Obras Completas de Platón

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SÓCRATES. —Pero qué, Ion, ¿diremos que un hombre está en su sano juicio, cuando, vestido con un traje de diversos colores y llevando una corona de oro, llora en medio de los sacrificios y de las fiestas, aunque no haya perdido ninguno de sus adornos, o cuando, en compañía de más de veinte mil amigos, se le ve sobrecogido de terror, a pesar de no despojarle ni hacerle nadie ningún daño?

ION. —No ciertamente, Sócrates, puesto que es preciso decirte la verdad.

SÓCRATES. —¿Sabes tú si transmitís los mismos sentimientos al alma de vuestros espectadores?

ION. —Lo sé muy bien. Desde la tribuna, donde estoy colocado, los veo habitualmente llorar, dirigir miradas amenazadoras, y temblar como yo con la narración de lo que oyen. Y necesito estar muy atento a los movimientos que en ellos se producen, porque si los hago llorar, yo me reiré y cogeré el dinero; mientras que si los hago reír, yo lloraré y perderé el dinero que esperaba.

SÓCRATES. —¿Ves ahora cómo el espectador es el último de estos anillos, que como yo decía, reciben los unos de los otros la virtud que les comunica la piedra de Heraclea? El rapsodista, tal como tú, el actor, es el anillo intermedio, y el primer anillo es el poeta mismo. Por medio de estos anillos el dios atrae el alma de los hombres, por donde quiere, haciendo pasar su virtud de los unos a los otros, y lo mismo que sucede con la piedra imán, está pendiente de él una larga cadena de coristas, de maestros de capilla de sub-maestros, ligados por los lados a los anillos que van directamente a la musa. Un poeta está ligado a una musa, otro poeta a otra musa, y nosotros decimos a esto estar poseído, dominado, puesto que el poeta no es sui iuris, sino que pertenece a la Musa. A estos primeros anillos, quiero decir, a los poetas, están ligados otros anillos, los unos a este, los otros a aquel, e influidos todos por diferentes entusiasmos. Unos se sienten poseídos por Orfeo, otros por Museo, la mayor parte por Homero. Tú eres de estos últimos, Ion, y Homero te posee. Cuando se cantan en tu presencia los versos de algún otro poeta, tú te haces el soñoliento, y tu espíritu no te suministra nada; pero cuando se te recita algún pasaje de este poeta, despiertas en el momento, tu alma entra, por decirlo así, en movimiento, y se te ocurre abundantemente de qué hablar. Porque no es en virtud del arte, ni de la ciencia, el que hables tú de Homero como lo haces, sino por una inspiración y una posesión divinas. Y lo mismo que los coribantes no sienten ninguna otra melodía que la del dios que los posee, ni olvidan las figuras y palabras que corresponden a este aire, sin fijar su atención en todos los demás, de la misma manera tú, Ion, cuando se hace mención de Homero, apareces sumamente afluyente, mientras que permaneces mudo tratándose de los demás poetas. Me preguntas cuál es la causa de esta facilidad de hablar cuando se trata de Homero, y de esta infecundidad cuando se trata de los demás, y es que el talento, que tienes para alabar a Homero, no es en ti efecto del arte, sino de una inspiración divina.

ION. —Muy bien dicho, Sócrates. Sin embargo, sería para mí una sorpresa, si tus razones fuesen bastante poderosas para persuadirme de que cuando hago el elogio de Homero, estoy poseído y fuera de mí mismo. Creo que tú mismo no lo creerías, si me oyeses discurrir sobre este poeta.

SÓCRATES. —Pues bien, quiero escucharte; pero antes responde a esta pregunta. Entre tantas cosas como Homero trata, ¿sobre cuáles hablas tú bien? Porque sin duda tú no puedes hablar bien sobre todas.

ION. —Vive seguro, Sócrates, de que no hay una sola de la que no esté en estado de hablar bien.

SÓCRATES. —Probablemente no de las cosas que tú ignoras, y que Homero trata.

ION. —¿Cuáles son las cosas que Homero trata y yo ignoro?

SÓCRATES. —¿Homero no habla de las artes en muchos pasajes y muy detenidamente? Por ejemplo, ¿el arte de conducir un carro? Si pudiera recordar los versos, te los diría.

ION. —Yo los sé; voy a decírtelos.

SÓCRATES. —Recítame, pues, las palabras de Néstor a su hijo Antíloco, cuando le da consejos sobre las precauciones que debe tomar para evitar el tocar a la meta en la carrera de carros, en los funerales de Patroclo.

ION. —Inclínate —le dice—, bien preparado, sobre tu carro a la izquierda; al mismo tiempo con el látigo y la voz apura al caballo de la derecha, aflojándole las riendas; haz que el caballo de la izquierda se aproxime a la meta, de manera que el cubo de la rueda, hecho con arte, parezca tocar en ella, y que sin embargo evite tropezarla.[8]

SÓCRATES. —Basta. ¿Quién juzgará mejor, Ion, si Homero habla bien o mal en estos versos, un médico o un cochero?

ION. —El cochero sin duda.

SÓCRATES. —¿Es porque conoce el arte que corresponde a todas estas cosas o por otra razón?

ION. —No, sino porque conoce este arte.

SÓCRATES. —Dios ha atribuido a cada arte la facultad de juzgar sobre las materias que a cada uno correspondan, porque no juzgamos mediante la medicina las mismas cosas que conocemos por el pilotaje.

ION. —Verdaderamente no.

SÓCRATES. —Ni por el arte de carpintería lo que conocemos por la medicina.

ION. —De ninguna manera.

SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con todas las demás artes? Lo que nos es conocido por la una, no nos es conocido por la otra. Pero antes de responder a esto, dime: ¿no reconoces que las artes difieren unas de otras?

ION. —Sí.

SÓCRATES. —En cuanto puede conjeturarse, digo, que una es diferente de otra, porque ésta es la ciencia de un objeto y aquélla de otro. ¿Piensas tú lo mismo?

ION. —Sí.

SÓCRATES. —Porque si fuese la ciencia de los mismos objetos, ¿qué razón tendríamos para hacer diferencia entre un arte y otro arte, puesto que ambos conducían al conocimiento de las mismas cosas? Por ejemplo, yo sé que éstos son cinco dedos, y tú lo sabes como yo. Si yo te preguntase, si lo sabemos ambos por la aritmética, o lo sabemos tú por un arte y yo por otro, dirías sin dudar que por un mismo arte, la aritmética.

ION. —Sí.

SÓCRATES. —Responde ahora a la pregunta que estaba a punto de hacerte antes, y dime, si crees, con relación a todas las artes sin excepción, que es necesario que el mismo arte nos haga conocer los mismos objetos, y otro arte objetos diferentes.

ION. —Así me parece.

SÓCRATES. —Por consiguiente, el que no posee un arte, no está en estado de juzgar bien de lo que se dice o se hace en virtud de este arte.

ION. —Dices verdad.

SÓCRATES. —Con relación a los versos que acabas de citar, ¿juzgarás tú mejor que el cochero, si Homero habla bien o mal?

ION. —El cochero juzgará mejor.

SÓCRATES. —Porque tú eres rapsodista y no eres cochero.

ION. —Sí.

SÓCRATES. —¿El arte del rapsodista es distinto que el del cochero?

ION. —Sí.

SÓCRATES. —Puesto que es distinto, tiene que ser la ciencia de otros objetos.

ION. —Sí.

SÓCRATES. —Pero qué, cuando Homero dice, que Hecamede, concubina de Néstor, dio a Macaón, que estaba herido, un brebaje y se expresa así:[9] «lo echó en vino pramnio,[10] sobre el que raspó queso de cabra con un cuchillo de metal, y mezcló con ello cebolla para excitar la sed», ¿pertenece al médico o al rapsodista juzgar si Homero habló bien o mal?

ION. —Y la medicina.

SÓCRATES. —¿Y cuando Homero dice:[11] «Ella se lanzó en el abismo, como el plomo que, atado al asta de un buey salvaje, se precipita en el fondo de las aguas, llevando la muerte a los peces voraces», diremos que corresponde al pescador, más bien que al rapsodista, el calificar estos versos, y si lo que expresan está bien o mal hecho?

ION. —Es evidente, Sócrates, que esto corresponde al arte del pescador.

SÓCRATES. —Mira ahora si tú me presentarías la cuestión siguiente: —Sócrates, puesto que encuentras en Homero los objetos, cuyo juicio pertenece a cada uno de estos diferentes artes, busca en igual forma en este poeta los objetos que pertenecen a los adivinos y al arte adivinatorio, y dime si Homero se ha expresado bien o mal en sus poesías en este punto. Ve ahora con qué facilidad y con qué verdad yo te respondería. Homero habla de estos objetos en muchos pasajes de su Odisea, por ejemplo, en aquel en que el divino Teoclímeno, nacido de la raza de Melampo, dirige estas palabras a los amantes de Penélope:[12] «¡Desgraciados, cuán horrible suerte os espera! Vuestras cabezas, vuestras fisonomías, vuestros miembros, se verán rodeados de tinieblas. Oigo vuestros gemidos incesantes, y veo vuestras mejillas anegadas en lágrimas. El vestíbulo y atrio del palacio están llenos de fantasmas que se precipitan al Erebo en medio de las sombras. El sol ha desaparecido del firmamento, y una fatídica nube cubre el universo». Homero en muchos pasajes habla de esta manera, como cuando describe el ataque del campamento de los griegos, donde se leen estos versos:[13] «En el momento de ir a salvar el foso, un ave apareció a la izquierda del ejército; era un águila de remontado vuelo, que llevaba en sus garras una enorme serpiente ensangrentada, aún viva y palpitante, que hacía esfuerzos para defenderse. Habiéndose inclinado hacia atrás, hirió cerca del cuello el pecho del águila, obligando a esta a soltarla a causa de la violencia del dolor, y dejándola caer en medio de los soldados, voló por el espacio, a placer de los vientos, dando terribles quejidos». Éstos, te diría, y otros semejantes, son los pasajes cuyo examen y juicio pertenecen al adivino.

 

ION. —En eso no dirías más que la verdad.

SÓCRATES. —Tu respuesta no es menos verdadera, Ion. Lo mismo que te he señalado en la Odisea y en la Ilíada pasajes que pertenecen, unos al adivino, otros al médico, otros al pescador, desígname tú ahora, Ion, tú que conoces mejor que yo a Homero, los pasajes que son del resorte de la rapsodia, y que te corresponde examinar y juzgar con preferencia a los demás hombres.

ION. —Te respondo, Sócrates, que todos son de la competencia del rapsodista.

SÓCRATES. —Pero eso no lo decías hace poco. ¿Cómo tienes tan mala memoria? No es propio de un rapsodista ser tan olvidadizo.

ION. —¿Pues qué es lo que yo he olvidado?

SÓCRATES. —¿No te acuerdas haber dicho que el arte del rapsodista es distinto que el del cochero?

ION. —Sí, me acuerdo.

SÓCRATES. —¿No has confesado que, siendo distinto, tiene que conocer de otros objetos?

ION. —Sí.

SÓCRATES. —El arte del rapsodista, según lo que tú dices, no conocerá todas las cosas, como no las conocerá el rapsodista.

ION. —Quizá es preciso exceptuar esta clase de objetos, Sócrates.

SÓCRATES. —Pero tú entiendes por esta clase de objetos todo lo que pertenece a las otras artes. Por consiguiente, ¿qué objetos habrás de conocer tú como rapsodista, puesto que no puedes conocerlos todos?

ION. —Conoceré, creo yo, los discursos que se ponen en boca del hombre y de la mujer, de los esclavos y de las personas libres, de los que obedecen y de los que mandan.

SÓCRATES. —¿Quieres decir que el rapsodista sabrá mejor que el piloto de qué manera debe hablar el que manda una nave batida por la tempestad?

ION. —No; para esto será mejor el piloto.

SÓCRATES. —¿El rapsodista sabrá mejor que el médico los discursos de los que habrán de valerse los que dirigen a enfermos?

ION. —No, lo confieso.

SÓCRATES. —¿Quieres hablar de los discursos que convienen a un esclavo?

ION. —Sí.

SÓCRATES. —Por ejemplo, ¿pretendes que el rapsodista, y no el vaquero, sabrá lo que es preciso decir para amansar las bestias cuando están irritadas?

ION. —No.

SÓCRATES. —¿Y sabrá mejor que un trabajador en lana lo tocante a su trabajo?

ION. —No.

SÓCRATES. —¿Sabrá mejor los discursos de que un general debe valerse para inspirar ánimo a sus soldados?

ION. —Sí, he aquí lo que el rapsodista debe conocer.

SÓCRATES. —Pero qué, ¿el arte del rapsodista es el mismo que el arte de la guerra?

ION. —Por lo menos yo sé muy bien cómo debe hablar un general de ejército.

SÓCRATES. —Quizá, Ion, estás versado en el arte de mandar a la tropa. En efecto, si fueses a la vez buen picador y buen tocador de laúd, distinguirías los caballos que tienen buena o mala marcha. Pero si yo te preguntase mediante qué arte conoces los caballos que marchan bien, si por tu cualidad de picador o por la de tocador de laúd, ¿qué me responderías?

ION. —Te respondería que como picador.

SÓCRATES. —En igual forma, si conocieses los que tocan bien el laúd, ¿no confesarías que este discernimiento lo hacías como tocador de laúd y no como picador?

ION. —Sí.

SÓCRATES. —Pues bien, puesto que entiendes el arte militar, ¿tienes este conocimiento como hombre de guerra o como buen rapsodista?

ION. —Importa poco, a mi parecer, en qué concepto.

SÓCRATES. —¿Cómo dices que importa poco? ¿El arte del rapsodista es el mismo, a juicio tuyo, que el arte de la guerra, o son dos artes diferentes?

ION. —Yo creo que es el mismo arte.

SÓCRATES. —De manera, que el que es buen rapsodista ¿es también buen general de ejército?

ION. —Sí, Sócrates.

SÓCRATES. —Por esta razón, ¿el que es buen general de ejército es igualmente buen rapsodista?

ION. —Por la misma razón no lo creo.

SÓCRATES. —Por lo menos crees que un excelente rapsodista es igualmente un excelente capitán.

ION. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Y no eres tú el mejor rapsodista de toda la Grecia?

ION. —Sin comparación, Sócrates.

SÓCRATES. —Por consiguiente, tú, Ion, ¿eres el capitán más grande de toda la Grecia?

ION. —Yo te lo garantizo, Sócrates; he aprendido el oficio en Homero.

SÓCRATES. —En nombre de los dioses, Ion, ¿cómo, siendo tú el mejor capitán y el mejor rapsodista de Grecia, andas de ciudad en ciudad recitando versos y no estás al frente de los ejércitos? ¿Piensas que los griegos tienen gran necesidad de un rapsodista con su corona de oro, y que para nada necesitan un general?

ION. —Nuestra ciudad, Sócrates, está sometida a vuestra dominación; vosotros mandáis nuestras tropas y no necesitamos de ningún general. En cuanto a vuestra ciudad y a la de Lacedemonia, no me elegirán para conducir sus ejércitos, porque os creéis vosotros con capacidad para hacerlo.

SÓCRATES. —Mi querido Ion, ¿no conoces a Apolodoro de Cícico?

ION. —¿Quién es?

SÓCRATES. —El que los atenienses han puesto muchas veces a la cabeza de sus tropas, aunque extranjero; ¿y a Fanóstenes de Andros y a Heráclides de Clazomenes que nuestra república ha elevado al grado de generales y a los primeros puestos a pesar de ser extranjeros, porque han dado pruebas de su mérito? ¿Y no escogerá para mandar sus ejércitos y no colmará de honores a Ion de Éfeso, si le considera digno de ello? Pues qué, ¿vosotros los efesios no sois atenienses de origen, y Éfeso no es una ciudad que no cede en nada a ninguna otra? Si dices la verdad, Ion; si es al arte y a la ciencia a lo que debes tu buena inteligencia de Homero, entonces obras mal conmigo, porque después de haberte alabado por las bellezas que sabes de Homero y haberme prometido que me harías partícipe de ellas, veo ahora que me engañas, porque no solo no me haces partícipe, sino que tampoco quieres decirme cuáles son esos conocimientos en que sobresales, por más que te he apurado; y, semejante a Proteo, giras en todos sentidos, tomas toda clase de formas, y para librarte de mí, concluyes por transformarte en general, para que yo no pueda ver a qué punto llega tu habilidad en la inteligencia de Homero. Por último, si es al arte al que debes esta habilidad y comprometido como estás a mostrármela, faltas a tu palabra, entonces tu procedimiento es injusto. Si por el contrario, no al arte sino a una inspiración divina se debe el que digas tan bellas cosas sobre Homero, por estar tú poseído y sin ninguna ciencia, como te dije antes, en este caso no tengo motivo para quejarme de ti. Por lo tanto mira si quieres pasar a mis ojos por un hombre injusto o por un hombre divino.

ION. —La diferencia es grande, Sócrates; es mucho mejor pasar por un hombre divino.

SÓCRATES. —En este caso, Ion, te conferimos el precioso título de celebrar a Homero por inspiración divina y no en virtud del arte.

LISIS

Argumento del Lisis[1] por Patricio de Azcárate

El objeto de este diálogo es la Amistad, título lleno de esperanzas, que Platón no satisface completamente, puesto que con intención deja cubierto con un velo lo que piensa de la amistad. Pero por lo menos combate una a una con mucha fuerza todas las falsas teorías sostenidas antes de él, y al mismo tiempo deja adivinar al final su pensamiento, después de una discusión muy rápida y muy interesante, cuya severidad se halla templada por la gracia.

Sócrates refiere, que, yendo de la Academia al Liceo, encontró cerca de una palestra, nuevamente construida a las puertas de la ciudad, un numeroso grupo de jóvenes atenienses, y entre ellos a Hipótales, amigo del hermoso Lisis, y a Ctesipo, primo y amigo de Menéxeno. Fue invitado a permanecer con ellos, y, después de dejarse rogar, entra al fin en la palestra que animaban con sus juegos enjambres de jóvenes adornados con preciosos trajes y coronados de flores para celebrar la fiesta de Hermes. Toda esta juventud le rodea y él se hace bien pronto escuchar empeñando una conversación con Lisis, joven de encantador semblante y de espíritu felizmente dotado, y a quien Hipótales constantemente persigue, como todos los amantes, con sus inagotables adulaciones en prosa y verso. Para enseñarle de qué manera conviene conversar con el que se ama, Sócrates, con su arte profundo de atraer los espíritus, hace que salgan de la boca de su joven interlocutor verdades morales, que son otros tantos cargos abrumadores para el pretendido amigo, que sofoca indebidamente esta naturaleza admirable, en lugar de desarrollarla. La lección indirecta que resulta de este preámbulo, que tiene todo él un perfume de juventud y de frescura, es que la verdadera belleza, la belleza digna de que se la busque y de que se la ame, no es la del cuerpo, sino esa belleza del alma, cuyo culto ennoblece a la vez al amante y al amado.

Sócrates se dirige en seguida a Menéxeno, el compañero favorito de Lisis, y le suplica, puesto que tiene la fortuna de experimentar y hacer que otro experimente el sentimiento de la amistad, que le explique lo que es un amigo. Aquí comienza la discusión.

¿Es el amigo el que ama o el que es amado? El lenguaje popular, expresión del sentido común, que no es escrupuloso en materia de exactitud, da el nombre de amigo lo mismo al que lo experimenta, que al que motiva en otro el sentimiento de la amistad. La filosofía quiere más precisión, va al fondo de las cosas; bajo el doble sentido del nombre popular de amigo descubre dos definiciones distintas, que se rechazan entre sí, porque carecen ambas del carácter simple y universal de toda buena definición. Helas aquí. —El amigo es aquel que ama. —El amigo es aquel que es amado. —Se ve por el pronto que se excluyen. Además, cada una de ellas, tomada separadamente, es incompleta y no resiste al examen.

En efecto, decir absolutamente que el amigo es aquel que ama, es lo mismo que decir, que basta amar a alguno para ser su amigo. Sin embargo, el hombre que ama a otro puede no ser correspondido; más aún, puede ser odioso al que ama, cosa que se ve comúnmente en la vida. No cabe amistad entre dos hombres, cuyas inclinaciones y afectos no son recíprocos, porque por ambos lados, sin esta reciprocidad, falta algo a la amistad. Si allí donde la amistad no existe no hay amigo, se sigue que amigo no es el que ama. La segunda definición: que el amigo es aquel que es amado, está expuesta necesariamente a las mismas objeciones. El hecho de ser amado, si no se ama, no constituye amistad. Platón se apoya en diversos ejemplos que conducen a una conclusión negativa. Ya tenemos descartadas dos teorías. Las que combate en seguida, están apoyadas en la autoridad de algún filósofo ilustre.

De acuerdo con el verso del poeta: «Dios quiere que lo semejante encuentre y ame su semejante», Empédocles ha sostenido que la amistad descansa toda en la semejanza. Dos objeciones se hacen a esta teoría. Por el pronto, de hecho, no es siempre cierto que lo semejante sea amigo de lo semejante, puesto que no hay amistad posible del hombre malo con el malo. En segundo lugar, si la amistad existe entre dos hombre de bien, ¿es la semejanza la que los hace amigos? No, porque un amigo debe ser útil a su amigo. Y un hombre de bien no puede ser útil a otro hombre de bien, por lo mismo que le es absolutamente semejante, puesto que nada puede pedirle que no pueda sacar de sí mismo, como del hombre que le es en todo semejante. Y si se basta a sí mismo, es independiente de cualquier otro, vive en todo en sí y para sí, y es él su propio amigo y no el amigo de otro. Y así la semejanza no solo no engendra, sino que impide la amistad.

De aquí parece resultar que Heráclito estaba en lo verdadero, cuando pretendía que lo contrario es el amigo de lo contrario. ¡Cuántos ejemplos presenta la naturaleza entera! Lo seco es amigo de lo húmedo, lo amargo de lo dulce, el enfermo del médico, el pobre del rico. ¡Cuán útil también es el uno al otro, y cómo el uno por naturaleza y por interés debe ligarse al otro! Sin duda; pero en el terreno de los ejemplos los hay aún más decisivos, que no permiten sentar sobre ellos una definición absoluta. ¿Qué cosas más contrarias, en efecto, que el odio y la amistad, lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo? Y sin embargo, ¿qué cosas menos amigas, o más bien, qué cosas más enemigas? Ahora, al parecer, se ve que Heráclito está más lejos de la verdad que Empédocles. Platón ha tenido la complacencia de refutar al uno con el otro, y es preciso admitir con él estas dos conclusiones negativas, que ni la semejanza, ni la contradicción, constituyen la amistad.

 

Como si la impugnación de estas cuatro teorías hubiese agotado la discusión regular, Sócrates finge a la ventura, y como conjeturando, que lo que no es bueno, ni malo, es quizá el amigo de lo bueno, y que siendo lo bueno al mismo tiempo lo bello, el que ama lo bueno y lo bello no puede ser, ni lo uno, ni lo otro. Prosigue su idea a tientas en cierta manera; le parece que todos los seres deben tener uno de estos tres caracteres: ser buenos, o ser malos, o no ser, ni buenos, ni malos. Pero si se reflexiona que lo que es bueno no puede ser amigo de lo bueno, su semejante, ni el amigo de lo malo, su contrario, y que lo malo por su naturaleza no puede jamás excitar la amistad; lo que no es, ni bueno, ni malo, es lo único sobre lo que puede recaer la cuestión, y si ama alguna cosa, no puede menos de amar lo bueno. Justificada de esta manera la conjetura, se presenta bajo la forma de una definición nueva, a saber: que la amistad consiste en el afecto de lo que no es ni bueno, ni malo, por lo que es bueno. De esta manera nuestro cuerpo, colocado entre la salud, que es un bien, y la enfermedad, que es un mal, no es por sí mismo ni malo, ni bueno, y se ve precisado a amar lo que le es bueno, la medicina, por ejemplo. Pero si lo ama, no es tanto en sí mismo como a causa de lo que es para él malo, por ejemplo, la enfermedad. En el fondo de todo esto hay una idea muy verdadera, porque estos términos: ni bueno, ni malo, no deben tomarse aquí absolutamente, a la letra, so pena de no designar más que un ser imposible de determinar, sin carácter ninguno, como sería un hombre sin vicio y sin virtud. Sócrates quiere hablar de un ser que, no siendo absolutamente bueno, tiene necesidad de otro mejor que él para conservarse o agrandarse, y de un ser que al no ser absolutamente malo, pueda aún aspirar al bien. Bien entendido esto, se sigue, generalizando, que lo que no es ni bueno ni malo, ama lo que es bueno a causa de lo que es malo; conclusión que parece fundada en la observación y en el razonamiento.

Sócrates, sin embargo, no se detiene aquí. De repente vuelve en sí, como quien sale de un sueño, y reconoce que ser amigo de lo bueno es amar lo que es útil, es decir, lo que es amigo, esto es, su semejante, lo que parecía antes imposible. Además, amar lo que es bueno constituye un solo caso de amistad absoluta, y en todos los demás casos un principio de amistad solamente. En efecto, un bien no es amado nunca sino en vista de otro bien, la medicina en vista de la salud, la salud en vista de otro bien aún, y siempre lo mismo hasta el infinito, a menos que después de haberse elevado por grados de un bien a otro que le sea superior, la amistad encuentre un bien que ella ame por sí mismo, del que todos los demás bienes no son más que una manifestación, un solo bien digno de ser amado, principio y fin de la amistad.

He aquí una nueva idea, idea grande y verdadera: que existe un ser supremo que no es amado en vista de ningún otro bien, un bien que es nuestro verdadero amigo, puesto que a él es adonde va a parar en definitiva toda amistad. Más para quitar toda duda, Sócrates tiene necesidad de volver a la suposición precedente, de que el bien es amado en previsión del bien y a causa del mal. Porque si el mal engendra nuestra amistad por el bien, el bien no tiene existencia sino en relación con el mal, del cual es remedio. Supongamos por un momento que el mal llega a desaparecer; el bien entonces no tiene ya razón de ser, se hace inútil, desaparece y arrastra consigo la amistad. Para salvar el uno y el otro, es preciso admitir que el bien no es amado a causa del mal, sino en sí y por sí. Entonces la ausencia del mal no lleva consigo la del bien, y la amistad es siempre posible, con tal, sin embargo, de que con el mal no desaparezcan todo apetito y todo deseo; porque la amistad sin ellos no se comprendería ya.

El deseo, considerado como origen de la amistad, es el que va a conducir a Sócrates a su última conclusión. ¿Qué desea aquel que desea? Evidentemente aquello de que tiene necesidad. ¿Y de qué tiene necesidad? Evidentemente también de lo que está privado, es decir, de lo que le conviene. Aquí, sin que Sócrates lo establezca directamente, está la clave del problema de la amistad. Un ser encuentra en la naturaleza de otro ser alguna cosa que le conviene, el carácter, las costumbres o la persona misma, y por su parte encuentra en su propia naturaleza alguna cosa que conviene al otro. El deseo arrastra el uno hacia el otro, una atracción mutua los aproxima, y de esta manera nacen el amor y la amistad que los ligan. Si se trata de averiguar por qué Sócrates no se detiene en esta solución, que representa ciertamente el verdadero pensamiento de Platón, porque en vez de asentarla sobre razones incontestables, apenas la indica y vuelve rápidamente a las objeciones, se conocerá, a mi entender, que si pasa y no se detiene es porque entra en su plan científico. No quiere traspasar su objeto, que es el combatir las falsas teorías y no establecer la verdadera, y de este modo se mantiene fiel a la forma y a las proporciones de un diálogo pura y simplemente refutatorio. Le basta mantener los espíritus en guardia contra la confusión de lo conveniente y de lo semejante, preguntándose si son idénticos y si no hay aquí una mala inteligencia de palabras; y después, sin concluir explícitamente sobre este punto, abandona al lector a sus reflexiones, dejando a su cargo juzgar si la discusión gira en un círculo vicioso, o si está a punto de llegar a su final solución.

Sin embargo, de este diálogo deben sacarse conclusiones importantes. La primera, que es general, es que todas las definiciones propuestas del amigo y de la amistad pecan igualmente por falta de extensión. Platón las ha rechazado, no como absolutamente falsas, sino más bien como incompletas. Ha probado sucesivamente que el amigo no puede ser, ni simplemente aquel que ama, ni simplemente aquel que es amado, ni lo semejante en sí, ni lo contrario en sí, ni el bien relativo, ni el bien absoluto, fuera del deseo, ni lo conveniente solo. Pero éstos no son más que términos aislados, violentamente arrancados de su relación natural por teorías exclusivas, en las que retiene cada una en cierta manera una mitad de la amistad, una mitad de la verdad, sin que ninguna por consiguiente abrace toda la amistad, ni toda la verdad, Platón no tiene necesidad de decir que es preciso restablecer estos términos en su afinidad mutua para encontrar la justa relación, y que basta hundir todas estas falsas teorías para establecer la verdadera, porque esta idea resalta de la discusión misma. Ésta solo ha puesto en evidencia el exceso de las pretensiones y el defecto de las proporciones; al lector corresponde establecer el equilibrio.

El Lisis es uno de los diálogos en que Platón hace conocer mejor el juego de su dialéctica, método complicado que solo avanza paulatinamente hacia la verdad, destruyendo a derecha e izquierda mil errores. No hay que echarle en cara que solo camina causando ruinas, porque estas ruinas son las de los sistemas falsos, como, por ejemplo, las teorías de Empédocles y Heráclito sobre la amistad. Este método lento e indirecto es el de los espíritus descontentadizos, que tienen necesidad de ver claro en todas las cosas, y de no aceptar nada sin examen bajo la fe de otro. Descartes, después de Platón, hará otro tanto; su duda metódica será el hermano segundón de la dialéctica. Los procedimientos numerosos y diversos de este método tienen casi todos su papel en la discusión precedente, como son: la definición, que presenta bajo una forma general y concisa el elemento característico de cada teoría; la división, que distingue y aísla una teoría de otra; el ejemplo, que, en apoyo de cada afirmación importante, ofrece la prueba sensible y popular de una aplicación tomada de los fenómenos y de los seres de la naturaleza; la hipótesis, que presenta al estado de conjetura las teorías probables que, para ser entendidas, tienen necesidad del socorro de la demostración; en fin, la inducción y la deducción, que conduciendo el espíritu perpetuamente de las ideas particulares a los principios, y de los principios a las aplicaciones, aclaran con una doble luz las opiniones cuestionables. Estos procedimientos, que en este resumen no han podido ser indicados sino ligeramente, se presentan en la lectura del Lisis en todo su desarrollo, y dan una idea de la abundancia y de la fuerza de los medios que Platón, después de Sócrates, ha puesto a disposición de la filosofía.