Obras Completas de Platón

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FEDRO. —Muy bien, mi querido Sócrates; pero ¿será dado a todos tener esta fuerza?

SÓCRATES. —Cuando el fin es sublime, todo lo que se sufre para conseguirlo no lo es menos.

FEDRO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Basta ya lo dicho sobre el arte y la falta de arte en el discurso.

FEDRO. —Sea así.

SÓCRATES. —Pero nos resta examinar la conveniencia o inconveniencia que pueda haber en lo escrito. ¿No es cierto?

FEDRO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Sabes cuál es el medio de hacerte más acepto a los ojos de Dios por tus discursos escritos o hablados?

FEDRO. —No, ¿y tú?

SÓCRATES. —Puedo referirte una tradición de los antiguos, que conocían la verdad. Si nosotros pudiésemos descubrirla por nosotros mismos, ¿nos inquietaríamos aún de que los hombres hayan pensado antes que nosotros?

FEDRO. —¡Donosa cuestión! Refiéreme, pues, esa antigua tradición.

SÓCRATES. —Me contaron que cerca de Náucratis,[35] en Egipto, hubo un dios, uno de los más antiguos del país, el mismo a que está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis. Este dios se llamaba Tot.[36] Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura.

El rey Thamos reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad del alto Egipto, que los griegos llaman Tebas egipcia, y que está bajo la protección del dios que ellos llaman Ammón. Tot se presentó al rey y le manifestó las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era extenderlas entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Tot le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Thamos aprobaba o desaprobaba. Se dice que el rey alegó al inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura:

«¡Oh rey!, le dijo Tot, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.[37] —Ingenioso Tot, respondió el rey, el genio que inventa las artes no está en el caso que la sabiduría, que aprecia las ventajas y las desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida».

FEDRO. —Mi querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos egipcios, y lo mismo los harías de todos los países del universo, si quisieras.

SÓCRATES. —Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Zeus en Dodona decían que los primeros oráculos salieron de una encina. Los hombres de otro tiempo, que no tenían la sabiduría de los modernos, en su sencillez consentían escuchar a una encina o a una piedra,[38] con tal de que la piedra o la encina dijesen verdad. Pero tú necesitas saber el nombre y el país del que habla, y no te basta examinar si lo que dice es verdadero o falso.

FEDRO. —Tienes razón en reprenderme, y creo que es preciso juzgar la escritura como el tebano.

SÓCRATES. —El que piensa trasmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de este, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio; y ciertamente ignora el oráculo de Ammón, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.

FEDRO. —Lo que acabas de decir es muy exacto.

SÓCRATES. —Éste es, mi querido Fedro, el inconveniente así de la escritura como de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero interrogadlas, y veréis que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos creéis que piensan; pero pedidles alguna explicación sobre el objeto que contienen y os responden siempre la misma cosa. Lo que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra, y sin saber, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, tiene siempre necesidad del socorro de su padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.

FEDRO. —Tienes también razón.

SÓCRATES. —Pero consideremos los discursos de otra especie, hermana legítima de esta elocuencia bastarda; veamos cómo nace y cómo es mejor y más poderosa que la otra.

FEDRO. —¿Qué discurso es y cuál es su origen?

SÓCRATES. —El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del que estudia, es el que puede defenderse por sí mismo, el que sabe hablar y callar a tiempo.

FEDRO. —Hablas del discurso vivo y animado, que reside en el alma del que está en posesión de la ciencia, y al lado del cual el discurso escrito no es más que un vano simulacro.

SÓCRATES. —Eso mismo es. Dime: un jardinero inteligente que tuviese semillas que estimara en mucho y que quisiese ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en estío en los jardines de Adonis,[39] para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días?, o más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría indudablemente las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, contentándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.

FEDRO. —Ciertamente, mi querido Sócrates, él se ocuparía de las unas seriamente, y respecto a las otras lo miraría como un recreo.

SÓCRATES. —Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo bello y de lo bueno, ¿tendrá, según nuestros principios, menos sabiduría que el jardinero en el empleo de sus semillas?

FEDRO. —Yo no lo creo.

SÓCRATES. —Después de depositarlas en agua negra, no irá a sembrarlas con el auxilio de una pluma y con palabras incapaces de defenderse a sí mismas e incapaces de enseñar suficientemente la verdad.

FEDRO. —No es probable.

SÓCRATES. —No, ciertamente; pero si alguna vez escribe, sembrará sus conocimientos en los jardines de la escritura para divertirse; y formando un tesoro de recuerdos para sí mismo, llegado que sea a la edad en que se resienta la memoria, y lo mismo para todos los demás que lleguen a la vejez, se regocijará viendo crecer estas tiernas plantas; y mientras los demás hombres se entregarán a otras diversiones, pasando su vida en orgías y placeres semejantes, él recreará la suya con la ocupación de que acabo de hablar.

FEDRO. —Es en efecto, Sócrates, un honroso entretenimiento, si se le compara con esos vergonzosos placeres, el ocuparse de discursos y alegorías[40] sobre la justicia y demás cosas de que tú has hablado.

SÓCRATES. —Sí, mi querido Fedro. Pero es aún más noble ocuparse seriamente, auxiliado por la dialéctica y tropezando con un alma bien preparada, en sembrar y plantar con la ciencia discursos capaces de defenderse por sí mismos y defender al que los ha sembrado, y que, en vez de ser estériles, germinarán y producirán en otros corazones otros discursos que, inmortalizando la semilla de la ciencia, darán a todos los que la posean la mayor de las felicidades de la tierra.

FEDRO. —Sí, esa ocupación es de más mérito.

SÓCRATES. —Ahora que ya estamos conformes en los principios, podemos resolver la cuestión.

FEDRO. —¿Cuál?

SÓCRATES. —Aquella, cuyo examen nos ha conducido al punto que ocupamos, a saber: si los discursos de Lisias merecían nuestra censura, y cuáles son en general los discursos hechos con arte o sin arte. Me parece que hemos explicado suficientemente cuándo se siguen las reglas del arte, y cuándo de ellas se separan.

FEDRO. —Lo creo, pero recuérdame las conclusiones.

SÓCRATES. —Antes de conocer la verdadera naturaleza del objeto sobre el que se habla o escribe; antes de estar en disposición de dar una definición general y de distinguir los diferentes elementos, descendiendo hasta sus partes indivisibles; antes de haber penetrado por el análisis en la naturaleza del alma, y de haber reconocido la especie de discursos que es propia para convencer a los distintos espíritus; dispuesto y ordenado todo de manera que a un alma compleja se ofrezcan discursos llenos de complejidad y de armonía, y a un alma sencilla discursos sencillos, es imposible manejar perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir, como queda bien demostrado en todo lo que precede.

FEDRO. —En efecto, tal ha sido nuestra conclusión.

SÓCRATES. —¿Pero qué?, ¿sobre la cuestión de si es lícito o vergonzoso pronunciar o escribir discursos, y bajo qué condiciones este título de autor de discursos puede convertirse en un ultraje, lo que hemos dicho hasta aquí, no nos ha ilustrado suficientemente?

 

FEDRO. —Explícate.

SÓCRATES. —Hemos dicho, que si Lisias o cualquier otro ha compuesto o llega a componer un escrito sobre un objeto de interés público o privado, si ha redactado leyes, que son, por decirlo así, escritos políticos, y si piensa que hay en ellos mucha solidez y mucha claridad, no sacará otro fruto que la vergüenza que tendrá, dígase lo que se quiera. Porque ignorar, sea dormido, sea despierto, lo que es justo o injusto, bueno o malo, ¿no sería la cosa más vergonzosa, aun cuando la multitud toda entera nos cubriera de aplausos?

FEDRO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Pero supóngase un hombre que piensa que en todo discurso escrito, no importa sobre qué objeto, hay mucho de superfluo; que ningún discurso escrito o pronunciado, sea en verso, sea en prosa, debe mirársele como un asunto serio (a la manera de aquellos trozos que se recitan sin discernimiento y sin ánimo de instruir y con el solo objeto de agradar), y que, en efecto, los mejores discursos escritos no son más que una ocasión de reminiscencia para los hombres que ya saben; supóngase que también cree que los discursos destinados a instruir, escritos verdaderamente en el alma, que tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno, son los únicos donde se encuentran reunidas claridad, perfección y seriedad, y que tales discursos son hijos legítimos de su autor; primero, los que él mismo produce, y luego los hijos o hermanos de los primeros, que nacen en otras almas sin desmentir su origen; y supóngase, en fin, que tal hombre no reconoce más que estos y desecha con desprecio todos los demás; este hombre podrá ser tal, que Fedro y yo desearíamos ser como él.

FEDRO. —Sí, yo lo deseo, y así lo pido a los dioses.

SÓCRATES. —Basta de diversión sobre el arte de hablar; y tú vas a decir a Lisias, que habiendo bajado al arroyo de las ninfas y al asilo de las musas, hemos oído discursos ordenándonos que fuésemos a decir a Lisias y a todos los autores de discursos, después a Homero y a todos los poetas líricos o no líricos, y, en fin, a Solón y a todos los que han escrito discursos del género político, bajo el nombre de leyes, que si, componiendo estas obras, alguno de ellos está seguro de poseer la verdad, y si es capaz de defender lo que ha dicho, cuando se le someta a un serio examen, y de superar sus escritos con sus palabras, no deberá llamarse autor de discursos, sino tomar su nombre de la ciencia a la que se ha consagrado por completo.

FEDRO. —¿Qué nombre quieres darles?

SÓCRATES. —El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece que solo conviene a dios; mejor les vendría el de amigos de la sabiduría, y estaría más en armonía con la debilidad humana.

FEDRO. —Lo que dices es muy racional.

SÓCRATES. —Pero el que no tiene cosa mejor que lo que ha escrito y compuesto con despacio,[41] atormentando su pensamiento y añadiendo y quitando sin cesar, nosotros les dejaremos los nombres de poetas, y de autores de leyes y de discursos.

FEDRO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Cuéntaselo todo esto a tu amigo.

FEDRO. —¿Pero tú qué piensas hacer?, porque tampoco es justo que te olvides de tu amigo.

SÓCRATES. —¿De quién hablas?

FEDRO. —Del precioso Isócrates, ¿qué le dirás?, ¿o qué diremos de él?

SÓCRATES. —Isócrates es aún joven, mi querido Fedro; sin embargo, quiero participarte lo que siento respecto a él.

FEDRO. —Veamos.

SÓCRATES. —Me parece que tiene demasiado ingenio, para comparar su elocuencia con la de Lisias, y tiene un carácter más generoso. No me sorprenderá, que, adelantando en años, sobresalga en la facultad que cultiva, hasta el punto de que sus predecesores parecerán niños a su lado,[42] y que poco contento de sus adelantos, se lance a ocupaciones más altas por una inspiración divina. Porque hay en su alma una disposición natural a las meditaciones filosóficas.[43] He aquí lo que yo tengo que anunciar de parte de los dioses de estas riberas a mi amado Isócrates. Haz tú otro tanto respecto a tu querido Lisias.

FEDRO. —Lo haré, pero marchémonos, porque el aire ha refrescado.

SÓCRATES. —Antes de marchar, dirijamos una plegaria a estos dioses.

FEDRO. —Lo apruebo.

SÓCRATES. —¡Oh Pan y demás divinidades de estas ondas!, dadme la belleza interior del alma, y haced que el exterior en mí esté en armonía con esta belleza espiritual. Que el sabio me parezca siempre rico; y que yo posea solo la riqueza que un hombre sensato puede tener y emplear.

¿Tenemos que hacer algún otro ruego más? Yo no tengo más que pedir.

FEDRO. —Haz los mismos votos por mí; entre amigos todo es común.

SÓCRATES. —Partamos.

DIÁLOGOS POLÉMICOS


FILEBO

Argumento del Filebo[1] por Patricio de Azcárate

Desde las primeras páginas, aparece sentado en el Filebo con las diversas soluciones que puede tener el siguiente problema: ¿en qué consiste la felicidad del hombre? Filebo responde que en el placer, y Sócrates que en la sabiduría, o quizá en un género de vida superior a la sabiduría y al placer. Para ilustrar esta cuestión, es preciso estudiar sucesivamente, en su naturaleza y en sus elementos, el placer y la sabiduría, compararlos, y reconocer si el uno de los dos encierra el soberano bien; y en otro caso, si es preciso buscar este bien, sea fuera de la sabiduría y el placer, sea en cierta asociación del placer y de la sabiduría reunidos. En esta última idea, arrojada a propósito al principio de la conversación, se entrevé ya la opinión que la discusión va a dar de sí paulatinamente y poner en evidencia; opinión que será el término del diálogo al que Platón conduce al lector.

Sócrates sienta desde luego en principio que el soberano bien debe ser concebido como bastándose a sí mismo. Esta última condición ha de ser la de la vida del placer o la de la vida sabia, para convertirse la una o la otra en vida dichosa. Preguntémonos, en primer lugar, si el placer, el placer solo, y por sí solo, basta a la felicidad del hombre. La experiencia y la reflexión demuestran que es incapaz. ¿Qué hombre se considera dichoso, aun en medio de los placeres mayores y más vivos, viviendo sin inteligencia, sin memoria, sin ciencia de ninguna clase? No hay uno solo. Esto es en concepto de que, en los términos en que ha debido sentarse el problema de la felicidad realizada por el placer, este solo, sin ningún elemento extraño, es el que debe constituir la vida dichosa, la vida toda entera. Si es cosa que haya de entrar otro elemento, el placer ya no es el soberano bien, porque entonces no se basta a sí mismo. He aquí el primer razonamiento contra la identidad del soberano bien y del placer. Pero hay más. No solo el placer, reducido a sí mismo, no hace al hombre dichoso, sino que, examinándolo de cerca, se hace imposible, se desvanece y se anonada él mismo. En efecto, si el placer solo existe para nosotros con la conciencia de que lo tenemos, y si la idea de un placer, que experimentamos sin saberlo, equivale a la negación del placer mismo, evidentemente con el sentimiento de este se mezcla siempre un elemento de otra naturaleza, cuya exclusión lleva consigo la del placer mismo. Por lo tanto, el placer no se basta, y la vida que puede proporcionar no es apetecible, y si se quiere, ni aun posible, y así no constituye el soberano bien.

Otro tanto debe decirse de la sabiduría. Porque reducida solo a los bienes de la inteligencia y de la ciencia, por extensa que se la suponga, ningún hombre se consideraría dichoso sin placeres y sin dolores de clase alguna. La vida sabia, como la de placer, no se basta, y por consiguiente, tampoco constituye la felicidad.

Solo falta que la vida dichosa resulte de una mezcla de la sabiduría y del placer; pero ¿cuál de los dos será el elemento preponderante, y cuál debe mirarse, no como el bien mismo, sino como causa del bien? Filebo sostiene naturalmente la superioridad del placer; Sócrates está por la sabiduría, y no duda en afirmar que si el primer rango es debido necesariamente a un principio desconocido, que hace dichosa la vida mezclada de los dos elementos en cuestión, da el segundo rango, por corresponderle de derecho, a la inteligencia, porque tiene más afinidad que el placer con este principio de bien, y se ofrece a suministrar la prueba de esta proposición, que sienta en primer término.

La cuestión de preeminencia entre la inteligencia y el placer aparece aquí resuelta con razones metafísicas. Sócrates, volviendo a ideas que no había hecho más que indicar en el principio del Filebo, abraza, en cierta manera, de una mirada todos los seres del universo, y los divide en dos grandes grupos; comprendiendo en el primero los que participan del infinito, que es preciso entender aquí en el sentido de indeterminado, siendo de este número lo más y lo menos, lo fuerte y lo suave; en una palabra, todo lo que se resiste a una determinación precisa, y en el segundo, los seres finitos, es decir, determinados de una manera cualquiera, como lo igual y la igualdad, lo doble, etcétera. Después de estos dos primeros órdenes de existencia se concibe un tercero, en el que lo indeterminado y lo determinado se combinan, estableciéndose un acuerdo entre lo finito y lo infinito, para producir seres mixtos, tales como la naturaleza sensible nos los presenta. Pero hay un principio de estas tres especies de seres; un principio distinto de las tres, como una causa es distinta de su efecto. Esta causa productora constituye evidentemente una cuarta especie, que completa la clasificación de todos los seres y de todas las maneras de ser posibles. Si ahora examinamos en qué clase es preciso colocar la vida mezclada de placer y de sabiduría, aceptada ya por una y otra parte como única capaz de constituir la felicidad, es claro que pertenece a esta manera de ser mixta, en la que lo finito y lo infinito se mezclan, porque es propio de la sabiduría y del placer ser a la vez infinitos e indeterminados, por su naturaleza, y finitos y determinados en la vida real. Y así esta existencia se coloca con razón en el tercer rango.

¿Pero a qué orden corresponde el placer, y a cuál la inteligencia, tomados cada uno en sí mismo? Éste es el secreto de la preeminencia del uno o del otro, según que por su naturaleza se aproximan o se alejan del primer rango de los seres, del Bien. Admitamos que el placer sea de la especie del infinito, que corresponde al segundo rango en el orden de las existencias; resta saber, si la sabiduría le es superior o no. Es claro, que si por su esencia está más próxima a la causa productora de toda existencia, necesariamente tiene la mayor parte en la mezcla del placer y de la sabiduría, que forma la vida dichosa, y que es más causa de la felicidad que el placer, siendo casi el placer mismo. Ésta es efectivamente la conclusión a la que llega Sócrates. No concibe un principio de las cosas desprovisto de sabiduría, de inteligencia y de razón; afirma, por el contrario, que este principio es a sus ojos una inteligencia suprema, una sabiduría absoluta, y la prueba la encuentra en el aspecto del universo. Lo compara al hombre, que es un compuesto de agua, de aire, de tierra y de fuego, estos cuatro elementos primordiales de los antiguos, unidos a un alma, fuerza vital y conservadora a la vez, que procede de la causa primera y creadora, y cree firmemente que el universo, que es también un cuerpo compuesto de los mismos elementos, pero más complicado aún y más admirable que el cuerpo humano, no puede menos de tener un alma que lo anime y que lo gobierne. Esta alma, que bajo tantos aspectos merece los nombres de sabiduría y de inteligencia, es de igual género que la misma causa primera. He aquí por lo tanto la sabiduría identificada con la causa primera, y colocada de hecho por encima del placer. Por lo tanto, en su mezcla con el placer, es la sabiduría verdaderamente el elemento predominante, es decir, el elemento determinante de la felicidad.

 

Después de esta argumentación, tan fuerte y tan elevada, en favor de la sabiduría, Sócrates, recurriendo a nuevos argumentos, propone estudiar en su lugar, en su origen, en sus caracteres y sus diferencias, la sabiduría y el placer; comenzando por este, sin olvidar el dolor, que está estrechamente unido a aquel.

He aquí los resultados de este estudio minucioso y delicado, modelo admirable de análisis psicológico, y que es quizá la parte más interesante del Filebo.

Las afecciones del placer y del dolor pertenecen a una naturaleza finita, dotada de un cuerpo y un alma, a un compuesto de elementos diversos, que aspiran a mantenerse en equilibrio y en una proporción perpetuamente movible y variable, cuyo restablecimiento produce el placer con el orden, y cuya dislocación produce el desorden con el dolor; afecciones que solo convienen al animal y al hombre, y de ninguna manera a la naturaleza divina, simple e infinita en sí, incapaz igualmente de gozar y de sufrir. Platón relega también al dominio de la fábula la vieja historia de los dioses, y hace concebir, acerca de la persona divina, una idea, que oscurecía aún el antropomorfismo, que en todos tiempos la ha falseado.

Ciertas afecciones solo tocan al cuerpo, pero el alma tiene también sus dolores y sus placeres, que le son comunes con el cuerpo, gracias a la memoria que guarda, por decirlo así, el recuerdo de todas nuestras modificaciones sensibles, ya de una manera espontánea, pero vaga e incompleta, ya por una reflexión voluntaria, debida clara y completamente al esfuerzo de la reminiscencia. Esta especie de memoria es aquella de la que nace el deseo que se encuentra también unido a la inteligencia.

La verdad y la falsedad son condiciones del placer y del dolor, lo mismo que de nuestras opiniones, tan pronto conformes con su objeto como disconformes; es un placer falso la alegría por un suceso irrealizable; es un dolor falso el temor de una desgracia imaginaria. El placer y el dolor verdaderos tienen siempre un objeto real.

El alma no está necesariamente en un estado continuo de placer o de pena, opinión que concuerda con la precedente: que ciertas afecciones solo interesan al cuerpo. En efecto, si el alma no tiene conciencia de todos los fenómenos de la sensibilidad, pueden concebirse momentos en que no tenga placer, ni pena.

Platón en este pasaje alude a la opinión, bien conocida en su tiempo en Grecia, de Antístenes y de sus secuaces sobre el placer y el dolor. Era esta la escuela de los cínicos, quienes, por horror al placer y a sus consecuencias, negaban que existiese un placer en sí mismo; y rehusándole todo carácter positivo y real, lo definían como la ausencia del dolor. Según ellos no hay placer verdadero. Alejándose de la escuela cínica, Platón toma de ella argumentos contra los sensualistas exagerados, y entre otros el siguiente: «Los placeres mayores y más vivos no son los mejores; primero, porque no se obtienen sino al precio de los deseos más violentos y de las necesidades más exigentes, es decir, al precio de los dolores inevitables; y segundo, porque no pertenecen a la vida del sabio, quien sostiene la prudente máxima: nada en demasía; sino que siguen al estragado, que se entrega al placer sin prudencia y sin freno». Otro argumento de la misma escuela: «Gran número de placeres y de dolores, tanto del cuerpo como del alma, propenden a una mezcla íntima de dolor y de placer, de tal modo confundidos, que es imposible excluir el uno sin el otro, por más que sea justo decir que tan pronto es el dolor el que predomina como es el placer».

Pero la existencia de estos placeres mezclados, no prueba nada contra la realidad de otros sin mezcla, aquellos que Platón llama placeres verdaderos. Éstos no tienen por objeto el espectáculo móvil y variable de las figuras, de los colores, de los sonidos, de las apariencias de todas clases, que nos ofrece el mundo sensible.