Construcción política de la nación peruana

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Sobre el quehacer de Luna Pizarro en el Congreso se ha escrito bastante; unos para ensalzarlo y otros para denostarlo84. Lo cierto es que al elegírsele como presidente del Congreso, se refrendaban sus servicios patrióticos y se rendía homenaje a su vigorosa capacidad intelectual y al brío de su espíritu revolucionario. Como mentor intelectual de la Asamblea, infundió su carácter y sus ideas decisivamente en casi todo los actos y por su influjo habría de crearse la Junta Gubernativa, órgano tripartito de gobierno que conciliaba las formalidades constitucionales con sus íntimas y avasalladoras expectativas de retener el poder para el Congreso. En el recinto legislativo, Luna Pizarro aplicó brillantemente la experiencia adquirida al observar el funcionamiento de las Cortes de Cádiz y, aunque no se prodigó en los debates, su actividad se multiplicó en los conciliábulos que prepararon las decisiones graves. Impresiones recogidas por sus contemporáneos, hacen saber que “su figura enjuta y raquítica formaba contraste con sus ojos vivos, centellantes, que arrojaban fuego y electrizaban al improvisar un discurso en la tribuna, o sostener una discusión”; y que “a estas dotes acompañaba maneras suaves y atractivas y cierta dulzura de carácter, en su trato familiar, que contrastaba de un modo asombroso con la exaltación que sufría al encontrar oposición” (Paz Soldán, 1962, p. 290). Se afirma que durante su presidencia al frente de la indicada Asamblea (que duró solo un mes: 20 de setiembre al 20 de octubre) “solía pasear su ascética figura por los viejos claustros a los cuales daban los salones ocupados por las diferentes comisiones, a fin de orientar y estimular sus trabajos”. Mariano José de Arce preguntó irónicamente en alguna oportunidad si Luna Pizarro pensaba que los diputados eran aún colegiales de San Fernando (Lorente, 1880, p. 78)85.

¿Por cuántos miembros estuvo conformado el Congreso Constituyente y quiénes fueron? De acuerdo a la relación que aparece en el decreto de 17 de diciembre de 1822 de la Junta Gubernativa aprobando las “Bases de la Constitución Política de la República Peruana”, 63 diputados constituían la membresía de la flamante corporación legislativa, caracterizán-dose por el predominio casi absoluto de criollos notables de la época y, en gran número, brillantes teóricos de tendencia liberal. ¿Su mérito? Principalmente, el haber dado la primera Constitución Política y el haber decidido que el Perú fuera una república democrática (Denegri, 1972, p. 515). Observa Jorge Basadre (1968): “Fue este Congreso una reunión variopinta de hombres beneméritos e ilustres. Muchas de las figuras mejores del momento, en el clero, el foro, las milicias, el comercio, las letras y las ciencias sentáronse entonces en los escaños legislativos” (t. I, p. 5). En este sentido y en vista de las circunstancias ya mencionadas que no permitían una elección popular que reflejara la presencia de todos los pueblos de la nación (ocupación de gran parte del territorio por las armas españolas), puede decirse que la elección de los miembros de la Asamblea fue semejante a la que suele hacerse en las instituciones académicas: por los títulos del saber, la virtud o el patriotismo. Esta situación un tanto anómala, llevó a dicho autor a decir que la Asamblea adoleció de una representatividad deseable. Aquí sus palabras:

Si se examina con objetividad la forma cómo fueron escogidos en 1822, tanto los representantes por los departamentos libres como los suplentes nombrados con la finalidad de acoger a los ciudadanos de las zonas que aún no lo estaban, se verificará que existió una notoria inautenticidad. La incorporación de los diputados electos se hizo por las respectivas mesas preparatorias electorales. El personal del Congreso estuvo en gran parte compuesto por ciudadanos residentes en Lima, muchos de los cuales ni siquiera conocían geográficamente las provincias que les fueron otorgadas. Es decir, la primera Asamblea Constituyente estuvo muy lejos de ser representativa. (Basadre, 1980, p. 19, nota n.° 6)86

Esta limitación, ciertamente, no atentó contra la calidad e idoneidad de la inédita institución. Al contrario, como señala Raúl Porras (1974): “la Asamblea de 1822 es acaso la más docta corporación que ha tenido la República, verdadero areópago de la nacionalidad” (p. 79). En su heterogénea composición encontramos abogados, eclesiásticos, médicos, militares, comerciantes, empleados, propietarios particulares y otros profesionales. Once diputados titulares y tres suplentes eran peruanos de nacimiento; nueve eran oriundos de la Gran Colombia; tres eran argentinos; uno era chileno; y uno era natural del Alto Perú (Porras, 1974, pp. 30-31; Basadre, 1980, p. 17). Según refiere Juan Pedro Paz Soldán (1920) estos extranjeros fueron como peruanos por ley de 15 de febrero de 1825 (un año después de proclamada la dictadura de Bolívar). Ellos eran: Tomás Forcada, José Gregorio Paredes, Miguel Tenorio, Jerónimo Agüero, Francisco Argote, Miguel Otero, Felipe Antonio Alvarado, Ignacio Ortiz de Zevallos, Ignacio Alcázar, José Joaquín de Olmedo y Alejandro Crespo87.

De los representantes que a continuación mencionamos, muchos de ellos —dice Porras (1974)— no solo eran antiguos y conspicuos liberales, sino también acérrimos defensores de la libertad y que podían exhibir como credenciales los más altos títulos patrióticos88. Rodríguez de Mendoza había enseñado en el renombrado Convictorio de San Carlos valores libertarios a una generación luchadora; Luna Pizarro había conspirado con Pezet, con Unanue y con Tafur (médicos todos) en San Fernando; Sánchez Carrión y Mariátegui eran de los más audaces carolinos de su época y acababan de ganar la batalla de la República contra Monteagudo89; Pérez de Tudela había redactado el Acta de la Independencia, aprobada por el cabildo limeño el 15 de julio de 1821. La Asamblea era, además, preclara por los timbres del saber y de la probidad de sus integrantes. La mayoría de sus miembros había respirado el ambiente fresco y revitalizante de los claustros universitarios. El maestro chachapoyano Rodríguez de Mendoza (que había realizado la más decisiva transformación filosófica de la mentalidad peruana) pudo contar con más de una veintena de discípulos en los escaños en la sesión inaugural, en la que le eligieron presidente de la mesa provisoria; Unanue y Méndez y Lachica representaban a la generación brillante del dieciochesco Mercurio Peruano; el sabio Paredes (autor de las famosas y útiles Guías), Tafur y Pezet a las matemáticas y la medicina; Arce, Cuéllar, Pedemonte (rector de San Carlos) y Luna Pizarro, eran los más rotundos prestigios del clero; Olmedo iba a preparar en el Congreso una victoria para su mejor canto; Araníbar, Pérez de Tudela, Galdeano, Figuerola (que había hecho el brillante elogio a San Martín) y Sánchez Carrión, representaban al foro; Ferreyros brillaría en la república como hombre de letras (Porras, 1974, p. 66).

Ante esta pléyade de valiosos e importantes personajes (que a partir de entonces se denominaría la “representación nacional”) el atribulado Protector dimitió su cargo, con frases magnánimas que ya hemos glosado en páginas anteriores. Con razón o sin ella, Leguía y Martínez (1972) reprocha al Congreso el haberle negado al general argentino la posibilidad de dirigir transitoriamente los destinos del país en un instante tan crítico:

El Congreso ni por razones de política, ni por razones de orden público y por último ni por consideración y gratitud a los servicios que había prestado al Perú en la iniciación de la gesta libertadora, le confió a San Martín el mando provisional del Estado hasta que hubiera de elegirse al peruano que debía encargarse de la Magistratura Suprema. Por el contrario, expidió un decreto el día 21 del mismo mes de setiembre para el nombramiento del órgano ejecutivo que estaría formado por tres personas, quienes constituirían la primera Junta de Gobierno del Estado independiente. (Leguía y Martínez, 1972, p. 97)

Un caso anecdótico por estos días de intenso trajín, fue la juramentación de Unanue; lo referimos por la importancia del personaje y por lo que él generó en el seno del Congreso. Como bien sabemos, el connotado sabio fue elegido representante por el departamento de Puno, aún sin dejar sus funciones ministeriales90. Esta situación le impidió incorporarse a la Asamblea conjuntamente con los demás diputados electos. Pero sí lo hizo el día 23 en que presentó sus credenciales para tomar asiento en el escaño que le correspondía. Pero había un requisito esencial que debía llenarse conforme a los reglamentos vigentes. Un ministro de Estado no podía terminar sus funciones sin el previo juicio de residencia que debía o no eximirlo de responsabilidad. La cuestión previa al juicio de residencia planteada por un meticuloso legalista, no llegó a prosperar en el Congreso, pues era tal el prestigio y la personalidad de Unanue que ante él cedieron las consignas escritas, uniformándose la opinión de la Asamblea por el ingreso inmediato del representante de Puno. Los diputados más conspicuos como Sánchez Carrión, Mariátegui, Pezet, o sea, el grupo dirigente del Congreso, los más autorizados, los más capaces, los que orientaban a la opinión pública dentro y fuera del sagrado recinto, fueron los que rechazaron la cuestión previa del juicio de residencia, “considerándola ofensiva para la honorabilidad y la investidura del ministro, y contraria al sentimiento general de los peruanos”. Con cierto patriotismo, fruto de la antigua consideración al sabio, Sánchez Carrión, con la frase encendida del tribuno, exclamó dirigiéndose a Unanue: “Viejo respetable, tan conocido en la Europa y cuya elocuencia nos ha encantado siempre; célebre entre las gentes de letras”; y agregó “Repetiré mil veces que el nombre de Unanue es muy respetable y en el acto debe recibírsele el juramento y comenzar el ejercicio de su diputación”. El acuerdo del Congreso fue inmediato, juramentando el ilustre sabio el mismo día 23 (citado por García Rosell, 1978, p. 96).

 

Casi desde el inicio y con claridad hasta 1823, el Congreso estuvo controlado por su presidente, Luna Pizarro, y por un hombre de leyes de enorme prestigio intelectual y revolucionario, Sánchez Carrión quien no solo sería “el ave que enseña su plumaje” (según metáfora de Basadre) sino también la voluntad que se traduce en acción; ambos, convencidos y fervorosos republicanos91. Como lo señala acertadamente Porras (1974, p. 63), el primer momento de la Asamblea fue de arrebato lírico, de exaltación gratulatoria a los héroes, espadas de honor, inscripciones lapidarias, citas clásicas, repiques de campanas y la oratoria encendida de los corifeos de la libertad, mojada de ternura en la “leche del Contrato Social” (frase del filósofo e historiador escocés Thomas Carlyle) y rebosante de humanidad, de justicia, de patriotismo y de filantropía. Sin embargo, con el correr del tiempo este temperamento casi afín, poco a poco fue resquebrajándose hasta mostrar visibles variantes entre liberales doctrinarios, rivaagüerinos y bolivarianos. Basta revisar las actas del Congreso para percatarnos de ello92.

¿Cuál fue la principal tarea del prócer Congreso? Aquella que, indudablemente, lo prestigia y perenniza en los anales de la historia nacional: la promulgación de la primera Carta Política en noviembre de 1823, que no solo estableció el ordenamiento político-jurídico mantenido esencialmente hasta nuestros días, sino que ha sido considerada como el más genuino de los documentos producidos en el pensamiento revolucionario de la Independencia93. Para los febriles constituyentes, saturados del Espíritu de las Leyes y del Contrato Social, era en la facultad de darse las leyes, en la que un pueblo palpaba la realidad de su soberanía. Además, en los ejemplos clásicos habían aprendido que se llamaban “ciudades libres” a las que se gobernaban por leyes. En este sentido para ellos la imagen de la Patria se confundía con la imagen de la Ley. “El patriotismo —escribió Sánchez Carrión— no envuelve en último análisis otros deberes que los que consigna el fructuoso y constante estudio de sus leyes”; y el presidente de la Asamblea, Carlos Pedemonte y Talavera, al iniciarse el debate de la Carta, enaltece la tarea legislativa que van a realizar, afirmando: “Un país independiente, por el simple hecho de serlo no es todavía para sus moradores una patria. Patria es una asociación de individuos formada bajo leyes justas”. Y cuando se refiere a la necesidad de terminar su labor antes de que concluya la guerra de la emancipación, exclama: “¡La campaña decisiva va a abrirse! Plegue al cielo que cuando destruído el último enemigo vengan nuestros victoriosos guerreros a decirnos: Está conquistada vuestra Independencia; y nosotros podamos responderle: También ya está construída vuestra Patria” (citado por Porras, 1974, p. 98).

Con criterio acertado, la Asamblea juzgó que, previamente, debían sentarse las Bases del sistema político que se adoptaría para la Constitución. Con este objeto, el presidente Luna Pizarro designó una Comisión ad hoc compuesta por él mismo, Unanue, Olmedo, Pérez de Tudela y Figuerola. Los más reposados, y los más conspicuos. Los agitados, los radicales como Sánchez Carrión, las discutirían después, pero aceptándolas con ligeras modificaciones. Mientras la Comisión trabajaba en su delicado encargo y ante la carencia de normas que regularan la vida pública (solo existían los decretos y leyes del Protectorado), Sánchez Carrión quiso salvar el escollo presentando una moción en la sesión del 5 de octubre, concebida en estos términos:

Quedan, por ahora, en su vigor y fuerza todas las leyes, decretos, órdenes y reglamentos que regían antes de la instalación del Congreso, siempre que no estén en oposición con el nuevo orden de cosas y con las declaraciones que se expidan por la autoridad nacional, constituída por la expresa voluntad de los pueblos. (Citado por Porras, 1974, p. 77)

El camino de la República continuaba, por tanto, al amparo de aquella legislación sanmartiniana, hasta que el Congreso adoptara el sistema definitivo de la vida política.

Después de casi seis semanas de ardua labor, la Comisión dio por concluido su cometido. En efecto, ante la expectativa general de los diputados, el 4 de noviembre se leyó el dictamen respectivo que no era otra cosa que el cuerpo de las Bases de la futura Carta Magna94. Integrado por 24 items expuestos esquemáticamente, allí se exponían los principios rectores del espíritu republicano, representativo y popular que adoptaría la Constitución. Las Bases, nombre que se asumió para designar las normas estimadas como fundamentales para la organización del nuevo Estado, tenían carácter transitorio, desde que existían aún varios departamentos que estaban sometidos a la acción prepotente y depredatoria de los españoles. En las Bases, sin embargo, se fijaron los principios directrices de la flamante organización estatal. El 16 de diciembre de 1822 el virtuoso documento fue sancionado por unanimidad por la representación y rubricado con “vivas y aplausos a la patria soberana”.

Sobre estas Bases, pues, surgiría la nueva estructura política y jurídica del Perú. Pero, ¿cuáles eran los postulados directrices del documento? Entre otros, las Bases proclamaron tres grandes principios: de autonomía, de liberalismo republicano y de representación popular. “La soberanía reside esencialmente en la nación: ésta es independiente de la monarquía española y de toda dominación extranjera y no puede ser patrimonio de ninguna persona ni familia”, se lee en la introducción del documento. Significaba esta declaración la muerte de las aspiraciones monárquicas que mantenían todavía latentes algunos miembros de la nobleza y del entorno de San Martín. De aquellos tres principios genéricos, se desprendieron los siguientes preceptos dirigidos a tutelar la libertad de los ciudadanos, la libertad de imprenta, la seguridad personal y de domicilio, la inviolabilidad de la propiedad, el secreto de la correspondencia, la igualdad ante la ley, la voz activa y pasiva de todos los ciudadanos en las elecciones populares, la igual repartición de contribuciones en proporción a las facultades de cada uno, el derecho de libre petición a los poderes públicos, la independencia del poder judicial, el establecimiento del catolicismo como religión oficial del Estado, la abolición de las confiscaciones, de las penas crueles e infamantes, de los empleos y privilegios hereditarios, del comercio de negros, la libertad de vientres, etcétera. Se proclamó, asimismo, el principio de la división de poderes. Los próceres no olvidaron, en las Bases que juraron solemnemente, el postulado de que todos tienen necesidad de la instrucción, debiendo ser atendida por la sociedad y asistida por el Estado. Como afirma Santiago Távara (1951) “estas Bases de la Constitución futura no podían ser más liberales: se llevaron de encuentro el azote, las vinculaciones, los empleos venales y hereditarios (o de juro de heredad) y muchos otros privilegios” (p. 85).

Ciertamente, los citados postulados fueron analizados, discutidos y comparados. En un sobrio y conciso Manifiesto a los pueblos del Perú (1823), firmado el 19 de diciembre del año anterior, por Juan Antonio de Andueza, como presidente del Congreso y por Gregorio Luna y Sánchez Carrión como secretarios, mostraba en tono patético los peligros que representaban el “tránsito de la esclavitud a la libertad”. Con generoso y sobredimensionado idealismo decía que las Bases aprobadas representaban los “principios eternos de la justicia natural y civil”. Y concluía:

Sobre ellos se levantará un edificio majestuoso que resista a las sediciones populares, al torrente desbordado de las pasiones y a los embates del poder; sobre ellos se formará la Constitución que proteja la libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad civil. Una Constitución, en fin, acomodada a la suavidad de nuestro clima, a la dulzura de nuestras costumbres y que nos recuerde esa humanidad genial de la legislación de los Incas, nuestros mayores. (p. 6)

El documento preliminar exhalaba, pues, la fe en la bondad ingénita de los hombres que tanto ponderaba Juan Jacobo Rousseau en su idílica teoría sobre el “Buen Salvaje”.

La tiranía, sombra de los monarcas, fue exorcizada desde todos los ángulos de la Asamblea. Era el momento —dice Jorge Guillermo Leguía (1972)— de la embriaguez oratoria y de las bellas palabras, de los siempres y de los nuncas. “El ejercicio del Poder Ejecutivo nunca puede ser vitalicio y mucho menos hereditario”, dicen las Bases de la Constitución. “La reunión del Poder Legislativo con el Ejecutivo —advierte el fraile Méndez y Lachica— en una persona o corporación es el origen de la tiranía” (citado por Porras, 1974, p. 83). Y Sánchez Carrión que llevaba el trémolo de la Asamblea, se yergue en la tribuna para definir, con palabras aprendidas del citado Rousseau, los inalienables derechos de la soberanía y anatemizar, en el ámbito del Congreso, repentinamente enmudecido por el contagio de su verbo cálido y tribunicio, el gobierno unipersonal. “¡Señor —exclama— la libertad es mi ídolo y lo es del pueblo, sin ella no quiero nada: la presencia de uno en el mando me ofrece la imagen abominable del Rey, de esa palabra que significa herencia de la tiranía!” (citado por Porras, 1974, p. 87). De esta manera, el tribuno de Huamachuco se erigió incuestionablemente como el primer y más grande orador de la Asamblea y aunque no hayan quedado —dice este autor— sino breves resúmenes de sus discursos, en ellos se siente aún el énfasis generoso que los animó y el prestigio de una palabra hablada gallardamente y en alta voz.

Aprobado el documento-madre, inmediatamente la Asamblea nombró una Comisión de Constitución para que se dedicara a elaborar la tan urgente y ansiada Carta Magna. Las Bases fueron lo provisional, lo inaplazable en un Estado naciente y —como ya se dijo— sin normas de vida política propias. Fueron elegidos para cumplir tan elevado (y delicado) encargo Rodríguez de Mendoza (que la presidió), Pérez de Tudela, Pedemonte, Figuerola, Paredes, Mariátegui y Sánchez Carrión95. Sin embargo, sería este último —como lo recalca Porras en su ensayo biográfico— quien en realidad conduciría el quehacer de la Comisión durante los casi cuatro meses que demandó su labor. Con su ciencia jurídica y social incuestionablemente sólida, con su inocultable culto a los tratadistas de derecho franceses y sajones, con la fluidez de su brillante pluma y, sobre todo, con su inalterable fe republicana, el ilustre hijo de Huamanchuco se constituyó en el principal autor y ponente de la Constitución. Él será el encargado, con serena y noble doctrina, de escribir el Exordio de la Ley Fundamental y los dictámenes que la sustentaban, echando con ello los cimientos de nuestra ciencia constitucional (Porras, 1974, pp. 32-33). El 8 de abril de 1823, quedó listo el proyecto para su discusión en la Asamblea; a la semana siguiente, el día 15, se inició el debate, continuando todo el resto del año. Se interrumpió la labor en junio debido a causas ajenas a la Asamblea; se reanudaron en el mes de octubre (con Bolívar ya en Lima) y, después de ser aprobado por el pleno del Congreso (en sus 194 artículos), quedó listo el texto constitucional para su promulgación, refrendación y juramento el 12 de noviembre de 182396.

¿Cuál es la trascendencia histórica del primer Congreso Constituyente del Perú y qué significa, históricamente, para la ulterior vida jurídica y política del país? A pesar de sus errores (que fueron muchos) y de sus transacciones con la cruda realidad, no puede regatearse admiración a la obra conjunta de los congresistas de 1822 y, particularmente, a su líder nato que fue José Faustino Sánchez Carrión. ¿Y qué de la Carta Magna? Aparte de su estructura jurídica (que inspiró a las posteriores constituciones liberales que se dictaron) se advierte en ella no solo una preponderancia del Poder Legislativo, sino también un permanente culto a la ideología de la libertad, al humanitarismo fraternal tan hondamente peruano, a la religiosidad profunda, a la dignidad moral de que quisieron investir a la República y a la ciudadanía con el respeto de la ilustración y de la virtud. Simultáneamente, se advierte en los congresistas aquel ejemplo que dieron la mayor parte de ellos, como auténticos paladines de la nacionalidad, acerca del sentido de la respetabilidad e inviolabilidad de sus cargos. En efecto, mientras ejercieron la representación —subraya Raúl Ferrero (2003)— renunciaron a todos otros cargos o comisiones; no cobraron dietas sino en las grandes urgencias; vistieron de negro (en señal de su declarada sobriedad); exigieron jueces para mantener la fuerza de su función; y dieron pruebas de desprendimiento cediendo especies de su uso personal para las necesidades de la guerra. Tal, la obra afirmativa e invalorable de los ideólogos de 1822, que trasciende en ejemplo perdurable de patriótica y cívica enseñanza (Leguía Iturregui, 1922, p. 73; Porras, 1974, p. 34; Ferrero, 2003, p. 106).

 

Pero, también hay otros autores, no menos importantes, que desde su particular perspectiva han proferido graves juicios históricos contra la composición y el desempeño de la magna Asamblea (Manuel Nemesio Vargas, Luis Alayza Paz Soldán, Gaspar Rico y Angulo, Rubén Vargas Ugarte, entre otros). Sostienen, por ejemplo, que el Congreso estuvo conformado por teóricos ilusos, por intelectuales que no eran políticos o por demagogos virulentos e impertinentes. Ellos —agregan— fueron responsables de las vicisitudes que vivió el Congreso “porque su espíritu estaba impregnado de sofismos [sic] extraterrestres”. Alayza y Paz Soldán (1944) escribe:

El Congreso nacido al calor de las más intensas emociones libertarias y dentro de un clima tempestuoso y saturado de liberalismo, había de dejarse alucinar por el fantasma de una libertad prematura y el terror pírrico al poder arbitrario. Así, la Asamblea sería campo propicio para el desborde del reprimido espíritu libertario, convertido en furioso liberalismo que, al desenvolverse sin orientación, irreflexiblemente, acabaría por destruir al mismo Congreso. (p. 49)

Por su parte, Manuel Nemesio Vargas (1903-1940) señala: “El primer Congreso del Perú quiso gobernar. No le bastó que su voz fuera la ley y, queriendo tener bajo su dominio a las autoridades, instituciones y a los ciudadanos, perdió sus augustas prerrogativas” (p. 215). Sin embargo, el juicio del jesuita Rubén Vargas Ugarte (1966), resulta mucho más contundente, amplio y esclarecedor. Dice:

A nuestro juicio, pocas asambleas legislativas han contado con figuras tan eminentes como este primer Congreso. Las mediocridades que son las que más abundan no escasearon en él, pero fueron menos en número. El error fundamental de esta asamblea lo han señalado acertadamente Manuel Jesús Obín y Ricardo Aranda, editores de los famosos Anales Parlamentarios del Perú, fue un absurdo político el absorber, primero, toda la soberanía para repudiarla después en toda su integridad. La contradicción parece haber regido sus actos. Su primer decreto fue declarar que la soberanía residía en la Nación y su ejercicio en el Congreso y luego pasó a rendir esa soberanía ante el aparato de la fuerza militar que le imponía un caudillo para el ejercicio del mando supremo, legalizando así la primera de las revoluciones de cuartel que, para desventura nuestra, se han repetido con excesiva frecuencia a lo largo de nuestra historia. El ídolo eregido entonces, vino a ser también por nueva contradicción el tirano de Trujillo y a los decretos de glorificación sancionados en febrero de 1823, se sucedieron los de proscripción y odio del mes de agosto. Rehúye en un principio la venida del Libertador del Norte, para luego mostrarse suplicante y depositar todos los poderes en él. A este error habría que añadir otro. Su laboriosidad es manifiesta, pero, por efecto del omnímodo poder que se atribuía, intervino en multitud de asuntos y de pormenores administrativos que no debieron distraer su atención y que eran totalmente ajenos a la dignidad de un Parlamento. Funesto ejemplo que han seguido y siguen nuestros legisladores, ocupados en trivialidades que no exigen mayor esfuerzo y dejando a un lado los grandes problemas nacionales que exigen meditación y estudio. Por último, el 18 de noviembre de 1823 se sancionaba la Constitución o Ley Fundamental del Estado, pero incidiendo de nuevo en flagrante contradicción. Apenas había sido promulgada en la capital, cuando el mismo Congreso demanda un poder dictatorial y dispone que callen las leyes ante la nueva autoridad norteña que —a su juicio— va a salvar a la República. (T. VI, p. 241)

Finalmente, Gaspar Rico y Angulo, periodista español director de El Depositario, ironizando sobre el quehacer del Congreso escribió la siguiente cuarteta (después del desastre bélico de Moquegua):

Congresito cómo vámos

con el tris tras de Moquegua

de aquí a Lima hay una legua

¿Te vas? ¿te vienes? ¿nos vamos? 97

Al margen de los juicios a favor o en contra que acabamos de reseñar sumariamente, es menester afirmar que el primer Congreso Constituyente tuvo una existencia azarosa, destino al que no escaparían muchos otros que existieron en los dos siglos siguientes. En medio de una etapa turbulenta, de las sonrisas sarcásticas de los españoles y del pretorianismo que iniciaba su obra de idolización de la fuerza bruta, la Asamblea Constituyente duró 17 meses y 21 días, habiendo celebrado 536 sesiones, muchas de ellas borrascosas, en una atmósfera de optimismo y pesimismo, de gallardía y de ilusión, de valentía y también de tono ridículo. En el desempeño de su grave misión, puso de manifiesto su amplia capacidad como cuerpo deliberador, al mismo tiempo que su poca aptitud como organismo directivo de la guerra y de la política. Su periplo fue la de instalarse en Lima el 20 de setiembre de 1822, trasladarse al Callao el 19 de junio de 1823, seguir a Trujillo el día 26 y sufrir su disolución el 19 de julio de aquel año, cargado de enormes y gravísimos sinsabores. Sería restablecido después en Lima (6 de agosto), recesándose en febrero de 1824, para volverse a reunir en febrero de 1825 y clausurarse a los pocos días en el mes de en marzo. Suerte que —como bien sabemos— seguirían después los Congresos de la República sumidos en el oleaje de la anarquía y de las dictaduras, del servilismo y de la inocuidad, de la apatía y del desdén.

Por otro lado, el mencionado Congreso no actuó desconectado de los acontecimientos que se sucedían con la rapidez de los períodos turbulentos y difíciles de la historia. Aunque sus miembros hubieran querido desconocer la realidad, los hechos cotidianos eran tan graves que aparecían influyendo sobre el destino y el desempeño de la Asamblea. Más allá de las fronteras del recinto congresal bullía la guerra entre patriotas y realistas, con todas las consecuencias psicológicas que provoca una contienda enconada, como la que mantenían hombres que aparecían como insurrectos, frente a otros y que, fanáticamente, defendían el principio de la autoridad del rey. En medio del fragor de las ambiciones personales, de los desastres militares (como el de Torata y Moquegua), de la irrupción del caudillismo castrense (con Riva Agüero a la cabeza) y del descontrol político, el Congreso Constituyente tuvo que cumplir la obra teórica más importante por entonces: la de dar al Perú una Constitución. Con ella —repetimos— cobraría personalidad política la naciente nacionalidad98.

Históricamente —afirma José Agustín de la Puente Candamo (1971)— la primera Asamblea Constituyente encarna los ideales de la revolución. Es la realidad jurídica y política consecuencia de un largo proceso social en que luchan dos mentalidades, dos filosofías, dos concepciones contrapuestas de la vida. Aquella Asamblea, que no olvidaba a su congénere de Francia y a la Convención de Filadelfia, rompía el ritmo del orden colonial mediante la negación de instituciones que emanaban del espíritu teocrático y de la monarquía absoluta que representó Fernando VII99. Los hombres que fueron actores en la gestación de la República, veían cumplidos sus ideales. Y fue aquella Asamblea, de ciudadanos selectos, la que proclamó, con lealtad a los principios democráticos del Contrato Social, “que la soberanía radicaba en la nación”. En esa forma, repudió al francés Jacobo Benigno Bossuet cuya filosofía teocrática había sustentado el origen divino de las monarquías. La igualdad cedía el puesto al privilegio: los intereses se eclipsaban ante el impulso innovador de la revolución.