Historia sencilla de la filosofía

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LA UTILIDAD DE LA FILOSOFÍA

Es muy frecuente oír la pregunta de para qué sirve, cuál es la utilidad de la filosofía. ¿Para qué ciertos hombres se dedican a abstrusas cavilaciones sobre el origen y la naturaleza última de las cosas? ¿Para qué sirven estos estudios? ¿Qué utilidad práctica pueden reportarnos? ¿Simplemente, como parece acontecer, la de engendrar nuevas especulaciones y enseñarlas a nuevas generaciones?

En términos generales, ha de contestarse a esta objeción que la filosofía, en efecto, no sirve para nada, pero que en esto precisamente radica su grandeza. Las diversas técnicas sirven al hombre y el hombre sirve a la filosofía en cuanto que la esencia diferencial de su naturaleza propiamente humana es la racionalidad, y esta le exige la contemplación intelectual del ser, el conocimiento desinteresado de la esencia de las cosas. La diferencia fundamental entre la animalidad y la racionalidad es, precisamente, esta: el animal, ante un objeto cualquiera, si es desconocido para él, puede mostrar algo parecido a la perplejidad inquisitiva, pero lo que oscuramente se pregunta es: ¿para qué sirve esto?, ¿en qué relación estará conmigo?, ¿se trata de algo perjudicial, indiferente o beneficioso? Cuando el animal se tranquiliza respecto a esta cuestión no siente otra preocupación ante las cosas. El hombre, en cambio, es el único animal que traspasa esta esfera utilitaria y se pregunta además ¿qué es? A esto solo se puede responder con la esencia de las cosas, cuya reproducción en la mente del hombre es la idea o concepto. Ante un extraño fenómeno que aparece en el cielo no se satisface un hombre asegurándole «que está muy lejos» o que «es inofensivo». Será preciso explicarle que se trata, por ejemplo, de una aurora boreal, y si sabe qué es ello se dará por satisfecho. De este género de curiosidad puramente cognoscitiva es de lo que nunca dio muestras un animal. Por eso los animales no hablan: expresan, sí, su temor, o su dolor, su contento, todas sus reacciones sentimentales ante las cosas, pero el hablar consiste en expresar juicios, y en los juicios uno por lo menos de sus términos (el predicado) ha de ser un concepto o universal. Porque lo individual solo se puede atribuir a ello mismo («este pan» o «Juan» solo se puede predicar de este pan o de Juan). Por eso tampoco los animales ríen. Porque la risa se provoca por el contraste entre una idea que poseemos y la realidad concreta, que resulta mucho más baladí. Por eso tampoco los animales progresan, porque la técnica nace de la ciencia, y la ciencia se forma de leyes y principios, que son juicios.

Muchas masas humanas viven de acuerdo con una organización de la vida que se asemeja mucho a la vida animal. Viven en una actividad incesante, febril, encaminada a producir medios o útiles para satisfacer las necesidades de la vida misma. Diríase que su existir es un ciclo estéril que solo sirve para mantenerse a sí mismo y repetirse indefinidamente. Si se suprimiese el todo se habría resuelto dos problemas a la vez: el de la producción y el de la vida, y podría pensarse que nada se ha perdido. Quienes viven de tal forma solo conciben preguntar ante una obra de arte, ¿cuánto valdrá?, o ante un descubrimiento científico, ¿para qué servirá? La filosofía —la ciencia pura— y el arte son precisamente las cosas que rompen ese círculo vicioso y confieren un sentido y un valor a la vida. El científico especulativo —el matemático, el físico, el químico, etc.— investigan por la contemplación pura, por el conocer sin más, aunque en estas ciencias, por la cercana y posible aplicación técnica de sus resultados, sea frecuente el que al investigador lo muevan también miras utilitarias, prácticas. Pero esto, que no ocurre siempre al científico, no sucede nunca al filósofo porque su campo está más allá de la posibilidad de aplicaciones técnicas. Así, y como dice Aristóteles, «entre las ciencias, aquella que se busca por sí misma, solo por el ansia de saber, es más filosófica que la que se estudia por sus resultados prácticos; así como la que domina a las demás es más filosófica que la que está subordinada a otra» (Met. I, 2.)

La filosofía, pues, no es un medio, sino un fin; no sirve, sino que es servida por todas las cosas, por el hombre mismo, por lo más noble de él, que es su facultad intelectual.

Sentado, pues, que la filosofía no tiene una utilidad técnica, cabría, sin embargo, retrotraer la cuestión a un plano más profundo —metafísico o personal— y preguntar si la filosofía podrá tener alguna repercusión útil de carácter espiritual. Y a esta pregunta han sido varias y opuestas las respuestas a lo largo de la historia.

Los estoicos dan por sentado que en el Universo todo sucede fatalmente, necesariamente, y por eso la metafísica y la cosmología carecen para ellos de importancia. El único interés filosófico lo centran en la actitud que el hombre debe adoptar ante ese acontecer predeterminado; la filosofía tendrá así por objeto inspirar al hombre la indiferencia o imperturbabilidad del sofos (sabio), la libertad interior y el desprecio hacia las cosas exteriores y su varia fortuna. La filosofía viene así a quedar reducida a una ética o, mejor, un arte de vivir.

La moderna escuela fenomenológica, en cambio, exagerando puntos de vista de Platón y de Aristóteles, sostiene que la filosofía ha de ser una pura y desinteresada contemplación de esencias.

Frente a una y otra concepción debemos afirmar, siguiendo en esto a santo Tomás y a la escolástica cristiana, que la filosofía es, primaria y fundamentalmente, contemplación pura; pero, por lo mismo que es saber radical y de totalidad, incluye la persona y la vida del sujeto que contempla, y así la contemplación alumbra además del ser el valor, y mueve con ello la voluntad al mismo tiempo que ilumina el entendimiento. La filosofía no es así ciencia pura, sino más bien sabiduría, saber total, íntimo, que incluye y compromete al hombre todo con sus facultades diversas. De este modo, cuando decimos que todo hombre tiene en el fondo su filosofía, que es filósofo sin saberlo, queremos significar, no solo que posee una concepción de la existencia, sino que adopta, en consecuencia, una determinada actitud ante la vida.

Y esta fusión de la filosofía y la vida humana, en su sentido más profundo, hace que la historia de la filosofía coincida, en rigor, con la historia de la vida del hombre. Ambas, filosofía y vida, se penetran de tal modo a lo largo de la historia universal que unas veces es la filosofía la que determina la evolución de la humanidad y otras es la evolución humana la que exige una determinada filosofía. Así, por ejemplo, los grandes acontecimientos políticos y sociales de la Revolución francesa, que cambiaron la faz del mundo, estaban preformados en las obras de los filósofos empiristas —Locke y Hume— y en el movimiento filosófico de la Enciclopedia. A la inversa, la nueva actitud estética y antirreligiosa que trajo consigo el Renacimiento y sus grandes genios exigía una filosofía congruente, de carácter subjetivista y racionalista, y esta filosofía fue, casi un siglo después, la de Renato Descartes.

Por esto, puede decirse con toda propiedad que la más profunda historia de la humanidad que puede escribirse es la historia de la filosofía.

FILOSOFÍA Y FILOSOFÍAS

En los dos párrafos anteriores hemos rozado dos objeciones que suelen poner los que creen que junto al saber de las ciencias no cabe el de la filosofía, porque el campo de esta ha sido o debe ser absorbido por ellas. Era la primera que, si las diversas ciencias particulares se reparten todo el campo de la realidad, no queda objeto para la filosofía. La segunda achacaba a la filosofía su inutilidad. Nos queda aludir aquí a una tercera objeción muy frecuente contra la licitud de lo que llamamos filosofía: las ciencias —se dice— se caracterizan por su unidad, y ello es el mejor indicio de su realidad y de su verdad. Cuando se habla de la física, de la química, por ejemplo, no es preciso aclarar de cuál de ellas, porque no hay más que una. En cambio, si de filosofía se trata, hay que determinar enseguida si nos referimos a la filosofía kantiana, o a la escolástica, o a la platónica... Si acaso surgen disparidades entre los científicos sobre las últimas investigaciones, al poco se resuelven tales discrepancias y predomina la verdad comprobada que todos reconocen: la marcha de las ciencias es así rectilínea, en una sola dirección. En filosofía, por el contrario, diríase que cada filósofo se saca de la cabeza su propia filosofía, que sale de ella toda entera como Minerva de la cabeza de Júpiter, y, pasado el tiempo, subsisten los mismos sistemas antagónicos con sus partidarios tan irreductibles como el primer día, sin que parezca haber surgido ningún acuerdo o comprobación.

La respuesta a esta objeción se deduce de la misma definición que hemos dado de la filosofía: por sus últimas o más profundas razones; pero la veremos con mayor claridad a través de un ejemplo. Este ejemplo nos servirá también para superar una última objeción que suele hacerse a la filosofía o, más bien, a que nosotros hagamos filosofía, y este nosotros se refiere a los que tenemos una fe religiosa a la que nos adherimos con toda firmeza, sin temor a errar. Vosotros los creyentes —se ha dicho— no podéis hacer filosofía porque cada uno, en el fondo, sabéis muy bien cuál es el origen, la esencia y el fin del Universo y de vosotros mismos, y antes de empezar se puede ya saber en lo que vais a terminar. Vuestra especulación no puede ser nunca libre, racional, sincera, sino solo una especie de apologética interesada en demostrar lo que de antemano creéis.

Pues bien, imaginemos un pueblo que vive de antiguo en las márgenes de un lago profundo y misterioso. Es uno de esos lagos de montaña cuyas aguas han cubierto un abismo, el hondo cono de un circuito de altos picos que no tiene más que una muy alta salida para las aguas. El color de estas aguas tiene el negro de la profundidad, y los más largos sondeos dudosamente han tocado suelo en su parte central. Los habitantes de este pueblo saben por testimonio de sus antepasados que en el fondo del lago existen las ruinas de una antigua ciudad que fue sumergida por las aguas a consecuencia de trastornos geológicos. Esto es para ellos cosa sabida porque el testimonio les merece un crédito absoluto. También es claro su conocimiento del lago en la capa superior o más superficial de sus aguas: allá penetran los rayos del sol y pueden distinguirse claramente los peces diversos que las cruzan y las algas que deben esquivar. Sobre este sector no puede surgir una durable discusión entre los observadores: cada dato puede ser comprobado sin más que verlo, y con ello surge necesariamente el acuerdo.

 

Fondo y superficie de las aguas son conocidos para aquel pueblo, pero ¿bastará a aquellos hombres este conocimiento del lago? Indudablemente, no. Hay, en primer lugar, una extensa zona intermedia de la que nada dice el testimonio de los antiguos ni puede penetrarse con la vista. ¿Qué animales poblarán estas oscuras aguas en las que apenas penetran los rayos solares? Existirá, por otra parte, en los hombres que allí viven el deseo de penetrar con los medios a su alcance hasta donde sea posible en la profundidad de las aguas con la aspiración de establecer una cierta continuidad entre las dos zonas que son conocidas, de adquirir así una visión unitaria de lo que es el lago en su conjunto. De este modo, sondeando con la mirada bajo las distintas luces del día los últimos confines de lo visible, unos creerán ver unas cosas, otros, otras; unos interpretarán de un modo las sombras que creen percibir, alguno creerá ver el confín donde se asienta la antigua ciudad; todos, en fin, se habrán hecho una composición de lugar sobre la estructura del lago que tienen siempre junto a sí, composición de lugar para la que habrán partido de lo que claramente se ve en la superficie, para la que se habrán orientado por lo que creen hay en el fondo, pero que será en todo caso un esfuerzo personal por satisfacer su anhelo de penetrar el misterio y de saber.

La situación del hombre ante la realidad en que está inserto es por muchos aspectos semejante: la zona clara, penetrada por los rayos del sol y comprobable por la experiencia sensorial, es la realidad que estudia la ciencia físico-matemática. El fondo del lago, con sus realidades últimas, son los datos que nos proporciona la fe. El esfuerzo por penetrar en las ignotas profundidades de la zona media y por lograr una visión unitaria, sintética, es la filosofía.

¿Qué de extraño tiene que el conocimiento filosófico no posea la evidencia y la comprobabilidad que posee el de las ciencias, si, por principio, versa sobre cosas no experimentales, alejadas de ese terreno manual, claro y distinto, de lo sensible? Su inevidencia viene exigida por su misma naturaleza. Ella acarrea, a su vez, la pluralidad y la permanente coexistencia de sistemas filosóficos diversos y hasta encontrados.

Si cada sistema filosófico es un esfuerzo de penetración y de interpretación —inevidentes e incomprobables por principio— para lograr una visión unitaria del Universo, nada más natural que la multiplicidad de sistemas que, a menudo, se complementan y corrigen entre sí en su humilde esfuerzo por aclarar en lo posible el misterio del ser y de la vida. Este destino antidogmático se halla escrito en el origen y en la raíz del nombre mismo de filósofo; cuando León, rey de los iliacos, preguntó a Pitágoras cuál era su profesión, no se atrevió este a presentarse como sofos (sabio) al modo de sus antecesores, sino que se presentó humildemente como filósofo (de fileo, amar, y sofia, sabiduría), amante de la sabiduría.

Semejante también a la de los moradores de las orillas del lago es la situación del creyente —del cristiano, por ejemplo— que hace filosofía. Lo que por fe se sabe que existe en el fondo del lago orienta, sí, la mirada de los investigadores y les dice también cuando han caído en error si entran en contradicción con sus datos, pero en modo alguno les exime de su labor, ni les constriñe en su concepción sobre una inmensa zona dejada a su libre inspección. La fe religiosa depara al hombre solo las verdades necesarias a su salvación; pero, aun contando con ellas, todo el Universo queda libre a la interpretación racional de los hombres, pudiendo existir sobre bases ortodoxas, como de hecho existen, multitud de sistemas filosóficos.

Cabría, sin embargo, pensar, si cada filósofo forja una concepción que ninguna relación guarda ni nada tiene de común con las demás, que la tendencia filosófica del hombre es un impulso baldío, irrealizable. Algo como querer llegar al horizonte o coger el humo. En este caso, aunque la aspiración sea legítima, el resultado es estéril. No sería otra cosa que el símbolo de la tragedia humana: la tela de Penélope, tejida por el día, destejida por la noche.

Pero esto no es así. Aunque la evidencia y la posibilidad de comprobación experimental no acompañen al saber filosófico, no puede dudarse que muchas de sus conclusiones han pasado al acervo común de la filosofía como adquisiciones permanentes. Es un hecho, por otra parte, que ningún filósofo comienza a pensar en la soledad de su propia visión: todo gran pensador construye contando con la obra de sus predecesores, a partir de la situación filosófica de su época. Así —y como veremos— la historia de la filosofía contiene una continuidad y un sentido clarísimos: es la trama del más grande empeño del hombre, rico en frutos, o, como dijimos antes, la más profunda historia de la humanidad.

EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA

«Lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primeras indagaciones filosóficas —dice Aristóteles— fue, como lo es hoy, la admiración». Para comprender la inspiración filosófica es preciso sentir, en algún momento al menos, la extrañeza por las cosas que son o existen, librarse de la habituación al medio y a lo cotidiano, ponerse en el puesto del que abre los ojos en un ambiente desconocido y extraño.

Existe una primera admiración directa ante la existencia. Si las cosas fueran de un modo completamente distinto de como son nos habríamos habituado a verlas con igual naturalidad.

Existe una segunda admiración, reflexiva; el hombre posee dos experiencias: la que le proporcionan sus sentidos, la vida sensible, que le es común con el animal, y la que le depara su razón, ese superior modo de conocimiento que le es privativo. Pues bien, la razón le informa de un mundo de conceptos, de ideas, de leyes, que son universales, invariables, siempre iguales a sí mismas. Las ideas geométricas, los conceptos físicos, las leyes científicas, no varían, son inmutables, unas y universales. Los sentidos, en cambio, le ponen en contacto con un mundo en que nada es igual a otra cosa, un mundo compuesto de individuos diferentes entre sí (ni una hoja de árbol es igual a otra), en que nada es inmóvil, sino todo en movimiento, en constante cambio y evolución. Este contraste desgarrador en el seno mismo de su experiencia provoca la admiración o extrañeza en el pensador, en el hombre en general, que experimenta una incomprensión natural hacia el hecho del movimiento, del cambio, hacia su propio envejecimiento, hacia el constante paso de las cosas.

Durante veintiseis siglos, desde la época fabulosa de los Siete Sabios de Grecia hasta nuestros días, el espíritu humano se debate en esta tremenda lucha consigo mismo y con una realidad que se le desdobla en dos experiencias contradictorias. Asistiremos a esta gran tragedia del hombre y su existencia enhebrando los grandes sistemas filosóficos que se han sucedido a través de los tiempos, buscando sencillamente lo que cada uno ha añadido, y percibiendo al mismo tiempo el sentido y la continuidad de la lucha misma.

LA FILOSOFÍA EN LA ANTIGÜEDAD

LA FILOSOFÍA EN GRECIA

Cuando indagamos el origen —en lo humano— de nuestra cultura —de esta que llamamos occidental, que es también la cultura que ha predominado en el mundo civilizado— nos remontamos siempre hasta la Grecia antigua, y de allí no pasamos.

Fue Grecia (siglos VI a II antes de J.C.) un pueblo excepcionalmente dotado para el pensar filosófico, y en él suele buscarse también el origen de la filosofía. Estas condiciones especialmente aptas brotan de una peculiaridad general de aquel pueblo: su carácter sanamente humanista. Toda la cultura griega se desarrolla en torno al hombre, y brota de la serena armonía con la naturaleza. El arte griego no representa a descomunales dioses ni a desatadas fuerzas cósmicas, como acontecía en los otros pueblos de su época, sino al hombre armónico, al canon de sus perfecciones. Un Apolo o una Venus griegos tienen como medidas somáticas la media aritmética de multitud de medidas experimentales tomadas. La concepción arquitectónica de sus templos busca psicológicamente la serenidad en la contemplación del espectador, incluso deformando ligeramente las líneas teóricas para corregir las ilusiones ópticas. La vida política se construye ajustada al verdadero hombre, como una democracia de libre, humana y flexible administración. Hasta sus mismos dioses son hombres con sus facultades potenciadas, pero armónica y bellamente potenciadas.

Pues bien, este espíritu humanista liberó en Grecia al pensamiento del armazón mítico-mágico con que se presenta en los pueblos anteriores y exteriores a Grecia, e hizo posible la reflexión puramente filosófica.

Se ha discutido largamente si es justo hacer comenzar la filosofía con la cultura griega, despreciando cuanto de filosófico pueda haber en las más antiguas culturas orientales. No puede dudarse de que en los libros sagrados indios, por ejemplo, se oculta un gran caudal de sabiduría. Según unos, la filosofía comienza en Grecia porque el pueblo griego descubrió la razón. Admiten los que esto opinan que los antiguos egipcios conocían, por ejemplo, medios geométricos para la agrimensura, tan necesaria entre ellos por las avenidas del Nilo; que los caldeos sabían astronomía; que los indios y chinos poseían profundos conocimientos éticos y psicológicos. Pero suponen que tales conocimientos, aunque fuera racional su origen, eran poseídos ambientalmente, no como productos de la razón, sino como revelaciones mágicas, o como «secretos de la naturaleza» casual o sobrenaturalmente revelados. Solo en Grecia se plantean racionalmente las cuestiones y solo allá la razón fue utilizada como un medio adecuado de penetrar en la realidad. Los griegos tomaron conocimiento del valor de la actividad racional, descubrieron la razón.

En las antípodas de esta teoría se encuentra otra que quiere descubrir la más profunda sabiduría en los textos sagrados de la India, y no ve en la cultura griega más que una reducción de proporciones y de horizontes respecto a la filosofía oriental, que le habría proporcionado su auténtica profundidad. Piénsese en el culto de Dyonisos, en los mitos órficos, en el pitagorismo, en el propio Platón, en el período helenístico. Consecuentes con esto, Schopenhauer y Pablo Deussen, entre otros, intentan construir su sistema bajo la inspiración de la filosofía hindú.

Aunque la verdad no se halla siempre en el término medio, como acontece con la virtud, sí parece encontrarse en este caso. Es cierto que en los libros sagrados de Confucio y en los Vedas se halla toda una concepción del Universo expresada en mil máximas éticas y psicológicas. No lo es menos que el hombre ejercitó desde su origen la facultad racional, que no es monopolio de invención de ningún pueblo. Sin embargo, ha de afirmarse también que es en Grecia donde por primera vez aparece un planteamiento verdaderamente filosófico, es decir, donde se concibe a la realidad como asequible a la razón, y a esta como el instrumento adecuado para lograr una concepción del Universo.

No debe despreciarse, pues, el caudal de sabiduría filosófica que se encierra en las literaturas orientales, pero es justo que comencemos por Grecia nuestro estudio de este esfuerzo titánico del hombre contra el misterio que le rodea que llamamos filosofía, porque allá encontramos las primeras soluciones verdaderamente racionales. La sabiduría oriental, por otra parte, influye sobre numerosos temas del pensamiento griego, con lo que, indirectamente, habremos de entrar en contacto con su contenido y con su espíritu.

Como esquema previo adelantamos este cuadro de los principales capítulos que trataremos de la filosofía clásica, antigua o grecorromana. En él se incluye una situación cronológica por siglos (ver página siguiente):