Obras Completas de Platón

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Lisis o de la amistad

SÓCRATES — HIPÓTALES — CTESIPO — MENÉXENO — LISIS

SÓCRATES. —Iba de la Academia al Liceo por el camino de las afueras a lo largo de las murallas, cuando al llegar cerca de la puerta pequeña que se encuentra en el origen del Panoplo, encontré a Hipótales, hijo de Jerónimo (Hierónymus), y a Ctesipo del pueblo de Peanía,[1] en medio de un grupo numeroso de jóvenes. Hipótales, que me había visto venir, me dijo:

—¿Adónde vas, Sócrates, y de dónde vienes?

—Vengo derecho —le dije— de la Academia al Liceo.

—¿No puedes venir con nosotros —dijo—, y desistir de tu proyecto? La cosa, sin embargo, vale la pena.

—¿Adónde y con quién quieres que vaya? —le respondí.

—Aquí —dijo, designándome frente a la muralla un recinto, cuya puerta estaba abierta—. Allá vamos gran número de jóvenes escogidos, para entregarnos a varios ejercicios.

—Pero ¿qué recinto es ese, y de qué ejercicios me hablas?

—Es una palestra —me respondió—, en un edificio recién construido, donde nos ejercitamos la mayor parte del tiempo pronunciando discursos, en los que tendríamos un placer que tomaras parte.

—Muy bien —le dije—, pero ¿quién es el maestro?

—Es uno de tus amigos y de tus partidarios —dijo—, es Miccos.

—¡Por Zeus!, ¡no es un necio; es un hábil sofista!

—¡Y bien!, ¿quieres seguirme y ver la gente que está allí dentro?

—Sí, pero quisiera saber lo que allí tengo que hacer, y cuál es el joven más hermoso de los que allí se encuentran.

—Cada uno de nosotros, Sócrates, tiene su gusto —me dijo:

—Pero tú, Hipótales, dime, ¿cuál es tu inclinación?

Entonces él se ruborizó.

—Hipótales, hijo de Hierónimo —le dije—, no tengo necesidad de que me digas si amas o no amas; me consta, no solo que tú amas, sino también que has llevado muy adelante tus amores. Es cierto que en todas las demás cosas soy un hombre inútil y nulo, pero Dios me ha hecho gracia de un don particular que es el de conocer a primer golpe de vista el que ama y el que es amado.

Al oír estas palabras, se ruborizó mucho más.

—¡Vaya una cosa singular! Hipótales —dijo Ctesipo—. Te ruborizas delante de Sócrates y tienes reparo en descubrir el nombre que quiere saber, cuando por poco tiempo que permanezca cerca de ti, se fastidiará hasta la saciedad de oírtelo repetir. Sí, Sócrates, nos tiene llenos y hasta ensordecidos con el nombre de Lisis; y sobre todo, cuando se excede algo en la bebida, se nos figura, al despertar al día siguiente, que estamos oyendo el nombre de Lisis. Y todavía es disimulable cuando solo lo hace en prosa en la conversación, pero no se limita a esto, sino que nos inunda con sus piezas en verso. Y lo intolerable es el oírle cantar en loor de su querido con una voz admirable; sin embargo, nos precisa a escucharle. Y ahora viene ruborizándose al oír tus preguntas.

—Ese Lisis —le dije—, es muy joven a mi entender. Supongo esto, porque al nombrarle tú, no he podido recordarle.

—En efecto, solo se le conoce con el nombre de su padre, que todos saben quién es. Pero debes conocerle de vista, porque para esto basta haberle visto una vez.

—Dime, ¿de quién es hijo?

—Es el hijo mayor de Demócrates, del demo de Exoné.

—Tus amores, Hipótales, son nobles, y te honran en todos conceptos. Pero explícate ahora, como lo hacías delante de tus camaradas, porque quiero saber si conoces el lenguaje que conviene tener sobre amores delante de la persona que se ama, ya estando solos, ya estando delante de otras personas.

—Sócrates —me dijo—, ¿crees todo lo que te ha referido Ctesipo?

—¿Quieres decir que no amas al que ha citado?

—No —dijo—, pero no he hecho versos, ni escrito nada sobre mis amores.

—Ha perdido el buen sentido —dijo Ctesipo—; divaga y está fuera de sí.

—Hipótales —le dije—, no tengo deseos de oír tus cánticos, ni tus versos, si realmente los has compuesto para ese joven; pero sí querría saber el sentido en que están, para asegurarme de tus disposiciones respecto a la persona amada.

—Ctesipo te lo dirá mejor —respondió—, porque debe saberlos perfectamente, puesto que dice tener aturdidos ya los oídos con la historia de mis amores.

—Sí, ¡por los dioses! —exclamó Ctesipo—, lo sé perfectamente, y es cosa sumamente graciosa. Hipótales es el amante más atento y más preocupado del mundo, y sin embargo, nada dice de sus amores, que otro joven no pueda decir tan bien como él. ¡Esto es muy singular! Él nos canta y nos repite todo lo que se repite y se canta en la ciudad sobre Demócrates y sobre Lisis, abuelo suyo, y sobre todos sus antepasados, sus riquezas, sus corceles sin número, sus victorias en Delfos, en el Istmo, en Nemea, en la carrera de los carros y carrera de caballos, y otras historias más viejas aún. Últimamente, Sócrates, nos cantó una pieza sobre la hospitalidad que Heracles había merecido a uno de los abuelos de Lisis, pariente del mismo Heracles, y que había nacido de Zeus y de la hija del que fundó el barrio de Exoné; leyendas referidas por todas las viejas, que él rebusca, canta, y nos obliga a que se las escuchemos.

—Hipótales —dije yo entonces—, ¡vaya una cosa singular!, ¿compones y cantas tu propio elogio antes de haber vencido?

—Pero, Sócrates, no es para mí lo que compongo y lo que canto.

—Por lo menos —le respondí yo—, tú no lo crees.

—¿Qué quiere decir eso, Sócrates?

—Es —le dije— que si eres dichoso con tales amores, tus versos y tus cantos redundarán en honor tuyo, es decir, en alabanza del amante que haya tenido la fortuna de conseguir tan gran victoria. Pero si la persona que amas te abandona, cuantas más alabanzas le hayas prodigado, cuanto más hayas celebrado sus grandes y bellas cualidades, tanto más quedarás en ridículo, porque todo ello ha sido inútil. Un amante más prudente, querido mío, no celebraría sus amores antes de haber conseguido la victoria, desconfiando del porvenir, tanto más cuanto que los jóvenes hermosos, cuando se los alaba y se los ensalza, se llenan de presunción y de vanidad. ¿No piensas tú así?

—Sí, verdaderamente —dijo.

—Y cuanto más presuntuosos son, ¿no son más difíciles de atraer?

—Es cierto.

—¿Qué juicio formarías de un cazador que espantase la caza, imposibilitándose así de cogerla?

—Es evidente que sería un loco.

—Sería muy mala política, en vez de atraer a la persona que se ama, espantarla con palabras y canciones. ¿Qué dices a esto?

—Que ésa es mi opinión.

—Procura, pues, Hipótales, no exponerte a semejante desgracia con toda tu poesía. No creo que tengas por buen poeta a aquel que solo hubiera conseguido con sus versos perjudicarse a sí mismo.

—No, ¡por Zeus! —exclamó—; ésa sería una gran locura. Por otra parte, Sócrates, yo estoy de acuerdo contigo en todo lo que has dicho, y si tienes algún otro consejo que darme, lo tomaré con gusto, cual conviene a un hombre que se propone hablar y obrar, para salir airoso en sus amores.

—Eso no es difícil —le respondí—, pero si pudieras conseguir que tu querido Lisis conversara conmigo, quizá podría darte un ejemplo de la clase de conversación que deberías tener con él, en lugar de esas piezas y esos himnos que dicen que le diriges.

—Nada más fácil; no tienes más que entrar allí con Ctesipo, sentarte y ponerte a conversar; y como se celebra hoy la fiesta de Hermes,[2] y los jóvenes y los adultos se reúnen todos en ese sitio, no dejará Lisis de acercarse a ti. Si no, Lisis está muy ligado con Ctesipo por medio de su primo Menéxeno, que es su compañero favorito, y si de suyo no lo Lace, Menéxeno le llamará.

—Así será —dije yo, y en el acto entré en la palestra con Ctesipo, entrando todos los demás detrás de nosotros.

Cuando llegamos, la función había terminado, y encontramos allí los jóvenes que habían asistido al sacrificio,[3] todos con trajes de fiesta y jugando a la taba. Los más estaban entregados a sus juegos en el atrio exterior; unos jugaban a pares y nones en un rincón del cuarto del vestuario con gran número de tabas, que sacaban de unos cestillos; y otros, manteniéndose en pie alrededor de ellos, hacían el papel de espectadores. Entre los primeros estaba Lisis, de pie, en medio de jóvenes de todas edades, con su corona en la cabeza, y dejaba ver en su semblante la belleza asociada a cierto aire de virtud. Nosotros fuimos a colocarnos frente a aquel punto, donde había algunos asientos, y nos pusimos a hablar unos con otros. Lisis, volviendo la cabeza, dirigía muchas veces sus miradas hacia nosotros, y era evidente que deseaba aproximarse, pero por timidez no se atrevía a hacerlo solo; cuando Menéxeno entró, retozando, desde el atrio al local donde nosotros estábamos, y viéndonos a Ctesipo y a mí, se aproximó para sentarse con nosotros. Lisis, conociendo su intención, le siguió, y se colocó a su lado, y los demás concurrieron igualmente. Hipótales, advirtiendo entonces que el grupo en torno nuestro engrosaba, vino a su vez a ocultarse detrás de los otros, puesto de pie y colocado de manera que no pudiese ser visto por Lisis por temor de serle importuno. En esta actitud escuchó nuestra conversación.

Me dirigí a Menéxeno, y le dije:

—Hijo de Demofón, ¿cuál de vosotros dos es de más edad?

—No estamos de acuerdo en este punto —dijo.

—¿Disputáis también acerca de cuál es el más noble?

—Sí, ciertamente.

 

—¿También disputaréis sobre cuál es el más hermoso?

Ambos se echaron a reír.

—No os preguntaré —repliqué yo— cuál de los dos es más rico, porque sois amigos; ¿no es así?

—Sí —dijeron ambos.

—Y entre amigos se dice que todos los bienes son comunes, de suerte que no hay ninguna diferencia entre vosotros, si realmente sois amigos, como decís.

Acto continuo iba a preguntarle cuál era el más justo y el más sabio; pero llegó uno, que obligó a Menéxeno a marcharse, so pretexto de que el maestro de palestra le llamaba, porque creo que estaba encargado de la vigilancia del sacrificio. Luego que se retiró Menéxeno,[4] me dirigí a Lisis.

—Dime, Lisis, tu padre y tu madre te quieren mucho; ¿no es así?

—Mucho —me dijo.

—Por consiguiente, ¿querrán hacerte lo más feliz del mundo?

—¿Puede ser otra cosa?

—Y ¿consideras dichoso al que es esclavo y no es libre de hacer lo que quiere?

—No, ¡por Zeus!, no es dichoso.

—Entonces tu padre y tu madre, si te aman verdaderamente y quieren tu felicidad, deben hacer los mayores esfuerzos para hacerte dichoso.

—Es claro.

—¿Te dejan, pues, hacer todo lo que quieres, sin regañarte nunca, ni impedirte obrar a tu capricho?

—¡Por Zeus!, sucede todo lo contrario; me impiden hacer muchas cosas, Sócrates.

—¿Cómo así? ¿Quieren que seas dichoso, y te impiden hacer tu voluntad? Dime; ¿si quisieses montar en uno de los carros de tu padre, y tomar las riendas cuando hay alguna lucha, te lo permitiría tu padre o te lo prohibiría?

—Ciertamente que no me lo permitiría.

—Y ¿a quién lo encomienda?

—Hay un conductor que recibe por esto un salario de mi padre.

—¿Qué dices?, ¿permite a un mercenario mejor que a ti hacer lo que quiere de los caballos, y le da además un salario?

—¿Por qué no? —dijo.

—¿Pero se te permite conducir la yunta de mulas y castigarlas con el látigo cuando te acomode?

—¿Cómo quieres que se me permita eso?

—Entonces nadie puede castigarlas.

—Sí, verdaderamente —dijo—; el mulatero puede hacerlo.

—¿Es libre o esclavo?

—Esclavo.

—Tus padres, a lo que veo, hacen más caso de un esclavo que de ti, que eres su hijo, puesto que le confían, con preferencia a ti, lo que les pertenece, y le permiten hacer lo que quiere en el acto mismo que te lo prohíben a ti. Pero dime aún; ¿te dejan en libertad de conducirte por ti mismo?

—¿Cómo me lo habían de permitir?

—¿Pues quién te guía?

—Mi pedagogo, que ahí está.

—¿Es esclavo?

—Sí, y propiedad nuestra.

—Vaya una cosa singular —dije yo—: ¡ser libre y verse gobernado por un esclavo! ¿Qué hace tu pedagogo para gobernarte?

—Me lleva a casa del maestro.

—Y tus maestros ¿mandan sobre ti igualmente?

—Sí, y mucho.

—¡Vaya un hombre rodeado de maestros y pedagogos por la voluntad de su padre! Pero cuando vuelves a casa y estás cerca de tu madre, ¿te deja esta hacer lo que quieres para que seas dichoso? Por ejemplo, ¿te deja revolver la lana y tocar el telar mientras ella teje, o antes bien te prohíbe tocar la lanzadera, el peine y los demás instrumentos de trabajo?

Lisis echándose a reír,

—¡Por Zeus!, Sócrates —me dijo—, no solo me lo prohíbe, sino que me pega en los dedos si llego a tocar.

—¡Por Heracles! —exclamé yo—, ¿has hecho alguna ofensa a tu padre o a tu madre?

—No, ¡por Zeus!, no les he ofendido en nada —me respondió.

—Pues ¿de dónde nace que te impiden ser dichoso y hacer lo que quieras, obligándote todos los instantes del día a ser obediente, y, para decirlo de una vez, a reducirte a la condición de no hacer nada por tu voluntad, puesto que de todas estas riquezas ninguna está a tu disposición, como que todo el mundo las administra excepto tú, y tu cuerpo mismo, a pesar de ser tan hermoso, note presta ningún uso, toda vez que otro, distinto que tú, lo cuida y lo gobierna? En definitiva, tú, Lisis, ni haces ni diriges nada a tu voluntad.

—Es —respondió— porque aún no tengo la edad, Sócrates.

—Mira, hijo de Demócrates, que acaso la edad no sea la verdadera razón, porque hay cosas, tan importantes como las que hemos referido, que a mi parecer tus padres te dejarán ejecutar sin reparar en tus pocos años. Por ejemplo, cuando quieren que se les lea o se les escriba alguna cosa, es seguro que serás tú el primero a quien se dirijan en casa, ¿no es así?

—Sí —respondió.

—Y cuando escribes, ¿no eres libre de trazar esta letra la primera y aquella la segunda y leerlas en seguida en el mismo orden? Asimismo, cuando coges la lira, ¿te impiden tus padres aflojar o apretar las cuerdas que quieres puntear o tocar con el plectro?

—No.

—¿Por qué razón te permiten unas cosas y te prohíben otras, según hemos dicho?

—Sin duda porque unas cosas las sé y otras no las sé.

—Bien, excelente joven. Luego, no es la edad la que espera tu padre para permitirte hacer todas las cosas, porque el día que te crea más hábil que él, ese día te confiará todos sus bienes y hasta su persona.

—Así lo pienso —dijo.

—Bien, pero dime; ¿tu vecino no hará contigo lo mismo que tu padre, y no crees que te entregará su casa para gobernarla, más bien que para administrarla, el día en que te crea más hábil que él?

—Creo que me la confiará.

—¿Y los atenienses a su vez no te confiarán sus negocios, en el momento en que te crean más experimentado?

—Sí, ciertamente.

—¡Por Zeus! —repuse yo—, ¿qué haría el gran rey de Persia? ¿Entre su hijo mayor y nosotros, a quién confiaría el cuidado de dar sazón a los distintos platos de su mesa, si le probásemos que nosotros somos más entendidos que su hijo en la preparación de condimentos?

—A nosotros, evidentemente.

—Más aún; no permitiría que su hijo se mezclara en nada, y a nosotros nos dejaría obrar, aun cuando quisiéramos echar la sal a puñados.

—Sin duda alguna.

—Dime más: si su hijo tuviese malos los ojos, ¿le permitiría tocarlos con sus manos, sabiendo que no entiende nada de medicina, o se lo impediría?

—Se lo impediría.

—Pero si nos tuviese a nosotros por buenos médicos, ¿no nos dejaría obrar, aun cuando quisiéramos llenar de ceniza los ojos del hijo, confiando en nuestra habilidad?

—Tienes razón.

—¿Y no sucedería lo mismo en cuantas ocasiones parezcamos nosotros más hábiles que su hijo?

—Necesariamente, Sócrates.

—Ya ves lo que sobre esto pasa, mi querido Lisis, en las cosas en que nos hemos hecho hábiles, se fía de nosotros todo el mundo, los griegos, los bárbaros, los hombres, las mujeres, y nadie nos impide obrar como mejor nos parezca; y no solo nos gobernamos a nosotros mismos, sino que gobernamos a los demás, y guardamos a la vez el uso y el provecho de todo lo que les pertenece. Pero en las cosas en que no tenemos ninguna experiencia, nadie querrá dejarse conducir a gusto nuestro; no habrá uno que no ponga obstáculos, y no solo los extraños, sino también nuestro padre, nuestra madre, y cualquier otro pariente más próximo, si pudiese haberle; seremos esclavos de los demás; y nuestros propios bienes no serán nuestros, puesto que no nos serán de ninguna utilidad. ¿Me concedes todo esto?

—Sí.

—¿Amaremos y seremos amados con relación a las cosas en que no podamos ser de alguna utilidad?

—No —dijo.

—¿Así es que tu padre no te amará respecto a las cosas en que no le seas útil, y lo mismo sucederá con todos los hombres, los unos respecto de los otros?

—Yo lo creo así.

—Si te haces hábil, querido mío, todo el mundo te amará, todo el mundo se unirá a ti por cariño, porque serás un hombre útil y bueno. Si no, no tendrás un amigo; ni tu padre, ni tu madre, ni tus parientes, ni ningún hombre, te amarán. Y dime, ¿es posible ser orgulloso cuando no se sabe nada, Lisis?

—Eso no puede ser.

—Y si tienes necesidad de un maestro, es prueba de que no sabes mucho.

—Sí.

—Por consiguiente, tú no eres orgulloso, puesto que no eres un sabio.

—No, ¡por Zeus! —respondió—, no creo serlo.

En este momento dirigí una mirada a Hipótales, y poco faltó para darle cara, porque vino a mi mente la idea de decirle:

—He aquí, Hipótales, cómo conviene hablar a la persona que se ama; he aquí cómo es bueno enseñarle modestia y humildad, en vez de corromperle, como tú haces con tus adulaciones. Pero viéndole muy inquieto y muy turbado por nuestra conversación, recordé que se había puesto detrás de los demás para ocultarse de Lisis. Contuve, pues, mi lengua, y guardé mis reflexiones. Menéxeno volvió y tomó asiento junto a Lisis. Entonces éste, con su gracia infantil, y sin dar cuenta a Menéxeno, me dijo por lo bajo: —Sócrates, repite ahora delante de Menéxeno todo lo que acabas de decirme.

—Tú mismo se lo dirás, Lisis, porque me has prestado mucha atención.

—Mucha, en efecto.

—Trata de recordar nuestra conversación para repetírsela, y si se te ha olvidado algo, me lo preguntas la primera vez que nos veamos.

—No dejaré de hacerlo, Sócrates, y vive persuadido de ello. Pero pregunta por lo menos a Menéxeno, sobre cualquier otro objeto, porque querría no dejar de escucharte hasta la hora de volver a casa.

—De acuerdo, puesto que lo exiges; pero es preciso que estés dispuesto a venir en mi auxilio, si Menéxeno me hace objeciones, porque ya sabes que es un gran disputador.

—Sí, ¡por Zeus!, es muy disputador, y por eso mismo deseo que hables con él.

—Para que sea yo materia de risa; ¿no es así?

—No ¡por Zeus!, sino para que le escarmientes.

—La cosa no es tan fácil, porque Menéxeno es un hombre terrible, es un verdadero discípulo de Ctesipo. Y el mismo Ctesipo, ¿no ves que está cerca de ti?

—No hagas caso de nada, y razona con Menéxeno; yo te lo suplico.

—Razonemos; también yo lo quiero.

Como cuchicheábamos entre nosotros, Ctesipo dijo:

—¿Por qué habláis bajo, y no nos hacéis partícipes de la conversación?

—Todo lo contrario; se os va a dar parte, porque hay una cosa que Lisis no comprende, y sobre la que quiere que yo interrogue a Menéxeno, que la entenderá mejor, según dice.

—¿Por qué no preguntarle?

—Es lo que voy a hacer. Menéxeno, dije yo entonces, responde, te lo suplico, a la pregunta que te voy a hacer. Hay una cosa que yo deseo desde mi infancia, así como cada hombre tiene sus caprichos; uno quiere tener caballos; otro, perros; otro, oro; otro, honores. Para mí todo esto es indiferente, y no conozco cosa más envidiable en el mundo que tener amigos, y querría más tener un buen amigo que la mejor codorniz,[5] el mejor gallo, y lo que es más, ¡por Zeus!, el más hermoso caballo y el más precioso perro del mundo; sí, ¡por el Perro!, yo preferiría un amigo a todo el oro de Darío, y a Darío mismo; ¡tan apetecible y tan digna me parece la amistad! Y me llama la atención una cosa, y es que, siendo Lisis y tú tan jóvenes, hayáis tenido la fortuna de adquirir tan pronto un bien tan grande; tú, Menéxeno, inspirando a Lisis un afecto tan vivo y tan precoz; y tú, Lisis, que a tu vez has sabido conquistar a Menéxeno. Con respecto a mí, estoy tan distante de tal fortuna, que ni sé cómo un hombre se hace amigo de otro hombre. Aquí tienes la razón por la que te lo pregunto y te lo pregunto a ti, que tienes que saberlo.

»Dime, pues, Menéxeno, cuando un hombre ama a otro, ¿cuál de los dos se hace amigo del otro? ¿El que ama se hace amigo de la persona amada, o la persona amada se hace amigo del que ama, o no hay entre ellos ninguna diferencia?

—Ninguna a mis ojos —respondió.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Ambos son amigos, cuando solo el uno de ellos ama al otro?

—Sí, a mi parecer.

—¿Pero no puede suceder que el hombre que ama a otro no sea correspondido?

—Verdaderamente sí.

—Y asimismo que sea aborrecido, como se cuenta de aquellos amantes que se creen aborrecidos por las personas que aman. Entre los más apasionados, ¡cuántos hay que no se creen correspondidos, y cuántos que se creen aborrecidos por esos mismos!, ¿no es verdad?, dime.

—Es muy cierto —dijo.

—En este caso el uno ama y el otro es amado.

—Sí.

—Y bien, ¿cuál de los dos es el amigo? ¿Es el hombre que ama a otro, sea o no correspondido, y si cabe aborrecido? ¿Es el hombre que es amado? ¿O bien no es ni el uno ni el otro, puesto que no se aman ambos recíprocamente?

 

—Ni el uno, ni el otro, a mi parecer.

—Pero entonces sentamos una opinión diametralmente opuesta a la precedente; porque, después de haber sostenido que si uno de los dos amase al otro, ambos eran amigos, decimos ahora que no hay amigos allí donde la amistad no es recíproca.

—En efecto, estamos a punto de contradecirnos.

—Así, aquel que no corresponde o no paga amistad con amistad no es amigo de la persona que le ama.

—Así parece.

—Por consiguiente, no son amigos de los caballos aquellos que no se ven correspondidos por los caballos, como no lo son de las codornices, ni de los perros, ni del vino, ni de la gimnasia, ni tampoco de la sabiduría, a menos que la sabiduría no les corresponda con su amor; y así, aunque cada uno de ellos ame todas estas cosas, no por eso es su amigo. Pero entonces falta a la verdad el poeta que ha dicho:

«Dichoso aquel que tiene por amigos a sus hijos, caballos ligeros para las carreras, perros para la caza y un hospedaje en países lejanos».[6]

—No me parece que se equivoca.

—¿Es decir que tú tienes por verdadero lo que dice?

—Sí.

—En este caso, Menéxeno, el que es amado es el amigo del que le ama, sea que le corresponda o sea que le aborrezca, como los niños que no advierten ningún género de afección, y, si cabe, aborrecen a sus padres cuando se les corrige, y que en ningún momento están más predispuestos en contra de estos que cuando los manifiestan estos mismos mayor cariño.

—Ésa es también mi opinión.

—Luego el amigo no es aquel que ama sino el que es amado.

—Así parece.

—¿Por este principio es enemigo aquel que aborrece, y no aquel que es aborrecido?

—Así parece.

—En este concepto muchos son amados por sus enemigos y aborrecidos por sus amigos, puesto que el amigo es aquel que es amado, y no aquel que ama. Pero parece increíble, Menéxeno, o más bien imposible que uno sea «amigo de su enemigo y enemigo de su amigo».

—Eso es cierto, Sócrates.

—Si esto es imposible, ¿el que ama es naturalmente amigo del que es amado?

—Así parece.

—¿Y el que aborrece, es enemigo del que es aborrecido?

—Necesariamente.

—Henos aquí otra vez con la opinión que manifestamos antes: que muchos son amigos de los que no son sus amigos, y muchas veces de sus enemigos, cuando aman a quien no los ama o los aborrece. Además, muchas veces somos enemigos de gentes que no son enemigos nuestros, y que quizá son nuestros amigos, como cuando aborrecemos a quien no nos aborrece, y quizá nos ama.

—Eso es probable.

—Si el amigo no es el que ama, ni lo es el que es amado, ni tampoco el hombre que a la vez ama y es amado, ¿qué es lo que debemos deducir de aquí? ¿Existen entre los hombres otras relaciones, de las que pueda deducirse la amistad?

—Yo, Sócrates, no veo ninguna.

—¿Quizá, Menéxeno, al comenzar nuestra indagación, tomamos mal camino?

—Así es, Sócrates —exclamó Lisis, ruborizándose al pronunciar esta palabra, que me pareció habérsele escapado, efecto de la mucha atención que prestaba a lo que estábamos diciendo, y que se advertía claramente en su semblante.

Queriendo, pues, dar alguna tregua a Menéxeno, encantado como estaba yo del deseo de instruirse que manifestaba Lisis, emprendí con este la conversación.

—Lisis —le dije—, creo que tienes razón, y que si hubiéramos dirigido mejor nuestra indagación, no nos habríamos extraviado, como ha sucedido. Dejemos, pues, este camino; porque para mí una indagación se parece a una especie de camino. Vale más volver al que los poetas nos han abierto, porque los poetas hasta cierto punto son nuestros padres y nuestros guías en cuanto a sabiduría. Quizá no han hablado a la ligera cuando han dicho, con motivo de la amistad, que es Dios mismo el que hace los amigos y que atrae los unos hacia los otros. He aquí, poco más o menos, a mi entender, cómo se explican: —Un Dios conduce el semejante hacia su semejante,[7] y se lo hace conocer. ¿No oíste nunca este dicho vulgar?

—No —dijo.

—¿Pero no ignoras la opinión de los sabios, que han dicho en los mismos términos, poco más o menos, que es de toda necesidad que lo semejante sea amigo de lo semejante? Probablemente son los mismos que han escrito y razonado sobre la naturaleza y sobre el universo.

—Tienes razón —respondió.

—Pero, dime, ¿han dicho la verdad?

—Quizá.

—Quizá la mitad de la verdad, y quizá la verdad toda entera, respondí a mi vez; pero nosotros no la comprendemos. El hombre malo se nos figura que es enemigo de otro hombre malo, y es tanto más malo, cuanto más se traten y se aproximen, porque encuentra más facilidad de causarle daño. Es imposible que los seres dañinos y los que están expuestos a sus tiros, puedan jamás hacerse amigos. ¿Es esta tu opinión?

Sí, verdaderamente.

—He aquí, ya, que la mitad de lo que dicen esos sabios es una falsedad, porque el hombre malo es semejante al hombre malo.

—Eso es cierto.

—Pero quizá han querido decir, que solo los hombres de bien son semejantes a los hombres de bien y son amigos entre sí, mientras que los malos, como se ha pretendido también, no se parecen en manera alguna, ni entre ellos, ni en sí mismos, porque son mudables y variables. En este caso no puede sorprender que lo que es diferente de sí mismo no se parezca nunca a nada, ni sea amigo de nada. He aquí lo que yo creo; ¿y tú?

—Yo lo mismo.

—Por lo tanto, mi querido amigo, esto es probablemente lo que significan estas palabras: que lo semejante es amigo de lo semejante, que equivale a decir, que solo el bueno es amigo del bueno, y que el malo es incapaz de una amistad verdadera, ni con el hombre de bien ni con otro malo. ¿Me concedes esto?

Lo concedió.

—Ahora ya sabemos quiénes son los verdaderos amigos, porque de este razonamiento resulta, que los verdaderos amigos son los hombres de bien.

—Ése es mi dictamen —respondió.

—Y el mío —repliqué yo—; pero encuentro, sin embargo, alguna dificultad. Veamos pues, ¡por Zeus!, y comprobemos mis sospechas. ¿Lo semejante es el amigo de lo semejante, en tanto que es semejante, y que a título de tal le es útil? O más bien, examinemos la cosa bajo otro punto de vista. ¿Lo semejante ofrece a su semejante alguna ventaja, que no pueda sacar de sí mismo, o causarle un daño, que no pueda de suyo experimentar? ¿O de otra manera, lo semejante puede esperar de su semejante alguna cosa, que no pueda esperar igualmente de sí mismo? Si así es, ¿para qué seres semejantes han de aproximarse el uno al otro, no debiendo sacar de ello ninguna utilidad? ¿Es esto posible?

—No, es imposible.

—¿Y el hombre que no habrá necesidad de buscar, el hombre que no es amado, no será nunca un amigo?

—De ninguna manera.

—¿Pero si el semejante no puede ser amigo del semejante, quizá el bueno será amigo del bueno, no en tanto que semejante, sino en tanto que bueno?

—Quizá.

—Sí, ¿pero el bueno no se basta a sí mismo, en tanto que bueno?

—Sin duda.

—¿Y el que se basta a sí mismo, tiene necesidad de ningún otro?

—No.

—No teniendo necesidad de nadie, no buscará a nadie.

—En efecto.

—Si no busca a nadie, no amará a nadie.

—No, ciertamente.

—Y si no ama a nadie, él mismo no será amado.

—No lo creo.

—¿Cómo los buenos pueden ser amigos de los buenos, cuando, estando los unos separados de los otros, no se desean mutuamente, puesto que se bastan a sí mismos, y que estando los unos inmediatos a los otros, no se sirven para nada recíprocamente? ¿Cuál es el medio de que tales gentes se puedan estimar entre sí?

—Imposible —dijo.

—Pero si no se estiman, ¿no serán amigos?

—Dices verdad.

—Mira, Lisis, el chasco que nos hemos llevado. ¿No ves ahora que nuestro engaño ha sido completo?

—¿Pues cómo?

—He oído en una ocasión ciertas palabras que ahora recuerdo, y son, que lo semejante es lo más hostil posible de lo semejante, y los hombres de bien los más hostiles de los hombres de bien. El que me lo decía tomaba por testigo a Hesíodo, y citaba este verso: «El ollero es por envidia enemigo del ollero, el cantor del cantor, y el pobre del pobre».[8] Y añadía, que en todas las cosas los seres, que se parecen más, son los más envidiosos, los más rencorosos y los más hostiles entre sí; mientras que los que más se diferencian, son necesariamente más amigos. El pobre lo es del rico, el débil del fuerte, a causa de los socorros que esperan, como lo es el enfermo del médico. El ignorante por la misma razón busca y ama al sabio. La misma persona sostenía su tesis con abundancia de razones, diciendo que tan distante está que lo semejante sea amigo de lo semejante, que sucede todo lo contrario, puesto que todo ser desea, no el ser que se le parece, sino el que es opuesto a su naturaleza. Así, lo seco es amigo de lo húmedo, lo frío de lo caliente, lo amargo de lo dulce, lo agudo de lo obtuso, lo vacío de lo lleno, lo lleno de lo vacío, y así de todo lo demás, porque lo contrario ofrece un alimento a su contrario, mientras que lo semejante nada puede aprovechar de lo semejante.[9] Y esto lo sostenía con mucha soltura y en lenguaje agradable. ¿Qué juicio formáis vosotros dos?