Obras Completas de Platón

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CRITÓN. —Sería preciso hacerlo, Sócrates.

SÓCRATES. —La ley continuaría diciendo: «¿Y qué adelantarías, Sócrates, con violar este tratado y todas sus condiciones? No has contraído esta obligación ni por la fuerza, ni por la sorpresa, ni tampoco te ha faltado tiempo para pensarlo. Setenta años han pasado, durante los cuales has podido retirarte, si no estabas satisfecho de mí, y si las condiciones que te proponía no te parecían justas. Tú no has preferido ni a Lacedemonia,[3] ni a Creta, cuyas leyes han sido constantemente un objeto de alabanza en tu boca, ni tampoco has dado esta preferencia a ninguna de las otras ciudades de Grecia o de los países extranjeros. Tú, como los cojos, los ciegos y todos los estropeados, jamás has salido de la ciudad, lo que es una prueba invencible de que te ha complacido vivir en ella más que a ningún otro ateniense; y bajo nuestra influencia, por consiguiente, porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable? ¡Y ahora te rebelas y no quieres ser fiel a este pacto! Pero si me crees, Sócrates, tú le respetarás, y no te expondrán a la risa pública, saliendo de Atenas; porque reflexiona un poco, te lo suplico. ¿Qué bien resultará a ti y a tus amigos, si persistís en la idea de traspasar mis órdenes? Tus amigos quedarán infaliblemente expuestos al peligro de ser desterrados de su patria o de perder sus bienes, y respecto a ti, si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas o Megara, como son ciudades muy bien gobernadas, serás mirado allí como un enemigo; porque todos los que tienen amor por su patria te mirarán con desconfianza como un corruptor de las leyes. Les confirmarás igualmente en la justicia del fallo que recayó contra ti, porque todo corruptor de las leyes pasará fácilmente y siempre por corruptor de la juventud y del pueblo ignorante. ¿Evitarás todo roce en esas ciudades cultas y en esas sociedades compuestas de hombres justos? Pero entonces, ¿qué placer puedes tener en vivir? ¿O tendrás valor para aproximarte a ellos, y decirles, como haces aquí, que la virtud, la justicia, las leyes y las costumbres deben estar por encima de todo y ser objeto del culto y de la veneración de los hombres? ¿Y no conoces que esto sería altamente vergonzoso? No puedes negarlo, Sócrates. Tendrías necesidad de salir inmediatamente de esas ciudades cultas, e irías a Tesalia a casa de los amigos de Critón, a Tesalia donde reina más el libertinaje que el orden,[4] y en donde te oirían sin duda con singular placer referir el disfraz con que habías salido de la prisión, vestido de harapos o cubierto con una piel, o, en fin, disfrazado de cualquier manera como acostumbran a hacer todos los fugitivos. ¿Pero no se encontrará uno que diga: he aquí un anciano, que no pudiendo ya alargar su existencia naturalmente, tan ciego está por el ansia de vivir, que no ha dudado, por conservar la vida, echar por tierra las leyes más santas? Quizá no lo oirás, si no ofendes a nadie; pero al menor motivo de queja te dirían estas y otras mil cosas indignas de ti; vivirás esclavo y víctima de todos los demás hombres, porque ¿qué remedio te queda? Estarás en Tesalia entregado a perpetuos festines, como si sólo te hubiera atraído allí un generoso hospedaje. Pero entonces ¿a dónde han ido a parar tus magníficos discursos sobre la justicia y sobre la virtud? ¿Quieres de esta manera conservarte quizá para dar sustento y educación a tus hijos? ¡Qué!, ¿será en Tesalia donde los has de educar? ¿Creerás hacerles un bien convirtiéndolos en extranjeros y alejándolos de su patria? ¿O bien no quieres llevarlos contigo, y crees que, ausente tú de Atenas, serán mejor educados viviendo tú? Sin duda tus amigos tendrán cuidado de ellos. Pero este cuidado que tus amigos tomarán en tu ausencia, ¿no lo tomarán igualmente después de tu muerte? Persuádete de que los que se dicen tus amigos te prestarán los mismos servicios, si es cierto que puedes contar con ellos. En fin, Sócrates, ríndete a mis razones, sigue los consejos de la que te ha dado el sustento, y no te fijes ni en tus hijos, ni en tu vida, ni en ninguna otra cosa, sea la que sea, más que en la justicia, y cuando vayas al infierno, tendrás con qué defenderte delante de los jueces. Porque desengáñate, si haces lo que has resuelto, si faltas a las leyes, no harás tu causa ni la de ninguno de los tuyos ni mejor, ni más justa, ni más santa, sea durante tu vida, sea después de tu muerte. Pero si mueres, morirás víctima de la injusticia, no de las leyes, sino de los hombres; en lugar de que si sales de aquí vergonzosamente, volviendo injusticia por injusticia, mal por mal, faltarás al pacto que te liga a mí, dañarás a una porción de gentes que no debían esperar esto de ti; te dañarás a ti mismo, a mí, a tus amigos, a tu patria. Yo seré tu enemigo mientras vivas, y cuando hayas muerto, nuestras hermanas las leyes que rigen en los infiernos no te recibirán indudablemente con mucho favor, sabiendo que has hecho todos los esfuerzos posibles para arruinarme. No sigas, pues, los consejos de Critón y sí los míos».

Me parece, mi querido Critón, oír estos acentos, como los inspirados por Cibeles creen oír las flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuena en mi alma, y me hacen insensible a cualquiera otro discurso, y has de saber que, por lo menos en mi disposición presente, cuanto puedas decirme en contra será inútil. Sin embargo, si crees convencerme, habla.

CRITÓN. —Sócrates, nada tengo que decir.

PRIMER ALCIBÍADES

Argumento del Primer Alcibíades[1] por Patricio de Azcárate

La naturaleza humana o el conocimiento de sí mismo, considerado como punto de partida del perfeccionamiento moral del hombre, como el principio de todas las ciencias en general, y en particular de la política; tal es el objeto del Primer Alcibíades.

Dos partes tiene el diálogo. La primera no es más que un largo preámbulo. Lo justo y lo útil son por su orden objeto de esta discusión preliminar, cuyo enlace y sustancia son los siguientes: Sócrates encuentra a Alcibíades, que se dispone a subir a la tribuna de las arengas. ¿Qué dirá a los atenienses sobre sus negocios? ¿Qué consejos les dará? Sócrates lo pone en el caso de responder que comprometerá a los atenienses a hacer lo que es justo. Pero indudablemente es indispensable que Alcibíades sepa lo que es la justicia. ¿Cómo puede saberlo? Puede saberlo por haberlo aprendido de algún maestro, o por haberlo aprendido por sí mismo. Conformes ambos en que no lo ha aprendido de ningún maestro, Alcibíades se ve precisado a confesar que tampoco lo ha aprendido por sí mismo. Porque para aprenderlo por sí mismo, es preciso hacer indagaciones, y para hacer indagaciones es preciso creer que se ignora lo que se indaga, y Alcibíades, al no poder decir en qué momento creyó ignorar lo justo, conviene implícitamente en que jamás lo ha buscado, ni lo ha indagado, ni lo ha encontrado. ¿Lo aprendió del pueblo? Pero el pueblo no puede enseñar más que aquello que sabe, la lengua, por ejemplo; pero no lo justo y lo injusto, sobre los cuales no está de acuerdo consigo mismo. Luego Alcibíades, que no sabe lo que es justo, no puede aprenderlo de los atenienses.

Convencido de su ignorancia sobre este punto, no es más afortunado cuando pretende aconsejar a los atenienses que hagan lo que es útil. Sócrates podría probarle, valiéndose del mismo razonamiento, que no conoce mejor lo útil que lo justo, pero prefiere tomar otro camino. Valiéndose de una serie de deducciones un tanto prolija, sienta que lo que es justo es honesto, que todo lo que es honesto es bueno, que todo lo que es bueno es útil; deduciendo de aquí la consecuencia de que lo justo y lo útil son una sola y misma cosa, y que no al no conocer Alcibíades lo justo, ignora por la misma razón lo útil. De aquí se deduce que Alcibíades es perfectamente incapaz de dar consejos sobre los negocios públicos, y que carece de toda preparación para la política. ¿De dónde nace esta incapacidad? De que quiere hablar de cosas que no conoce. Si quiere gobernar a los demás, tiene que comenzar por instruirse él mismo, y el medio de instruirse es perfeccionarse, es atender primero a su persona. Ésta es la conclusión de la primera parte.

La segunda comienza por esta pregunta: ¿cómo se atiende primero a su persona? Sócrates multiplica las pruebas y las más ingeniosas analogías, para demostrar a Alcibíades que el arte de atender a su persona tiene por principio el conocimiento de sí mismo. El hombre no puede perfeccionarse, es decir, hacerse mejor de lo que es, si ignora lo que es; ni desarrollar su naturaleza antes de saber cuál es su naturaleza. De aquí este precepto célebre, que resume en cierta manera toda la enseñanza filosófica de Sócrates: Conócete a ti mismo.

¿Pero qué es lo que constituye el yo, lo que constituye la persona humana? ¿Es la reunión material de los miembros y de los órganos de su cuerpo, que son cosas que le pertenecen, pero que son distintas de ella, como lo son todas las cosas de que ella se sirve? Si el hombre no es el cuerpo, debe ser aquello que se sirve del cuerpo, y esto debe ser el alma que le manda. ¿Y no puede ser el hombre el compuesto del alma y del cuerpo? No, porque en tal caso deberían el uno y el otro mandar a la par, cosa que no sucede, puesto que el cuerpo no se manda a sí mismo, ni manda al alma. Por consiguiente solo queda esta alternativa: o el hombre no es nada, o es el alma sola. Sócrates de esta manera establece a la vez la distinción profunda del alma y del cuerpo, y lo que es propio del alma, la libertad, como la esencia del hombre. Éste es el verdadero objeto del conocimiento de sí mismo.

 

Estudiar su alma, tal es el fin que debe proponerse todo hombre que quiera conocerse a sí mismo. ¿Pero cómo se la estudia? Aplicando la reflexión a esta parte excelente del alma, donde reside toda su virtud, como el ojo se ve en esta parte del ojo, donde reside la vista. Este santuario de la ciencia y de la sabiduría es lo que hay de divino en el alma, y allí es preciso penetrar para conocerse en su fondo. Allí está la ciencia de los verdaderos bienes y de los verdaderos males, no solo de aquel que se estudia, sino también de sus semejantes, organizados como él; allí está el arte de evitar las faltas y ahorrarlas a los demás, es decir, de ser él mismo dichoso y hacer dichosos a los otros, porque, efecto de la satisfacción moral y del remordimiento, el vicio y la desgracia, la virtud y la felicidad, marchan respectivamente juntos.

Por consiguiente, la virtud es moral y políticamente la primera necesidad de un pueblo y la causa misma de su prosperidad. He aquí lo que debe tener en cuenta el que quiera conducir y manejar los negocios públicos. ¿Y enseñará al pueblo a ser virtuoso, si no lo es él mismo? Le conviene más que a nadie tener el espíritu fijo en esta parte de sí mismo, reflejo de la sabiduría y de la justicia divinas, donde aprenderá, que el esfuerzo supremo de su naturaleza libre, el secreto de su fuerza, consiste en aproximarse, por medio de la virtud que perfecciona, a la esencia del Dios que se refleja en él. Lejos de esta luz, no puede menos de caminar a ciegas y perder a los que sigan sus pasos. Vicioso y servil, solo es capaz de obedecer, como sirve el cuerpo al alma. La virtud, libre como el alma misma, de la que es su perfección útil y justa, como Dios de donde ella emana, es la única capaz de crear los verdaderos hombres de Estado y de labrar la felicidad del pueblo.

Primer Alcibíades o de la naturaleza humana

SÓCRATES — ALCIBÍADES

SÓCRATES. —Hijo de Clinias, estarás sorprendido de ver que, habiendo sido yo el primero en amarte, sea ahora el último en dejarte; que después de haberte abandonado mis rivales, permanezca yo fiel; y en fin, que teniéndote los demás como sitiado con sus amorosos obsequios, solo yo haya estado sin hablarte por espacio de tantos años. No ha sido ningún miramiento humano el que me ha sugerido esta conducta, sino una consideración por entero divina, que te explicaré más adelante. Ahora que el Dios no me lo impide, me apresuro a comunicarme contigo, y espero que nuestra relación no te ha de ser desagradable para lo sucesivo. En todo el tiempo que ha durado mi silencio, no he cesado de mirar y juzgar la conducta que has observado con mis rivales; entre el gran número de hombres orgullosos que se han mostrado adictos a ti, no hay uno que no hayas rechazado con tus desdenes, y quiero explicarte la causa de este desprecio tuyo para con ellos. Tú crees no necesitar de nadie, tan generosa y liberal ha sido contigo la naturaleza, comenzando por el cuerpo y concluyendo con el alma. En primer lugar te crees el más hermoso y más bien formado de todos los hombres, y en este punto basta verte para decir que no te engañas. En segundo lugar, tú crees que perteneces a una de las más ilustres familias de Atenas, que es la ciudad de mayor consideración entre las demás ciudades griegas. Por tu padre cuentas con numerosos y poderosos amigos, que te apoyarán en cualquier lance, y no los tienes menos poderosos por tu madre.[1] Pero a tus ojos el principal apoyo es Pericles, hijo de Jantipo, que tu padre dio por tutor a tu hermano y a ti, y cuya autoridad es tan grande, que hace todo lo que quiere, no solo en esta ciudad, sino en toda la Grecia y en las demás naciones extranjeras. Podría hablar también de tus riquezas, si no supiera que en este punto no eres orgulloso. Todas estas grandes ventajas te han inspirado tanta vanidad, que has despreciado a todos tus amantes, como hombres demasiado inferiores a ti, y así ha resultado que todos se han retirado; tú lo has llegado a conocer, y estoy muy seguro de que te sorprende verme persistir en mi pasión, y que quieres averiguar qué esperanza he podido conservar para seguirte solo después que todos mis rivales te han abandonado.

ALCIBÍADES. —Lo que tú no sabes, Sócrates, es que me has llevado de ventaja un solo momento, porque tenía intención de preguntarte yo el primero qué es lo que justifica tu perseverancia. ¿Qué quieres y qué esperas, cuando te veo, importuno, aparecer siempre y con empeño en todos los parajes adonde yo voy? Porque, en fin, yo no puedo menos de sorprenderme de esta conducta tuya, y será para mí un placer el que me digas cuáles son tus miras.

SÓCRATES. —Es decir, que me oirás con gusto, puesto que tienes deseo de saber cómo pienso; voy, pues, a hablarte como a un hombre que tendrá la paciencia de escucharme, y que no tratará de librarse de mí.

ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates, habla pues.

SÓCRATES. —Mira bien a lo que te comprometes, para que no te sorprendas si encuentras en mí tanta dificultad en concluir como he tenido para comenzar.

ALCIBÍADES. —Habla, mi querido Sócrates, y por mí te doy todo el tiempo que necesites.

SÓCRATES. —Es preciso obedecerte, y aunque es difícil hablar como amante a un hombre que no ha dado oídos a ninguno, tengo, sin embargo, valor para decirte mi pensamiento. Tengo para mí, Alcibíades, que si yo te hubiese visto contento con todas tus perfecciones y con ánimo de vivir sin otra ambición, hace largo tiempo que hubiera renunciado a mi pasión, o, por lo menos, me lisonjeo de ello. Pero ahora te voy a descubrir otros pensamientos bien diferentes sobre ti mismo, y por esto conocerás que mi terquedad en no perderte de vista no ha tenido otro objeto que estudiarte. Me padece que si algún dios te dijese de repente:

—Alcibíades, ¿qué querrías más, morir en el acto, o, contento con las perfecciones que posees, renunciar para siempre a otras mayores ventajas?, se me figura que querrías más morir. He aquí la esperanza que te hace amar la vida. Estás persuadido de que apenas hayas arengado a los atenienses, cosa que va a suceder bien pronto, los harás sentir que mereces ser honrado más que Pericles y más que ninguno de los ciudadanos que hayan ilustrado la república; que te harás dueño de la ciudad, que tu poder se extenderá a todas las ciudades griegas y hasta a las naciones bárbaras que habitan nuestro continente.

Pero si ese mismo dios te dijera:

—Alcibíades, serás dueño de toda la Europa, pero no extenderás tu dominación sobre el Asia, creo que tú no querrías vivir para alcanzar una dominación tan miserable, ni para nada que no sea llenar el mundo entero con el ruido de tu nombre y de tu poder; y creo también que, excepto Ciro y Jerjes, no hay un hombre a quien quieras conceder la superioridad.

Aquí tienes tus miras; yo lo sé y no por conjeturas; bien adviertes que digo verdad, y quizá por esto mismo no dejarás de preguntarme:

—Sócrates, ¿qué tiene que ver este preámbulo con tu obstinación en seguirme por todas partes, que es lo que te proponías explicarme? Voy a satisfacerte, querido hijo de Clinias y de Dinómaca. Es porque todos esos vastos planes no puedes llevarlos a buen término sin mí; tanto influjo tengo sobre todos tus negocios y sobre ti mismo. De aquí procede sin duda que el Dios que me gobierna no me ha permitido hablarte hasta ahora, y yo aguardaba su permiso. Y como tú tienes esperanza de que desde el momento en que hayas hecho ver a tus conciudadanos lo digno que eres de los más grandes honores, ellos te dejarán dueño de todo, yo espero en igual forma adquirir gran crédito para contigo desde el acto en que te haya convencido de que no hay ni tutor, ni pariente, ni hermano que pueda darte el poder a que aspiras, y que solo yo, como más digno que ningún otro, puedo hacerlo, auxiliado de dios. Mientras eras joven y no tenías esta gran ambición, Dios no me permitió hablarte, para no malgastar el tiempo. Hoy me lo permite, porque ya tienes capacidad para entenderme.

ALCIBÍADES. —Confieso, Sócrates, que te encuentro más admirable ahora, desde que has comenzado a hablarme, que antes cuando guardabas silencio, aunque siempre me lo has parecido; has adivinado perfectamente mis pensamientos, lo confieso; y aun cuando te dijera lo contrario, no conseguiría persuadirte. Pero ¿cómo conseguirás probarme que con tu socorro llegaré a conseguir las grandes cosas que medito, y que sin ti no puedo prometerme nada?

SÓCRATES. —¿Exiges de mí que haga un gran discurso como los que estás tú acostumbrado a escuchar? Ya sabes, que no es ésa la forma que yo uso. Pero estoy en posición, creo, de convencerte de que lo que llevo sentado es verdadero, con tal de que quieras concederme una sola cosa.

ALCIBÍADES. —La concedo, con tal de que no sea muy difícil.

SÓCRATES. —¿Es cosa difícil responder a algunas preguntas?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —Respóndeme, pues.

ALCIBÍADES. —No tienes más que preguntarme.

SÓCRATES. —¿Supondré, al interrogarte, que meditas estos grandes planes que yo te atribuyo?

ALCIBÍADES. —Así me gusta; por lo menos tendré el placer de oír lo que tú tienes que decirme.

SÓCRATES. —Respóndeme. Tú te preparas, como dije antes, para presentarte dentro de pocos días en la Asamblea de los atenienses, para comunicarles tus luces. Si en aquel acto te encontrase y te dijese: —Alcibíades, ¿con motivo de qué deliberación te has levantado a dar tu dictamen a los atenienses? ¿Es sobre cosas que sabes tú mejor que ellos? ¿Qué me responderías?

ALCIBÍADES. —Te respondería sin dudar, que es sobre cosas que yo sé mejor que ellos.

SÓCRATES. —Porque tú no puedes dar buenos consejos, sino sobre cosas que tú sabes.

ALCIBÍADES. —¿Cómo es posible darlos sobre lo que no se sabe?

SÓCRATES. —¿Y no es cierto, que tú no puedes saber las cosas, sino por haberlas aprendido de los demás, o por haberlas descubierto tú mismo?

ALCIBÍADES. —¿Cómo se pueden saber las cosas de otra manera?

SÓCRATES. —Pero ¿es posible que las hayas aprendido de los demás o encontrado por ti mismo, cuando no has querido ni aprender nada, ni indagar nada?

ALCIBÍADES. —Eso no puede ser.

SÓCRATES. —¿Te ha venido a la mente indagar o aprender lo que tú creías saber?

ALCIBÍADES. —No, sin duda.

SÓCRATES. —Luego lo que tú sabes ahora, hubo un tiempo en que pensabas que no lo sabías.

ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.

SÓCRATES. —Pero yo sé, poco más o menos, las cosas que has aprendido; si olvido alguna, recuérdamela. Tú has aprendido, si no me equivoco, a leer y escribir, a tocar la lira y luchar, porque la flauta la has desdeñado.[2] He aquí todo lo que tú sabes, a no ser que hayas aprendido algo de que no dé yo cuenta, a pesar de que día y noche he sido testigo de tu conducta.

ALCIBÍADES. —Es cierto; son las únicas cosas que he aprendido.

SÓCRATES. —Cuando los atenienses deliberen sobre la escritura, ¿te levantarás para dar tus consejos acerca de cómo es necesario escribir?

ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —¿Te levantarás cuando deliberen sobre el modo de tocar la lira?

ALCIBÍADES. —¡Vaya una magnífica deliberación!

SÓCRATES. —Pero los atenienses, ¿no tienen costumbre de deliberar sobre los diferentes ejercicios de la palestra?

ALCIBÍADES. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —¿Sobre qué esperas tú que deliberen para que pueda aconsejarles? ¿No será sobre la manera de construir una casa?

ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —El más miserable albañil les aconsejaría mejor que tú.

ALCIBÍADES. —Tienes razón.

SÓCRATES. —¿Tampoco será cuando deliberen sobre algún punto de adivinación?

ALCIBÍADES. —No.

SÓCRATES. —Un adivino sabe en esta materia más que tú.

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Ya sea pequeño o grande, hermoso o feo, de alto o bajo nacimiento.

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Porque un buen consejo viene de la ciencia y no de las riquezas.

ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —Y si los atenienses deliberasen sobre la salud de los ciudadanos, ¿no buscarían un médico para consultarle, sin averiguar si era rico o pobre?

ALCIBÍADES. —Eso es bien seguro.

SÓCRATES. —¿Con qué motivo y con qué razones te levantarías a dar a los atenienses buenos consejos?

 

ALCIBÍADES. —Cuando deliberan sobre sus negocios.

SÓCRATES. —¿Qué, cuando deliberan en lo relativo a la construcción de buques para saber la clase de los que deben construir?

ALCIBÍADES. —No es eso, Sócrates.

SÓCRATES. —Porque tú no has aprendido a construir buques, y he aquí por qué sobre esta materia no hablarás. ¿No es así?

ALCIBÍADES. —Tú lo has dicho.

SÓCRATES. —¿Cuándo, pues, deliberan sobre sus negocios, dime?

ALCIBÍADES. —Cuando se trata de la paz, de la guerra o de cualquier otro negocio que atañe a la república.

SÓCRATES. —Es decir, ¿cuándo deliberan con qué pueblos debe estarse en guerra o hacerse la paz, y cuándo y cómo?

ALCIBÍADES. —Eso mismo.

SÓCRATES. —¿Si es preciso llevar la paz o la guerra a pueblos con que convenga adoptar uno u otro medio?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Consultando la conveniencia como mejor partido?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Y por todo el tiempo que convenga?

ALCIBÍADES. —Nada más cierto.

SÓCRATES. —Si los atenienses deliberasen con qué atletas es preciso luchar, y con quiénes agarrarse de manos, sin tocar los cuerpos, y cómo y cuándo es preciso hacer estos diferentes ejercicios, ¿darías tú mejores consejos sobre todo esto que un maestro de palestra?

ALCIBÍADES. —El maestro de palestra los daría mejores sin dificultad.

SÓCRATES. —¿Puedes decirme a qué atendería principalmente este maestro de palestra, para ordenar con quién, cuándo y cómo deben hacerse estos ejercicios? ¿No atendería a que se ejecutaran lo mejor posible?

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Ordenaría, como lo mejor, que se ejecutaran por todo el tiempo que se creyera conveniente?

ALCIBÍADES. —Por todo el tiempo.

SÓCRATES. —¿Y en las ocasiones que mejor conviniera?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Y el que canta ¿no debe tan pronto acompañarse con la lira y tan pronto bailar, cantando y tocando?

ALCIBÍADES. —Así es preciso.

SÓCRATES. —¿Y esto debe hacerlo, cuando sea lo mejor y más conveniente?

ALCIBÍADES. —Es cierto.

SÓCRATES. —¿Y por todo el tiempo que mejor sea?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Puesto que hay un mejor en el canto y en el acompañamiento, como lo hay en la lucha, ¿cómo llamas tú a este mejor?, porque al de la lucha yo le llamo mejor gimnástico.

ALCIBÍADES. —No te entiendo.

SÓCRATES. —Procura seguirme. Si fuera yo, respondería, que este mejor es lo que siempre es bien; y lo que siempre es bien ¿no es lo que se hace conforme a las reglas del arte?

ALCIBÍADES. —Tienes razón.

SÓCRATES. —¿El arte de la lucha no es la gimnástica?

ALCIBÍADES. —Así lo has dicho.

SÓCRATES. —¿Pero no tengo razón?

ALCIBÍADES. —Me parece que sí.

SÓCRATES. —Ánimo; a ti me dirijo, y procura responderme bien. ¿Cómo llamas el arte que enseña a cantar, tocar la lira y bailar bien? ¿No podrías decírmelo en una sola palabra?

ALCIBÍADES. —No en verdad, Sócrates.

SÓCRATES. —Haz un ensayo; voy a ponerte en el camino. ¿Cómo llamas tú a las diosas que presiden este arte?

ALCIBÍADES. —¿Quieres hablar de las musas?

SÓCRATES. —Ciertamente. Mira qué nombre ha tomado este arte de las musas.

ALCIBÍADES. —¡Ah!, ¿hablas de la música?

SÓCRATES. —Precisamente; y como te he dicho, que lo que se hace conforme a las reglas de la lucha y de la gimnasia se llama gimnástica, dime igualmente cómo llamas tú lo que se hace según las reglas de este arte.

ALCIBÍADES. —Yo lo llamo arte musical.

SÓCRATES. —Muy bien. Pero, dime, en el arte de hacer la guerra y en el de hacer la paz ¿cuál es lo mejor y cómo lo llamas? Así como en cada una de las otras dos artes dices que lo mejor en el uno es lo que es más gimnástico, y lo mejor en el otro lo que es más musical, trata de decirme ahora, en lo que te he preguntado, el nombre de lo mejor.

ALCIBÍADES. —No podré decírtelo.

SÓCRATES. —Pero si alguno te oyese razonar y dar consejos sobre alimentos, y decir: «Este alimento es mejor que aquel, es preciso tomarlo en tal tiempo y en tal cantidad», y él te preguntase: «Alcibíades, ¿qué es lo que llamas mejor?». ¿No sería una vergüenza que no pudieses responderle que lo mejor es lo que es más sano, aunque no seas médico, y que en las cosas que haces profesión de saber y sobre las que te mezclas en dar consejos, como sabiéndolas mejor que los demás, no tuvieses nada que responder? ¿No te llena esto de confusión?

ALCIBÍADES. —Lo confieso.

SÓCRATES. —Aplícate pues y haz un esfuerzo para decirme cuál es el objeto de este mejor que buscamos en el arte de hacer la paz o la guerra, y con quién se debe estar en guerra o en paz.

ALCIBÍADES. —Yo no podré encontrarlo por más que me empeñe.

SÓCRATES. —Qué, ¿no sabes, que cuando hacemos la guerra nos quejamos de cualquier cosa que nos han hecho aquellos contra los que tomamos las armas, e ignoras qué nombre damos a aquello de que nos quejamos?

ALCIBÍADES. —Sé que decimos que se nos ha engañado o insultado o despojado.

SÓCRATES. —Ánimo y sigamos. Cuando tales cosas nos suceden, ¿puedes explicarme la diferente manera en que pueden ocurrir?

ALCIBÍADES. —¿Quieres decir, Sócrates, que pueden ellas ocurrir justa o injustamente?

SÓCRATES. —Eso mismo.

ALCIBÍADES. —Y esto constituye una diferencia infinita.

SÓCRATES. —¿A qué pueblos declararán la guerra los atenienses por tus consejos? ¿Será a los que siguen la justicia o a los que la violan?

ALCIBÍADES. —¡Terrible pregunta, Sócrates! Porque aun cuando hubiese alguno que creyese que es preciso hacer la guerra a los que respetan la justicia, ¿se atrevería a sostenerlo?

SÓCRATES. —Es cierto; eso no es conforme a las leyes.

ALCIBÍADES. —No, sin duda; eso no es ni justo, ni decente.

SÓCRATES. —¿Tendrás por consiguiente en cuenta la justicia en todos tus consejos?

ALCIBÍADES. —Es indispensable.

SÓCRATES. —Pero ese mejor, que yo te reclamaba antes, con motivo de la paz y de la guerra, para saber con quién, cómo y cuándo es preciso hacer la guerra y la paz ¿no es siempre lo más justo?

ALCIBÍADES. —Así me parece.

SÓCRATES. —Pero, mi querido Alcibíades, es preciso que sucedan una de dos cosas: o que sin saberlo, ignores tú lo que es justo, o que, sin saberlo yo, hayas ido a casa de algún maestro que te enseñara a distinguir lo que es más justo y lo que es más injusto. ¿Quién es ese maestro? Dímelo, te lo suplico, para que me pongas en sus manos y me recomiendes a él.

ALCIBÍADES. —Ésa es una de tus ironías, Sócrates.

SÓCRATES. —No, te lo juro por el Dios que preside a nuestra amistad, y que es un Dios a quien no querría ofender con un perjurio. Te lo suplico muy seriamente; si tienes un maestro, dime quién es.

ALCIBÍADES. —¡Ah!, y aunque yo no tenga maestro, ¿crees tú que no pueda saber por otra parte lo que es justo y lo que es injusto?

SÓCRATES. —Lo sabrás, si lo has descubierto tú mismo.

ALCIBÍADES. —¿Y crees tú que no lo he descubierto?

SÓCRATES. —Si has hecho indagaciones, lo habrás descubierto.

ALCIBÍADES. —¿Piensas que no he hecho yo indagaciones?

SÓCRATES. —Pero si has hecho indagaciones, habrás creído ignorarlo.

ALCIBÍADES. —¿Te imaginas que no ha habido un tiempo en que yo lo ignoraba?

SÓCRATES. —Muy bien. Pero podrías señalarme precisamente ese tiempo, en que has creído que ignorabas lo que es justo e injusto. Veamos; ¿fue el año pasado cuando empezaste a hacer tus indagaciones porque lo ignorabas? ¿O creías saberlo? Di la verdad para que no hablemos en vano.

ALCIBÍADES. —El año pasado creía saberlo.

SÓCRATES. —¿Hace tres, cuatro, cinco, no lo creías lo mismo?

ALCIBÍADES. —Lo mismo.

SÓCRATES. —Antes de este tiempo tú eras un niño; ¿no es así?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y en ese mismo tiempo de tu infancia, estoy seguro de que creías saberlo?

ALCIBÍADES. —¿Cómo dices que estás seguro?

SÓCRATES. —Porque durante tu infancia, en casa de tus maestros y en todas partes; en medio de tus juegos de dados o cualquier otro, te he visto muchas veces no dudar sobre la decisión de lo justo y de lo injusto, y decir con tono firme y seguro a cualquiera de tus camaradas, que era un pícaro, que era injusto, que te hacía una injusticia; ¿no es cierto esto?