Obras Completas de Platón

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—Para mí, la tesis tiene cierto aire de exactitud.

—¿Diremos absolutamente que lo contrario es amigo de lo contrario?

—Sí.

—También yo lo digo, Menéxeno; ¿pero no tienes esta opinión por muy singular? ¿Y no ves levantarse contra nosotros sobre la marcha a estos adversarios ardorosos y hábiles, que van a preguntarnos si la amistad es lo más contrario posible al aborrecimiento? ¿Qué les responderemos? ¿No nos veremos forzados a confesar que tienen razón?

—Necesariamente.

—Nos dirán entonces: «¿Es cierto que el odio es amigo de la amistad, o la amistad amiga del odio?».

—Ni lo uno, ni lo otro.

—¿Y el justo es amigo del injusto, el moderado del inmoderado, el bueno del malo?

—Yo no lo creo.

—Me parece, sin embargo, que si la desemejanza engendrase la amistad, estas cosas contrarias deberían ser amigas.

—Necesariamente.

—Por consiguiente, lo semejante no es el amigo de lo semejante, ni lo contrario el amigo de lo contrario.

—No es posible.

—Pasemos a otro punto. Puesto que la amistad no se encuentra en ninguno de los principios que acabamos de examinar, veamos si lo que no es bueno, ni malo, podría ser por casualidad el amigo de lo que es bueno.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡Por Zeus!, yo ya no sé qué decir, porque experimento una especie de vértigo al ver la incertidumbre de nuestros razonamientos. Creo ver también, conforme al antiguo adagio, que la amistad reside quizá en la belleza.[10] Pero nuestro objeto es como los fantasmas delicados, ligeros e incoercibles, y he aquí por qué tenemos tanta dificultad en deslindarlo. En fin, digo que lo bueno es bello. ¿Y tú qué piensas?

—Yo lo creo también.

—Asimismo digo, por adivinación, que lo que no es ni bueno ni malo, es amigo de lo bueno y de lo bello. Escucha ahora sobre qué fundo mis conjeturas. Me parece que existen tres géneros: lo bueno, de una parte; después lo malo; y, por último, lo que no es, ni bueno, ni malo. ¿Qué te parece?

—Estoy conforme.

—Igualmente me parece, después de nuestras precedentes indagaciones, que lo bueno no puede ser amigo de lo bueno, ni lo malo de lo malo, ni lo bueno de lo malo. Resta, pues, para que la amistad sea posible entre dos géneros, que lo que no es ni bueno ni malo sea el amigo de lo bueno, o de una cosa que se le aproxime, porque con respecto a lo malo no puede nunca excitar la amistad.

—Eso es cierto.

—Lo semejante, como ya lo hemos dicho, no puede ser tampoco el amigo de lo semejante, ¿no es así?

—Sí.

—Y lo que no es, ni bueno, ni malo, no amará a lo que se le parece.

—No es posible.

—Luego lo que no es ni bueno ni malo, no puede amar más que lo bueno.

—Necesariamente, a mi parecer.

—Veamos ahora, mis queridos amigos —dije yo—, si este razonamiento nos conduce al término que deseamos. Fijémonos, por ejemplo, en el cuerpo. Cuando está sano, no tiene ninguna necesidad de medicina, porque se basta a sí mismo, y el hombre sano jamás amará al médico sino en razón de su salud; ¿no es así?

—Jamás.

—Yo creo que es el enfermo el que ama al médico a causa de la enfermedad.

—Sin duda.

—Pero la enfermedad es un mal, mientras que la medicina es un bien muy útil.

—Sí.

—En cuanto al cuerpo como cuerpo, no es, ni malo, ni bueno.

—No.

—Y a causa de la enfermedad, ¿el cuerpo está obligado a buscar y amar la medicina?

—Evidentemente.

—Luego lo que no es, ni malo, ni bueno, es amigo de lo que es bueno, a causa de la presencia del mal.

—Así me lo parece.

—Pero evidentemente, si es amigo de lo bueno, es antes que la presencia del mal lo haya hecho malo; porque si el cuerpo estuviese malo, jamás desearía ni amaría lo bueno, por la imposibilidad, reconocida ya por nosotros, de que lo malo pueda ser amigo de lo bueno.

—En efecto, eso es imposible.

—Fijad bien la atención en lo que voy a decir. Digo que ciertas cosas son las mismas que lo que se encuentra en ellas, y otras cosas no. Por ejemplo, si se quiere teñir de este o de aquel color un objeto cualquiera, digo que el color se encontrará con el objeto.

—Ciertamente.

—Pero en esté caso, el objeto colorado ¿será el mismo en cuanto al color que lo que es en sí mismo?

—No te entiendo —dijo.

—Veamos, le respondí, otra explicación. Si se tiñesen de albayalde tus cabellos, naturalmente rubios, ¿serían blancos en realidad o en apariencia?

—En apariencia.

—Sin embargo, ¿la blancura se encontraría en los cabellos?

—Sí.

—Y no por esto serían blancos. De suerte que en este caso, a pesar de la blancura que se encuentra en ellos, tus cabellos no son, ni blancos, ni negros.

—Eso es cierto.

—Pero, amigo mío, cuando la vejez les haya hecho tomar este mismo color, ¿no serán de hecho semejantes a lo que se encontrará en ellos, es decir, verdaderamente blancos por la presencia de la blancura?

—No puede ser de otra manera.

—He aquí ahora la cuestión que te propongo: cuando una cosa se encuentra con otra, ¿se hace la misma que esta otra? ¿Sucede esto cuando se la une de una cierta manera, y no cuando se la une de una manera diferente?

—Esto ya lo entiendo mejor —dijo.

—Así pues, lo que no es ni bueno ni malo, ¿así puede no hacerse malo por la presencia del mal, como puede hacerse?

—Sí, ciertamente.

—Por consiguiente, cuando, a pesar de la presencia del mal, lo que no es malo, ni bueno, no se hace malo, es porque la presencia misma del mal le hace desear el bien; pero si se ha hecho malo, la presencia del mal igualmente le separa a la vez del deseo y del amor del bien, puesto que en este caso ya no es el ser que no es ni bueno ni malo, sino que es un ser malo incapaz de amar el bien.

—En efecto.

—Conforme a esto, podríamos decir que los que son ya sabios, sean dioses u hombres, no pueden amar la sabiduría, así como no pueden amarla los que, a fuerza de ignorar el bien, se han hecho malos, porque ni los ignorantes ni los malos aman la sabiduría. Restan aquellos que, no estando absolutamente exentos, ni de mal, ni de ignorancia, no están, sin embargo, pervertidos hasta el punto de no tener conciencia de su estado, y que son aún capaces de dar razón de lo que no saben. Éstos, que no son ni buenos ni malos, aman la sabiduría, mientras que los que son del todo buenos o del todo malos no pueden amarla. En efecto, hemos demostrado antes que lo contrario no es amigo de su contrario, ni lo semejante de lo semejante, ¿lo recordaréis?

—Perfectamente.

—Creo que ahora, Lisis y Menéxeno, hemos descubierto más claro que nunca lo que es el amigo y lo que no lo es. Diremos, pues, que con relación al alma, con relación al cuerpo, por todas partes, en fin, lo que no es ni bueno ni malo, es el amigo de lo que es bueno, a causa de la presencia del mal.

Ambos lo confesaron, y convinieron en que así era absolutamente. Yo mismo me consideré dichoso y me di por satisfecho, como el cazador que asegura su presa; más después, yo no sé cómo, concebí una terrible sospecha de que no habíamos descubierto la verdad. Y como de repente y turbado, dije:

—¡Ah!, Lisis y Menéxeno, gran riesgo corremos de que lo dicho no sea más que un precioso sueño.

—¿Por qué? —me preguntó Menéxeno.

—Me temo —le respondí— que nos hemos llevado chasco en nuestros discursos sobre la amistad, como sucede a los charlatanes.

—¿Cómo?

—Lo vamos a ver bien pronto; el que ama, ¿ama alguna cosa o no?

—Necesariamente alguna cosa.

—¿Lo ama por nada y en vista de nada, o lo ama por algo y en vista de alguna cosa?

—Por alguna causa ciertamente y en vista de alguna cosa.

—Y esta cosa, en vista de la que él ama, ¿la ama, o bien no es amiga ni enemiga suya?

—No puedo seguirte —me dijo.

—Tienes razón; quizá comprenderás más fácilmente de otra manera, y yo mismo sabré también mejor lo que quiero decir. El enfermo, como ya dijimos antes, es amigo del médico, ¿no es así?

—Sí.

—Si ama al médico, es a causa de la enfermedad y en vista de la salud.

—Sí.

—Pero la enfermedad es un mal.

—¿Cómo no?

—Y la salud ¿es un bien o un mal, o no es ni lo uno ni lo otro?

—Un bien —dijo.

—Ya hemos dicho, me parece, que el cuerpo que no es ni bueno ni malo en sí, ama la medicina a causa de la enfermedad, es decir, a causa de un mal; mientras que la medicina es un bien, y además se ama la medicina en vista de la salud. Y la salud es un bien, ¿no es así?

—Sí.

—¿La salud es amiga o enemiga?

—Amiga.

—¿Y la enfermedad es enemiga?

—De hecho lo es.

—Luego lo que en sí no es ni malo ni bueno, ama lo que le es bueno, a causa de lo que le es malo, y en vista de lo que es bueno.

—Me parece bien.

—El que ama, por consiguiente, ¿ama lo que le es amigo a causa de lo que le es enemigo?

—Así parece.

—Bien; pero ahora, queridos míos, tengamos cuidado de no dejarnos engañar. No insisto sobre este punto de que el amigo se ha hecho el amigo del amigo y lo semejante amigo de su semejante, por más que lo creyéramos imposible; examinemos más bien si hay algún error en lo que acabamos de sentar. La medicina, hemos dicho, se la ama en vista de la salud.

—Sí.

—Luego se ama la salud.

—Ciertamente.

—Y si se la ama ¿es en vista de alguna cosa?

 

—Sí.

—De alguna cosa que también se ama, para ser fieles a nuestras premisas.

—Sin duda.

—Y se amará esta cosa a su vez en vista de alguna otra que también se ame.

—Sí.

—Prosiguiendo así indefinidamente, es necesario que lleguemos a un principio que no suponga ninguna otra cosa amada, a un primer principio de amistad, el mismo en cuya virtud decimos que amamos todas las demás cosas.

—Necesariamente.

—Digo ahora, que es preciso tener presente que todas las demás cosas que nosotros amamos, en vista de esta primera, no nos causen ilusión, porque no son más que imágenes, mientras que ese primer principio es el único y primer bien, a decir verdad, que nosotros amamos. He aquí cómo es preciso entenderlo. Cuando se da un gran valor a una cosa, como un padre que prefiere un hijo, por ejemplo, a todos los demás bienes, ¿no habrá otro objeto al que este padre dé también un gran valor como resultado de su amor al hijo? Si le dicen que su hijo bebió la cicuta, ¿no dará un gran valor al vino, si cree que el vino puede salvarle?

—Ciertamente.

—¿No se lo dará también a la vasija que contenga el vino?

—Ciertamente.

—¿No hará entonces más caso de una copa de barro o de tres medidas de vino que de su hijo? Y así es preciso decir, que lo que amamos no son estas cosas que buscamos en vista de otra, sino que amamos esta cosa misma, en cuya vista ansiamos las otras cosas; y aunque se diga que amamos el oro y el dinero, nada hay menos verdadero, porque lo que amamos es aquello en cuya vista damos valor al oro y al dinero y a otros bienes igualmente. ¿No es cierto esto?

—Muy cierto.

—Apliquemos este razonamiento a la amistad, y digamos que todas las cosas que llamamos amigas, amándolas en vista de otra cosa, no merecen este nombre; no hay más amigo que ese principio a que se refieren todas nuestras pretendidas amistades.

—Bien puede suceder que así sea.

—Por consiguiente, el amigo verdadero jamás es amado en vista de otro amigo.

—Eso es cierto.

—He aquí lo que resulta probado: el amigo no es amado en vista de otro amigo. ¿Pero no amamos lo bueno?

—Me parece que sí.

—¿Lo bueno es amado a causa de lo malo? Si, por ejemplo, de nuestros tres géneros: lo bueno, lo malo y lo que no es malo ni bueno, no quedasen más que dos, y el tercero, el mal, llegase a desaparecer, y no atacase ni al cuerpo ni al alma, ni a ninguna de estas cosas que hemos llamado, ni buenas, ni malas ¿no es cierto que lo bueno no nos serviría de nada, y que se nos haría inútil? No existiendo nada que nos perjudicase, ninguna necesidad tendríamos del socorro de lo bueno. En este concepto sería del todo evidente que a causa del mal únicamente es como nosotros buscaríamos el bien, y que no le amaríamos sino como remedio del mal, siendo el mal nuestra enfermedad, porque, cuando no existe el mal, no hay necesidad de remedios. Digo, pues, que lo bueno es de tal naturaleza, que nosotros que estamos entre el bien y el mal, no podemos amarlo sino a causa del mal, y que en sí mismo no es de ninguna utilidad.

—Me parece bien que sea así.

—Por lo tanto, este amigo, al que se refieren todas nuestras pretendidas amistades por las cosas que amamos en vista de otra, en nada se parece a estas cosas. A estas las llamaremos amigas en vista de otra cosa amiga. Pero el amigo verdadero es de una naturaleza del todo opuesta. No existe en efecto, como ya dijimos, sino con relación a lo que es enemigo nuestro; si este enemigo llegara a desaparecer, el amigo igualmente cesará de existir para nosotros.

—Yo no lo creo, por lo menos, de la manera que ahora lo cuentas.

—¡Por Zeus! —dije yo—, ¿si se destruyera el mal no habría hambre, ni sed, ni ningún otro de estos apetitos?, o, más bien, aun cuando los hombres y los animales fuesen distintos que como son hoy día, la sed ¿no existiría sin ser dañosa? ¿O bien crees tú que la sed, el hambre y los demás apetitos quedarían los mismos al no existir el mal? Quizá es ridículo hablar de lo que sucedería en semejante caso, ni quién puede saberlo. Pero lo seguro es que, en el estado actual, la sed unas veces es un bien, otras un mal para el que la satisface; ¿no es así?

—En efecto.

—Luego el hombre que tiene sed o que satisface cualquier otro deseo, unas veces se encuentra bien, otras mal y otras ni bien ni mal.

—Sí, verdaderamente.

—Y si el mal desapareciese, dime; lo que no es naturalmente un mal, ¿debería desaparecer con él?

—No.

—Luego los deseos que no son ni buenos ni malos, ¿subsistirían en ausencia del mal?

—Así me parece.

—Pero el que desea y el que ama, ¿puede no amar el objeto de sus deseos y de su amor?

—Yo no lo creo.

—Habría por lo tanto amistades posibles, suponiendo todos los males destruidos.

—Sí.

—Si el mal diese origen a la amistad, una vez destruido el mal, la amistad no podría existir, porque cuando la causa cesa es imposible que el efecto subsista.

—Es exacto.

—¿No estamos acordes en que el que ama debe amar a causa de alguna cosa, y no hemos dado por sentado que lo que en sí no es, ni bueno, ni malo, debe amar lo bueno a causa del mal?

—Sí.

—Con lo expuesto creo haber encontrado otra razón de amar y de ser amado.

—Me parece bien.

—Pero en verdad, ¿el deseo será la causa de la amistad? El que desea, ¿ama el objeto de sus deseos por todo el tiempo que lo desea? En este caso, todo lo que hemos dicho sobre la amistad no es más que un discurso de fantasía, como si fuera un largo poema.

—Podría suceder que así fuera.

—En efecto, el que desea, dime, ¿no desea aquello de que tiene necesidad?

—Sin duda.

—El que tiene necesidad, ¿ama aquello de que tiene necesidad?

—Sí.

—Y el que tiene necesidad ¿no es porque le falta aquello que necesita?

—Sí.

—Me parece, por consiguiente, que lo conveniente debe ser el objeto del amor, de la amistad y del deseo; ¿qué decís a esto, Menéxeno y Lisis?

Ambos convinieron en ello.

—Si los dos sois amigos, el uno del otro, es porque existe entre vosotros una conveniencia natural.

—Sí, muy grande —dijeron ambos.

—Por lo tanto, mis queridos jóvenes, si alguno desea o ama a otro, jamás podría ni desearle, ni amarle, ni buscarle, si no encontrase entre él y el objeto de su amor alguna conveniencia o afinidad de alma, de carácter o de exterioridad.

—Es cierto —dijo Menéxeno. Lisis guardó silencio.

—Amar lo que nos conviene naturalmente nos parece cosa necesaria.

—Sí.

—¿Y es también una necesidad el ser amado por aquel que verdadera y sinceramente se ama?

Lisis y Menéxeno apenas hicieron signo de asentimiento; pero Hipótales, lleno de gozo, mudaba cada instante de color. Queriendo yo poner en claro esta opinión, dije entonces:

—Si lo conveniente difiere de lo semejante, me parece, Lisis y Menéxeno, que hemos encontrado la última palabra de la amistad. Pero si lo conveniente y lo semejante resultan ser una misma cosa, no nos será fácil sustraernos a la objeción propuesta ya, de que lo semejante es inútil a lo semejante, a causa de su misma identidad; y por otra parte sostener que el amigo no es útil, es un absurdo. ¿Queréis, para no alucinamos con nuestros propios discursos, que demos por concedido, que lo conveniente y lo semejante son diferentes entre sí?

—Sí, lo queremos.

—Diremos también que lo bueno conviene a todo, y que lo malo no conviene a nada. ¿O bien es preciso decir, que lo bueno conviene a lo bueno, lo malo a lo malo, y lo que no es ni bueno ni malo en sí, a lo que no es ni bueno ni malo?

Ellos estuvieron conformes en que cada uno de estos géneros conviniese con el suyo respectivo.

—He aquí, mis queridos jóvenes, que hemos vuelto a las primeras opiniones sobre la amistad, a las que ya hemos rechazado, porque lo injusto se hace amigo de lo injusto, como lo malo de lo malo, y lo bueno de lo bueno.

—En efecto.

—Pero qué, si lo bueno y lo conveniente no son más que una misma cosa, solo lo bueno puede ser amigo de lo bueno.

—Ciertamente.

—Creo que hemos refutado ya esto; ¿no os acordáis?

—Nos acordamos.

—Entonces, ¿para qué razonar más?

—¿No es claro que a nada conduce? Me limitaré, pues, como hacen los abogados hábiles en sus defensas, a resumir todo lo que hemos dicho. Si el amigo no es el que ama, ni el que es amado, ni el semejante, ni el contrario, ni lo bueno, ni lo malo, ni ninguna de las demás cosas a que hemos pasado revista, porque por su mucho número no puedo recordarlas todas, si ninguna de estas cosas, repito, es el amigo, entonces nada tengo que decir.

En este acto me vino la idea de provocar a alguno de más edad, pero en el mismo momento, dirigiéndose a nosotros como demonios los pedagogos de Lisis y Menéxeno, con los hermanos de estos, los llamaron para volver a casa, porque era ya tarde. Desde luego, todos los que estábamos allí presentes quisimos retenerlos, pero bien pronto, sin hacer aprecio de nosotros, se pusieron furiosos, y continuaron llamando los jóvenes en su lenguaje semi-bárbaro; y como parecía que habían bebido con algún exceso a causa de las fiestas, y no estaban por lo tanto en disposición de escucharnos, cedimos al fin, y cortamos la conversación.

Cuando se marchaban, dije a Lisis y Menéxeno, que nos habíamos puesto quizá en ridículo ellos y yo, viejo como ya soy, porque los que presenciaron la conversación irán diciendo, que pensábamos ser amigos, y yo lo soy vuestro, y no hemos podido descubrir lo que es el amigo.

FEDRO

Argumento del Fedro[1] por Patricio de Azcárate

Según una tradición, que no tenemos necesidad de discutir, el Fedro es obra de la juventud de Platón. En este diálogo hay, en efecto, todo el vigor impetuoso de un pensamiento que necesita salir fuera, y un aire de juventud que nos revela la primera expansión del genio. Platón viste con colores mágicos todas las ideas que afectan a su juvenil inteligencia, todas las teorías de sus maestros, todas las concepciones del cerebro prodigioso que producirá un día la República y las Leyes. Tradiciones orientales, ironía socrática, intuición pitagórica, especulaciones de Anaxágoras, protestas enérgicas contra la enseñanza de los sofistas y de los rectores, que negaban la verdad inmortal y despojaban al hombre de la ciencia de lo absoluto, todo esto se mezcla sin confusión en esta obra, donde el razonamiento y la fantasía aparecen reconciliados, y donde encontramos en germen todos los principios de la filosofía platónica. Esta embriaguez del joven sabio, este arrobamiento que da a conocer la verdad entrevista por primera vez, el autor del Fedro la llama justamente un delirio enviado por los dioses; pero estos dioses que invoca no son las divinidades de Atenas, buenas a lo más para inspirar al artista o al poeta; es Pan, la vieja divinidad pelásgica; son las ninfas de los arroyos y de las montañas; es el espíritu mismo de la naturaleza, revelando al alma atenta y recogida los secretos del universo.

¿Cuál es el objeto del diálogo? Nos parece imposible reducir a la unidad una obra tan compleja. Lo propio del genio de Platón es abordar a la vez las cuestiones más diversas, y a la vez resolverlas; como lo propio del genio de Aristóteles es distinguir todas las partes de la ciencia humana, que Platón había confundido. Un tratado de Aristóteles presenta un orden riguroso, porque el objeto, por vasto que sea, es siempre único. Un diálogo de Platón abraza, en su multiplicidad, la psicología y la ontología, la ciencia de lo bello y la ciencia del bien.

En el Fedro pueden distinguirse dos partes: en la primera, Sócrates inicia a su joven amigo en los misterios e la eterna belleza; le invita a contemplar con él aquellas ciencias, cuya visita llena nuestras almas de una celestial beatitud, cuando, aladas y puras de toda mancha terrestre, se lanzan castamente al cielo en pos de Zeus y de los demás dioses; le enseña a despreciar esos placeres groseros que le harían andar errante durante mil años por tierras de proscripción; le enseña igualmente a alimentar su inteligencia con lo verdadero, lo bello y lo bueno, para merecer un día tomar sus alas y volar de nuevo a la patria de las almas; le dice, en fin, que si el amor de los sentidos nos rebaja al nivel de las bestias, la pura unión de las inteligencias, el amor verdaderamente filosófico, por la contemplación de las bellezas imperfectas de este mundo, despierta en nosotros el recuerdo de la esencia misma de la belleza, que irradiaba en otro tiempo a nuestros ojos en los espacios infinitos, y que, purificándonos, abrevia el tiempo que debemos pasar en los lugares de prueba.

 

En la segunda parte intenta sentar los verdaderos principios del arte de la palabra, que los Tisias y los Gorgias habían convertido en arte de embuste y en instrumento de codicia y de dominación. A la retórica siciliana, que enseña a sus discípulos a corromperse, a engañar a la multitud, a dar a la injusticia las apariencias del derecho, y a preferir lo probable a lo verdadero, Platón opone la dialéctica, que, por medio de la definición y la división, penetra desde luego en la naturaleza de las cosas, proponiéndose mirar como objeto de sus esfuerzos, no la opinión con que se contenta el vulgo, sino la ciencia absoluta, en la que descansa el alma del filósofo.

Sin embargo, existe un lazo entre estas dos partes del diálogo. El discurso de Lisias contra el amor y los dos discursos de Sócrates son como la materia del examen reflexivo sobre la falsa y la verdadera retórica, que llena toda la segunda parte.

Nada hay que decir sobre el arte con que Platón hace hablar a sus personajes, sin que en el conjunto de su obra se desmienta jamás, ni una sola vez, su carácter. Los tipos de los diálogos son tan vivos como los de las tragedias de Sófocles y Eurípides. Nada hay más verdadero que el carácter de Fedro; de este joven, tan apasionado por los discursos, tan amante de todos los bellos conocimientos, tan pronto a ofenderse de las burlas de Sócrates contra su amigo Lisias, y, sin embargo, tan respetuoso para con la sabiduría de su venerado maestro. Nada más encantador que la curiosidad inocente con que pregunta a Sócrates si cree en el robo de la ninfa Oritía; o la franqueza generosa que le hace reconocer la vanidad de su curiosidad y confesar su ignorancia, sus preocupaciones y sus errores.

Esta conversación, en que Sócrates pasa alternativamente de las sutilezas de la dialéctica a los trasportes de la oda, se prolonga durante todo un día de verano; los dos amigos reposan muellemente acostados en la espesura de la hierba, a la sombra de un plátano, y sumergidos sus pies en las aguas del Iliso; el cielo puro del Ática irradia sobre sus cabezas; las cigarras, amantes de las musas, los entretienen con sus cantos; y las ninfas, hijas de Aqueloo, prestan su atención, embelesadas con las palabras de aquel que posee a la vez el amor de la ciencia y la ciencia del amor.