Construcción política de la nación peruana

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Dueño de una pluma elocuente y de una vitalidad sin par, se transformó durante el Protectorado en el irreemplazable oráculo del gobernante de turno. En el orden personal, se dice que Monteagudo era un narciso: siempre aseado, pulcro en el vestir y ostentando valiosas alhajas. Hasta en la fecha de su trágico deceso, guardó esta peculiar forma de ser. Dice Dávalos y Lissón (1924):

El día de su asesinato, vestía pantalón blanco, frac azul y sombrero alto de pelo. Ostentoso como era, en esa su útima hora de aquella prima noche, provisto iba de un lujoso y preciado reloj, de onzas de oro en número de cuatro y de un riquísimo prendedor de brillantes. (p. 218)

Desde el Ministerio en Lima, poniendo de manifiesto sus cualidades de Saint-Just criollo, expidió medidas drásticas contra los españoles y los patriotas. Es posible que las circunstancias exigieran un gobierno fuerte, desde que la revolución por la Independencia, suponía la guerra ideológica, política y militar contra los que no la deseaban. Monteagudo, sin embargo, fue arrastrado por decisiones infecundas, que lo hicieron odioso ante el pueblo. Manuel Nemesio Vargas (1940) relata:

Un día que estaba de mal humor mandó a reunir a los homosexuales de Lima y los hizo marchar en procesión a cavar fosas en el Campo Santo; al verlos pasar, un número considerable de tapadas, que como se sospecha lo componían las meretrices de la capital, los siguieron, llenándolos de insultos e improperios. (p. 198)

Actos como este, que podían provocar las sonrisas de algunos, sin duda alguna provocaron numerosas antipatías populares contra el ministro del protector. Al margen de lo anecdótico del caso referido por nuestro ilustre historiador independentista, Monteagudo se comportó como un verdadero tiranuelo, ya que apelando a todos los medios posibles (incluyendo amenazas, detenciones, destierros y fusilamientos) persistía en el mantenimiento del orden público que él conceptuaba indispensable para completar la Independencia todavía dependiente de las armas.

“Prepotente irreductible, con sus tendencias sanguinarias y sus debilidades sibaríticas, a pesar de su vida inquieta y un tanto falta de sinceridad, fue Monteagudo un hombre de ideas fijas sobre lo que debía ser la revolución emancipadora en el Perú”, anota Dávalos y Lissón (1924, p. 219). Simultáneamente, jamás ocultó su temor a la anarquía que sobrevendría al instalarse el régimen republicano. En una oportunidad, expresó:

Estas guerras entre patriotas y realistas que ahora presenciamos, parecerán cosa de engañifa y de risa al lado de las horrorosas y sangrientas que vendrán entre los vencedores, el día que los españoles salgan de aquí y la República sea un hecho consumado para estos incultos pueblos. (Citado por Dávalos y Lisson, 1924, p. 177)

Consecuente con este pensar, Monteagudo en sus actos públicos pretendió seguir dos principios orientadores: desespañolizar el Perú y luchar contra las ideas democráticas inducidas por el republicanismo (Neira, 1967, p. 162). “Es preciso —decía con vehemencia— inculcar el odio a los españoles; odio que es el único motor de la revolución. El influjo de España en ninguna parte está más radicado que en Lima” (Monteagudo, 1896, p. 68); y atribuía esta situación al crecido número de residentes peninsulares, a la influencia de sus caudales y a las razones peculiares de su población. Ese odio —en su opinión— era indispensable y había que “convertirlo en una pasión popular” que borrase “hasta los últimos vestigios de esa veneración habitual”. He aquí —admitía con orgullo— el “primer motivo de mi conducta pública”. Empleó todo los medios a su alcance para inflamar ese odio contra los peninsulares, porque intuía que por esa sumisión aún se ataba a la nueva república a las supervivencias coloniales. Sin embargo, no hay en él un odio racial (no obstante su condición de mulato). “Este es mi sistema —diría con jactancia— no mi pasión”.

Cuando llegué a Lima había más de 12 000 godos; antes de mi separación, no llegaban a 600 los que quedaban en la capital. Esto es hacer la revolución. Porque creer que se puede entablar un nuevo orden de cosas con los mismos elementos que se oponen a él es una simple quimera66. (p. 66)

A todas luces, Monteagudo representaba el radicalismo y la ruptura absoluta con el pasado colonial. En él, actitudinalmente, primaba un furibundo antiespañolismo67. Sin duda alguna, esta conducta agresiva contra los súbditos españoles (a quienes perseguía con la misma convicción y ensañamiento con el que un bolchevique acosaba a un burgués), está asociada a su vehemente percepción de que a través de ello se lograría un gobierno autónomo. Por eso —señala Hugo Neira (1967)— su tendencia a la monarquía, pues no veía otra ruta alterna. Por eso, también, decidió restringir las ideas liberales. Había vivido perseguido por esas mismas ideas que ahora combatía. Pero —dirá— “ya me encuentro libre de esa fiebre mortal y perniciosa”. Santiago Távara (que lo conoció y que no ocultó su fobia hacia él) escribió:

Hombre de carácter altivo y violento que con pretensiones de gran hombre ultrajaba a los godos por odio intolerante, y a vuestros señoritos por orgullo y porque eran blancos, Monteagudo era uno de esos hombres acres que no tienen compasión, que fríamente o por cólera hacen el mal, los que por desgracia en circunstancias críticas son indispensables. (p. 72)

Otro escritor del siglo XIX, Pedro Dávalos y Lisson (1924), juzgando su conducta dice:

En el poder, Monteagudo cometió una serie de estropicios. A los comerciantes españoles los dejó en la ruina, y en la misma situación puso a casi todos los condes y marqueses de Lima. Hoy con los dedos de la mano se les puede contar. Los que no se han muerto, o ido a España, tuvieron que refugiarse en los Castillos del Real Felipe o andan deambulando por la sierra, buscando la protección del virrey o la de sus tropas. (p. 102)

Por todas estas razones, puede decirse de Monteagudo que el suyo fue el único caso de radicalismo en la revolución peruana68.

Precisamente por ello, el odio de la capital contra él no tiene parangón. Atacado, calumniado (y más tarde asesinado) la venganza colectiva pronto se manifestaría. En efecto, advertidos de los planes despóticos de Monteagudo (un “monstruo de crueldad” lo llamaría el conde de Pruvonena en su documento mayor), cansados de sus permanentes patrañas, enardecidos por sus aventuras galantes, enfadados por el sistema de espionaje montado y, sobre todo, recelosos del inmenso poder que ostentaba, rápidamente los patriotas liberales y gente de otros círculos (incluso allegada al Protectorado) se conjuraron para derrocar al siniestro ministro69. ¿La ocasión? La ausencia en Lima del Libertador. ¿La fecha? El 25 de julio de 1822. Efectivamente, aquel día, encontrándose San Martín en Guayaquil conferenciando con Bolívar, un tumulto popular lo depuso, obligándolo a renunciar. Riva Agüero y Sánchez Boquete (uno de los principales instigadores de su caída) en un folleto titulado Lima Justificada en relación a los sucesos de esa fecha dice que “los pobladores parecían más bien leones de Arabia que pacíficos ciudadanos”70 (p. 98). A no dudarlo, el violento derrocamiento de Monteagudo, que afectó la sensibilidad de San Martín, no era otra cosa que el epílogo de un estado de ánimo de desconfianza, hostilidad y rencor que vivía latente en el ánimo de los limeños contra un extranjero que, provisto de vasto ingenio y singulares dotes de gobernante, unido a la plena confianza del Protector, se había transformado paulatinamente en el verdadero árbitro del primer gobierno del Perú. Monteagudo fue expulsado del país y viajó a Ecuador y Guatemala. En su ausencia, y en virtud de una proposición formulada por Sánchez Carrión (su enemigo eterno e implacable), el Congreso Constituyente en su sesión del 7 de diciembre de 1822 decretó “extrañar permanentemente a don Bernardo Monteagudo del territorio de la República, y que en caso de presentarse en él, está fuera de la protección de la ley”71. Sobre su final como hombre público investido de gran poder, el historiador José de la Riva Agüero y Osma (1965) ha escrito:

Todo se reunió en contra de Monteagudo: el rencor de los parientes maltratados, de los perseguidos, los horrorizados por su crueldad, los vejados por sus insultos y groserías, las aspiraciones contrariadas de los republicanos y la inquieta ambición de Riva Agüero. El acta que pidió su deposición está suscrita por muchos vecinos distinguidos, por casi todos los antiguos conspiradores patriotas, y por los representantes más caracterizados y honorables de la clase media y del clero72. (p. 102)

Como queda dicho, la destitución y el destierro de Monteagudo afectaron sobremanera a San Martín. Su decepción —dice Bartolomé Mitre (1938)— fue honda cuando sus amigos le relataron que su ministro había sido depuesto por las multitudes y con la anuencia y la simpatía del Cabildo y de los personajes visibles de Lima. En este sentido, su deposición constituía una censura a su gobierno. Sabía perfectamente que su antiguo auditor y ministro tuvo que ser protegido por una compañía del batallón “Numancia”, para que su vida no corriera peligro. De este modo, la decisión del Protector de alejarse del país, se fortaleció con el desengaño que le proporcionaba Lima. Además, pudo comprobar que su propuesta política no tenía futuro, ni sustento popular, ni aceptación en la opinión pública. En menos de un semestre el infortunado general había confrontado sucesivamente tres experiencias dolorosas e ingratas: a) el fracaso en el seno de la prestigiosa Sociedad Patriótica, al no prosperar la fórmula monárquica sustentada por el régimen; b) el desencuentro en Guayaquil con su homólogo el Libertador venezolano, reacio a los proyectos sanmartinianos; y c) el mencionado motín popular de julio de 1822 contra su compatriota y hombre de confianza.

 

San Martín fue consciente que todo ello no solo era un freno a su proyecto político, sino también una clara invitación a retirarse del país. Así lo entendió y así lo asumió con una entereza y un desprendimiento dignos de hombres de su inmensa talla moral. Las siguientes frases dichas por él al marino escocés Basilio Hall (1924) lo retratan de cuerpo entero:

No aspiro a la fama de conquistador del Perú. ¿Qué haría yo en Lima si sus habitantes me fueren contrarios? No quiero dar un paso más allá de donde vaya la opinión pública. La opinión pública es un nuevo resorte introducido en los asuntos de estos países: los españoles, incapaces de dirigirla, la han comprimido. Ha llegado el día en que va a manifestar su fuerza y su importancia. (p. 64)

Santiago Távara, que no fue muy piadoso con él, sin embargo rinde homenaje a la sinceridad, al desinterés y a la altura de miras del Protector y dos veces parece elogiar su dimisión hecha, precisamente, para no adoptar “la mezquina medida de hacerse caudillo político de un solo bando”. Aquí sus palabras:

Después de la expulsión de Monteagudo y a su retorno de Guayaquil, el general San Martín se dio cuenta que navegaba contra viento y marea; y encontrando que los minúsculos restos del ejército que gloriosamente había conducido, eran los primeros en oponerse a sus planes políticos, convocó (20 de septiembre de 1822) el Congreso Constituyente que había ofrecido convocar en el decreto del 3 de agosto de 1821 y en el Estatuto Provisorio de octubre del mismo año. Adoptó esta conducta noble en lugar de la mezquina medida de hacerse caudillo político de un solo bando. Instalado el primer Congreso del Perú, San Martín solamente abrió sus sesiones, y acto continuo renunció al Protectorado, puso la insignia del poder sobre la mesa, salió, se dirigió a Palacio, montó en el caballo que estaba preparado, partió para el Callao, llegó y se embarcó, dando a la vela para Chile a los dos o tres días, después de renunciar al empleo de Generalísimo de las Armas, que el Congreso le decretó para que permaneciera entre nosotros. Renuncia sincera y efectiva, y la que junto con el doctor José Gregorio Paredes del Ministerio de Hacienda, son las únicas que hemos visto hechas de buena fe: todas las siguientes de esta clase o de otra han sido farsas, incluso las de Bolívar. (Távara, 1951, p. 222)73

Otros autores, no han sido tan benévolos en enjuiciar el retiro intempestivo del Protector y las consecuencias dolorosas que de él se derivaron. Pedro Dávalos y Lisson (1924), por ejemplo, dice sin tapujos:

A San Martín, de alguna manera, hay que juzgarlo culpable de cuanto sucedió después, a causa de haber dejado todo en manos inexpertas: gobierno y ejército quedaron en acefalía, dejó al Perú al borde de un precipicio y abrió las puertas al genio ambicioso de Bolívar. (p. 113)

Por su parte, José de la Riva Agüero y Osma en su libro La historia en el Perú (1965) escribe:

El cardinal error que cometió San Martín en el Perú, fue la convocatoria de un Congreso Constituyente en medio de la encarnizada e incierta guerra, frente a enemigos pujantes que ocupaban la mitad del territorio. Tenía con esto que reproducirse el lastimoso espectáculo de discordias, que fueron la invariable compañía y el necesario efecto de todos los Congresos instalados en plena lucha de la emancipación hispanoamericana. (p. 211)

Testimonios ambos que encierran crueles verdades74.

Efectivamente, la ausencia de San Martín, cuyo prestigio se hallaba vigorizado por sus acciones heróicas, debía producir desorientación, pesimismo, aplanamiento y un potente desborde de pequeñas ambiciones entre civiles y militares. No bastaba haber jurado la Independencia del Perú, no era suficiente haber instalado el primer Congreso ni haber promulgado la primera Constitución. A la naciente nacionalidad se le presentaban dos graves problemas: la conclusión de la guerra y la perspectiva sombría de un estado caótico. Como veremos luego, la división y la discordia en el seno del flamante Congreso, la inepcia de la Junta Gubernativa, las derrotas de Torata y Moquegua, el golpe militar de Riva Agüero (el primero de su género en la vida republicana), las obsecuencias de Santa Cruz (al apoyar a Riva Agüero) y el personalismo de Torre Tagle (que pensaba más en su ostentación que en el destino de la patria) ofrecían un cuadro negativo, suficiente para engendrar el pesimismo.

Los últimos momentos del Protector en la capital limeña los pasó en compañía de su amigo y confidente el general Tomás Guido, natural de Buenos Aires. Precisamente ante los reclamos insistentes de su fiel compatriota para que desistiera de abandonar el Perú, San Martín le expresó:

Aprecio los sentimientos que acaloran a usted, pero en realidad existe una dificultad que no podría ya vencer, sino a expensas de la suerte del país y de mi propio crédito; y a tal cosa no me resuelvo. Le diré a usted con franqueza: Bolívar y yo no cabemos en el Perú. He penetrado en sus miradas arrojadas y he comprendido su desabrimiento por la gloria que pudiera caberme en la prosecución de la campaña. Él no excusaría medios, por audaces que fuesen, para penetrar en esta República seguido de sus tropas; y quizá entonces no me sería dado evitar un conflicto a que la fatalidad pudiera llevarnos, dando así al mundo un humillante escándalo. Los despojos del triunfo a cualquier lado que se inclinara la fortuna, los recogerían los maturrangos, nuestros implacables enemigos, y apareceríamos convertidos en instrumentos de pasiones mezquinas. No seré, yo, mi amigo, quien deje tal legado a mi patria; prefiero perecer antes que hacer alarde de laureles recogidos a semejante precio. ¡Eso no! Entre, si puede el general Bolívar, aprovechándose de mi ausencia, si lograse afianzar en el Perú lo que hemos ganado, y algo más, me daré por satisfecho; su victoria sería de cualquier modo victoria americana… (Citado por Giurato, 2002, t. II, p. 146)

Patético y profético testimonio que no requiere de comentario adicional alguno75.

Para concluir, juzgamos de toda justicia histórica reproducir el mensaje de despedida que San Martín pronunció en el seno del Congreso Constituyente el día de su instalación, que fue el mismo de su dimisión. Dice:

Presencié la declaración de los Estados de Chile y del Perú; existe en mi poder el estandarte que trajo Pizarro para esclavizar el Imperio de los Incas y he dejado de ser hombre público, he aquí recompensados con usura diez años de revolución y de guerra. Mis promesas para con los pueblos que he hecho la guerra están cumplidas: hacer la independencia y dejar a su voluntad la elección de los gobiernos. La presencia de un militar afortunado (por más desprendimiento que tenga) es terrible a los Estados que de nuevo se constituyen. Por otra parte ya estoy aburrido de oír decir que quiero hacerme soberano. Sin embargo, siempre estaré dispuesto a hacer el último sacrificio por la libertad del País, pero en clase de simple particular y no más. En cuanto a mi conducta pública, mis compatriotas (como en lo general de las cosas) dividirán sus opiniones: los hijos de éstos dirán su verdadero fallo. Peruanos: os dejo establecida la representación nacional. Si depositáis en ella entera confianza, cantad el triunfo, si no, la anarquía os va a devorar. Que el acierto presida vuestros destinos, y que estos os colmen de felicidad y de paz. (Citado por Puente Candamo, 1971, p. 76)

2.2 El primer Congreso Constituyente

La etapa previa a la instalación de esta magna Asamblea, estuvo revestida de una serie de circunstancias (dificultades, desencuentros, malquerencias e incertidumbres) que bien vale la pena registrar, aunque sea de manera sucinta, en las páginas que siguen.

Cuando San Martín convocó al Congreso Constituyente por decreto de 27 de diciembre de 1821, la libertad del Perú era todavía sumamente precaria porque, aparte de Lima y de las provincias del norte que habían proclamado la Independencia, el resto del territorio peruano no reconocía otra autoridad que la del altivo virrey La Serna, instalado en el Cusco desde el mes de julio de ese mismo año en que evacuó la capital limeña, dejándola en manos del Ejército Libertador76. No obstante —como ya se señaló— el general San Martín, cumpliendo su promesa a los pueblos del Perú, creyó necesario reunir una Asamblea Constituyente que estableciera las bases democráticas y jurídicas del nuevo Estado a través de la Constitución que más se ajustara a la realidad del país. Y suponiendo que para el año siguiente la guerra habría terminado, fijó el 1 de mayo como fecha de instalación del primer Congreso Constituyente del Perú. Dice Porras (1974): “Una revolución sin Asamblea Constituyente debió parecer a los patriotas de 1821 (admiradores entusiastas de la Revolución Francesa) desairada e incompleta. Fue por eso anhelo unánime, desde la proclamación de la Independencia, la convocatoria a un Congreso Constituyente”77 (p. 54).

La tarea, infortunadamente, no fue fácil. ¡Qué iba a serlo! El fantasma de la guerra complicaba el panorama en direcciones múltiples. Convocar a los pueblos para que contribuyeran a elaborar la primera Constitución, equivalía a pensar en la norma teórica cuando el drama del Perú exigía que se resolviera, primero, la acción militar. Los próceres se dieron cuenta, sin embargo, que era indispensable organizar el órgano popular de la soberanía a fin de que el pensamiento político (que se había decidido por la República) adoptara la forma de una naciente democracia. En el mencionado mes de diciembre de 1821 los pueblos fueron convocados para constituir el primer Congreso del Perú, bajo el designio de “establecer la forma definitiva de gobierno y dar la Constitución que mejor convenga al Perú, según las circunstancias en que se hallan su territorio y su población”. Consecuentemente, los poderes conferidos por los pueblos a sus diputados se ajustarían a ello, exclusivamente, y serían “nulos los actos que se excedieran de aquéllos”. El entusiasmo popular —dice Leguía y Martínez (1972)— debió suplir los inconvenientes de la dura realidad. Los hombres, que por primera vez hablaban de libertad sin los parámetros del régimen colonial, se disponían a votar y elegir.

¿Qué sentimientos embargaron a San Martín y a Monteagudo cuando firmaron el decreto de convocatoria a elecciones? No es difícil suponerlo. Se trataba de uno de los primeros actos legales (y formales) para organizar el nuevo Estado, lo que por sí encerraba una enorme carga emocional para sus animadores. Las emociones de ambos personajes debieron fluctuar íntimamente entre la esperanza y el pesimismo, entre el entusiasmo y la percepción de inestabilidad de las cosas que el futuro de por sí depara.

Las generaciones venideras apreciarán el valor que tiene el pensamiento de convocar el primer Congreso en la historia del país, y fijar su instalación para el mismo día en que se celebre el primer aniversario de ese acto memorable, que puso la muerte por barrera entre nosotros y la tiranía, como único medio que nos resta entre ser esclavos o libres. (Decreto del 27 de abril de 1822 firmado por San Martín)

En el dispositivo se percibe la retórica de Monteagudo. Los departamentos ocupados por las fuerzas del virrey —según lo estipulado— también tendrían representantes aunque el sufragio tuviera un carácter simbólico. La aspiración consistía en que los pueblos hicieran uso de un derecho que no habían conocido. Como sede del anhelado conciliábulo (cuál símbolo espiritual e histórico), fue señalado el local de la prestigiosa y antigua Universidad de San Marcos, ente académico por excelencia en el ámbito continental.

Estando ocupados por las fuerzas realistas los departamentos del surandino (Cusco, Arequipa, Huamanga, Huancavelica y Puno), la primera dificultad que se presentaba para la conformación del Congreso era la de una representación popular disminuida. Por esta razón y de acuerdo a los decretos de 29 de junio, 8 de agosto y 3 de setiembre de 1822, se dispuso que los vecinos de esas localidades que se hallaban en Lima, eligieran diputados suplentes (cada 15 mil habitantes tenían derecho a elegir uno); sistema con el que se pretendió hacer extensivo a las provincias de Potosí, Charcas, Cochabamba y La Paz, pero que fue impracticable por el escaso número de naturales de dichos lugares en la capital. Esta y otras dificultades impidieron que el Congreso se instalase en la fecha señalada por el mencionado decreto del 27 de diciembre de 1821. En tal virtud, cuatro meses después, por decreto de 27 de abril de 1822, se prorrogó la convocatoria para el día 28 de julio (primer aniversario de la jura de la Independencia). Pero, lamentablemente, en esa segunda fecha tampoco se pudo materializar el propósito; hubo que esperar dos meses más. Por fin, con la nómina completa de diputados, cuyos poderes habían sido examinados y validados por la Comisión nombrada por el Supremo Gobierno, calificándolos de legales, San Martín, de regreso de la fracasada entrevista de Guayaquil, por conducto de su ministro de Gobierno, y reputando haber el número suficiente de representantes, dispuso que se instalase el Congreso el sábado 20 de setiembre de 182278.

 

Esa fecha —según refieren testimonios de la época— fue un día espectacular, lleno de agitación y de significado histórico79. La noche anterior se realizó en las iglesias limeñas del cercado una rogativa general. Se amnistió a los reos políticos. El día de la ceremonia (espléndida en todo sentido), los diputados electos, encabezados por el propio Protector, se dirigieron de Palacio a la Iglesia Metropolitana, a implorar la asistencia divina mediante la misa del Espíritu Santo que celebró el deán gobernador eclesiástico del Arzobispado, ilustrísimo señor Francisco Javier de Echagüe80. El Protector tomó juramento a los jubilosos representantes, de dos en dos. Concluido este acto, el gobernador eclesiástico entonó el Te Deum (cantándose después el himno Veni Sancti Spiritus a cargo de un coro de jóvenes acólitos); en la Plaza Mayor, una salva de veintidós cañonazos repetida en la del Callao y en los buques de la Armada (comandada por lord Cochrane), así como un repique general, acompañaron hasta el salón principal del Congreso a los diputados en unión del Jefe Supremo.

Refiriéndose a este singular e histórico momento, un observador de la época nos ha dejado el siguiente valioso y pormenorizado testimonio:

El tránsito de Palacio a la Iglesia Matriz estuvo acompañado de bandas de música, que tocaban aires patrióticos recientemente compuestos. Diputados y autoridades se colocaron a los lados del Protector. Vestían de negro. Todo el boato y la cortesanía de una ceremonia virreinal se lucía por la ocasión. Jurados ya, se dirigieron a pie desde la Catedral a la Plaza de la Inquisición. Por sobre sus cabezas vibraba en el aire un repique enloquecedor… A las diez de la mañana de aquel día solemne, Lima recibió la impresión de un acontecimiento que nunca había sucedido: la instalación de la magna Asamblea. El absolutismo, en la esperanza confiada de los pueblos, terminaba en ese instante. Los próceres comprendían que, en ese momento, el Perú iniciaba su derrotero hacia la creación de la democracia.

El ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, doctor Francisco Valdivieso, con voz vibrante, hizo la pregunta sagrada que imponía graves deberes para la patria: “¿Juráis por la santa religión católica, apostólica y romana, como propia del Estado, mantener la integridad soberana del Perú; no omitir medio para libertarlo de sus opresores; desempeñar fiel y lealmente los poderes que os han confiado los pueblos y llenar los altos fines para los que habéis sido convocados?”. En seguida, todos tocaron los evangelios. San Martín, que había permanecido silencioso y flanqueado por el citado ministro y por el general Tomás Guido, dijo luego: “Si cumpliereis lo que habéis jurado, Dios os premie y si no, él y la patria os demanden”. Cuando concluyeron las palabras del Protector, nuevamente repicaron las campanas. En las calles, transportados por un hilo psicológico común, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, cultos e ignorantes, se echaron a cantar, caminar y beber como si ese minuto de fugaz alegría fuera a durar mucho tiempo. Cuando en el interior del recinto se hizo el silencio en las filas de los diputados y en las galerías que estaban llenas de anónimos espectadores que forman el pueblo, el Capitán de los Andes se puso de pie, despojándose del pecho la banda de dos colores, que lucía un sol de oro bordado, y con un gesto de desprendimiento exclamó: “Al deponer la insignia que caracteriza al Jefe Supremo del Perú, no hago sino cumplir con mis deberes y con los votos de mi corazón. Si algo tienen que agradecerme los peruanos, es el ejercicio del Supremo Poder que el imperio de las circunstancias me hizo obtener. Hoy que felizmente lo dimito, yo pido al Ser Supremo el acierto, luces y tino que necesitan para hacer la felicidad de sus representados. ¡Peruanos! Desde este momento, queda instalado el Congreso Soberano y el pueblo reasume el Poder Supremo, en todas sus partes”. Los concurrentes, puestos de pie y sin excepción alguna, ovacionaron al gallardo general. Había en la voz del Protector, un dejo de amarga alegría. En seguida, ganó la puerta del Congreso acompañado de sus diputados y de sus ministros. Sobre la mesa acababa de dejar seis pliegos cerrados. (Citado por Leguía y Martínez, 1972, p. 67)81

A partir de ese instante, el destino del Perú pasó de la protección de San Martín y de su ejército, a la fórmula ortodoxa y liberal de una Asamblea de la que emanaba el poder y el gobierno mismo. Al respecto, Basadre (1968) dice: “Con el Congreso Constituyente empezó a gestarse la historia de la República del Perú. Es el nuestro un Estado concebido como un bello ideal y llevado luego penosamente a la realidad” (t. I, p. 4).

Al retirarse San Martín, los diputados presentes decidieron elegir una Junta Provisional. La designación de presidente de esta recayó en Toribio Rodríguez de Mendoza y de secretario en José Faustino Sánchez Carrión. Acto justo y simbólico al mismo tiempo.

El maestro y el discípulo, que prepararon la revolución ideológica, volvían a encontrarse en el instante en que el sueño se convertía en realidad. Acto seguido, se dio comienzo a la elección de la Junta Directiva del Congreso. Fueron elegidos el clérigo liberal Francisco Xavier de Luna Pizarro (más tarde arzobispo de Lima) como presidente; Manuel Salazar y Baquíjano, conde de Vista Florida, como vicepresidente; y secretarios Sánchez Carrión con 53 votos y Francisco Javier Mariátegui con 3182. En su discurso de inauguración, Luna Pizarro destacó la trascendencia de la solemne instalación del Congreso Constituyente, declarando que desde ese momento “la soberanía residía en la nación y su ejercicio en el Congreso que la representaba legítimamente”83. De este modo, la autonomía, la independencia y la libertad del Perú, formalmente, empezaban con la Asamblea que en ese instante se establecía. Ese era el cuerpo político que, conforme a las teorías de los filósofos de la Enciclopedia, debía dar la norma reguladora de la vida de los ciudadanos del flamante Estado.

Los diputados se percataron de que el Perú, en el momento en que se producía la instalación del Congreso, quedaba sin la autoridad ejecutiva que había mantenido San Martín en sus manos; en consecuencia, lo designaron Generalísimo de las Armas del Perú, en tanto se votaba una moción de gracias “por los eminentes servicios que tiene prestados a la Nación”. Simultáneamente, se acordó dirigirse al prefecto del Departamento de Lima, coronel de milicias José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, autorizándolo para que continuase en sus funciones y supervisase el mantenimiento del orden público “como único Jefe de Estado que existe en la capital, entre tanto proceda la Asamblea a elegir el Poder Ejecutivo”. El representante por Puno, el poeta José Joaquín Olmedo, solicitó que el Congreso ratificase la declaración de la Independencia del Perú. Por su parte, Sánchez Carrión pidió designar a todas las autoridades civiles, militares y ecleciásticas, exceptuando la administración del Poder Ejecutivo y el Consejo de Estado. Finalmente, el presidente propuso abrir los pliegos dejados por San Martín, no sin antes haberse tomado acuerdo unánime para que no se leyesen los que contuvieran ribetes de corte secreto. A las 5 de la tarde se levantó la sesión (que fue completamente pública) citándose para dos horas más tarde. El acta de instalación fue firmada por los diputados presentes, y al hacerlo —dice una crónica de la época— “un ligero tremor en las manos se hacía perceptible” (citada por Paz Soldán, 1962, p. 270). ¿Esperanza?, ¿fanatismo por la libertad?, explosión optimista del alma, porque las cadenas se rompían? De todo ello había un poco en esos supremos momentos.