Obras Completas de Platón

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PROTARCO. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —Después de esto, no queda otro recurso que acudir a las probabilidades, ejercitar los sentidos mediante la experiencia y una cierta rutina, valiéndose del talento de conjeturar, al que dan muchos el nombre de arte, cuando ha llegado a adquirir su perfección por la reflexión y el trabajo.

PROTARCO. —Lo que dices es indudable.

SÓCRATES. —¿No se encuentra en este caso la música, puesto que no arregla sus armonías por la medida sino por las conjeturas que al azar suministra el hábito; así como la parte instrumental de este arte tampoco se somete a una justa medida al poner en movimiento cada cuerda, obrando también por conjetura, de manera que en la música hay muchas cosas oscuras y muy pocas ciertas?

PROTARCO. —Nada más verdadero.

SÓCRATES. —Tendremos que lo mismo sucede con la medicina, con la agricultura, con la navegación y con el arte militar.

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Que, por el contrario, la arquitectura hace uso, a mi parecer, de muchas medidas e instrumentos que le dan una gran fijeza, y la hacen más exacta, que la mayor parte de las ciencias.

PROTARCO. —¿En qué?

SÓCRATES. —En la construcción de buques, de casas y de otras grandes obras de carpintería, porque pienso que se sirve de la regla, del torno, del compás, de la plomada y del desabollador.

PROTARCO. —Dices verdad, Sócrates.

SÓCRATES. —Separemos, pues, las artes en dos órdenes, puesto que unas, siendo dependientes de la música, tienen menos precisión en sus obras; y otras que, perteneciendo a la arquitectura, la tienen mayor.

PROTARCO. —Sea así.

SÓCRATES. —Coloquemos entre las artes más exactas aquellas de que al principio hicimos mención.

PROTARCO. —Me parece que hablas de la aritmética y de las otras artes que mencionaste con ella.

SÓCRATES. —Justamente. Pero, Protarco, ¿no habrá precisión de decir, que estas mismas artes son de dos clases?, ¿o qué piensas tú?

PROTARCO. —Te suplico, me digas qué artes.

SÓCRATES. —Por lo pronto, la aritmética. ¿No debemos reconocer que hay una vulgar y otra propia de los filósofos?

PROTARCO. —¿Y cómo se fija la diferencia que hay entre estas dos clases de aritmética?

SÓCRATES. —No es pequeña, Protarco. Porque el vulgo hace entrar en el mismo cálculo unidades desiguales, como dos ejércitos, dos bueyes, dos unidades muy pequeñas o muy grandes. Los filósofos, por el contrario, nunca darán oídos a quien se niegue a admitir que, entre todas las unidades, no hay una unidad que no difiera absolutamente nada de otra unidad.

PROTARCO. —Tienes razón en decir que entre los que hacen uso de la ciencia de los números no es pequeña la diferencia, y por consiguiente que hay fundamento para distinguir dos especies de aritméticas.

SÓCRATES. —Y bien, el arte de calcular y de medir, que emplean los arquitectos y los mercaderes, ¿no difiere de la geometría y de los cálculos razonados de los filósofos? ¿Diremos que es el mismo arte, o los contaremos como dos?

PROTARCO. —Después de lo que se acaba de decir, mi dictamen es que son dos artes.

SÓCRATES. —Muy bien. ¿Comprendes por qué hemos entrado en esta discusión?

PROTARCO. —Quizá. Sin embargo, me daré por satisfecho si oigo de tu boca la contestación a esa pregunta.

SÓCRATES. —Me parece que con este discurso nos proponemos ahora, como en un principio, proceder a una indagación que guarde consonancia con la que ya hicimos sobre los placeres, y para examinar también si a la manera que hay unos placeres más puros que otros, sucede lo mismo respecto de las ciencias.

PROTARCO. —Es claro que estamos comprometidos por ese rumbo.

SÓCRATES. —Pero qué, ¿no hemos visto ya antes, que unas artes son más precisas y otras más confusas?

PROTARCO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Con relación a las artes más exactas, después de haber llamado a cada una con un solo nombre, y hecho nacer en nosotros el pensamiento de que este arte es uno, ¿no parece ahora que son dos artes y ocurre que interrogamos de nuevo, para saber lo que hay de preciso y de puro en cada uno, y si el arte que emplean los filósofos es más exacto que el arte de los que no lo son?

PROTARCO. —En efecto, me parece que es eso lo que se intenta averiguar.

SÓCRATES. —Y bien, ¿qué respuesta daremos?

PROTARCO. —¡Oh Sócrates!, ¡qué diferencias tan sorprendentes hemos llegado a encontrar entre las ciencias a fuerza de precisarlas!

SÓCRATES. —De esa manera responderemos con más facilidad.

PROTARCO. —Sin duda; y diremos que las artes que tienen por objeto la medida y el número difieren infinitamente de las otras; y aun estas mismas, en tanto que aplicadas por los verdaderos filósofos, las superan por la exactitud y la verdad más de lo que puede imaginarse.

SÓCRATES. —Sea como tú dices, y bajo tu palabra responderemos con confianza a los hombres temibles por su habilidad en el arte de prolongar la discusión, que…

PROTARCO. —¿Qué?

SÓCRATES. —Que hay dos aritméticas y dos geometrías, y que, dependiendo de estas otra multitud de artes, aunque comprendidas bajo un solo nombre, son, sin embargo, dobles de la misma manera.

PROTARCO. —De acuerdo, demos esta respuesta, Sócrates, a esos hombres, que, según dices, son tan temibles.

SÓCRATES. —Diremos, pues, que estas ciencias son de la más completa exactitud.

PROTARCO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Pero, Protarco, la dialéctica nos echaría en cara, que dábamos a otra ciencia la preferencia sobre ella.

PROTARCO. —¿Qué debe entenderse por dialéctica?

SÓCRATES. —Es claro que es la ciencia que conoce todas las ciencias de que hablamos. Creo, en efecto, que todos los que tienen un poco de inteligencia convendrán en que el conocimiento más verdadero, sin comparación, es el que tiene por objeto el ser, lo que existe realmente, y cuya naturaleza es siempre la misma. Y tú, Protarco, ¿qué juicio formas?

PROTARCO. —Sócrates, he oído muchas veces decir a Gorgias, que el arte de persuadir tiene ventajas sobre los demás, porque todo se somete a él, no por la fuerza, sino por la voluntad; en una palabra, que es el más excelente de todos. Pero yo no querría ahora combatir su opinión; ni la tuya.

SÓCRATES. —Me parece que en el momento de tomar las armas contra mí te ha dado vergüenza y las has abandonado.

PROTARCO. —Pues bien. Sea lo que quieres con respecto a estas ciencias.

SÓCRATES. —¿Es culpa mía si no has comprendido bien mi pensamiento?

PROTARCO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —No te he preguntado, mi querido Protarco, cuál es el arte o la ciencia que está por encima de las otras en razón de su importancia, de su excelencia y de las ventajas que de ellas se sacan, sino cuál es la ciencia cuyo objeto es el más claro, exacto y verdadero, sea o no de una gran utilidad. He aquí lo que ahora buscamos. Así, si lo miras bien, no te expondrás a la indignación de Gorgias, concediendo al arte que profesa la ventaja sobre todos respecto a la utilidad que ofrece a los hombres. Pero en cuanto a la ciencia de que yo hablo, así como decía antes, con motivo de lo blanco, que un poco de blanco, con tal de que sea puro, supera a una gran cantidad que no lo sea, por ser lo blanco lo verdadero; en igual forma, después de una seria atención y reflexiones suficientes, sin tener en cuenta la utilidad de las ciencias, ni la celebridad que nos dan, sino considerando únicamente que hay en nuestra alma una facultad destinada a amar lo verdadero, y dispuesta a arrostrarlo todo para llegar a conocerlo, habiendo buscado por otra parte lo que hay de puro en la inteligencia y la sabiduría, veamos si no es razonable decir que estos objetos puros son lo propio de esta facultad, o si es preciso buscar otra más excelente.

PROTARCO. —Ya lo examino, y me parece difícil conceder, que ninguna otra ciencia, ni ningún otro arte, tengan más verdad que la dialéctica.

SÓCRATES. —Lo que te ha obligado a pensar así, ¿no ha sido la observación que has hecho, de que la mayor parte de las artes y de las ciencias, que tienen por objeto este mundo, dan mucho a las opiniones y examinan con gran aplicación lo que a ellas pertenece? Por ejemplo, cuando alguno se propone estudiar la naturaleza, ya sabes que ocupa toda su vida en averiguar cómo ha sido producido este universo, y cuáles son los efectos y causas de lo que en él pasa. ¿No es esto lo que decimos?

PROTARCO. —Sí.

SÓCRATES. —¿No es cierto que el objeto que este hombre se propone en sus investigaciones no es lo que existe siempre, sino lo que se hace, lo que sé hará y lo que se ha hecho?

PROTARCO. —Es muy cierto.

SÓCRATES. —¿Podemos decir que hay algo de evidente, conforme a la más exacta verdad, en lo que nunca ha existido, ni existirá, ni existe en lo presente de una manera estable?

PROTARCO. —¿Y el medio?

SÓCRATES. —¿Cómo tendremos conocimientos sólidos sobre objetos que no tienen ninguna consistencia?

PROTARCO. —Creo que no puede haberlos.

SÓCRATES. —Por consiguiente, la verdad pura no se encuentra en la inteligencia y en la ciencia que se tiene de estos objetos.

PROTARCO. —No es posible.

SÓCRATES. —Por lo tanto, es preciso que dejemos esto a un lado, tú, yo, Gorgias y Filebo; y escuchando solo a la razón, debemos afirmar lo siguiente.

PROTARCO. —¿Qué?

SÓCRATES. —Que la estabilidad, la pureza, la verdad y lo que nosotros llamamos sinceridad, no se encuentran sino en lo que subsiste siempre, en el mismo estado, de la misma manera, sin ninguna mezcla, y en seguida en lo que más se aproxime a esto; y que todo lo demás no debe ser colocado sino después y en grado inferior.

 

PROTARCO. —Nada más cierto.

SÓCRATES. —Por lo que toca a los nombres que expresan estos objetos, ¿no es muy justo dar los más bellos a los más bellos objetos?

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿No son los nombres más preciosos los de inteligencia y sabiduría?

PROTARCO. —Sí.

SÓCRATES. —Pueden ser aplicados con justa razón y con exacta verdad a los pensamientos que tienen por objeto el ser real.

PROTARCO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Lo que antes he sometido a nuestro juicio no es otra cosa que estos nombres.

PROTARCO. —Es cierto, Sócrates.

SÓCRATES. —Sea así. Y si alguno dijese que nos parecíamos a obreros, a cuya disposición se pusiese la sabiduría y el placer como materiales que deben amalgamarse para formar una obra, ¿no sería exacta esta comparación?

PROTARCO. —Muy exacta.

SÓCRATES. —¿Convendrá ahora hacer esta amalgama?

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Pero no será mejor que recordemos antes ciertas cosas?

PROTARCO. —¿Cuáles?

SÓCRATES. —Las que ya hemos mencionado; pero, a mi parecer, es una buena máxima la que ordena que se insista dos y tres veces sobre lo que es el bien.

PROTARCO. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —En nombre de Zeus, estate atento. He aquí, según recuerdo, lo que dijimos al principio de esta discusión.

PROTARCO. —¿Qué?

SÓCRATES. —Filebo sostenía que el placer es el fin legítimo de todos los seres animados y el objeto al que deben tender; que es el bien de todos y que estas dos palabras: bueno y agradable, pertenecen, hablando con exactitud, a una sola y misma naturaleza. Sócrates, por el contrario, pretendía primero, que, como lo bueno y lo agradable son dos nombres diferentes, expresan igualmente dos cosas de una naturaleza distinta y que la sabiduría participa más de la condición del bien que el placer. ¿No es esto, Protarco, lo que entonces se dijo por una y otra parte?

PROTARCO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿No convinimos entonces y convenimos ahora en lo siguiente?

PROTARCO. —¿En qué?

SÓCRATES. —En que la naturaleza del bien tiene ventajas sobre todas las demás cosas en esto.

PROTARCO. —¿En qué?

SÓCRATES. —En que el ser animado que está en posesión plena, entera, no interrumpida durante toda la vida, del bien, no tiene necesidad de ninguna otra cosa, porque aquel le basta por completo. ¿No es así?

PROTARCO. —Sí.

SÓCRATES. —¿No hemos procurado considerar con el pensamiento dos especies de vidas, absolutamente distintas la una de la otra, en las que hemos hallado, de una parte, el placer sin ninguna mezcla de sabiduría, y de otra, la sabiduría exenta igualmente de todo placer?

PROTARCO. —Lo confieso.

SÓCRATES. —¿Ha parecido a ninguno de nosotros que cada una de estas condiciones se baste a sí misma?

PROTARCO. —¿Cómo podía parecemos?

SÓCRATES. —Si entonces nos hemos separado en algo de la verdad, devuélvanos al camino el que pueda, y explíquese mejor. A este fin, debe comprender bajo una sola idea la memoria, la ciencia, la sabiduría, la opinión verdadera, y examinar si hay alguno que, privado de todo esto, consienta en gozar de cosa alguna, ni aun de los placeres, por grandes que se les suponga, sea por el número, sea por la vivacidad, si carece de la opinión verdadera tocante a la alegría que siente, si no conoce en modo alguna cuál es el sentimiento que experimenta, y si no conserva el menor recuerdo por más o menos tiempo. Lo mismo puedes decir de la sabiduría, y mira si podría escogerse la sabiduría sin ningún placer, por pequeño que fuera, más bien que con algún placer; o todos los placeres del mundo sin sabiduría más bien que con alguna sabiduría.

PROTARCO. —Eso no puede ser, Sócrates, y no es cosa de volver tantas veces a la carga, repitiendo lo que hemos dicho.

SÓCRATES. —Así pues, ni el placer ni la sabiduría son el bien perfecto, el bien apetecible para todos, el soberano bien.

PROTARCO. —No, sin duda.

SÓCRATES. —Por consiguiente, es preciso descubrir el bien o en sí mismo o en alguna imagen, para ver, como ya dijimos, a quién debemos adjudicar el segundo puesto.

PROTARCO. —Dices muy bien.

SÓCRATES. —¿No hemos encontrado algún camino que nos conduzca al bien?

PROTARCO. —¿Qué camino?

SÓCRATES. —Si se buscase un hombre, y se supiese exactamente dónde estaba, ¿no sería este un gran dato para encontrarlo?

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Lo mismo ahora, que cuando comenzamos la conversación, la razón nos ha hecho conocer que no hay que buscar el bien en una vida sin mezcla, sino en la que está mezclada.

PROTARCO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Tenemos esperanza de que lo que buscamos se nos mostrará más en descubierto en una vida muy mezclada, que en ninguna otra.

PROTARCO. —Mucho más.

SÓCRATES. —Por lo tanto, hagamos esta mezcla, Protarco, después de haber invocado los dioses, ya Dionisio, ya Hefesto, ya cualquier otra divinidad, a quien competa el cuidado de semejante mezcla.

PROTARCO. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —En cierta manera hacemos aquí el oficio de los escanciadores y tenemos a nuestra disposición dos fuentes: la del placer, que se puede comparar a una de miel; y la de la sabiduría, fuente sobria, en la que es desconocido el vino, y de donde sale un agua pura y saludable. He aquí lo que es preciso que nos esforcemos en mezclar del mejor modo posible.

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Veámoslo. ¿Conseguiríamos nuestro objeto mezclando toda especie de placer con toda especie de sabiduría?

PROTARCO. —Quizá.

SÓCRATES. —Este medio no sería seguro. Voy a proponerte un modo de hacer esta mezcla con menos riesgo.

PROTARCO. —¿Qué modo?, di.

SÓCRATES. —Tenemos, según pensamos, unos placeres más verdaderos que otros, y artes más exactas que otras.

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Asimismo unas ciencias diferentes de otras ciencias: las unas tienen por objeto las cosas sujetas a la generación y corrupción; las otras lo que no es engendrado, ni está expuesto a perecer, sino que existe siempre lo mismo y de la misma manera. Bajo el punto de vista de la verdad, hemos juzgado que estas son más verdaderas que aquellas.

PROTARCO. —Y con razón.

SÓCRATES. —Entonces, comenzando por mezclar las porciones más verdaderas de una y otra parte, examinaremos si esta mezcla es suficiente para procurarnos la vida más apetecible, o si tenemos aún necesidad de hacer entrar aquí otras porciones que no sean tan puras.

PROTARCO. —Me parece bien tomar ese partido.

SÓCRATES. —Supóngase un hombre, que tiene una idea exacta de la justicia, con la facultad de explicarla por el discurso, y provisto de las mismas ventajas en todas las demás cosas.

PROTARCO. —Bien.

SÓCRATES. —¿Tendría este hombre toda la ciencia necesaria, si, conociendo la naturaleza del círculo divino y de la esfera divina,[10] ignorase por otra parte lo que son la esfera humana y los círculos reales, e ignorase también que, para la construcción de un edificio o de cualquier otro artefacto, se necesitan estas reglas y estos círculos reales?

PROTARCO. —Nuestra situación, Sócrates, sería ridícula con estos conocimientos divinos, si no tuviésemos otros.

SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices? Entonces, ¿será preciso valerse del arte de emplear la regla y el círculo imperfectos, arte que no es sólido, ni puro?

PROTARCO. —Así tiene que ser; y sin esto no hallaríamos ni aun el camino para ir a nuestra casa.

SÓCRATES. —¿Será preciso también incorporar la música, de la que dijimos más arriba que está llena de conjeturas y de imitación, y carente por lo mismo de pureza?

PROTARCO. —Eso me parece necesario, si ha de ser la vida un tanto soportable.

SÓCRATES. —¿Quieres que a manera de un portero estrechado y forzado por un tropel de gente ceda yo y abra las puertas de par en par, y deje entrar todas las ciencias y mezclarse las puras con las que no lo son?

PROTARCO. —No veo, Sócrates, qué mal podrá resultar de que un hombre posea todas las ciencias, con tal de que tenga las primeras.

SÓCRATES. —Voy, pues, a dejarlas correr todas juntas en el recinto del poético valle de Homero.[11]

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Aquí están sueltas; pueden mezclarse. Es preciso ir hasta el origen de los placeres; porque no hemos podido hacer nuestra mezcla como al principio lo habíamos proyectado, comenzando por lo que hay de verdadero de una y otra parte, sino que la estimación que hacemos de las ciencias, nos ha obligado a admitirlas todas sin distinción, y antes que los placeres.

PROTARCO. —Dices verdad.

SÓCRATES. —Por consiguiente, es tiempo de deliberar con motivo de los placeres, sobre si los dejaremos entrar todos a la vez, o si deberemos soltar por lo pronto a los verdaderos.

PROTARCO. —Es más seguro dar desde luego entrada a estos.

SÓCRATES. —Que pasen. Después, ¿qué deberemos hacer? Si hay algunos placeres necesarios, ¿no es preciso que los mezclemos con los otros, como hemos hecho con las ciencias?

PROTARCO. —¿Por qué no? Los necesarios, se entiende.

SÓCRATES. —Pero si, así como dijimos respecto de las artes, que no había ningún peligro y antes bien que era útil para la vida el conocerlos todos, dijéramos ahora lo mismo con relación a los placeres, ¿no es preciso mezclarlos, en caso que sea ventajoso y que no haya ningún riesgo en gustarlos todos durante la vida?

PROTARCO. —¿Qué diremos en este punto, y qué partido tomaremos?

SÓCRATES. —No es a nosotros a quienes debes consultar, Protarco, sino al placer y a la sabiduría, interrogándoles de cierta manera sobre lo que el uno y la otra piensan.

PROTARCO. —¿De qué manera?

SÓCRATES. —Mis queridos amigos, ya os llaméis placeres o con otro nombre parecido, ¿qué querríais más, habitar con toda clase de sabiduría, o estar enteramente separados de ella? Creo, que no podríais menos de darnos esta respuesta.

PROTARCO. —¿Qué respuesta?

SÓCRATES. —No es, dirán los placeres, posible, ni ventajoso, como antes se observó, que un género subsista solo y aislado y sin ninguna mezcla. Hecha comparación entre todos los géneros, creemos que el más digno de habitar con nosotros es el que es capaz de conocer todo lo demás, y de tener un conocimiento tan perfecto, como es posible, de cada uno de nosotros.

PROTARCO. —Habéis respondido bien, les diremos.

SÓCRATES. —Muy bien. Después, es preciso hacer la misma pregunta a la sabiduría y a la inteligencia. ¿Tenéis necesidad de estar mezcladas con los placeres? ¿Con qué placeres?, responderán.

PROTARCO. —Sí, así parece.

SÓCRATES. —En seguida continuaremos hablándoles en esta forma. Además de los placeres verdaderos, diremos nosotros, ¿tenéis necesidad de que os acompañen los placeres más grandes y más vivos? «¿Cómo, replicarán, podemos tener nada con ellos, Sócrates, puesto que nos oponen mil obstáculos, turbando con placeres excesivos las almas en que habitamos, impidiéndonos establecernos en ellas, y haciendo perecer enteramente nuestros hijos por el olvido que ellos engendran, como resultado de la negligencia? Y así, ten por amigos nuestros a los placeres verdaderos y puros, de los que has hecho mención; une a ellos los que acompañan a la salud, la templanza y la virtud, que, formando como el cortejo de una diosa, van en su seguimiento por todas partes, y haz que entren estos en la mezcla. En cuanto a los que son compañeros inseparables de la locura y de los demás vicios, será un absurdo que les asocie a la inteligencia el que se proponga hacer la mezcla más pura, sin temores de trastorno, con ánimo de descubrir cuál es el verdadero bien del hombre y de todo el universo y qué conjeturas se pueden formar de su esencia». ¿No diremos, que la inteligencia ha respondido con mucho juicio por lo que toca a sí misma, a la memoria y a la justa opinión?

PROTARCO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Pero falta un punto necesario que tratar, y sin el cual nada puede existir.

PROTARCO. —¿Cuál es?

SÓCRATES. —Toda cosa en la que no hagamos entrar la verdad, no existirá jamás, ni nunca ha existido de una manera real.

PROTARCO. —¿Cómo podría existir?

 

SÓCRATES. —De ningún modo. Ahora, si falta aún algo a esta mezcla, decidlo vosotros, tú y Filebo. Me parece, que este es ya un punto concluido, y que se le puede mirar como una especie de mundo incorpóreo, propio para gobernar, como es debido, a un cuerpo animado.

PROTARCO. —Puedes decir con toda seguridad, Sócrates, que soy de tu dictamen.

SÓCRATES. —Si dijéramos que en este momento hemos llegado al vestíbulo y entrada de la estancia del bien, ¿no tendríamos razón?

PROTARCO. —Me parece que sí.

SÓCRATES. —¿Qué es lo que tenemos por más precioso en esta mezcla y que más contribuye a hacer semejante situación apetecible para todo el mundo? Tan pronto como lo hayamos descubierto, examinaremos con qué tiene más enlace o afinidad, si con el placer o con la inteligencia.

PROTARCO. —Muy bien. Eso nos será de gran utilidad para formar nuestro juicio.

SÓCRATES. —Pero no es difícil apercibir en toda mezcla cuál es la causa que de hecho la hace digna de estimación o verdaderamente despreciable.

PROTARCO. —¿Qué es lo que dices?

SÓCRATES. —No hay nadie que ignore esto.

PROTARCO. —¿Qué?

SÓCRATES. —Que toda mezcla, cualquiera que sea y de cualquier manera que se forme, si no entran en ella la medida y la proporción, es una necesidad que perezcan las cosas de que se compone, y la primera la mezcla misma; porque en este caso no es una mezcla, sino una verdadera confusión, que es de ordinario una desgracia real para todo lo que de ella participa.

PROTARCO. —Nada más cierto, Sócrates.

SÓCRATES. —La esencia del bien se nos ha escapado, y ha ido a refugiarse en la esencia de lo bello, porque en todo y por todas partes la justa medida y la proporción son una belleza, una virtud.

PROTARCO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Pero hemos dicho igualmente que la verdad entraba con ellas en esta mezcla.

PROTARCO. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Por consiguiente, si no podemos abarcar el bien bajo una sola idea, lo haremos nuestro bajo tres ideas, a saber: la de la belleza, la de la proporción, la de la verdad, y digamos de estas tres cosas, que forman como una sola, que son la verdadera causa de la excelencia de esta mezcla, y que, siendo buena esta causa, es mediante ella buena la mezcla.

PROTARCO. —Hablas perfectamente.

SÓCRATES. —Cualquiera puede ahora, Protarco, decidir, con relación al placer y a la sabiduría, cuál de los dos tiene más afinidad con el soberano bien, cuál es más digno de estimación a los ojos de los hombres y de los dioses.

PROTARCO. —La cuestión por sí misma se resuelve; sin embargo, será bueno producir la prueba.

SÓCRATES. —En este caso comparemos sucesivamente cada una de aquellas tres cosas con el placer y con la inteligencia, porque es preciso ver a cuál de las dos habremos de atribuir cada una de ellas, como perteneciéndole más de cerca.

PROTARCO. —Hablas sin duda de la belleza, de la verdad y de la medida.

SÓCRATES. —Sí. Fíjate, por lo pronto, en la verdad, Protarco, y fijo en ella, echa una mirada sobre las tres cosas: la inteligencia, la verdad, el placer; y después de haber reflexionado mucho tiempo sobre ellas, respóndete a ti mismo, si el placer tiene más afinidad con la verdad, que la inteligencia.

PROTARCO. —¿Qué necesidad hay de gastar tiempo en esto? La diferencia es grande, por lo que yo creo. En efecto, el placer es la cosa más mentirosa del mundo. Así se dice comúnmente, que los dioses perdonan todo perjurio cometido en los placeres de amor, que pasan por los mayores de todos, lo que supone que los placeres, semejantes a los niños, no tienen en sí la menor chispa de razón. Mientras que la inteligencia es la misma cosa que la verdad, o lo que más se le parece, y lo que hay de más verdadero.

SÓCRATES. —Considera ahora de la misma manera la medida, y mira si pertenece más al placer que a la sabiduría, o a la sabiduría más que al placer.

PROTARCO. —La cuestión que me propones no es tampoco difícil de resolver. Creo, en efecto, que en la naturaleza de las cosas es imposible encontrar nada que sea más enemigo de toda medida que el gozo y el placer extremos, ni nada más amigo de ella que la inteligencia y la ciencia.

SÓCRATES. —Has respondido bien. Completa, sin embargo, el tercer paralelo. ¿Participa la inteligencia más de la belleza que el placer, de suerte que sea cierto el decir que la inteligencia es más bella que el placer, o bien sucede todo lo contrario?

PROTARCO. —¿No es una verdad, Sócrates, que en ningún tiempo presente, pasado, ni venidero, ha visto, ni imaginado nadie, en ninguna parte, ni en concepto alguno, ni dormido, ni despierto, una inteligencia y una sabiduría privadas de belleza?

SÓCRATES. —Muy bien.

PROTARCO. —Mientras que, cuando vemos a alguno entregado a ciertos placeres, sobre todo a los más grandes, notamos que este goce los conduce, como resultado necesario, al ridículo o a la deshonra, de suerte que nosotros mismos nos ruborizamos, y huyendo de las miradas del público, ocultamos tales placeres y los confiamos a la noche, juzgando como cosa indigna que la luz del día sea testigo de ello.

SÓCRATES. —Así pues, Protarco, publicarás por todas partes a los ausentes por medio de legacías y a los presentes por ti mismo, que el placer no es el primero, ni el segundo bien, sino que el primer bien es la medida, el justo medio, la oportunidad y todas las cualidades semejantes, que deben mirarse como condiciones de una naturaleza inmutable.

PROTARCO. —Así parece, si atendemos a las reflexiones hechas.

SÓCRATES. —Que el segundo bien es la proporción, lo bello, lo perfecto, lo que se basta a sí mismo, y todo lo que es de este género.

PROTARCO. —Así parece.

SÓCRATES. —Por lo que infiero, no descartarás tampoco la verdad, poniendo por tercer bien la inteligencia y la sabiduría.

PROTARCO. —Probablemente.

SÓCRATES. —¿No pondremos en cuarto lugar las ciencias, las artes, las opiniones rectas, que hemos dicho que pertenecen al alma sola, si es cierto que estas cosas tienen un lazo más íntimo con el bien que con el placer?

PROTARCO. —Parece que sí.

SÓCRATES. —En quinto lugar colocaremos los placeres que hemos distinguido de los demás como exentos de dolor, llamándolos conocimientos puros del alma, que se producen como resultado de las sensaciones.

PROTARCO. —Quizá.

SÓCRATES. —A la sexta generación, dice Orfeo, poned fin a vuestros cantos. Me parece, que también ponemos fin a este discurso con el sexto juicio. Ya no nos queda más, después de esto, que redondear o coronar lo que se ha dicho.

PROTARCO. —No hay más remedio que hacerlo.

SÓCRATES. —Volvamos, pues, por tercera vez al mismo discurso, y demos gracias a Zeus conservador.

PROTARCO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Filebo llamaba bien al placer perfecto y pleno.

PROTARCO. —Ya veo, Sócrates, por qué dices que es necesario repetir hasta tres veces el principio de esta discusión.

SÓCRATES. —Sí; pero escuchemos lo que sigue. Como tenía presente en mi espíritu lo que acabo de exponer, y no estaba conforme con esa opinión, que no es solo de Filebo, sino de otros muchos, sostuve que la inteligencia supera en mucho en bondad al placer, y que es más ventajosa para la vida humana.

PROTARCO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Y como sospechaba que había aún otros muchos bienes, añadí que, si llegábamos a descubrir uno, que fuese preferible a estos dos, discutiría para conseguir el segundo puesto en favor de la inteligencia contra el placer, y que este no lo obtendría.

PROTARCO. —Así lo has dicho en efecto.

SÓCRATES. —Hemos visto en seguida muy claramente que ni el uno ni el otro de estos bienes es suficiente por sí mismo.

PROTARCO. —Nada más cierto.

SÓCRATES. —La inteligencia y el placer ¿no han sido declarados en esta discusión incapaces de constituir el soberano bien, estando privados de la propiedad de bastarse a sí mismos en razón de la plenitud y de la perfección?

PROTARCO. —Muy bien.

SÓCRATES. —Habiéndose presentado a nosotros una tercera especie de bien, superior a los otros dos, ha parecido que la inteligencia tenía con la esencia de este tercer bien victorioso una afinidad mil veces mayor y más íntima que el placer.

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Según el juicio, que resulta de este discurso, el placer ocupa ya el quinto lugar.