimiento en ver todos nuestros principios confundidos y trastornados, y desearía con toda mi alma que los pudiésemos aclarar, y querría que, después de tan larga discusión, hiciéramos ver claramente lo que es la virtud en sí misma, para decidir, hecho este examen, si la virtud puede o no puede ser enseñada. Porque me temo mucho que Epimeteo nos haya engañado en este examen, como dices que nos engañó en la distribución que hizo. Así puedo decirte con franqueza, que, en tu fábula, Prometeo me gustó mucho más que el descuidado Epimeteo. Así es que siguiendo su ejemplo, y dirigiendo una mirada previsora a todo lo largo de mi vida, me aplico cuidadosamente al estudio de estas indagaciones; y si quieres, como te decía antes, con el mayor gusto profundizaré contigo todas estas materias.

—Sócrates —me dijo entonces Protágoras—, alabo extraordinariamente tu ardor y tu manera de tratar las cuestiones. Yo puedo alabarme, así lo creo, de que no tengo defectos, y sobre todo estoy muy lejos del de la envidia, y no hay nadie en el mundo menos llevado de esta pasión. Por lo que a ti toca, he dicho a quien ha querido escucharme, que de todos los que yo trato, eres tú el que más admiro, y que, entre todos los de tu edad, no hay ninguno que no esté infinitamente por debajo de ti. Añado, que no me sorprenderé, si algún día tu nombre aparece entre los personajes que se han hecho célebres por su sabiduría. En otra ocasión hablaremos de estas materias, y lo haremos cuantas veces quieras. Por ahora basta, porque un negocio me precisa a ausentarme.

—Marcha a tus negocios —respondí yo—, Protágoras, puesto que así lo quieres. Así como así, hace mucho rato que yo debiera haber partido para ir adonde se me aguarda, y solo por complacer al buen Calias, que me lo suplicó, he permanecido aquí.

Dicho esto, cada uno se retiró adonde le pareció.