Historia sencilla de la filosofía

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PLATÓN

La empresa socrática de penetrar con las armas de la razón en la realidad que nos rodea y ascender a la serena contemplación de la verdad, ganó para la filosofía a uno de los más grandes espíritus de la humanidad: Aristoclés, llamado familiarmente por sus compañeros Platón (427-347). Fue el suyo un espíritu de extraordinaria sensibilidad estética, que supo recubrir su pensamiento con la belleza del mito y de la fantasía; consciente, por otra parte, de su condición de filósofo —amante de la sabiduría—, huyó siempre del dogmatismo y del sistema cerrado, para atenerse a la actitud humilde del rapsoda y del poeta, que se expresan por analogías y comparaciones. La misión filosófica de Platón habría de consistir en reparar la desgarradura que en la concepción del Universo habían abierto tanto Heráclito como Parménides. No, no era posible al hombre renunciar sin más a una de sus dos experiencias inmediatas; la de los sentidos o la de la razón. Ello importaría renunciar, al mismo tiempo, a la acción, porque tanto el escepticismo de Heráclito como el panteísmo de Parménides implican una actitud quietista. Platón fundó una escuela filosófica, la Academia, que pervivirá durante más de mil años a través del Imperio bizantino en la Edad Media. Su historia se dividirá en tres períodos: Academia antigua, Academia media y Academia nueva. A partir de la media no permaneció fiel a las teorías de su fundador, sino que derivó hacia el escepticismo.

Puesto que Platón quiere sugerirnos su pensamiento a través de mitos y hermosas imágenes (especie de parábolas filosóficas), tratemos de descubrirlo en sus dos más conocidos mitos: el del carro alado, que se encuentra en su obra Fedro o del Amor, y el de la Caverna, que expone en el libro VII de la República o el Estado. El primero envuelve su concepción general del Universo y el viejo problema de la «verdadera realidad» del arjé o principio. El segundo procura explicar cómo están constituidas las cosas concretas, materiales, de este mundo. Ambos se complementan en el intento de dar una explicación armónica de la realidad.

«El alma —dice en el Fedro— es semejante a un carro alado del que tiran dos corceles —uno blanco y otro negro— regidos por un auriga moderador». El caballo blanco simboliza el ánimo o tendencia noble del alma; el negro, el apetito o pasión baja, bestial; el auriga, a la razón que debe regir y gobernar el conjunto. El alma así representada vivía en un lugar celeste o cielo empíreo, donde existió pura y bienaventurada antes de encarnar en un cuerpo y descender a este mundo. En ese mundo o cielo de las Ideas el alma estaba como en su elemento, sin experimentar la contradicción entre la experiencia sensible y la inteligible porque solo existía allí la visión intelectual. El alma, en este lugar celeste, contemplaba las Ideas.

Es preciso comprender lo que Platón entiende por Idea, porque es la base de su concepción y difiere de la acepción corriente. Para nosotros, idea es algo mental, subjetivo: el concepto, que puede atribuirse a varios objetos a los que representa en lo que tienen de común. Para Platón, Idea es algo objetivo: significa etimológicamente lo que se ve, es el universal, la esencia pura desprovista de toda individualidad material, pero existente en sí, fuera de la mente, como una existencia purísima perfecta, en aquel lugar bienaventurado donde el alma vivió en un tiempo anterior. El hombre en sí, el caballo en sí, la justicia en sí, son ideas subsistentes del cielo empíreo.

Podemos imaginar, por ejemplo, una casa que ha sido edificada. Sin duda que, por bien que se haya realizado el proyecto, siempre será su realidad más imperfecta que el plano del arquitecto que la ideó. Pero el plano contiene también las imperfecciones de la materia en que se ha plasmado, y será muy inferior a la idea que el arquitecto forjó. Pues bien, la propia idea del arquitecto, que se da en un cerebro material e imperfecto, no alcanza tampoco a la idea en sí, cuya pureza y perfección está por encima de toda limitación de la materia. «Aquel lugar supraceleste —el lugar de las Ideas— ningún poeta lo alabó bastante ni habrá quien dignamente lo alabe, porque la esencia existente en sí misma, sin color, figura ni tacto, solo la puede contemplar el puro entendimiento».

En la vida celestial de algunas almas sobreviene, sin embargo, una caída. El caballo negro —la pasión—, cuyo tirar es torcido y traidor, puede en un momento más que el blanco —el ánimo esforzado, noble— y da en tierra con coche y auriga. Hallamos aquí quizá un eco lejano de la revelación primitiva del pecado original, como se encuentra en muchos de los más viejos textos de la humanidad. A consecuencia de esta caída el alma desciende a este mundo y se une a un cuerpo, al que permanecerá adherido como la ostra a su concha. En su nuevo y desventurado estado ha olvidado las Ideas que antes contempló intuitiva, directamente. Ahora tendrá que conocer a través de los sentidos corporales, y solo percibirá cosas concretas, singulares. Sin embargo, las cosas que le rodean participan —como el hombre mismo— en la Idea, aunque por otra parte estén individualizados por su inserción en la materia. Y el alma, al percibirlas, se siente subyugada, llamada interiormente a la búsqueda de algo muy íntimo que aquellas cosas le sugieren. Experimenta algo así como la extraña emoción que nos invade al encontrarnos en un lugar en que discurrió nuestra infancia y que, aunque olvidado, evoca en nuestro espíritu el recuerdo vago y la nostalgia del pasado. Prende entonces en el alma el eros (amor), que es, para Platón, un impulso contemplativo. De él nace un esfuerzo por recordar, esfuerzo que consigue aflorar a la consciencia el recuerdo que estaba latente de «las íntegras, sencillas, inmóviles y bienaventuradas Ideas». El conocimiento intelectual se realiza así, según Platón, por recordación (anámnesis).

El segundo mito, el de la Caverna, pretende sugerir lo que Platón piensa sobre la naturaleza de las cosas concretas, materiales, de este mundo. La condición humana es semejante a la de unos prisioneros que, desde su infancia, estuvieran encadenados en una oscura caverna, obligados a mirar a la pared de su fondo. Por delante de la caverna cruza una senda escarpada por la que pasan seres diversos. Los resplandores de una gran hoguera proyectan sobre el fondo de la caverna las sombras vacilantes de los que pasan ante la entrada. Los encadenados, que solo conocen las sombras, dan a estas el nombre de las cosas mismas y no creen que exista otra realidad que la de ellas.

La significación del mito no ofrece ya dificultad: la hoguera es la Idea de Bien, idea fundamental y primera del cielo empíreo que muchos comentaristas identifican con Dios; los seres que desfilan por la senda son las diversas Ideas o arquetipos de las cosas; las sombras, en fin, son las cosas de este mundo. La forma de estas sombras, distinta en unas de otras, procede de las Ideas; las cosas de este mundo participan de las Ideas y a ello deben sus perfecciones, su entidad, lo que son. Esta idea de participación (mecexis) es fundamental en Platón. Pero en las sombras observamos enseguida su carácter negativo; son —diríamos— un no ser; este caballo concreto, por ejemplo, participa por una parte de la idea caballo y eso le hace ser lo que es; pero por otra, está inserto en materia, y esto le hace no ser el caballo-en-sí, el caballo perfecto, sino este caballo, individual, imperfecto, temporal, en tránsito continuo hacia la muerte. La materia es así, para Platón, algo negativo, oscuro y opaco elemento de limitación, de individuación. Las cosas, porque son materiales, son como sombras, débiles trasuntos de aquello que les confiere su única y debilísima entidad: la Idea, que es la verdadera y subsistente realidad.

La ética y la política de Platón son consecuencia de su metafísica; el fin último del alma que ha caído y se ha encarnado en un cuerpo consiste en purificarse de la materia y elevarse a la pura y serena contemplación de las ideas, liberarse de las sombras, y buscar lo que realmente es. Para lograr esta purificación que permite el ascenso a la contemplación, es preciso adquirir y practicar la virtud. La virtud es, para Platón, la armonía del alma, un estado de tensión de las diversas partes del alma y una justa proporción entre ellas. Al ánimo o apetito noble corresponde la fortaleza, virtud que lo estimula y mantiene vigoroso y esforzado; el apetito inferior o pasión debe ser refrenado por la templanza; la razón debe ser guiada por la prudencia, virtud del recto y ponderado juicio; la armonía, en fin, de estas partes del alma constituye para Platón la virtud de la justicia. Las almas que por la virtud y la contemplación ascienden a la esfera inteligible, transmigran al morir a seres superiores, o se liberan. Las que se enlodan, en cambio, en los bienes y placeres materiales, reencarnan en animales inferiores más alejados del mundo inteligible. Platón hereda de los pitagóricos esta idea de la metempsícosis.

En política, supone Platón que la polis o ciudad ideal debe construirse a imagen del hombre y realizar en cuanto pueda la Idea de hombre, es decir, algo superior al hombre concreto, material. A cada una de las partes del alma corresponderá una clase en la sociedad; a la pasión o apetito inferior, el pueblo encargado de los trabajos materiales y utilitarios; al ánimo, los guerreros o defensores; a la razón, los filósofos, que deben ser los directores del Estado. Cada clase debe ser guiada por la virtud correspondiente: el pueblo por la templanza, los guerreros por la fortaleza, los sabios por la prudencia.

 

Esta idea orgánica y estamentaria (por clases) de la sociedad pasará, como veremos, a la sociedad cristiana de la Edad Media, que se construirá de acuerdo con estos cánones, previamente cristianizados.

Podemos apreciar por medio del siguiente esquema la articulación interna del pensamiento de Platón en el mito, en psicología, en ética y en política:


MitoPsicologíaÉticaPolítica
Caballo negroApetitoTemplanzaPueblo
Caballo blancoAnimoFortalezaGuerreros
Auriga moderadorRazónPrudenciaFilósofos
Carro aladoAlmaJusticiaCiudad

La filosofía de Platón constituye, en fin, un primer e ilustre esfuerzo por superar el antagonismo y la parcialidad de Heráclito y Parménides. La experiencia sensible y la inteligible se salvan en él con la admisión de dos mundos, aunque uno de ellos sea el verdadero y confiera su ser y sentido al otro.

La obra de Platón es además una joya estética y literaria de valor universal, quizá nunca superada. Bernard Shaw ha escrito que él creía en el progreso absoluto de la cultura como en algo inconcuso. Era uno de los pilares de su pensamiento. Sin embargo, un día abjuró públicamente de su progresismo: había leído a Platón. Si la humanidad ha producido tal hombre hace veintiséis siglos, obligado es confesar que la cultura no ha progresado en todos sus aspectos.

Sin embargo, la concepción filosófica de Platón deja planteados problemas de no fácil solución, cuestiones difícilmente comprensibles que no se sabe como admitir; ante todo la pluralidad y diversidad de ideas en el cielo empíreo: si la diferenciación de las cosas procede de la materia, y las ideas en aquel lugar superior son simples y no materiales, ¿cómo se diversificarán? Más bien parece que tendría aquí razón el viejo Parménides al admitir solo una idea, la de ser o de Dios. En segundo lugar, no resulta fácilmente comprensible la idea de participación: compréndese muy bien lo que es participar en algo material, una comida, por ejemplo: cada comensal se lleva una parte y de este modo participa. Pero en algo espiritual, simple, intangible, ¿qué participación cabe, en un sentido entitativo, constitutivo del ser? Por último, ese concepto de materia, que parece ser algo puramente negativo, mera limitación, ¿cómo concebirlo? Todo lo que es y actúa ha de tener algún género de entidad.

Estas serán las cuestiones que Platón —que dio un paso de gigante en el pensamiento humano— hubo de dejar planteadas a la especulación posterior, concretamente a su discípulo Aristóteles.

ARISTÓTELES

Aristóteles (384-332) fue, sin duda, el fruto intelectual más granado de aquella civilización refinada, especialmente idónea para la filosofía, verdadera «edad dorada» de la cultura humana. Espíritu profundísimo e investigador incansable, no poseyó en tan alto grado las condiciones literarias y poéticas de su maestro Platón, pero supo continuar la obra de este con un rigor y profundidad que hicieron de su filosofía algo considerado durante siglos como definitivo.

En la primera parte de su vida, Aristóteles pertenece a la Academia, escuela filosófica fundada por Platón que prolongará su vida hasta el siglo VI después de Cristo. Muerto su fundador, Aristóteles sale de Atenas para ocuparse de la educación del hijo del rey Filipo de Macedonia, el que habría de ser Alejandro Magno, unificador de Grecia y conductor de sus ejércitos hasta la conquista de un dilatado imperio. Pero el dominio macedónico y el imperio de Alejandro no representa el apogeo de Grecia, sino su decadencia. El genio griego creó la organización democrática de ciudades independientes, y tal fue el régimen político de sus mejores tiempos. Alejandro no era ya espiritualmente un griego, y su dominio, que introdujo la relación de soberano a súbdito, y su imperio, que sometió a pueblos extraños, representaron la mina del ambiente griego en sus más originales raíces y precipitaron su fin. Son curiosas las relaciones que el azar dispuso entre el más alto representante del genio griego y Alejandro de Macedonia. Nunca llegaron a entenderse; hablaban lenguajes diversos y la disensión no tardó en surgir. Vuelto a Atenas, funda Aristóteles una institución similar a la Academia platónica, el Liceo, en la cual ejerció un fecundo magisterio. Cundió en el Liceo la costumbre de dialogar paseando por un jardín, por lo que se le llamó también Peripato —que significa paseo— y peripatéticos a los discípulos y seguidores de Aristóteles.

Entre las obras que de Aristóteles se conservan hay que destacar en primer lugar, por su carácter introductorio, la Lógica, que él llamó Organon (o instrumento, instrumento del saber). Es notable el hecho de que esta compleja ciencia de la estructura interna del pensamiento fue descubierta y expuesta casi en su totalidad por Aristóteles, sin que toda la humanidad posterior haya podido añadir otra cosa que leves detalles o modernamente su conjugación con la matemática. Toda la minuciosa doctrina de las formas generales del pensamiento (concepto, juicio y raciocinio) con sus clasificaciones, leyes y combinaciones, y toda la teoría de las formas particulares del pensamiento científico (definición, división, método), aparecen en el Organon aristotélico casi en la forma en que son estudiadas hoy mismo.

Pero aquí nos interesa su Metafísica, obra que condensa la concepción aristotélica del ser y prolonga el pensamiento filosófico en el punto en que lo dejamos. Aristóteles dio a este tratado el nombre de Filosofía primera; el de metafísica le advino después, en razón del lugar que ocupaba en su obra, detrás de la física. Esta Filosofía primera es, según su propia definición, la ciencia del ser en cuanto ser, es decir, la ciencia que resulta del tercer grado de abstracción.

Comienza Aristóteles admitiendo con Platón un universal que es causa de las perfecciones de las cosas, es decir, de que sean esto o aquello. Pero este universal no está para él en un mundo superior y distinto, sino en las cosas mismas, como uno de los principios metafísicos que las constituyen. En la realidad solo existen para Aristóteles las cosas individuales, concretas, lo que él llama sustancias. Pero estas sustancias realizan, cada una a su manera, un universal o modo de ser general, la esencia, aquello que la cosa es, y cuyo ser comparte con los demás individuos de su misma especie. Así, por ejemplo, solo existen real y separadamente hombres concretos, diferentes, pero todos realizan el mismo universal hombre, que es su esencia común. Esta individualidad y esta universalidad que se dan unidas en las cosas materiales concretas se explican, según Aristóteles, por dos principios físicos, que él llama materia y forma (ulé y morfé, en griego; de aquí el nombre de hilemorfismo que se da a esta teoría).

La forma, heredera de la idea platónica, es «un principio universal, causa de las perfecciones específicas de un ser, y origen de inteligibilidad». La forma —hombre, caballo, justicia—, hacen que este hombre, ese caballo, aquel acto justo, sean lo que son: hombre, caballo, justicia. Además, por la forma comprendemos las cosas: comprender algo es, como veremos, a modo de una iluminación de su forma que realiza el entendimiento. Lo que las cosas tienen de puramente individual es incomprensible intelectualmente; el individuo solo es accesible a la experiencia sensible. Imaginemos una familia a la que ha llegado un pariente que residió siempre en América. Un miembro de la familia va a puerto a recibirle. Los restantes miembros sienten viva curiosidad por el que acaba de llegar. Para satisfacerlos, el familiar que se destacó les habla por teléfono intentando explicarles cómo es. Les dirá, por ejemplo, que es alto, moreno, de edad mediana, etcétera. Es decir, destacará de él varios conceptos universales, generales, y, con ello, podrá comunicar quizá a los ausentes una idea aproximada; pero, aunque pasara toda su vida expresando rasgos diferenciales de la personalidad del recién venido, no lograría transmitir la imagen concreta, viva, real, que él adquirió en un instante con solo verle. La individualidad es impenetrable a la razón e inexpresable, por tanto; la intelección se realiza siempre por medio de lo universal.

La materia prima es, en cambio, «un principio pasivo, inerte, origen de la individuación». Por la materia los seres se individúan, se hacen esta cosa concreta, diferente, ella misma. La materia no es ya para Aristóteles algo meramente negativo —limitación de ser— como era en Platón, sino un principio o causa del ser que, comunicándose, fundiéndose con la forma, da lugar al ser existente o sustancia.

Un carpintero, por ejemplo, construye mesas de acuerdo con una idea o esquema que posee. La forma de esos objetos será esa idea con arreglo a la que fueron hechos. Si ese carpintero tiene que transmitir a otro la idea de su mesa, con que lo haga una vez, si lo hace bien, será suficiente; la repetición sería prolijidad innecesaria; lo mismo acontece con todas las ideas u objetos inteligibles. En cambio, si lo que debe transmitirse o entregarse son las mesas mismas, aunque sean todas iguales, no dará lo mismo que sea una o que sean cien. Se trata ya de sustancias diferentes, realizadas en materia, individualizadas por ella.

Tratemos de llegar a ver qué es esto que Aristóteles llama materia prima. Si preguntamos al carpintero, nos dirá que «su materia prima» es la madera, y si al herrero, que el hierro; sin embargo, esto no es todavía la materia prima filosófica, porque hierro y madera son también sustancias existentes que tienen una forma, lo que diferencia la madera del hierro. Materia prima será el sustrato común de ambas cosas, un algo indeterminado, incognoscible por principio, que penetrándose con la forma, depara al ser que existe su concreción individual.

Materia y forma son las dos primeras causas del ser, que Aristóteles enumera; explicar un ser —dice— es dar cuenta de las causas que han intervenido en su existencia. Estas son cuatro: causa material, formal, eficiente y final. Imaginemos una estatua de Julio César. Podemos decir que depende o es efecto de estas cosas: de la idea de Julio César que el escultor poseía y que imprimió al mármol (causa formal); del mármol mismo, sin el cual no habría estatua (causa material); de la acción del escultor, que con su cincel y su martillo sacó de su indeterminación a la materia (causa eficiente), y del fin que el escultor se propuso al hacer la estatua (agradar a César, ganar dinero, realizar la belleza...) (causa final). A las dos primeras causas les llamó Aristóteles intrínsecas porque actúan desde dentro, penetrándose, para la producción del ser; las otras dos son extrínsecas: la eficiente es la acción —causa impulsiva— de que es capaz el ser ya existente; la final se opera a través de la mente del que obra, que conoce el término de la acción y en vista de él —atractivamente— obra.

Esta causa final no se da solo, según Aristóteles, en la acción del ser inteligente, sino que también se halla impresa en la naturaleza. La forma de los seres tiende en ellos a su propia perfección, abriéndose paso a través de la limitación, de la imperfección, que le imponen la materia y la individualidad. Por ello, los seres poseen tendencias naturales y unos tienden hacia otros, ya que, así como todos tienen una primera fraternidad en el ser, poseen otras afinidades que los hacen mutuamente perfectibles, por una ley universal de armonía que preside al Cosmos. Unos tienden a su fin ciegamente, como acontece en las afinidades químicas de los cuerpos, por ejemplo; otros instintivamente, como los animales, conociendo su objeto, pero no la razón de apetecerlo; otros, en fin —los hombres—, racionalmente, libremente, conociendo la razón de apetibilidad y pudiendo, al no estar determinados por los objetos mismos, apartarse de su cumplimiento en razón de otros motivos inferiores. De aquí que la finalidad no sea solo un modo de apetecer y de obrar los seres dotados de conocimiento, sino que está impresa en las formas mismas (entelequias) y en el orden general del Universo.

Complementa a esta teoría de las causas del ser otra sobre los principios del devenir universal, sobre el movimiento en general. Recordemos que los dos problemas primeros que movieron al hombre a filosofar fueron la pluralidad de los seres y el movimiento, esto es, el cambio, la caducidad de las cosas. La teoría de la materia y la forma respondía al primero de estos problemas; la que vamos ahora a ver, al segundo. Trátase de la teoría de la potencia y el acto, que es central en el pensamiento de Aristóteles.

 

Parménides, como recordamos, no admitía el movimiento, porque oponía el ser al no-ser y rechazaba este por impensable. Pero entre el ser y el no-ser hay más que mera oposición, hay contrariedad; cabe entre ambos un tercer término: el ser en potencia. Lo que no es todavía, pero puede llegar a ser, la capacidad de ser. La potencia es ser comparado con la nada; no-ser, en comparación con el ser. Pues bien, todos los seres de la naturaleza contienen una mezcla de potencia y acto; poseen un ser actual —acto— y multitud de disposiciones —potencias— que serán, o no, actuadas (realizadas) durante su existencia. El movimiento es, precisamente, el tránsito de la potencia al acto, la actualización de potencias.

Y el movimiento —el cambio— es el modo de existir de todas las cosas naturales por razón de su mismo ser, que es mezcla de acto y de potencias que han de ser actualizadas sucesivamente, en el tiempo. Supuesto que la materia es por sí inerte y no puede moverse a sí misma, este mundo en movimiento ha de ser movido por un primer motor inmóvil —acto puro—, que es lo que Aristóteles entiende por Dios. Por este camino filosófico llegó Aristóteles al conocimiento de un solo Dios (monoteísmo), acto puro y ser necesario, que tanto se aproxima al Dios del Cristianismo. Alguien le llamó por esto «cristiano preexistente». Claro que el Dios de Aristóteles es solo un Dios filosófico que nada sabe del Dios personal cristiano, ni siquiera del concepto de creación en el tiempo —pues suponía al mundo existente desde siempre, aunque dependiendo de Dios—, ni mucho menos de la idea de providencia.

A la luz de esta teoría del acto y la potencia puede Aristóteles dar una respuesta a los tropos u objeciones de Zenón de Elea contra la posibilidad del movimiento. Aquiles sí puede moverse porque la distancia que ha de recorrer solo potencialmente es divisible en infinitos puntos; en acto no existe tal infinito, sino solo un segmento limitado y concreto. Aquiles adelantará, si se lo propone, a la tortuga porque en aquel razonamiento, al suponer una e infinitas veces el punto a donde llegará para afirmar así que la tortuga habrá avanzado más, descompongo el movimiento en infinitas situaciones inmóviles y el espacio en infinitos puntos, pero ni este es divisible más que en potencia, ni el movimiento se compone de inmovilidades, sino que es un modo de ser distinto e irreductible; el tránsito de la potencia al acto. Y, comparados movimientos, puede uno muy bien superar a otro.

Procede después Aristóteles a hacer una división del ser en grandes grupos, lógicamente trazados, en los que se distribuya toda la realidad. A esta división dio el nombre de categorías. Divídense, ante todo, las cosas en sustancia y accidente. Es sustancia lo que existe en sí, accidente lo que requiere de otro para existir en él. Así, una mesa, un árbol, son sustancias; pero el color blanco, la bondad, el reír, son accidentes porque no se dan solos, aislados, sino en otro, en algo que es blanco, que es bueno o que ríe. Los accidentes se dividen a su vez en cantidad, cualidad, relación, acción, pasión, lugar; tiempo, posición y estado. Si a ellos se antepone la sustancia tendremos las diez categorías aristotélicas, que son como grandes casilleros en los que entran todas las cosas. Sírvanos de ejemplo esta frase descriptiva. El gran (cantidad) caballo (sustancia) castaño (cualidad) de Alejandro (relación) está (posición o pasión) comiendo (acción) ensillado (estado) por la mañana (tiempo) en el patio (lugar).

Más allá de estas categorías o géneros supremos de las cosas no se puede alcanzar más que un concepto más general, que los abarca de un modo especial: el concepto de ser. Este concepto ha de captarse con una gran finura conceptual, pues solo así puede hacérsele compatible con esa nuestra doble experiencia cognoscitiva, y con el dualismo que requiere el hecho de que seamos libres para obrar. La noción que, según Aristóteles, debe tenerse del ser nos servirá para recapitular sobre el planteamiento que del problema metafísico hicieron Heráclito y Parménides.

Según su modo de aplicarse, un término (que es la expresión del concepto) puede ser unívoco, equívoco o análogo. Unívoco es aquel término que se emplea siempre en el mismo sentido; cuando digo reloj, por ejemplo, significo siempre lo mismo. Es equívoco, en cambio, aquel otro que se emplea en sentidos totalmente diversos. Así, el término vela, que puede aplicarse a la vela de un barco o a una bujía de cera. Es análogo, en fin, aquel que se refiere a cosas diversas, pero no totalmente heterogéneas, sino derivadas de una significación original. El término alegre, por ejemplo, si lo aplico a un paisaje quiero decir que produce alegría; si a un rostro, que expresa alegría; si a un carácter, que es alegre; cosas todas diversas, pero emparentadas entre sí, análogas.

Pues bien, la noción de ser no debe concebirse como unívoca ni como equívoca, sino como análoga. «Ser —dice Aristóteles— se dice de muchas maneras». No se dice lo mismo de la sustancia que del accidente, de la potencia que del acto, de Dios que de las cosas naturales. Tampoco se dice de modo totalmente diverso, sino según un principio de analogía. Solo partiendo de esta concepción se puede, según Aristóteles, superar los primeros y fundamentales escollos del filosofar y salvar la posibilidad de una metafísica que se adapte a la realidad tal como es y contenga así perspectivas de progreso. La concepción equívoca del ser da origen al escepticismo; esto aconteció a Heráclito, que, teniendo ojos solamente para la infinita diversidad de las cosas, no reconocía ningún valor real a los conceptos universales, ni, menos, al concepto de ser, y veía en ellos solamente modos artificiosos y equívocos de llamar a las cosas. La concepción unívoca conduce, en cambio, al monismo (doctrina que admite un solo ser) o al panteísmo. Este fue el caso de Parménides. Reconociendo un solo modo de ser, un concepto de ser unívoco, no podía concebir límite o diferenciación alguna para la variedad de los seres, y hubo de afirmar en consecuencia un solo ser eterno, infinito e inmóvil. Ambas concepciones, que, como dijimos, se traducen prácticamente en un quietismo tan ajeno al espíritu occidental y al griego en particular, se superan en el pensamiento de Aristóteles con esa forma radical de captar el ser que permite su posterior contracción a modos y categorías diversos de ser y de obrar.

Veamos ahora cómo a la luz de estos principios concibe Aristóteles al hombre.

Esto que llamamos hombre es para él una unidad sustancial, no una mera episódica unión accidental de alma y cuerpo, como en Platón. En su seno supone Aristóteles que hace el alma papel de forma y el cuerpo de materia. No será así posible la preexistencia ni la transmigración de las almas. Esta doctrina de la unión sustancial es, sin duda, la que más responde a los hechos, esto es, a la estrecha solidaridad en que se encuentran en nosotros los fenómenos psíquicos y los fisiológicos.

La concepción aristotélica del conocimiento responde, asimismo, a su metafísica. El espíritu individual, que no ha preexistido en el Cielo de las Ideas, adviene a este mundo limpio de todo conocimiento, pura potencia que ha de ser actuada en el existir. El conocimiento se inicia a través de los sentidos; quien esté privado de sentidos no puede adquirir ninguna vida psíquica. Pero el conocimiento intelectual, aunque parta del conocimiento sensible, es algo superior y distinto, algo que no posee el animal. Es un leer dentro (intuslegere), un poder de penetrar en el interior del objeto e iluminar en él su forma para lograr esa reproducción en la mente que es lo que se llama idea o concepto. Puede compararse la función del entendimiento a la que en los cuerpos ejercen los rayos X: una iluminación interior, el descubrimiento de una realidad profunda que no es accesible a los sentidos. Merced a esta facultad puede el hombre traspasar la esfera de las cosas concretas o individuales en que se mueve el animal para penetrar en el mundo inteligible de las esencias universales, mundo que le permite un modo superior de existir, de relacionarse y de progresar.

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