Construcción política de la nación peruana

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Desde una perspectiva amplia, reiteramos, pues, que los cinco asuntos que historiográficamente merecen hoy una atención especial (entre otros y por las razones aludidas) son los que acabamos de esbozar de modo esquemático en las páginas precedentes. Ellos, además, desde el punto de vista metodológico y conceptual, constituyen referentes obligatorios para el análisis del período objeto de nuestro estudio. Pero, ¿de qué manera aquella coyuntura un tanto genérica y externa se engarzó con lo específico que aquí se vivió entre 1821 y 1826? Justamente, el presente volumen en su parte inicial intenta dar una respuesta integral a esa inquietud, subrayando lo más relevante del quehacer nacional en sus principales manifestaciones: políticas, sociales, geográficas, demográficas, económicas y militares. Sin embargo, en su conjunto, el perfil histórico nos revela que, de todas ellas, dos revistieron mayor atención o prioridad por esos días: el acontecer político y el desempeño militar. Y ello no podía ser de otro modo si nos atenemos a lo que entonces se afrontaba y de lo cual nuestros connacionales eran totalmente conscientes. En su opinión, el desorden político interno era un espantoso freno al éxito de la campaña militar; y, a su vez, esta última era un requisito sine qua non para la consolidación total del sistema. Las variables económicas, sociales, geográficas y poblacionales, en este caso, giraban alrededor de aquellas dos perentorias y decisivas circunstancias. La preocupación de San Martín, Unanue, Sánchez Carrión, Sucre y Bolívar se canalizó, precisamente, al vaivén de este imponderable esquema. ¿Había otra alternativa o disyuntiva de semejante alcance? Juzgamos —a la luz de la evidencia histórica de entonces— que no. La situación era tan compleja y agobiante como para pensar que aquellos hombres pudieran haber gastado su tiempo en la búsqueda de modelos económicos exquisitos e inéditos, en el establecimiento de sofisticadas estructuras sociales, en el empadronamiento minucioso de la población, en la articulación adecuada del territorio o en el logro de ilusos compromisos internacionales. El asunto —repetimos— era muchísimo más urgente, grave y sobredimensionado y en donde, además, el sentido pragmático a menudo primaba sobre la primorosa elucubración tecnológica o ideológica.

¿Cuál fue el perfil histórico de aquel ambiente político que primó sobre los otros aspectos del quehacer nacional? En contraste con la aparente quietud que había imperado en la época del dominio hispano, el advenimiento de la república fue acompañado por una larga y compleja sucesión de acontecimientos turbulentos que atentaron, desde muy temprano, contra la estabilidad propugnada en el papel. Afloró así una fundamental transición histórica: de una época signada por la explotación primaria de la naturaleza, por el atesoramiento desmesurado de los metales preciosos, por el régimen de castas y el vasallaje y por la intolerancia y el temor, a una época anunciada como la empresa de ciudadanos libres, que aspiraban a realizar los planes de la razón, en una sociedad justa, principalmente caracterizada por el igualitario reconocimiento del derecho a la dignidad, la seguridad y la felicidad. Bajo esta convicción, aquellos hombres que constituían la generación de criollos emergentes no solo aspiraban a un destino y a un estilo de vida totalmente distintos del que habían tenido sus antepasados, sino también a una vida mejor y más próspera, de la mano con los postulados de solidaridad, libertad e igualdad enarbolados por la “gente ilustrada” del influyente mundo europeo (Palacios Rodríguez, 2014, p. 223). Ciertamente, esa transición se efectuó con relativa lentitud y de manera incompleta, pero en ella se advierte la obra de hombres lúcidos y tenaces que asumieron la representación y la dirección del pueblo para organizar la construcción del destino común. De modo que, por un lado, la creación de la república se presenta como la culminación de un proceso, con su lógica interna y su dinámica propia y, por otro, se muestra como la síntesis de una realidad rodeada de condiciones desfavorables al empezar el siglo XIX (Basadre, 1968, I, p. 2; Tauro, 1973, p. 37).

Pero la indicada percepción de un Perú anarquizado posterior a la proclamación de la Independencia se agrava aún más cuando —como dice el historiador contemporáneo Manuel Burga (1995)— se constata que la independencia criolla no introdujo a plenitud los cambios que se esperaban, no liquidó totalmente el ancien régime colonial, no convirtió a todos los anteriores súbditos del rey español en ciudadanos de la nueva república, ni, finalmente, construyó una república moderna sustentada en los renovadores principios de la libertad política, la igualdad social y la solidaridad humana que había popularizado (cual mito colectivo) la Revolución Francesa en 1789. Esto, seguramente, llevó a Basadre (1968) a afirmar —en términos macro— que mientras la independencia de América del Norte duró seis años, en el sur se necesitó catorce para su culminación; mien-tras este proceso político y militar, en la primera, condujo a la Unión, en la segunda fomentó la desunión y la balcanización de la América meridional. En ese contexto, mientras la modernidad capitalista floreció en el norte, en nuestra subregión brotó con mucha fuerza un singular feudalismo de tinte señorial (Burga, 1995, p. 7).

Por otro lado, aquellos años de 1821 a 1826 que conformaron una etapa convulsa, de zozobra e inestabilidad, marcaron, asimismo, un deslinde político-social entre dos etapas: la absolutista y la de la libertad. “Parecía que aquella incipiente república inmersa en la más pasmosa confusión caía agotada por el esfuerzo, las discordias intestinas, las desilusiones inevitables y por el desorden y la miseria” (Távara, 1951, p. LVI). Pero lo más pernicioso de este cuadro de desquiciamiento casi generalizado era que, a la sazón, él se convertiría en el inicio de una cadena interminable de infortunios. Le antecedía, de modo inmediato, la política represiva de la autoridad virreinal contra las aspiraciones independentistas y los focos de convulsión tanto de Lima como del interior. En este sentido, duro fue el esfuerzo de la clase dirigente por modificar no solo los patrones negativos y obsoletos que dominaban el quehacer político de entonces, sino también de asentar las bases jurídicas, políticas y administrativas del nuevo orden de cosas establecido. Todo ello, sin perder de vista que la función de la libertad nunca antes había tenido manifestaciones de existencia práctica; lo cual, de por sí, complicaba las cosas. Los soldados habían cumplido su deber, que era la guerra y no la política; y los hombres de pensamiento (ideólogos) debían asumir entonces la responsabilidad de la discusión teórica para definir la forma política que debía adoptar el Perú. Comprendieron que la obra más seria, después del problema de la guerra era precisamente construir políticamente el Estado. Se inició así (como pocas veces ha ocurrido después) una intensa etapa de discusión y debate de carácter doctrinario e ideológico, en la que los protagonistas principales eran los liberales y los conservadores, afanosos de afianzar sus propias convicciones. Aunque, como han enfatizado Charles Walker y Paul Gootenberg, es muy difícil precisar sus contenidos programáticos, ambos sectores político-sociales fueron las dos grandes tendencias que trataron de influir sobre la marcha de la sociedad y el control del aparato estatal.

Mientras el programa de los conservadores fue mucho más coherente, y se basaba en criterios coloniales de prestigio social y privilegios, los liberales no pudieron dar forma a un programa definido y carecieron de la convicción necesaria y el respaldo social suficiente para implementar un conjunto de reformas que, en teoría, debieron estar dentro de su programa, pero que en la práctica escasamente pudieron ejercitar. El liberalismo peruano se mostró débil y mediatizado. A la larga, prefirió resignar su opción a una sociedad más democrática y menos autoritaria a favor de un Estado centralizado que asegurase la continuidad de los grupos de poder. (Aguirre, 1995, pp. 32-33)

Al respecto, Gonzalo Portocarrero Maisch escribió: “Si bien el liberalismo ganó la batalla ideológica, fueron los conservadores quienes impusieron finalmente sus paradigmas sociales” (2017, p. 86). Por su lado, refiriéndose al pensamiento de los primeros, Raúl Ferrero Rebagliati (2003) anotó: “En la historia de las ideas en el Perú, el liberalismo ha sido, sobre todo, un concepto político, una posición de rebeldía frente a los viejos principios de nuestra edad media colonial” (p. 218).

Obviamente, fue un sorprendente cúmulo de energía humana el que entonces se derrochó y que demandó, igualmente, mucho tiempo, esfuerzo e inteligencia de uno y otro sector, pero que al final concluyó con la simbólica victoria de los liberales (reflejada sobre todo en el seno de la Asamblea Constituyente). En el interior de estas primeras disensiones de ideas —observa Porras Barrenechea (1974)— las controversias de la palabra y de la pluma adquirieron una dimensión insospechable, convirtiéndose en los legítimos instrumentos transmisores del fervor revolucionario de aquellos espíritus. El díscolo e inquieto Bernardo Monteagudo inició ambos debates: el oratorio y el periodístico. En la Sociedad Patriótica, planteó la discusión sobre la forma de gobierno. La monarquía, auspiciada por él, encontró violentos opositores e hizo que se desatase, en una bélica prosa de panfleto, la arrogancia doctrinaria de José Faustino Sánchez Carrión, autor de las célebres “Cartas del Solitario de Sayán” en contra del poder real. Después, los periódicos agitaron la controversia: El Sol del Perú, inspirado por Monteagudo, no pudo resistir a la propaganda airada de Sánchez Carrión en El Tribuno de la República Peruana y de Francisco Javier Mariátegui en la Abeja Republicana. Triunfaron las ideas democráticas. El 15 de julio de 1822, el controvertido político argentino, que era el defensor oficial del sistema monárquico impulsado por San Martín, se convenció de que el pensamiento republicano había ganado a los mejores espíritus de la época, entre los que se encontraban muchos clérigos.

 

Ya no hay sino un solo sentimiento acerca de la Independencia de América y en prueba de su universalidad, la única cuestión que ocupa a los que piensan, es acerca de la forma de gobierno que convenga adoptar: el nombre del rey se ha hecho odioso a los que aman la libertad; el sistema republicano inspira confianza a los que temen la esclavitud. (Monteagudo, 1822, p. 39)23

Los episodios de esta lucha teórica entre republicanos y monarquistas tuvo como escenario —como ya se dijo— la célebre Sociedad Patriótica y poco después el Congreso Constituyente; en el seno de ambas agrupaciones se discutieron los lineamientos conceptuales de la forma de gobierno del flamante Estado y las bases ordenadoras de la naciente nacionalidad24.

Pero, ¿cuáles fueron las notas más saltantes en la ideología de aquellos afanosos dirigentes? Así como en el siglo XX los revolucionarios consultaban El Capital de Carlos Marx, atribuyéndole condiciones de profeta científico, de igual manera los criollos de la centuria anterior llevaban consigo El Contrato Social para interrogar a Juan Jacobo Rousseau cuando la duda surgiera en los momentos del drama mental. José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, criollo culto e inquieto, cita ocho veces a Rousseau en su difundido y polémico opúsculo Las 29 Causas de la Revolución de América, para justificar sus afirmaciones. Por su lado, José Faustino Sánchez Carrión, de espíritu liberal e independiente, no se escapó de la mágica influencia del filósofo atormentado de Ginebra. Ni Simón Bolívar, a pesar de su genialidad, logró evadir la fuerza de las ideas de quien había sido también el maestro de los revolucionarios europeos. José Ingenieros, escritor y psicólogo argentino de origen italiano, sostiene que a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, tres grandes obras simbolizaban las fuentes ideológicas de la revolución americana: El Contrato Social, expresión y programa de liberalismo y democracia; las Máximas generales del gobierno económico de François Quesnay, manifestación pura de liberalismo económico; y el Tratado de las sensaciones de Étienne Bonnot de Condillac, símbolo genuino de liberalismo filosófico (1918, p. 75). Las tres publicaciones, en su conjunto, sirvieron de soporte y justificación a las opiniones de los americanos contra el sistema colonial.

En el marco de esta coyuntura que se vivió dramáticamente entre 1821 y 1826, ¿qué hitos políticos merecen destacarse en el presente volumen? Cronológicamente, los años que cubre nuestro estudio corresponden, primero, a los tiempos del Protectorado de San Martín y su inesperado y definitivo retiro del escenario nacional; a la convocatoria y establecimiento del mencionado Congreso Constituyente (1822) y a la Carta Magna que elaboró. En segundo lugar, al gobierno efímero de la desidiosa Junta Gubernativa presidida por José de La Mar; a la asonada militar que llevó a José de la Riva Agüero en febrero de 1823 al poder y su tenaz pugna con el Congreso y con su homólogo gobernante, el Marqués de Torre Tagle. Y en tercer lugar, al enfrentamiento vehemente entre Bolívar y Riva Agüero y al triunfo de aquel al ser nombrado dictador del Perú hasta su retiro definitivo en setiembre de 1826. Simultáneamente, la vida política de esta época, plena de rencillas y luchas internas, estuvo regida sucesivamente por el Estatuto Provisorio de 1821, las Bases de 1822, la Constitución de 1823 y la Constitución de 1826. De igual forma, en los años de dominación de las grandes e influyentes personalidades de San Martín (1821-1822) y Bolívar (1823-1826), las figuras peruanas aparecen opacadas o subordinadas a ambos personajes. En este contexto, Unanue —señala Pablo Macera (1976)— fue el puente entre la colonia y la república, un puente de consciente peruanidad, aunque sus dotes de hacendista solo fueran las de un improvisado. Sánchez Carrión, tribuno por antonomasia y republicano por convicción, fue el símbolo del acatamiento y veneración a los dictados del ilustre Libertador caraqueño; probablemente su hombre de mayor confianza en el Perú. Manuel Lorenzo de Vidaurre y José María Pando representaron (sumergido cada quien en su propia crisis ideológica) la ilusión y la desilusión frente a los afanes dictatoriales de Bolívar. En una palabra, nuestra clase política había sido reemplazada o supeditada a ambos Libertadores, en los cruciales momentos de definición de nuestra nacionalidad (Ponce Vega, 1998, VII, p. 66).

De modo esquemático y de acuerdo a lo expresado, puede decirse que nuestro período presenta, sucesivamente, tres fases muy claras:

a) 1821-1822: la etapa sanmartiniana

b) 1822-1823: la etapa peruana

c) 1823-1826: la etapa bolivariana

En el primer caso estamos frente a la presencia hegemónica del Libertador argentino y de sus satélites (Monteagudo entre ellos) en el control interno del país. Es el momento inicial de definiciones, arrebatos, enconos, renuncias y partidas; al vaivén de ellos, el Perú poco a poco fue tomando conciencia de su ruptura definitiva con la metrópoli hispana y de su ineludible compromiso de valerse por sí mismo. La segunda etapa corresponde a los esfuerzos nacionales por consolidar, sin éxito, la supremacía peruana en los destinos del incipiente Estado. El Congreso Constituyente (cátedra de todos los lirismos y de todas las utopías, según lo calificara Raúl Porras), la amorfa Junta Gubernativa de 1822, el advenedizo e impetuoso régimen de Riva Agüero y la acción desestabilizadora de Torre Tagle, constituyeron la secuencia de aquel fallido esfuerzo nacional. El último ciclo del período revolucionario, el comprendido entre el retiro de San Martín y la salida de Bolívar (pasando por los tiempos de Junín y Ayacucho y la firma de la Capitulación), está todo lleno del resplandor bolivariano. Se canta —dice el indicado autor— la gloria del Libertador en las misas oficiales, entre la epístola y el evangelio, lo exaltan las proclamas de sus generales, los artículos de las gacetas salpicados de entusiasmo épico y los decretos del Congreso que derrochan odas de gratitud. “Padre de la Patria”, “Hijo de la Victoria”, “Inmortal Bolívar”, “Héroe de la América del Sur”, le titulan sus admiradores. En 1826, el citado José María de Pando, alabando la liberalidad washingtoniana del paladín, le dirige su célebre “Epístola a Próspero”. Se llega a la fatiga del ditirambo; pero, de todos aquellos triunfales homenajes, arengas, discursos y brindis pronunciados en los suntuosos banquetes patrióticos que se ofrecen a Bolívar en Lima y en las ciudades a su paso, en su camino triunfal al Alto Perú, ninguno más rotundo ni más gallardo que el saludo de aquel humilde cura indígena, José Domingo Choquehuanca, que en el recodo de un pueblo andino le arengó diciéndole que el tiempo y el sol eran los únicos paralelos dignos de su gloria. Dijo: “Vuestra fama crecerá así como aumenta el tiempo con el transcurso de los siglos y así como crece la sombra cuando el sol declina…”.

Ahora bien, después de los años entusiastas, de los combates por la libertad y de las rencillas políticas, vino la etapa de las preocupaciones teóricas para levantar el edificio político, jurídico y administrativo del país. A las arengas encendidas y a las proclamas sonoras y entonadas, sucedió la tendencia de bajar a tierra lo que una retórica vibrante había mantenido con exceso en las nubes (Miró Quesada Sosa, 1968, p. 91). Simultáneamente, apareció en el horizonte intelectual una literatura de corte patriótico y de amplia difusión. Sin embargo —advierte Raúl Porras (1974)— esta literatura no siguió de 1821 a 1824 el ritmo acelerado de la revolución: mientras la ideología se tornó pragmática, la forma literaria continuó siendo clásica. En versos quintanescos se denigra la realidad heredada y nuestros incipientes rimadores no tienen todavía la audacia suficiente para arremeter contra las taxativas del verso. El clérigo José Joaquín de Larriva, sorprendido por la revolución, se da tiempo para innovar y saludar a Bolívar con las mismas frases con que había honrado al virrey Pezuela25. El mismo Libertador, cansado de helenismos poéticos, se atreve a reprochar al poeta José Joaquín de Olmedo por haber intentado hacer con la epopeya de América “una parodia de la Iliada”. Pero —continúa Porras— si son viejas las imágenes y las metáforas, es nuevo el aliento que provoca el énfasis viril de los versos y de las proclamas. Por tres años, y mientras dura el estrépito de la guerra, la literatura adopta un tono marcial. Editoriales de periódicos, discursos, folletos de controversia, proclamas, arengas, decretos y hasta partes de batallas reflejan el delirante lirismo de la hora y el romántico ardor por la libertad (Porras, 1974, pp. 207-208)26.

Por otro lado, el sentimiento predominante, aquel que todos se esforzaron por expresar más enérgicamente, fue el de la aversión a España. No hay quien no recrimine o condene con acrimonia los “tres siglos” de dominación española, endilgándole los adjetivos más oprobiosos e iracundos. De Manuel López Lissón, de Felipe Lledias, de José María Corbacho o de Manuel Ferreyros, como de cualquiera otro, podrían ser estos versos:

Por tres centurias de baldón cubierto

(López Lissón)

¿Con que al fin de tres siglos de lloro y de ignominia…

(Lledias)

Que tres siglos de llantos y penas

(Corbacho)

Trescientos años el Perú gimiera

(Ferreyros)

Hasta el citado Olmedo se dejó seducir por el lugar común y lo incorporó a su canto. También él ha visto:

Correr las tres centurias de maldición, de sangre y de servidumbre

La musa popular —agrega Porras (1974)— tuvo también sus expansiones poéticas que siguen de cerca los extravíos de los poetas letrados. En las calles, en las plazas y en el teatro, las multitudes entonaban a coro canciones patrióticas. En la época del Protectorado, la actividad teatral adquiere un gran auge. Monteagudo quiere educar al pueblo con el ejemplo vivo de la escena y se dedica a restaurar el antiguo edificio del principal teatro limeño para que sirva de recinto apropiado a las grandes festividades de la ciudadanía. Se mejora el local, se ensancha el escenario y se estrena un nuevo telón de brocado, que provoca los elogios entusiastas de La Gaceta27. En este teatro, tan simbólicamente decorado, se realizaron imponentes manifestaciones en la época de San Martín. Allí se oyó, por primera vez en público, el Himno Nacional, interpretado por la cantatriz limeña Rosa Merino y en un concierto habido en febrero de 1822 —dice el mencionado periódico— “esta misma dama ejecutó con singular gusto diez piezas selectas: en todas obtuvo gran aplauso, pero en la de La Chicha apenas se oía su voz por el incesante palmeo de los circunstantes”28. El estribillo decía:

Patriotas, el mate

de chicha llenad

y alegres brindemos

por la libertad.

La chanza y la mofa —dice Miró Quesada Sosa (1968)— tampoco estuvieron ausentes. El ingenio de Lima tuvo, en esos tiempos, ocasión excelente para manifestarse sin embozo. Con el dardo festivo de un epigrama o la fluidez de una letrilla, se comentaban los trastornos políticos, las defecciones inevitables y el brusco encuentro con una realidad imperfecta y compleja. El clérigo burlón (como así se le conocía a Larriva) llegó a zaherir a Sucre, el Mariscal de Ayacucho, y a apostrofar al propio Bolívar. Su filosofía alegre y decepcionada se expresa en la siguiente décima consignada por Manuel de Odriozola:

¡Cuando de España las trabas

en Ayacucho rompimos,

otra cosa más no hicimos

que cambiar mocos por babas!

Nuestras provincias esclavas

quedaron de otra nación

mudamos de condición,

pero sólo fue pasando

del poder de don Fernando

al poder de don Simón.

Poco después del alejamiento definitivo del Libertador del Norte, el mismo Larriva publicó esta atrevida cuarteta:

 

Pero aun fuera de esto

el tal San Simón

nunca ha sido santo

de mi devoción.

En resumen, la literatura de la revolución se convirtió en rapto de entusiasmo, manifestación de júbilo, exaltación heroica de la voluntad colectiva y apoteosis del héroe; asimismo, en lírica devoción a la patria que palpitó con la misma intensidad en la arenga escondida del tribuno, en la canción del arrabal, en la hoja periódica clandestina, en la proclama del vivar y, por supuesto, en la clara epifanía del poeta (Porras, 1974, p. 212)29.

¿Qué se puede concluir de todo lo expresado en estas páginas introductorias? Con el riesgo que conlleva toda síntesis, podemos afirmar lo siguiente:

a) Históricamente, el período 1821-1826 (con 1824 como año referente y decisivo) constituye una fase por demás agobiante y crítica en la cual la vida nacional se debatió en una constante contradicción e inestabilidad. Desorden, caos, miseria e incertidumbre, fueron las principales notas que caracterizaron el quehacer político, económico, social, militar e internacional de aquellos días. El amanecer republicano, en este caso, no fue del todo auspicioso y venturoso.

b) La presencia de los Libertadores y sus respectivos lugartenientes y fuerzas militares en nuestro territorio, no solo respondió al llamado de los patriotas peruanos impedidos materialmente de consolidar su propio proceso emancipador, sino también a la perentoria y angustiosa necesidad de las naciones periféricas de salvaguardar su propia autonomía. El enclave del inmenso poder militar realista en el Perú actuó, en este caso, como un peligro latente que, inobjetablemente, tenía que ser destruido para bien de la América hispana entera. ¿Y qué de las clases altas de la sociedad peruana de entonces? Según Heraclio Bonilla y Karen Spalding (1972), fueron célebres por su marcado hispanismo, sentimiento colectivo que perduró por lo menos hasta la guerra con Chile, en 1879.

c) En el contexto anterior, y no obstante que nuestra clase política —como ya se dijo— fue subordinada u opacada por la actuación descollante y protagónica de los jefes militares extranjeros (San Martín, Bolívar, Sucre), no puede obviarse la permanente y trascendental participación (visible o anónima) de muchísimos peruanos al lado de aquellos. Como colaboradores visibles e inmediatos en la administración pública (Unanue, Sánchez Carrión, Pando, Vidaurre); como oficiales combatientes en las largas y fatigosas campañas guerreras (Agustín Gamarra, Ramón Castilla, José de La Mar, Andrés de Santa Cruz, José Andrés Rázuri); o como prestos montoneros dispuestos a dar sus vidas (Ignacio Quispe Ninavilca, Gaspar Huavique, José María Palomo, Francisco de Vidal), la sangre peruana no estuvo ausente en aquellos decisivos días. Talento, valor y osadía fueron los rasgos fundamentales de esos tres estamentos, respectivamente.

d) Las campañas gloriosas de Junín y Ayacucho en 1824, marcaron no solo el ritmo del ímpetu libertario de un pueblo en particular (Perú), sino también la ilusión legítima de toda la América meridional. “La libertad del Nuevo Mundo —escribió José Martí (1970)— era la esperanza del universo y, en particular, del continente”. En este sentido, Junín (6 de agosto) fue el inicio y la antesala de la victoria anhelada; Ayacucho (9 de diciembre) fue la culminación de una utopía hecha realidad. “Ayacucho, sublime nombre donde se ha completado el día que amaneció en Junín”, escribió la Gaceta del Gobierno en su edición del 18 de diciembre de aquel año. Si Junín fue la batalla que abatió el orgullo español (más que una sangrienta acción de armas fue un encuentro de incalculables proyecciones psicológicas), Ayacucho fue la cita última de la libertad y el laurel de la perseverancia. ¿El común denominador? El afán de América de perpetuarse como una comunidad sacudida de servilismo, tutela o patrocinio externo. Se tuvo clara conciencia, en todas partes, de la terminación victoriosa de una larga guerra iniciada en 1810. En su despacho de Viena, el Príncipe de Metternich reconoció el signo de los tiempos. “El Perú —escribió en abril de 1825— ha desaparecido como colonia. En estas circunstancias, me atrevo a preguntar al gobierno español si también está dispuesto a sacrificar del mismo modo a Cuba” (citado por Kossok, 1968, p. 57).

e) Como hecho de enorme gravitación histórica, la Capitulación de Ayacucho (no mencionada con ese nombre en el texto primigenio) representa un hito imperecedero en la historia de América Latina. Ella simboliza, más allá del marco temporal, no solo el reconocimiento tácito al triunfo bélico, sino también al derecho de ser libres para siempre en armonía con los principios entonces imperantes en el mundo civilizado. A partir de entonces, el reloj de la historia marcaría el rumbo de cada país en consonancia con sus propias esperanzas, vicisitudes, aciertos o errores.

f) Finalmente, es oportuno indicar que tanto las fuentes primarias como secundarias acerca del período independentista nacional, en su conjunto, se muestran abundantes y provechosas; mas no así en lo que concierne específicamente a la Capitulación de Ayacucho. Sobre ella y su entorno histórico, las fuentes no solo resultan escasas e insuficientes, sino también sin mayor trascendencia en el ámbito historiográfico. En este sentido, anhelamos que el presente volumen contribuya, por un lado, a una mejor comprensión de cuánto hicieron los peruanos por su independencia y por la independencia de América, y, por otro, a una cabal interpretación de la Capitulación de Ayacucho como hecho culminante de aquella aspiración colectiva. Debemos puntualizar que en la elaboración del presente volumen se ha utilizado una buena parte de los resultados de la investigación histórica realizada hasta ahora sobre el período 1821-1826 (denominado el de la “formación de la nacionalidad”), al igual que los aportes de las fuentes primarias impresas (diarios de viajes, informes de campañas militares, memorias ministeriales, periódicos de la época, reportes oficiales y otras).

A fin de que el lector tenga una información adicional sobre aquellos personajes mencionados a lo largo del texto y que antes, durante o después de la jura de la Independencia tuvieron un rol destacado, se ha juzgado conveniente incluir sus semblanzas biográficas con los datos más relevantes en nuestra opinión (véase el Apéndice biográfico). Para ello, ha sido útil la consulta tanto de aquellas publicaciones de carácter general, como de aquellas de índole específico. En el primer caso, se pueden citar, entre otras, las siguientes: Diccionario histórico-biográfico del Perú de Manuel de Mendiburu; Apéndice al Diccionario histórico-biográfico del Perú de Evaristo San Cristóval Palomino; Diccionario histórico biográfico del Perú. Siglos XV-XX editado por Carlos Milla Batres; Enciclopedia ilustrada del Perú de Alberto Tauro del Pino; Biblioteca Hombres del Perú editada por Hernán Alva Orlandini; Los médicos en la Independencia del Perú; y La escuela médica peruana, 1811-1972 de Jorge Arias Schreiber Pezet; Diccionario de medicina peruana; e Historia de la medicina peruana de Hermilio Valdizán Medrano; El episcopado en los tiempos de la Emancipación americana de Rubén Vargas Ugarte; Fuentes históricas peruanas de Raúl Porras Barrenechea; Historia de la República del Perú e Introducción a las Bases documentales para la Historia de la República del Perú con algunas reflexiones de Jorge Basadre Grohmann; Los presidentes de la Honorable Cámara de Diputados del Perú de Luis Varela Orbegoso; Presidentes del Senado, comisiones, directivas y señores senadores 1829-1960; Historia de los partidos de Santiago Távara y Andrade; Historia del Perú desde la proclamación de la Independencia de Sebastián Lorente Ibáñez; La cultura peruana y la obra de los médicos en la emancipación de Juan B. Lastres Quiñones; Galería de retratos de los gobernantes del Perú independiente, 1821-1871 de José Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra. Entre las publicaciones de carácter específico, pueden mencionarse las siguientes: El precursor (Toribio Rodríguez de Mendoza) de Jorge Guillermo Leguía Iturregui; El gran mariscal Riva Agüero de Enrique Rávago Bustamante; José Joaquín de Larriva; Mariano José de Arce; José Toribio Pacheco; y José Faustino Sánchez Carrión de Raúl Porras Barrenechea; El gran mariscal Luis José de Orbegoso: su vida y su obra de Evaristo San Cristóval Palomino; El doctor José Pezet y Monel; Hipólito Unanue; y El general Juan Antonio Pezet, presidente de la República del Perú de Jorge Arias Schreiber Pezet; El doctor Hipólito Unanue de Hermilio Valdizán Medrano; Toribio Rodríguez de Mendoza de Rubén Vargas Ugarte; El protomédico limeño José Manuel Valdés de Héctor López Martínez; Antonio José de Sucre. Gran Mariscal de Ayacucho de Guillermo A. Sherwell.