Claudia Cairó

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© Raimond Armengol Argemí

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-175-8

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Raimond Armengol Argemí

Emigró con sus padres cuando tenia 11 años desde un pequeño pueblo del mediterráneo español (L´Ametlla del Vallès, Cataluña) a Venezuela, país que pronto le sedujo, en donde se casó y tuvo dos hijos; en él se formó, trabajó como médico y ejerció la docencia en la universidad.

Tuvo oportunidad, por su trabajo, de conocer los rincones más insospechados de ese sugestivo país tropical, incluyendo las exuberantes regiones selváticas entrando en contacto con la población originaria. También ha recorrido los países de América, Europa, algunos de África y del Cercano Oriente siendo consultor de la Organización Mundial de la Salud y La Unión Internacional en el tema de salud respiratoria.

Le apasiona el mar y dejarse cautivar por la contemplación de lo profundo y enigmático.

En sus ratos libres, disfruta cuidando del jardín, el pequeño huerto y algunos animales domésticos. Encontró tiempo para leer y escribir.

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CLAUDIA CAIRÓ | ENTRE DOS MUNDOS

SOBRE ESTA NOVELA

El hombre pálido puso la moneda antigua en la mano de Claudia diciéndole: «este es tu talismán con poderes mágicos que te guiará por los peligrosos y extraños caminos que recorrerás…» Ella miró el dragón alado grabado en una de sus caras. Pero eso, no era más que el principio.

La vida de Claudia transcurría sin sobresaltos. Estudiaba, compartía con sus amigos y jugaba en el equipo de voleibol del colegio.

En su casa, escapaba de la rutina inventando viajes y escribiendo cuentos, algunos de ellos con su amigo Ricardo.

Nunca, a pesar de su inagotable imaginación, intuyó que estaba escrito que una sucesión de acontecimientos la conduciría por extraños caminos para reencontrar la magia perdida. Conoció personas que la ayudaron, pero también se enfrentó con enemigos poderosos que trataron de impedir su designio.

Un día, como cualquier otro, Claudia caminaba por el barrio Gótico de Barcelona y, guiada por una triste melodía, se detuvo frente a un joven violinista vestido de negro. Este encuentro cambió su vida.


La saga de Claudia Cairó “Al Rescate del Mundo Mágico” nos sumerge en las peripecias y peligros que ella afronta para revivir la magia y con ella a los seres fantásticos que han sido desterrados por fuerzas malignas.

En este episodio, Claudia nos cuenta como se vio envuelta en esta lucha ayudada por algunos personajes maravillosos.

A Clari por su estímulo.

A mis hijos Javier y Andrés por dar sentido a la imaginación.

A mis nietos Ricardo, Eric, Alex, Anton y Benno, fuentes de inspiración.

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Al final, los hechos no son los importantes, sino la fantasía sobre los hechos.

Marcela Serrano, Para que no me olvides.

Quiero amigos serios de esos que hacen de la realidad su fuente de aprendizaje, pero que luchan para que la fantasía no desaparezca.

Fernando Pessoa, Mis amigos son todos así.

Libro del desasosiego

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Navegando a bordo del Atlantis siguiendo la ruta del sur, más allá del ecuador y cerca del trópico de Capricornio, escribo estos apuntes durante los escasos momentos libres de que dispongo en el día y con la única intención de recordar algunos hechos enigmáticos ocurridos pocas semanas atrás y que quizás algún día ampliaré. Por las noches escribo mi diario. Tanto los apuntes como el diario que acabo de empezar los dedico a mi hermano Andrés, a mis amigas y amigos del colegio, entre ellos, con mucho cariño para Bárbara, mi confidente, y Ricardo, tan soñador como yo, con quien, en el balcón de mi casa o en el parque o en las calles, inventábamos aventuras.

Claudia

Septiembre 2002

CAPÍTULO I - En mi ciudad

1.- Los cuentos que escribíamos

A pesar del bullicio que reinaba en la calle pude oír a Ricardo llamándome:

—¡Eh, Claudia! Espera… ¡Claudia!…

Yo caminaba rápido hacia mi casa; era el último día de cole antes de las vacaciones de Navidad. Dejé a Ricardo, Bárbara, Nuria y Jaime contándose lo que harían durante las vacaciones. Sentía frío; además, no tenía nada que contar.

Me di la vuelta. Ricardo corría a toda velocidad zigzagueando para esquivar a la gente. Tan pronto me alcanzó, aún jadeante, me preguntó:

—¿Por qué te marchaste tan rápido? Uf… Ni siquiera te despediste. —Y sin esperar respuesta continuó—: ¿Vamos un rato al parque?

—Ahora no, hay mucho viento y frío, siento las manos y la cara congeladas. Mejor lo dejamos para mañana y así le decimos a Bárbara que venga con nosotros —contesté frotándome las manos y agregué—: Si quieres vamos a mi casa.

Mi casa está cerca de la de Ricardo y solemos regresar juntos del colegio. Vivo en un piso alto con vistas al puerto y desde el balcón viajo a bordo del barco que esté amarrado en el muelle; a veces viajamos juntos. De estas escapadas imaginarias, las que nos gustan más las escribimos en su ordenador. Imprimimos algunas que guardo en mi casa. Ahora que lo pienso, nunca he vuelto a releer estos relatos, pero sé que están allí, vivos, esperando…

—Voy a ordenar nuestros relatos —le dije a Ricardo mientras él abría las puertas del balcón, y continué—: Imagino que alguno habrá escapado.

Nos reímos. Mientras los ojeaba, recordaba que conocí a Ricardo cuando empecé el primer curso del ESO. Tiene tres hermanos menores que él y cuando estamos en su piso, escribiendo en el ordenador, nos molestan continuamente, parecen abejorros zumbando… Bzzzz. Yo solamente tengo uno, se llama Andrés y le llevo cuatro años. En noviembre cumplió ocho y con el dinero que me da de vez en cuando la abuela y que guardo para una buena ocasión, le compré una camiseta del Barça. ¡Era una buena ocasión! Le gustó mucho.

Ricardo me saca de mis cavilaciones diciendo:

—¡Mira, Claudia! —Estaba de pie en el balcón y señalando hacia el puerto me dice—: Hay un barco amarrado en el muelle que ayer no estaba. ¡Es grande! Debe haber venido de muy lejos ¡Prepara las maletas…!

Dejé los relatos y corrí hacia el balcón mientras Ricardo continuaba diciendo:

—¿Qué traerá en sus bodegas? —Él mismo se respondió—: Trae los ingredientes para nuestros relatos… y me pregunto, ¿qué se llevará de aquí?…

—No lo sé; quizás… ilusiones, nuestros sueños… Sí, eso es, zarpará con sus bodegas repletas de nuestros sueños agazapados entre las mercancías.

El balcón del piso es muy estrecho, apenas caben dos macetas con geranios y en verano una tomatera que siembra mi padre y la pone en una de las esquinas; sin embargo, por ser minúsculo no deja de ser importante para mí, es la puerta abierta a la entrada de los sueños y mi escape al mundo de la fantasía.

Estaba muy cerca de Ricardo y con ambas manos ahuecadas sobre mis ojos simulaba estar observando con unos prismáticos y añadí:

—Lo que más disfruto desde el balcón es ver cuando abren las bodegas del barco y junto con el aroma del aire nuevo, escapan, como por arte de magia, algunas hadas con cara de asombro.

—¡Menos mal! Estos barcos traen algún que otro ser fabuloso. Los de aquí están extinguiéndose.

—Tienes razón. ¿Dónde pueden vivir en nuestra ciudad las hadas, los gnomos y otros seres fantásticos?

—Supongo que han ido adentrándose en las grietas y se pierden en el reino de lo subterráneo o ¡qué sé yo!, simplemente los barremos sin darnos cuenta —dijo Ricardo sin apartar la vista del barco.

—En las raras ocasiones en las que llega un barco de Noruega estoy atenta a que abran las tapas de las escotillas; hasta las gaviotas se sorprenden al ver escapar de las bodegas el aire tan puro y frío que forma una fina escarcha sobre la cubierta y, casi siempre, salta furtivamente algún trol muy arropado quitándose inmediatamente los abrigos de encima y se esconde rápido en cualquier lugar oscuro.

—¿Se queda escondido en el barco o baja a tierra? —pregunta Ricardo.

—Se queda en el barco hasta que la última gaviota se va y un manto de sombras cubre el puerto, los empleados apagan las luces y cierran sus oficinas y los marineros van a dormir; es entonces cuando el trol sale pesado y torpe de su escondite, se despereza y baja despacio al muelle por la escalerilla e inicia la búsqueda de algún bosque frondoso donde vivir.

 

—¡Imposible! lo que menos hay cerca de aquí son bosques frondosos…

—El trol no lo sabe aún. Ni tan siquiera sabe dónde está. Así que, desamparado, camina y camina, y por más que camine no lo encontrará, conformándose, al fin, con algún jardincillo de alguna casa antigua. ¡Pobres! Además, ya nadie les teme.

—Ni los miran tan siquiera. Me sorprende que los estibadores y marineros no se den cuenta de lo que ocurre a su alrededor, están absortos por su faenar rutinario y pesado. Tienen sus sentidos embotados.

—¡Oh sí, como muchísima gente! ¡Ya no hay magia! O, mejor dicho, no hay tiempo para vivirla, ni tan siquiera para verla. ¿Sabías, Ricardo, que de Alemania vienen de vez en cuando algunos gnomos que también se ocultan rápidamente? —Después de una pausa continué diciéndole—: He llegado a la conclusión de que tendremos que preparar algún refugio en nuestras casas o en el parque para dar cobijo a esas criaturas.

—Será muy divertido vivir nuevamente con seres fabulosos. —Después de un breve tiempo agregó entusiasmado—: ¡Ya está! ¿Por qué no vamos a mi casa y escribimos este cuento en el ordenador?

—Me parece genial; me encanta escribir sobre eso. Los gnomos me gustan mucho, aun cuando prefieren vivir bajo la tierra.

Estaba alegre y me reía de lo que comentábamos. Mientras me ponía el abrigo y la bufanda, pensaba: «¡Ojalá algún día mis padres puedan comprarme un ordenador!». Sabía que por los momentos no teníamos dinero para eso. Tras cerrar la puerta de la casa y retomar el tema de los gnomos le dije:

—¡Hay una pega! Los gnomos estarán solos y aburridos mientras estemos en el cole. ¿Cómo haremos, Ricardo?

—No te preocupes por esto, duermen muchas horas durante el día, además, a la mayoría de ellos les gusta hacer sus trastadas y jugar por la noche cuando estamos dormidos.

De camino a su casa hablábamos animadamente sobre dónde esconder a los gnomos, el peligro de adoptar a un trol y el desbarajuste que causarán todos ellos y especialmente las hadas, que les gusta revolotear por todas partes y son desordenadas.

Había mucho tráfico a esta hora y Ricardo tomó mi mano para atravesar corriendo la calle, luego, continuamos andando cogidos de la mano. Nunca había ocurrido, era maravilloso y todas las hadas revoloteaban ahora en mi cabeza impidiéndome pensar.

2.- Una moneda particular

Salgo de casa y bajo las escaleras corriendo. En la calle, encuentro las aceras atiborradas de gente. Van de compras o solo caminan observándolo todo como hago yo. Me gusta mezclarme en el animado bullicio del barri Gòtic, detenerme frente a cada uno de los repletos escaparates de las tiendas decoradas para la Navidad o escuchar a algún músico solitario, al que no puedo ponerle ninguna moneda en el sombrero porque usualmente no tengo.

Hoy, como hago todos los años por estas fechas, caminaba hacia la catedral para ver el pesebre en el jardín del claustro. A medida que me acercaba a la calle de la Pietat, escuchaba más clara la melodía de una música nostálgica que me atraía. Caminé siguiendo el hilo de las notas y me detuve frente a un hombre joven y delgado que tocaba el violín; era mucho más alto que yo, vestido todo de negro, cara muy pálida, cabello negro, lacio y largo; escuchaba absorta las notas melancólicas que, suspendidas como motas de nieve en el aire gélido, hacía brotar de su violín. El violinista me miraba a los ojos. Hurgué en el bolsillo y encontré una moneda de un euro; me agaché y la puse dentro de la caja del violín abierta a sus pies. Levanté la vista y él seguía tocando y mirándome sin sonreír, pero sus ojos me transmitían afecto; di media vuelta y proseguí mi camino. Apenas empecé a caminar, cesó súbitamente la música y me volteé. El hombre caminaba hacía mí y al llegar a mi lado me dijo con un acento extranjero muy raro:

—Estaba tocando solo para ti, Claudia. Gracias por la moneda que me diste. —Introdujo su mano en el bolsillo del abrigo y sacó algo—. ¿Te gusta esta? —Sin esperar respuesta agregó, esbozando una sonrisa y mirándome fijo—: Te la regalo, es de mi país.

Me puso en la palma de la mano una pesada moneda que nunca había visto, parecida más a un medallón que a una moneda. Era de color gris verdoso, gruesa y en la cara que yo veía había una figura repujada de un dragón alado comiéndose la cola.

—Muchas gracias. ¿De dónde eres? —pregunté manteniendo su mirada penetrante.

—Vengo de Hungría, nací en una ciudad con muchos viñedos y buen vino llamada Tokaj, a orillas del río Tisza.

—¿Cómo se llaman las monedas en tu país?

—Se llaman forint, pero esta que te doy no es un forint, es más antigua, incluso mucho más vieja que el pengö, se acuñó en la época de Segismundo de Luxemburgo, rey de Hungría y Croacia, quien creó la Orden del Dragón. Guárdala, te traerá suerte. —Hizo una corta pausa y agregó con voz más baja—: Ahora es tu talismán y te guiará por los peligrosos y extraños caminos que tendrás que recorrer para recuperar los símbolos mágicos. Por cierto, me llamo István.

—Me gusta cómo tocas, István, pero es muy triste tu música. —Me miraba ahora con una sonrisa más amplia—. ¡Muchas gracias por la moneda! Es muy bonita —le dije mirándola en mi mano, sin haber entendido a qué se refería con lo de los símbolos mágicos, y añadí—: ¡Feliz Navidad!

—¡Feliz Navidad, Claudia! Isten veled!

—¿Qué quiere decir Isten veled?

—¡Dios sea contigo!

Seguí calle abajo. Enseguida, la música triste del hombre pálido volvió a llenar la estrecha calle y me acompañaba envolviéndome en un aura de misterio; cada vez caminaba más despacio para seguir escuchando la música, no quería dejar de oírla. Al doblar una calle ya no la escuché más. Con la mano dentro del bolsillo de mi abrigo le daba vueltas a la moneda de la suerte de István, mi talismán. Presentía que esta extraña moneda me pertenecía, era un tesoro venido de muy lejos y al fin me encontró.

Los Reyes me trajeron ropa; no exactamente la que había escogido, pero no estaba nada mal, aunque, como siempre, una talla más grande, «así te durará más. ¡Creces tan rápido!».

Mis abuelos me regalaron unos prismáticos que ya no utilizaban y una brújula. La abuela Eugenia, al dármelos, me dijo:

—Toma, mi reina, estos prismáticos. ¡Disfrútalos! Son muy buenos, casi nuevos. —Y después de una pausa continuó—: Desde el balcón puedes mirar los barcos que te gustan tanto.

—Yo ya no los puedo usar —dijo el abuelo Antón, y me explicó, no sin cierta nostalgia—: El temblor de mis manos no me permite enfocar y la vista la tengo turbia.

—Eso sí, la brújula es nueva —agregó la abuela—, úsala para tus excursiones, además, trae un lapicillo para las anotaciones de las rutas.

Desde el balcón miro con frecuencia el barco repleto de sueños. Es un barco mercante grande, esbelto, con el puente de mando casi en el centro entre la proa y la popa, con muchas bodegas. Es todo blanco menos la obra viva, que está pintada, como en casi todos los cargueros, de color rojo oscuro. La chimenea destaca del resto por ser amarilla y con una gran letra A en rojo. Pero ni con los prismáticos que me regalaron los abuelos alcanzaba a leer su nombre; me invadía la curiosidad. Además, para viajar en él y escribir los cuentos es imprescindible que sepa su nombre; decidí salir mañana en la mañana temprano e ir caminando hasta el puerto.

Ricardo no está ahora en Barcelona, se fue con sus padres y hermanos a pasar las fiestas en una casa de campo que pertenece a la familia. Lo encuentro a faltar, sobre todo cuando voy a su casa para escribir en su ordenador o viajar en la web. Al despedirse me dijo:

—En la casa se queda la tieta Elvira, tú ya la conoces. Cuando quieras usar el ordenador vas para allá. Ella ya lo sabe. Creo que tendrás la oportunidad de escribir sin interrupciones el cuento más largo de tu vida. —Y, riendo, agregó—: ¿Me lo dejarás leer cuando regrese?

Salió y de inmediato se devolvió corriendo:

—¡Ah! Se me olvidaba, te he dejado un regalo sobre la mesa del ordenador. ¡Adiós!

Tal como decidí ayer, salí temprano de la casa y me encaminé al puerto. Le pregunté a Andrés si quería venir conmigo y me dijo que tenía un partido de fútbol con sus amigos.

Al llegar, evado la vigilancia y entro en el muelle; de inmediato me doy cuenta de que el barco es más grande de lo que imaginé. Pude al fin leer su nombre: Atlantis. Me encantó, es un nombre enigmático muy adecuado para la aventura y los descubrimientos; me recordó los mitos y las fábulas sobre la Atlántida.

Me asombré al encontrar la escalerilla tendida lista para subir y bajar del barco, pero no había nadie en el muelle ni por los alrededores. «¡Lástima que no esté Ricardo conmigo! A lo mejor nos atreveríamos a subir». Al momento pensé que mi hermano Andrés tenia toda la razón cuando me dijo que yo solamente era atrevida en los cuentos.

Ricardo es delgado como yo y un poco más alto, me lleva un año y es muy atrevido, a veces hasta imprudente; además de ser el mejor jugador de fútbol del equipo, es buen comerciante. Con su cámara fotográfica, que ganó en un sorteo, toma fotos constantemente y las mejores las envía por internet a los amigos y, según dice él mismo, las vende a un precio «razonable». De que es buen fotógrafo o sabe captar los momentos importantes me consta porque ya ha logrado colocar algunas de sus mejores fotos a una empresa que las vende por internet.

Camino hasta el otro extremo del muelle y desde allí observo el mar con los prismáticos. El viento frío congela mis manos y mi cara. Prefiero regresar nuevamente al costado del barco; su enorme volumen me protege del viento como si fuera una pared blanca muy alta. Me detengo cerca de la escalerilla que me atrae como un imán. El vivo deseo de subir me inquieta, siento la ansiedad creciendo dentro de mí. Anhelo subir a bordo, navegar y escuchar el susurro de los sueños y los gnomos que lleva dentro. ¿Qué cosas maravillosas estarán contándose los unos a los otros? ¿Y los chismes…? Andarán corriendo de un extremo al otro, deseosos de llegar a cualquier parte para escapar y desparramarse como mancha de aceite.

Mirando la escalerilla me pregunto una y otra vez: «¿Seré tan tonta de desaprovechar esta oportunidad única?». El miedo impide decidirme a subir. La escalerilla está muy al descubierto, sin embargo, en el muelle no veo ni un alma. Mi mano aprieta con fuerza dentro del bolsillo del abrigo la moneda de István. «¡Claro! —me digo—. Voy a echarlo a la suerte».

—¡Si sale el dragón alado subo al barco!

Saco la moneda húngara del bolsillo. Está caliente y la miro por un rato indecisa; en una de las caras veo el extraño dragón, en la otra el escudo. Decidida, la lanzo al aire bien alto siguiéndola con la mirada y veo ansiosa cómo cae y tintinea en el suelo sin decidirse a parar. Contengo la respiración, el corazón palpita acelerado dentro de mi pecho, estoy aterrorizada de solo pensar que puede caer con el dragón alado comiéndose la cola.

§

CAPÍTULO II - Un barco con vistas al mar

1.- Volando con las gaviotas

El corazón golpea desbocado cada vez más fuerte mientras me agacho para ver bien lo que ya era un hecho. ¡No podía ser de otra manera! Allí está el dragón.

Recojo del suelo mi forint, que no es un forint, y lo mantengo apretado en mi mano. Estoy paralizada; miro hacia la escalera, que ahora me parece extraña, irreal, pero a la vez me llama; hago un esfuerzo sobreponiéndome a mi pánico y comienzo a caminar despacio hacia la escalerilla que se me hace muy estrecha. Al apoyarme en la barandilla y poner el pie en el primer peldaño me doy cuenta de que estoy temblando, miro a ambos lados del largo muelle, no veo a nadie, y subo sigilosamente por la empinada y estrecha escalerilla sin voltear para ningún lado. Una vez alcanzo la cubierta del Atlantis me agacho detrás de la borda para casi inmediatamente observar con cuidado sobre ella. Sigo sin ver a nadie, nada se mueve, estoy segura de no haber sido descubierta. Me quedo unos minutos agachada y luego, ya más tranquila, me levanto y contemplo el puerto y la ciudad con mis prismáticos. Muy cerca están las inmensas grúas, los almacenes alargados, los contenedores de todos los colores en filas y apilados ordenadamente los unos sobre los otros y algunos camiones aparcados. ¡Era una postal!; con los prismáticos de mi abuelo todo parece estar muy cerca de mí y puedo distinguir muchos detalles. Dirijo la vista hacia mi casa y me detengo para ver bien el balcón. Me aflige una extraña sensación de añoranza, el balcón me parece el de un piso ajeno, lejano. No puedo divisar a nadie en él, pero me es fácil imaginar a Ricardo de pie despidiéndose de mí con un pañuelo en la mano. Corrijo y sustituyo el pañuelo por su gorra. Andrés, dando saltos, me dice adiós agitando con fuerza su camiseta del Barça hasta que se la arrebata el viento, echándola a volar como a un globo. Mi padre, sin dejar de fumar, abraza a mi madre, que llora y dice entre sollozos: «¿Cómo haremos sin ella, Marcel? ¿Quién sabe cuándo la volveremos a ver?». Me iba a un largo viaje para América, dejando a la familia y amigos. Vivía tan intensamente esta fantasía que brotaban lágrimas de mis ojos. Súbitamente, Ricardo deja el balcón y corre por el muelle, alcanzando a subir al barco en el último minuto.

 

Doy media vuelta y apartando de mi cabeza esta fantasía camino con cautela para ir a la banda contraria del barco. Tampoco veo a nadie en cubierta ni escucho ningún ruido extraño. Una vez allí miro el mar en donde navegan veleros y otros barcos pequeños, algunos muy lejos, distinguiendo apenas las velas como líneas blancas inclinadas por el viento; en cambio, otros están más cerca. Sobre estos vuelan las gaviotas dibujando amplios círculos, óvalos y otras figuras caprichosas. Por la derecha se acerca un barco pesquero perseguido por una bandada de golondrinas de mar de color blanco y negro revoloteando curiosas y alegres, esperando su ración de sardinas.

Desde la cubierta del barco la vista es muy hermosa, me hace sentir en el agua, además, la constante brisa agita el abrigo y revuelve mi cabello dándome la sensación de estar navegando o volando entre las gaviotas. Aprovechando una fuerte corriente de aire subo hacia lo alto del cielo para dejarme caer en picado, casi rozando el velero con un spinnaker multicolor saludando a los atónitos tripulantes y, con la misma fuerza de la caída, me elevo al cielo nuevamente. Luego de saludar a todos los barcos cercanos, me uno a la gaviota solitaria y volamos juntas, a veces muy alto buscando el sol, a veces vertiginosamente a ras del agua.

De pronto oigo voces… Alguien se acerca y, despavorida, corro hacia la escalerilla para bajar del barco. ¡Paro en seco!: están subiendo por ella dos hombres. No sé qué hacer; voy de un lado para otro hasta encontrar una puerta abierta y entro al interior del barco bajando por una escalera, corro por pasillos blancos y estrechos todos iguales hasta encontrar una puerta entreabierta. Adentro es oscuro, pero de todas formas entro y me escondo detrás de un armario metálico bajo. No veo casi nada. Tiemblo de frío o de miedo, o quizás por ambas cosas. Solo alcanzo a escuchar el ruido monótono de máquinas; el lugar es cálido y mis manos entumecidas se calientan poco a poco.

2.- ¿Te parece triste el sonido de la

sirena de un barco?

Al cabo de unos minutos mi vista se acostumbra a la oscuridad del cuarto y me asomo para ubicarme; veo un panel con muchos controles, relojes, pantallas y palancas. Todas las paredes son blancas y el suelo es verde. No me decido a salir de mi escondite y tratar de bajar del barco. En mi cabeza se arremolinan el miedo, el deseo de escapar y las ganas de regresar a casa. Ya debería de haber llegado; estoy segura de que mi padre y mi madre me están esperando… Cuando salí de casa hoy en la mañana le dije a mi madre que iba a caminar un rato por el puerto y regresaba pronto. Ella vio que me llevaba mis prismáticos, la brújula y otras cosas dentro de la mochila mediana que usaba en mis salidas a pasear o cuando iba a pasar un día en casa de Bárbara o mi tía Paula.

Oigo los pasos de alguien, cada vez más cercanos. Me pongo alerta. Con rapidez me escondo nuevamente y me quedo quieta aguantando la respiración. Tengo miedo de ser reprendida por haber subido al barco sin permiso.

Entra un hombre y enciende la luz, arrima una silla giratoria frente al tablero de mandos y se sienta en ella dándome la espalda. Mira uno por uno detenidamente los relojes y pantallas. De tanto en tanto hace ajustes. Es un hombre mayor con el cabello y la barba canosa. Ahora reclina su cabeza sobre el reposacabezas de la silla y queda inmóvil. Pensé que, como a mí, le gusta el calor de este lugar. «Ojalá se duerma y pueda escabullirme y bajar del barco». De vez en cuando lo espío asomándome sigilosamente por encima del armario metálico, pero no, no se mueve de la silla ni se duerme. Percibo olor a gasóleo, a veces es más fuerte y siento un cosquilleo en la garganta. Cuando más pienso en que no puedo toser ni estornudar más ganas tengo de hacerlo, pero aguanto. Espero, atenta, una oportunidad para salir de mi escondite y bajar corriendo del barco. El tiempo se me hace insoportablemente lento.

Entra otro hombre más joven de cabello negro y sin barba. Hablan algo que no alcanzo a oír y el más viejo, poniéndose de pie, mueve algunas palancas y pisa botones. Las máquinas hacen ahora más ruido, es como un rugido lejano. Presiento que la situación se complica. Aguardo cada vez más nerviosa y con ganas de llorar la oportunidad de escapar. La sirena del barco suena una vez y luego tres veces más. Pienso que desde mi casa se escuchan, algo apagadas por la distancia, las sirenas de los barcos. Mi madre insiste en decir que es un sonido nostálgico. «¿Cuantos hombres y mujeres se estarán separando? No puedo evitar pensar en las familias que se deshacen o en los marineros que dejan la mujer y los hijos para hacerse a la mar y marchar hacia mundos desconocidos», dice ella. En cambio, para mí, es un sonido excitante, es el anuncio de una aventura o la llegada a puerto de los viajeros satisfechos que vuelven con historias nuevas. Ahora lo oí muy cerca y fuerte. «¡Diablos!». Sobresaltada, aparto de mi mente estos pensamientos. «¡La sirena acaba de anunciar la partida del barco!». Mi primer impulso es salir corriendo y bajar rápidamente, pero ya es muy tarde, noto que el barco está moviéndose, por lo tanto, los marineros habrán quitado la escalera. «¡Quedé atrapada!». No se me ocurre ninguna solución por más que estruja mi cerebro. Estaba a bordo de un barco que partía del puerto de Barcelona y lo único que sabía es que se llama Atlantis. Quería convencerme a mí misma de que solo movían el barco hacia otro muelle cercano para ser cargado. Sabía que estaba aún sin carga alguna. Tenía que seguir escondida agazapada detrás del armario un poco más de tiempo. Esperar. «¡Esperar y rezar!». Corrían lágrimas por mis mejillas y trataba de ahogar mis sollozos.

3.- Cuando no hay pan, buenas son las frutas

El ruido de los motores es cada vez más fuerte, están rugiendo, percibo la vibración desde mi escondite y presiento que el barco aumenta la velocidad bamboleándose un poco. Caen lágrimas de mis ojos y sollozo en silencio; algo salió mal, muy mal o debo decir: ¡algo hice mal!, ¡algo hice muy mal! Ahora pienso en el disparate que cometí al proponerme subir al barco si arrojando al aire la moneda de István caía con el dragón a la vista. Fui muy insensata. Recordaba muy bien que él me dijo que era mi talismán y me traería suerte; además, mencionó que me guiaría por los caminos peligrosos. Ahora no estoy segura de esto, dudo que la moneda tenga poderes mágicos y que me traiga suerte. Hacía memoria del encuentro y de las palabras que me dijo cuando me puso la moneda en la palma de mi mano. Hubo algo que no acabo de comprender o es que quizás lo recuerdo mal. Pero casi estoy segura de que él conocía mi nombre y yo no se lo había mencionado; nunca me lo preguntó ni yo se lo dije. Me llamó Claudia…

Oigo ruidos y luego pasos. El hombre viejo y con barba canosa se ha levantado de la silla y camina hacia la puerta y sale. Decido seguirlo con mucho cuidado. Camino de puntillas. Al llegar afuera, la intensa luz me deslumbra por unos segundos. Alcanzo la borda y me asomo, veo la ciudad muy lejos. Siento los latidos del corazón en mi pecho. Entro otra vez para esconderme en el mismo sitio, necesitaba tranquilizarme y pensar. Decido que si alguien llegara a descubrirme preferiría que fuera el hombre viejo y con barba. Me figuro que el Capitán del barco es muy severo.