Construcción política de la nación peruana

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Para concluir el presente apartado, es pertinente mencionar cuatro circunstancias que rodearon el quehacer del cónclave liberal y que Jorge Basadre (1980), sintetiza de manera magistral:

a) El Congreso inaugurado en setiembre de 1822 fue el símbolo de una rebelión social frente al sistema de base aristocráticoestamental; es decir, implicó formalmente el desmantelamiento del antiguo régimen virreinal. Desde un punto de vista teórico, la burguesía criolla (acompañada por unos pocos y resignados sobrevivientes de la antigua nobleza hereditaria, a la que se le había escapado el comando del proceso independentista) obtuvo el usufructo del poder político con una cobertura liberal.

b) Aunque en los legisladores de 1822 hubo la prudencia de no ensayar el modelo federal (no obstante el proyecto presentado por Sánchez Carrión), intentaron el debilitamiento de la función de gobernar del Ejecutivo, en una lógica reacción del sistema colonial y contra los partidarios de la aplicación del régimen monárquico en el Perú independiente que habían rodeado a San Martín.

c) No obstante la beligerancia verbal (a menudo demoledora e hiriente), es asombrosa la falta de jacobinismo en el seno del Congreso. Ningún acto de crueldad ni de sangre mancha la blanca hoja de su historia, en tres años de guerra encarnada. Sus gestos más atrevidos se reducen a “exonerar” (no usa siquiera el de “destituir”) del mando a Riva Agüero y a “proscribir” a Monteagudo. En plena guerra mortal, dicta una ley de amnistía a favor de los “que hayan exhibido doctrinas contrarias a las suyas” y prohíbe “confiscar los bienes de los españoles que tengan hijos”.

d) Probablemente el punto más cuestionado de su angustioso accionar, fue delegar el poder político en un triunvirato amorfo e inconsistente, cuando todas las circunstancias del momento (políticas, militares, sociales, económicas e internacionales) aconsejaban concentrarla en una sola persona revestida de las máximas garantías y avalado por la representación nacional (gobierno unipersonal). Ello —como veremos de inmediato— no solo le restó al Congreso credibilidad ante la opinión pública, sino también la animosidad del sector más radical del ejército que desembocó en el tristemente famoso motín de Balconcillo que llevó al poder al citado Riva Agüero.

2.3 La fugaz Junta Gubernativa de 1822

Casi desde su gestación hasta su disolución brusca y definitiva en febrero de 1823 (apenas gobernó cinco meses y a sobresaltos), la Junta estuvo acompañada no solo de los resquemores de las cabezas más visibles del ejército, sino también de la repulsa de amplios sectores de la opinión pública nacional. Efectivamente, al dimitir San Martín el mando político (20 de setiembre de 1822), el Congreso Constituyente (al día siguiente de su instalación a las once de la noche) decidió “por convenir así a la independencia y libertad del Perú”, conservar en su seno los poderes Legislativo y Ejecutivo “hasta la sanción de la Constitución para cuyo fin se ha congregado”100. ¿Quién fue el autor de la iniciativa? En la sesión del 21 de setiembre (un día después de la indicada dimisión), el clérigo ilustrado Mariano José de Arce Bedrigal, citando en su apoyo a la trilogía Payne, Montesquieu y Jefferson, planteó la necesidad de que el Congreso conservase tanto el poder Legislativo como el Ejecutivo. Proponía, para hacer realidad su proyecto,

que el Ejecutivo estuviera compuesto por una comisión de tres individuos de su seno, la misma que debería concluir una vez que la Constitución fuese promulgada, quedando impedidos sus componentes de intervenir en el nuevo Ejecutivo, que se organizaría conforme a la norma fundamental. Tomado el Poder Ejecutivo en este sentido no conviene a un Congreso Constituyente desprenderse de él, para ponerlo en manos extrañas, sin la forzosa designación y limitación de sus peculiares atribuciones, ni mucho menos dejar de asociarlo con un cuerpo consultivo para el mayor acierto de sus funciones. Proceder de otro modo sería lo mismo que aventurarse a un evidente peligro de comprometer la libertad y seguridad del Congreso Soberano que, en todos los casos, debe gozar de una total independencia constitutiva. (Citado por Villavicencio, 1955, p. 87)

El problema político y jurídico planteado por Arce, dio origen a un elevado y candente debate que puso de manifiesto la información y los conocimientos de Pezet, Larrea y Loredo, Méndez y Lachica, Paredes, Pedemonte, La Hermosa, Mariátegui, Luna Pizarro y Sánchez Carrión. La propuesta —observó Méndez y Lachica— no solo resultaba grave, sino también sumamente extraña y fuera de la realidad.

Retener en sí la representación nacional, aunque sea por poco tiempo, el ejercicio del poder Ejecutivo junto con el Legislativo, es cosa que a ningún Congreso se le ha ocurrido, ni en Europa ni en América, desde que la ilustración enseñó a las naciones la necesidad de dividirlos para consultar la imparcialidad y el mejor acierto de las leyes, y cerrar las puertas a las arbitrariedades del despotismo. (Citado por Porras, 1974, p. 76)

Advirtiendo sobre los peligros de la unión del Legislativo con el Ejecutivo, que conducen a la tiranía, agregó:

De aquí el odio general con que miran hoy todas las naciones a la monarquía absoluta; de aquí los increíbles sacrificios que ha hecho y está haciendo el Perú por sacudirse del yugo monárquico. No nos mande quien haga las leyes, ni haga las leyes quien nos mande, es el grito de todos nuestros pueblos, conformes en esto con los demás de América. (Citado por Porras, 1974, p. 76)

Con sutileza un poco escolástica, como convenía a su condición de eclesiástico oratoriano, Tomás Méndez y Lachica planteó diversas distinciones sutiles. Dijo:

Los diputados que iban a integrar la Junta ¿quedaban separados del Congreso y sin tener parte en el Poder Legislativo o conservan el uso de ambos derechos? Si fuese lo primero, esto sería privarlos de los poderes que les dieron sus respectivos comitentes contra el objeto a que se dirigen. Ya entonces no serían del cuerpo del Congreso y vendríamos a caer en lo contrario de lo que intenta la propuesta que se discute, esto es, que no salga del Congreso el poder Ejecutivo. (Citado por Porras, 1974, p. 77)

Los diputados que comulgaban con la propuesta de Arce (que era la misma de Luna Pizarro) invocaron el argumento de la realidad. Decían: “San Martín había retenido, conforme al Estatuto de Huaura, dos poderes. ¿Por qué no habría de ocurrir lo mismo con el Congreso, cuando aún no existe Constitución para regular la vida del Estado?” (citado por Porras, 1974, p. 77).

Carlos Pedemonte sostuvo la necesidad de que el Congreso depositase en otras manos el ejercicio del Ejecutivo. La tesis quedó reforzada con la participación de Sánchez Carrión y Mariátegui. El primero proclamó que la “rigurosa distinción de poderes” era un dogma en política. Mostró el grave riesgo que corría la nacionalidad al aceptarse la tesis de reunir en una misma persona o entidad la facultad de dictar leyes y la de ejecutarlas.

La soberanía es, desde luego, una e indivisible: reside esencialmente en la nación y su ejercicio en el cuerpo que legalmente la representa. Pero así como ésta no es razón para que el Congreso conserve la potestad jurídica, tampoco lo es para que mantenga la ejecutiva. (Citado por Porras, 1974, p. 78)

Se inspiraba en el ejemplo histórico de Francia, manifestando que

marañones de sangre corrieron en la capital y en las provincias, solo por haber retenido esa asamblea la facultad de hacer y ejecutar las leyes, y por cierto que sin esta ominosa y reprobable confusión, Marat y Robespierre, no habrían proyectado reducir a menos de un tercio la población de aquel famoso reino. (Citado por Villavicencio, 1955, p. 126)

En tono patético, el ilustre hijo de Huamachuco describió las consecuencias del despotismo que engendraría la decisión del ejercicio de dos poderes por la Constituyente. Creía que la comisión, extraída del Congreso, provocaría una sucesión de organismos políticos semejantes, que serían las causas más eficientes para la violación de los derechos, para que surgieran facciones que se devorarían entre sí y para que las ambiciones fueran estimuladas.

Evitemos, pues, a tiempo los males, escarmiéntennos ajenas desgracias, dirijamos nuestros primeros pasos con imparcialidad, justicia de desprendimiento y el mundo entero vea que la salvaguardia de las libertades del pueblo es nuestro estudio, así como la sabiduría de los sublimes genios que descollaron en política, nuestra guía. (Citado por Villavicencio, 1955, p. 127)

Por su lado, Francisco Javier Mariátegui, otro republicano que honró la obra de los próceres de la magna Asamblea, aprobó las ideas de Sánchez Carrión, agregando que la división de poderes era el único medio de afianzar la libertad. “Señor, la división de poderes, la rigurosa demarcación de sus límites es hoy un imperativo para nuestro pueblo” (citado por Villavicencio, 1955, pp. 126-127).

Luna Pizarro se adhirió a la tendencia de la retención de poderes en el seno del Congreso101. Formuló un argumento sofístico al sostener que un poder Ejecutivo independiente no tendría limitación en sus actos por ausencia de normas que regularan su conducta, pero las mismas razones podían aplicarse a la Junta que saliera del Congreso, desde que la Constitución no había sido promulgada. Luna Pizarro triunfó por su ascendiente político, más que por sus argumentos, a pesar de su ágil inteligencia. La propuesta de Arce fue sometida a votación, siendo aprobada por una mayoría abrumadora, con los votos en contra de Rodríguez de Mendoza, Arias, Bedoya, Mariátegui, Sánchez Carrión, Echegoyen, Pezet, Pérez de Tudela, Larrea y Loredo, Méndez y Lachica, Muñoz, Tafur, Ophelan, Pedemonte, Herrera, Oricain y Olmedo102.

 

Aprobada la iniciativa, inmediatamente se dio un decreto cuyos nueve artículos rezan así:

1. El Congreso Constituyente del Perú conserva provisoriamente el poder Ejecutivo, hasta la promulgación de la Constitución para cuyo fin se ha reunido, o antes, si alguna circunstancia lo exigiere a juicio del Congreso.

2. Administrará el poder Ejecutivo una comisión de tres individuos del seno del Congreso, elegidos a pluralidad absoluta de sufragios.

3. Esta comisión no rotará entre los individuos del Congreso.

4. Los elegidos quedan separados del Congreso, luego que presenten el juramento respectivo, pudiendo volver a su seno, absuelta que sea su comisión y la correspondiente residencia.

5. Esta comisión consultará al Congreso en los negocios diplomáticos, y cualquiera otros asuntos.

6. El primer nombramiento que constitucionalmente se hiciere para administrar el poder Ejecutivo, no podrá recaer en ninguna de las personas de la comisión.

7. Se denominará esta comisión JUNTA GUBERNATIVA DEL PERU.

8. Su tratamiento será el de Excelencia.

9. Se sancionará por el Congreso el reglamento que fije los límites del poder que le confía103 (citado por Denegri, 1972, p. 217).

En la misma sesión maratónica del 21 de setiembre y a la media hora de haber dado el decreto que autorizaba la creación de la Junta Gubernativa, se procedió a nombrar a las personas que debían integrarla: José de La Mar y Cortázar (militar de carrera)104, Felipe Antonio Alvarado (próspero comerciante radicado en Lima)105 y Manuel Salazar y Baquíjano (criollo noble)106; los tres, eran patriotas de destacados méritos personales. Uno de ellos debía ejercer la Presidencia; esta recayó en la persona del mariscal de campo José de La Mar107. A todas luces, la conformación de este triunvirato (“amorfo e indeciso”, lo calificó Jorge Guillermo Leguía en 1922), fue apoyada decididamente por Luna Pizarro, a la sazón cabeza máxima de la Asamblea108.

Santiago Távara (1951) tan duro en enjuiciar otras situaciones, considera que la elección fue acertada, pues se trataba de “tres hombres honrados y respetables, que gozaban de la confianza pública y que nunca la traicionaron” (p. 66). En un principio, el nombramiento de la Junta fue acogido con entusiasmo, especialmente por hallarse entre los elegidos el general La Mar, cuyo prestigio significaba una esperanza nacional. Sin embargo, al poco tiempo las expectativas cifradas en la Junta serían defraudadas y su autoridad se vería restringida, entrabada y mellada por una excesiva dependencia del Congreso, lo que en el fondo —dice Denegri (1972)— le restó operatividad, tan necesaria en época apremiante de guerra e incertidumbre. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que los pensamientos utópicos de los optimistas liberales peruanos y del Congreso en pleno, eran equivocados, al imaginarse que los rumbos señalados para la frágil nave republicana eran buenos y auspiciosos; pronto, estos deseos habrían de disiparse fugaz y dolorosamente frente a la lacerante e imbatible realidad109.

¿Fue un error político del Congreso Constituyente proyectar su poder en la Junta Gubernativa? Todo hace pensar que sí. Por el personal que la integraba, la entidad colectiva resultaba abúlica, vacilante y, sobre todo, carente del necesario e imprescindible poder autónomo. La Junta, como mero apéndice de la Asamblea y manejada sagaz y hábilmente por el clérigo Luna Pizarro, era todo menos ejecutiva110. El mecanismo dilatorio de consultar todo con el Congreso, en los momentos que era indispensable actuar con urgencia, le acarreó el desprestigio público. Sus miembros, a no dudarlo, eran hombres honestos, pero sin los antecedentes políticos exigidos por aquel momento de peligros e indecisiones. Y cuando se habla de antecedentes políticos nos referimos a la sucesión de actos preparatorios de la revolución de la independencia que conferían a sus autores la calidad de influyentes. Aquellos personajes ¿representaban en el Congreso una tendencia política o ideológica?, ¿podían tener la autoridad suficiente sobre el ejército y la nación para enfrentarse a los realistas? La Mar, de carácter hermético y taciturno (calificativo que corresponde a Luis Alayza y Paz Soldán), se había distinguido como brillante soldado al servicio de los españoles; Alvarado tenía el mérito de ser hermano del prestigioso general Rudecindo Alvarado, jefe del Ejército del Sur; y Salazar y Baquíjano podía ofrecer como su mejor galardón ser sobrino del precursor del liberalismo peruano. Prácticamente, eran sombras prestigiadas por los méritos de otros. A Luna Pizarro, sin embargo, le convenía este triunvirato, que se movería de acuerdo a sus deseos e intereses políticos. En opinión de Mariano Felipe Paz Soldán (1962), el fracaso de la Junta Gubernativa se debió exclusivamente al clérigo arequipeño, aun cuando el Congreso, obviamente, no se componía solo de su presidente. Fracaso que Bolívar, con su gran intuición, había imaginado en octubre de 1823. En una carta de esos días a Francisco de Paula Santander, enjuiciando a la citada Junta, le expresó lo siguiente:

La Mar es el mejor hombre del mundo, porque es tan buen militar como hombre civil. Es lo mejor que yo conozco, pero la composición de ese gobierno es mala porque el Congreso es el que manda y el triunvirato es el que ejecuta; es decir, que va a haber una mano para obrar y veinte cabezas para deliberar; yo preveo funestísimas consecuencias de un principio tan vicioso. (Citado por Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 242)

La delegación del poder Ejecutivo en la Junta Gubernativa fue, pues, un error funesto, porque además de dispersar el mando, sus utópicas atribuciones —como acabamos de ver— eran limitadas, conferidas por el Congreso con criterio egoísta. Esta situación ha llevado a algunos autores (Luis Alayza y Paz Soldán entre ellos) a afirmar que del Congreso salió la cabeza de la demagogia y la anarquía.

El Congreso, que debió haber elegido un Jefe del Ejecutivo a fin de amoldarse a la clásica y exitosa división de los poderes, cayó en la absurda tentación de incautarse la administración y nombró una Junta Gubernativa integrada por tres diputados sujetos a sus designios; ella debía regirse por un reglamento que la privaba de facultades importantes y la obligaba a proceder en todo con acuerdo o, por lo menos, con conocimiento de la Asamblea. El camino inmediato, fue la zozobra, el caos y el desorden casi generalizados111. (1954, p. 79)

Por otro lado, la débil acción de la Junta motivada por razones propias de su organización plural y de las limitadas atribuciones que se le confirieron fue desafortunada. Según Manuel Nemesio Vargas (1903-1940),

desde los primeros pasos la administración se resintió de la falta de facultades. El despacho de los distintos ramos quedó encargado a secretarios de Estado. Nada podía resolverse por sí misma, y cuando el apremio de las circunstancias exigía una resolución inmediata, consultaba al Congreso, el que dictaminaba mal y cuando ya la crisis había pasado. La Junta asumía la responsabilidad en tanto que el verdadero mandatario era Luna Pizarro, el cual tuvo la suerte de que no hubiera en el Congreso un representante de entereza, que denunciara ante el país este crimen de la ambición. (p. 198)

Finaliza: “Poder Ejecutivo débil y mixto, sin acción ni iniciativa, y obligado a consultarle todo al Congreso, incluso, los casos más triviales de la administración”112 (p. 199). En cuanto a La Mar, a estar por lo que dice el citado Alayza y Paz Soldán (1944), pese a todo el prestigio y popularidad de que gozaba, carecía del genio y aún del carácter necesario para ser Jefe de la Junta y asumir el papel que le señalaba el reglamento dictado por el Congreso; el rol de gobernante que debía arrogarse de hecho para la buena marcha del Estado en esas horas críticas, le era ajeno. No era un hombre hecho para gobernar.

Al margen de la perniciosa e inconveniente dependencia de la Junta respecto al Congreso y de la incapacidad de liderazgo de su presidente, el general La Mar, hay que decir que la necesidad primordial de aquel momento continuaba siendo la campaña militar. Pero, ¿podía tener éxito un cuerpo colegiado con atribuciones restringidas? Infortunadamente, no. En efecto, luego de que la Junta entró en funciones dictó las disposiciones necesarias para emprender operaciones de guerra a fin de desembarazar al país de las autoridades y de las tropas realistas que, con su permanencia en el territorio, hacían ilusoria la libertad y amenazaban con anular las pequeñas ventajas obtenidas. Careciendo de un plan de campaña y en la imposibilidad de trazar uno nuevo por la premura del tiempo, la Junta adoptó el que había ideado San Martín en las postrimerías de su permanencia en el país. Los sucesos políticos que embargaron la atención del caudillo argentino en aquel tiempo, los inconvenientes de orden militar que se le presentaron para la realización de la ofensiva general contra los realistas, y el viaje que emprendió a Guayaquil para entrevistarse con Bolívar (julio de 1822) postergaron la ejecución de las operaciones por él planteadas.

Acorralada por las presiones del Congreso, angustiada por las exigencias de la población, denostada por la cúpula militar y agobiada por los escasos recursos de orden material, la Junta Gubernativa encaró el dilema de la guerra113. A escasas semanas de su conformación, organizó la llamada “Expedición a Intermedios” al mando del general Rudecindo Alvarado; asimismo, reforzó y equipó —aunque de manera insuficiente— el denominado “Ejército del Centro” (acantonado en Miraflores) a órdenes del general Juan Antonio Álvarez de Arenales. Sin embargo, este jefe, ante la magnitud de las carencias reinantes, alegó reiteradamente que “no podía obtener ni zapatos, ni capotes, prendas que consideraba necesarias e indispensables para atravesar los Andes” (citado por Alayza y Paz Soldán, 1944, p. 102). Esta situación produjo el efecto de excitar el clamor popular contra la Junta. Era ministro de Guerra de la Junta, el general argentino Tomás Guido. Juan Pedro Paz Soldán (1921) dice:

Esa administración honrada se preparaba a batir a los españoles, pero vio sus planes patrióticos frustrados por la deserción de las tropas colombianas comandadas por el general Juan Paz del Castillo, agente de Bolívar, que preparaba con estas maniobras, su venida al Perú. (p. 86)

Para aliviar la suerte de la capital, la Junta ordenó que sin dilación se embarcasen por escalones las divisiones del ejército patriota que conducía Alvarado. El 10 de octubre de 1822 se embarcó la primera división de este ejército ante la presencia de todo el vecindario del Callao; embarcándose la segunda división entre los días 11 y 15 del mismo mes y la tercera el 17. En esta última división, se embarcó también el general Alvarado y todo el Estado Mayor114. El plan de operaciones consistía en atacar a los realistas del sur. En la capital quedaban 4000 hombres entre tropas auxiliares de Colombia y los peruanos vencedores en Pichincha a las órdenes del general Álvarez de Arenales, fuerza esta que, de acuerdo a lo convenido, se movería avanzando al valle de Jauja, a fin de evitar que La Serna y Canterac apoyasen a los realistas del sur. Esto, en opinión de sus adversarios políticos, no se verificó por la apatía, indecisión e inercia de la desventurada Junta115.

A principios de 1823, cuando ya circulaban insistentemente en Lima las primeras noticias de los sucesivos descalabros sufridos por la expedición de Alvarado en Torata y Moquegua116, la opinión pública se percataba dolorosa y enardecidamente de los afanes infecundos de un gobierno tan impropio, hechura de un Congreso igualmente tan discordante y apabullador117. De este modo, mientras la Junta deambulaba sin norte fijo y el Congreso discutía normas para una democracia sin territorio —dice Porras (1974)— la realidad les daba en la cara con las derrotas del sur. Todo ello, ciertamente, extremó el descontento contra el triunvirato. En efecto, a partir de entonces, su sobrevivencia era solo cuestión de tiempo. El golpe militar (el primero de su género en la historia independiente del Perú) ya estaba en camino, como veremos de inmediato.

2.4 La irrupción del militarismo con Riva Agüero

Con el advenimiento del año 1823, las tensiones internas se agudizaron en contra de la endeble y desacreditada Junta Gubernativa. Por un lado, los sectores populares (escandalosamente manipulados por los políticos de turno), las intrigas desbocadas del coronel Riva Agüero y las acechanzas de la cúpula militar (con el general Santa Cruz a la cabeza como segundo hombre del ejército); y, por otro, las contingencias militares desfavorables en el sur (fracaso de la Expedición a Intermedios) actuaron, en su conjunto, como fuerzas desestabilizadoras e impulsoras, a la larga, del derrumbe de la amorfa y agónica administración118. En este sentido, al finalizar el mes de enero de aquel año, el descontento general y el descrédito del gobierno eran partes de la misma realidad. Los vituperios y las condenas, procedentes de distintos frentes, siguieron una línea ascendente hasta alcanzar un clímax político verdaderamente turbulento e incontrolable. “Las pasiones en efervescencia —dice Dávalos y Lissón (1924)— se desbordaron entonces y Lima entera pidió la cesación de la Junta y el nombramiento de nuevas autoridades” (p. 94).

 

En medio de este agitado e incierto panorama, se arribó a la segunda quincena del mes de febrero. El miércoles 23 llegaron a Lima los sobrevivientes de la derrotada expedición del general Alvarado. Su conmovedora presencia precipitó los acontecimientos. El Ejército del Centro (acaudillado por Santa Cruz en vista de la renuncia del general Juan Antonio Álvarez de Arenales), ejerció presión enérgica (“haciendo sonar las espuelas”) sobre los representantes al Congreso; su exigencia perentoria era establecer un cambio de rumbo en la conducción del país, lo que equivalía dejar cesante a la Junta de Gobierno119. El memorial de fecha 26 de febrero al Congreso (escrito en términos altivos e intimidatorios) planteaba perentoriamente esa exigencia, argumentando “que la patria estaba en peligro” y que no “respondían de su salvación si no se deponía a la desidiosa Junta”120. Asimismo, exigía “la creación de un gobierno unipersonal y con amplias facultades para controlar la situación”. Era, en cierta forma, un ultimátum militar. Ese día —según Porras (1974)— representó el derrumbe de Luna Pizarro y de sus incautas jugarretas civiles. Ante la indecisión de la Asamblea, al día siguiente otro documento (mucho más apremiante y osado) requirió una respuesta inmediata121. Al no darse ella, el lunes 28 propusieron directamente la disolución de la Junta y el nombramiento ipso facto de Jefe Supremo al coronel de milicias y prefecto de Lima, José Mariano de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, que “tenía la confianza del ejército y de la nación”, además de su innegable popularidad en la capital122. A este pedido —dice la historiadora Margarita Guerra (1995)— se sumaron los civiles encabezados por Mariano Tramarria (1758-1830) y las milicias cívicas lideradas por el criollo noble Juan de Berindoaga y Palomares, vizconde de San Donás (1784-1826)123.

¿Cuál fue la actitud o la reacción del Congreso Constituyente frente a la agresión de la jerarquía militar?: ¿frustración?, ¿rechazo?, ¿sumisión?, ¿exceso de confianza?, ¿impotencia?, ¿escisión? De todo un poco. Obviamente, la Asamblea no ignoraba los impulsos desestabilizadores de Santa Cruz y su entorno, ni era ajena a los cabildeos cotidianos de Riva Agüero. En consecuencia, el “motín de Balconcillo” (nombre dado a ese episodio de alzamiento militar) no pudo, supuestamente, causar sorpresas ni sobresaltos entre los incrédulos diputados124. Su ocurrencia era un asunto convertido en vox populi que los intrigantes se encargaban de divulgar con celeridad en todos los sectores125. Un observador de la época detalla extensamente los momentos tensos (e intensos también) que entonces se vivieron en el seno del entonces ajetreado recinto legislativo. Dice:

Sobreponiéndose al duro golpe que no era ninguna sorpresa, el Congreso reaccionó. En la Asamblea figuraban hombres de suficiente entereza moral y capaces de enfrentar una situación crítica y caótica como la que provocaba el ejército. Estaba Luna Pizarro, líder de un grupo de representantes de conocidísima filiación populista; se hallaban Unanue, Sánchez Carrión y muchos otros que no aceptaban la imposición de la fuerza armada. Por lo tanto, el ultimátum del ejército encontró resistencia en algunos miembros del Congreso. Bajo el apremio de las circunstancias, hubo de sesionar a medianoche el mismo 26 de febrero a la luz de los faroles y entre las sombras de esas horas inciertas en que peligraba la nacionalidad. Solo Unanue mantuvo su calma imperturbable entre las encendidas y violentas protestas de los exaltados. (Citado por Rávago, 1959, p. 76)

De acuerdo al mismo testimonio, a las 11 de la noche de aquel aciago día 26 ingresaron al recinto del Congreso los miembros de la Junta Gubernativa. Pero no hubo quórum, por lo que Luna Pizarro (presidente) propuso el aplazamiento de la discusión.

La Asamblea se dividió. Algunos representantes hicieron causa común con el ejército (Martín Ostolaza y Carlos Pedemonte, entre otros). Pedemonte planteó la cancelación de los poderes conferidos a la Junta y su desactivación. Protestaron, Arce, Colmenares y Luna Pizarro. Otros, exaltados e irreductibles, fueron de la opinión que el Congreso no deliberase bajo la amenaza de las tropas. Unanue encabezó este grupo y presentó una moción que fue todo un reto a los facciosos: “Que el ejército se retire a sus cuarteles para que la Asamblea pueda deliberar sin presión y con entera libertad”. La moción —dice nuestra fuente— fue aprobada. Unanue supo interpretar el pensamiento de la representación nacional concretando en unas cuantas palabras lo que todos sentían pero no podían o querían expresar. En este sentido y en horas graves, el “viejo” Unanue se transfiguró, se convirtió en líder, en conductor, en el vocero de los más jóvenes (esta versión, ciertamente, se contrapone al testimonio recogido por Rávago y que aparece citado en la página anterior).

Por un momento —prosigue nuestro testigo— parecía resuelta la situación política. La Junta cesaba, dada su manifiesta incapacidad para el momento álgido; debía reemplazarlo “el jefe de mayor graduación” existente en Lima y, de esta forma, sin ceder un ápice a las pretensiones de Riva Agüero y de su clan, se cortaban las funestas consecuencias de la anarquía. Conformes todos los representantes con la solución propuesta por Unanue, Torre Tagle (que era entonces el militar de más graduación, Gran Mariscal) se presentó ante la Asamblea y juró el cargo de Presidente Provisorio.

Mientras los acontecimientos seguían su curso en el seno de la Asamblea Constituyente —agrega el testimonio— la agitación en las calles seguía otro distinto. Riva Agüero era, virtualmente, dueño de la situación. Sus adeptos eran numerosos y controlaban los grupos políticos, el ejército y el populacho. En la noche del 26 cuando el Congreso entregaba el poder a Torre Tagle, emisarios de Riva Agüero y de Santa Cruz perseguían y apresaban a los elementos disidentes. La Mar (jefe del triunvirato) era extraído de su domicilio y puesto bajo fuerte custodia en uno de los cuarteles. Muchos diputados señalados opositores de Riva Agüero, se ocultaron para evitar atropellos. La ciudad en su conjunto vivía una candente agitación política y militar, precursora del desorden que luego llegaría.

En la mañana del 27 —finaliza nuestro informante— la situación hizo crisis. La ciudad estaba ya ocupada por el ejército. Torre Tagle, a su vez, desapareció del escenario, ocultándose en casa de diplomáticos amigos. Solo pequeños grupos de diputados se mantuvieron en sus escaños y resolvieron no retroceder ante la fuerza bruta. Horas más tarde, Santa Cruz solicitó ser escuchado en la Asamblea. Ingresó solo. En su discurso empleó una dialéctica expeditiva y convincente para inducir al Congreso a adoptar una actitud transigente con la fuerza armada. “Lo que está en juego —advirtió— es el destino del Perú. Solo un gobierno unipersonal puede salvar la crisis tremenda por la que pasa la República”. Entonces hubo que ceder. Santa Cruz, además, había jugado otra carta expresada en la siguiente afirmación: que él y todos los jefes del Ejército del Centro abandonarían el territorio de no cesar el gobierno provisorio de Torre Tagle.