Construcción política de la nación peruana

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Al concluir estas líneas introductorias, el autor desea expresar su viva gratitud a las autoridades de la Universidad de Lima en las personas del doctor Óscar Quezada Macchiavello, rector, y del magíster Giancarlo Carbone de Mora Campos, director del Fondo Editorial, por el interés puesto en la presente publicación. A Neil Cárdenas Lezameta, bibliotecario del Instituto de Estudios Histórico-Marítimos del Perú, por su preciado apoyo en la búsqueda del material bibliográfico y documental. A Fiorella, Renzo y Adriano, mis hijos, por su permanente disposición de auxiliarme en el uso correcto de los modernos y sofisticados medios virtuales; y, de manera especial, a mi esposa Gloria Winffel Ríos que, como en anteriores oportunidades, prestó su valiosa e invalorable colaboración no solo en la revisión histórica y lingüística de los originales, sino también en la laboriosa digitación de varios capítulos.

Raúl Palacios Rodríguez

Lima, diciembre del 2020

Capítulo 1

El Perú hacia 1821

1. LA REALIDAD GEOGRÁFICA Y POBLACIONAL*

1.1 La desarticulación del espacio

Al finalizar el proceso independentista, el Perú se enfrentaba a diversos y gravísimos dilemas de carácter geográfico que, en las décadas sucesivas, no solo se agudizarían, sino que atentarían contra la unidad del país y su desarrollo material. Eran problemas que, sin duda alguna, ya se habían perfilado desde las postrimerías del dominio hispano (siglo XVIII), pero que las contingencias de la guerra emancipadora ahondaron en extremo1. ¿Y cuáles eran estas dificultades? Básicamente las siguientes: a) un territorio (aunque físicamente reducido de manera sustantiva respecto al período anterior) que mostraba aún unas fronteras sumamente amplias y en algunos sectores imprecisas y carentes de delimitación2; b) una ausencia casi absoluta de vías de comunicación terrestre (caminos) que por cierto, arraigó la desarticulación de la joven nación3; c) un predominio apabullante de la costa sobre la sierra, con evidentes y graves perjuicios para la zona andina4; d) la preeminencia de la capital (centralismo) que, a la larga, desembocaría en el monstruoso “Lima-centrismo” con las consabidas y nefastas consecuencias que registra la historia; e) la brecha o abismo social entre una elite costeña (cultural, política y económicamente fuerte) y la gran masa indígena (ignorante, marginada y explotada) ubicada en el ande; y f) el desuso o abandono de la arteria principal del virreinato (la ruta Lima-Buenos Aires) en perjuicio de cientos de comarcas aledañas5. En su conjunto, estos seis dilemas, entre otros, constituyeron lo que Jorge Basadre denominó con propiedad las “tensiones internas”, para diferenciarlas de las “tensiones externas” que, por esos días, también agobiaron tenazmente al país (Gerbi, 1965, p. 103; Basadre, 1968, t. I, p. 205).

Por la naturaleza propia del presente apartado, solo nos ocuparemos en las líneas que siguen del segundo dilema, o sea, de la desarticulación del espacio. ¿La razón? Nos interesa que el lector comprenda en toda su magnitud las enormes dificultades que tuvieron que sortear las fuerzas militares patriotas (como las realistas también) en su contínuo desplazamiento por lugares o parajes inhóspitos, desprovistos de apropiadas vías de comunicación. Sin caminos, transitando por apartadas e ignotas regiones, recorriendo despobladas y desafiantes cordilleras, descendiendo abruptamente al abrigo de los valles, tornando a subir a los hielos de las punas y soportando las inclemencias del clima, miles de soldados tuvieron que vivir cotidianamente de la mano con el aislamiento y el peligro. No tenían otra alternativa. En este sentido, en un país como el nuestro con una geografía tan espléndida y variada, pero terriblemente agreste, los caminos representan no solo los brazos naturales de la unión e integración, sino también los medios indispensables que facilitan la fluidez y la seguridad del transporte. Su ausencia, obviamente, se convierte en un freno insalvable que —repetimos— atenta no solo contra la unidad territorial, sino también contra la expansión y el progreso del país. Y esto, justamente, fue lo que ocurrió en el amanecer de nuestra vida republicana, convirtiéndose, asimismo, en el escenario previo de las campañas guerreras que más tarde se sucederían.

Según testimonios de la época, hacia la década de 1820 (y durante casi toda la centuria) geográfica o territorialmente la unidad del Perú estuvo en peligro. La mencionada carencia de caminos atentó contra esa realidad. A pesar de ello —dice Antonello Gerbi (1965)— el Perú quería conocerse mejor, hacerse más unido y más ramificado, más orgánico y más fluído; hacerse, en definitiva, más grande, siendo más suyo6. Tan caro anhelo se convirtió, consciente o inconscientemente, en un objetivo geopolítico de largo aliento en la mente de nuestros compatriotas7. Sin embargo, la cruda realidad parecía contradecir o frustrar dicho empeño. En efecto, la falta de caminos, las distancias gigantescas de un confín a otro y la propia intrincada geografía, propiciaron la desintegración territorial de manera natural. De este modo, las tres clásicas regiones (costa, sierra y selva) vivieron casi de espaldas entre sí y al ritmo de sus propias contingencias. Si las comunicaciones entre la costa y la sierra eran muy irregulares, las de aquélla con la selva eran casi inexistentes o, en todo caso, sumamente esporádicas. Así, la costa, presa de las luchas políticas, se alejaba de la sierra, se olvidaba de la selva y hasta presentaba escasa atención al medio marino al cual se asomaba tímidamente. La etapa prodigiosa del fertilizante marino aún no se había iniciado. La costa —dice Basadre en Perú: problema y posibilidad (1992)— se “serranizaba”, por un lado, y perdía contacto con la sierra, por el otro. La selva casi no contaba en los planes nacionales. De este modo, emergía el abismo entre el Estado empírico y el Perú profundo o real, germen de gravísimas y perdurables desavenencias. Veamos algunos ejemplos que ilustran lo dicho.

Un mes de viaje y de fatigas se necesitaba para ir de Lima a las principales ciudades del interior del país; en cambio, el resto del mundo se hallaba a pocos días o semanas de ameno y confortable viaje por mar. “En Lima —escribía Jorge Squier en las postrimerías de la era del guano— se sabe mucho menos del Cuzco que de Berlín, y por un limeño que ha ido al Cuzco hay cien que han visitado París”8. Desde la rica, agitada y elegante cenefa costeña, la sierra aparecía como un telón de fondo, con sus pinturas de espantosas y hoscas montañas en zigzag. ¿Qué rutas se utilizaban para llegar a la zona andina? Dos caminos principales conducían de Lima a la cordillera. El uno, al norte, por el valle de Canta, llevaba a las ricas minas de plata de Cerro de Pasco; el otro, al sur, por la quebrada de Matucana, conectaba con los grandes y abundantes valles de la sierra central (Tarma, Junín, Huancayo) y más al sur con Ayacucho, Huancavelica, Cusco y Puno. En ambos casos, las dificultades eran innumerables e insalvables (el peligro se acentuaba en la época de lluvias por los temidos huaicos que invadían e interrumpían las vías). Como se verá posteriormente, estas contingencias las vivieron en diversas oportunidades las fuerzas militares patriotas en su difícil ascenso a la sierra en búsqueda del ejército realista. Las Memorias de García Camba (1919) y de Miller (1975), dan cuenta detallada de aquellas penurias que miles de soldados experimentaron en parajes “donde nunca antes el hombre había puesto sus plantas”.

La comunicación con la lejana y misteriosa región selvática fue, a no dudarlo, mucho más complicada y riesgosa. Un viaje de Lima a Iquitos o viceversa, resultaba no solo demasiado largo, peligroso y agotador, sino también excesivamente oneroso. Si el viajero salía de Iquitos (la “isla urbana selvática”) hacia Lima, después de varios días de navegar el caudaloso Amazonas, llegaba a Belém (Estado de Pará, Brasil) en el Atlántico. Aquí tenía dos opciones: la ruta del norte o la ruta del sur. En el primer caso, ascendía por la costa nor-este, atravesaba el Caribe y llegaba al puerto de Colón; el paso del Atlántico al Pacífico lo hacía necesariamente por el istmo mediante la ruta mixta fluvial-lacustre9. Una vez en el puerto de Panamá (Pacífico), descendía por la vía marítima bordeando el litoral de las actuales repúblicas de Colombia y Ecuador e ingresaba al mar peruano, haciendo eventualmente escala en los puertos de Guayaquil y Paita; por último, arribaba al puerto del Callao. ¿La duración del viaje? Aproximadamente, cuatro a cinco semanas (dependiendo de las condiciones de la travesía y del tipo de embarcación). En el segundo caso (ruta del sur), el viajero partía de Belém, bordeaba la extensa costa sureste de América del Sur, atravesaba el peligroso Estrecho de Magallanes, ascendía por el largo litoral chileno (tocando en Valparaíso), arribaba a los puertos peruanos de Iquique o Arica y continuaba ascendiendo hasta llegar al Callao ¿Cuánto duraba el viaje? Casi tres meses.

Como puede advertirse, las dificultades de comunicación en general eran, pues, múltiples y enfadosas. Sobre los caminos andinos, Juan Jacobo Tschudi, viajero, explorador y científico suizo que recorrió el país entre 1838 y 1842, nos ha dejado el siguiente testimonio válido igualmente para nuestro período: “Por desagradable y pesado que sea el viaje en la costa del Perú, en la cordillera es más difícil y peligroso. En la costa el camino es plano y solo el quemante calor del sol o la mano asesina amenazan al viajero. Aquí, en cambio, el camino va por valles abruptos, rocas escarpadas y montañas solitarias; pasa en angostas veredas a lo largo de terribles abismos en cuyas simas brama un torrente; baja en forma casi vertical a gargantas insondables; se pierde en los heleros de las cumbres y en los traicioneros pantanos de las altiplanicies. Hasta el cielo aumenta las dificultades del camino con peligrosas tormentas y torrenciales lluvias que duran semanas enteras o con espesas nevazones que en pocos instantes borran la última huella, apenas visible, del camino”. En cuanto al clima, en las “angostas quebradas de las regiones bajas, reina un calor sofocante; en las cordilleras, un frío mortal; y en el altiplano, soplan vientos cortantes y helados” (Tschudi, 1966, p. 212)10.

 

En otra parte de su meticuloso e interesante relato, Tschudi no solo describe su propia experiencia, sino que reitera los inconvenientes del camino serrano. Dice:

Frecuentemente en este camino se tropieza el viajero con largas filas de mulas que bajan de la cordillera; entonces, hay que buscar alguna pequeña entrada y pegarse junto a la pared rocosa para dejar pasar la recua cargada. Con el cuidadoso y lento paso que tienen las mulas, se pierde mucho tiempo en cada uno de estos encuentros. Una vez tuve que quedarme más de dos horas en un angosto promontorio para permitir el paso de unas doscientas mulas que apenas tenían sitio al lado de la mía para poner las patas en el extremo exterior del sendero. En muchos puntos es completamente imposible retroceder o ceder el paso; solamente lanzando al precipicio a uno de los animales que se encuentran puede el otro seguir adelante. Las muchas curvas y las rocas sobresalientes impiden toda posibilidad de ver lejos y, por tanto, poder hacerse a un lado a tiempo. (pp. 222-223)

Finalmente, al reseñar los famosos tambos o aposentos dispersos en el perdido paraje andino, dice con no ocultable repulsa:

Quien ha pasado la noche allí, guardará un recuerdo inolvidable de estos albergues. Varias veces me ví obligado, por la casualidad o la necesidad, a pernoctar en este tambo, pero jamás me fue posible pasar dentro la noche entera; aunque nevara o lloviera tenía que salir al aire libre. Una india anciana es la hostelera, ayudada en el trajín diario por su hija a quien rodean varios niños haraposos. Para la comida preparan un chupe de ají, agua y papas, el cual se puede encontrar comible solo después de larga jornada. Para dormir, los viajeros se echan uno al lado del otro sobre el suelo húmedo. La previsora anciana da a sus huéspedes sendas pieles de oveja y, luego, los cubre a todos juntos con una sola frazada de lana. ¡Ay del que acepte este abrigo! Lo pagará caro, pues en las pieles, mantas y ropas de los indios pululan los piojos y las pulgas. Los cuyes y las ratas corren sobre los cuerpos y las caras de los durmientes. El viajero espera con ansias la madrugada para poder escapar de este sucio y desconsolador tambo. (Tschudi, 1966, pp. 223-224)

Pero lo curioso es que los obstáculos no solo se circunscribían al interior del país ni específicamente a la región andina. El mismo autor refiere lo difícil que era, por ejemplo, trasladarse un poco más allá de las murallas de la antigua ciudad capitalina (Miraflores, Chorrillos, Lurín, etcétera). Para llegar a esos lugares se utilizaba el llamado ‘balancín’, un tipo de calesa halado por tres caballos: “Es uno de los vehículos más desagradables que hayan sido construídos jamás, ya que hace sentir al pasajero doblemente el más ligero golpe que recibe” (Tschudi, 1966, p. 136). La falta de buenos caminos —prosigue— impide usar vehículos cuando se va más lejos de la ciudad.

Solamente a lo largo de la costa, al sur de Lima (Cañete, Chincha, Pisco), se logra hacer con grandes dificultades y a un costo considerable un recorrido de unas 40 leguas. Para tal viaje se lleva siempre alrededor de 60 a 80 caballos que son arreados junto al coche, ya que hay que cambiarlos cada media hora en vista de que el pesado carruaje se mueve solo con la mayor dificultad sobre la arena fina de un pie de espesor. (Tschudi, 1966, pp. 136-137)

Sin embargo, las dificultades físicas del terreno se multiplicaban cuando a lo largo del camino merodeaban los malhechores en demanda de sus eventuales víctimas. En este sentido, ni siquiera el camino de Lima al Callao (aparentemente el más transitado y protegido) ofrecía comodidad y seguridad al viandante; además de la soledad y la escasez de vigilancia, los asaltantes —dice Robert Proctor, viajero y escritor inglés de la época— merodeaban impunemente “a vista y paciencia de los custodios” (citado por Puente Candamo, 1959, pp. 26-28). Para evitar ser víctima de los atracos, por lo regular el viajero hacía el trayecto en grupo o, si gozaba de solvencia económica (como era el caso de los acaudalados comerciantes), lo hacía con resguardo a cargo de agentes particulares contratados para ese fin o de su propio personal11.

¿En qué condiciones se realizaba el recorrido a nuestro principal puerto? El citado Tschudi (1966) las describe así:

La distancia del Callao a Lima es de dos leguas. El camino va por arena profunda y nada consistente; a ambos lados hay campos sin cultivar y matorrales bajos que sirven de guarida a los bandoleros. A la derecha, poco después de salir del Callao, se deja el villorrio de Bellavista (antiguamente un espléndido lugar de recreo para excursiones de placer), las ruinas de un viejo pueblo indígena y algunas haciendas que quedan más al interior. A la izquierda, el terreno pantanoso está cubierto de cañaverales que se extienden hasta la orilla del mar. A mitad del camino entre el Callao y Lima hay una capilla y un convento de la Virgen del Carmen; el lugar se llama La Legua por hallarse a una milla española de distancia de ambas ciudades. Los caballos y las mulas están tan acostumbrados a descansar en este sitio, que resulta difícil hacerlos pasar de largo. (pp. 56-57)12

Por su parte, el inglés Proctor agrega:

El camino, notablemente ancho, es frecuentado por grandes arrias de mulas llevando sus cargas para Lima. Allí van mezcladas mercaderías procedentes de todo el mundo y del litoral del Perú: manufacturas británicas, con sus pulidos embalajes, marcas y número; barricas de harina norteamericana, dos por mula; botijas de aguardiente de pisco traídas del sur del país, con capacidad de diez y ocho galones, hechas de fuerte arcilla provistas de una especie de canasta lateral; sedas y algodones de India y China; fardos de tabaco de Guayaquil; y pilones de azúcar de la costa norte del Perú, en forma de pequeños timbales. Los indios arrieros presentan el aspecto más grotesco imaginable. Los demás son negros o mestizos y notablemente altos: sus facciones obscuras bajo los inmensos sombreros aludos del país, a veces de color natural (blancos), otras pintados de negro; y sus piernas largas colgando desnudas a ambos lados de la bestia, con enormes calzones holandeses, les dan aspecto salvaje y feroz, contribuyendo a aumentarlo sus largos rebenques y gritos de enojo o estímulo, para las mulas. (Citado por Puente Candamo, 1959, p. 43)

De este modo, pues, las distancias tanto en Lima como en el interior acabaron no solo siendo considerables, sino también dificultosas. En este contexto, el correo que unía Lima con Arequipa, por ejemplo, tardaba trece días; el que la unía con Cusco, doce. Los barcos de vela demoraban dieciocho días para llegar a Islay (Basadre, 1968, t. I, p. 208). Es difícil dar una información de las distancias que por entonces primaban. Por otro lado, no se empleaban carruajes; no había todavía navegación a vapor; los desiertos que separaban al sur de Lima y la región central, eran una barrera difícil de flanquear. Viajar —como hemos visto— era toda una aventura. Tal vez pueda ayudar a comprender esta situación la narración que hizo Flora Tristán (1971) de su recorrido de Islay a Arequipa, en medio de la arena candente y de un sol calcinante13.

¿Y cuál era el medio de carga más usado antes de la aparición del ferrocarril y del buque a vapor? Los testimonios concuerdan en señalar que tanto en los despoblados y áridos caminos de la costa como en los riesgosos senderos de la sierra, la mula fue el medio de transporte comercialterrestre por excelencia14. Su rol protagónico y sus excelsas cualidades son ponderadas por Tschudi (1966):

Las mulas cumplen un papel muy importante en este país; por los pésimos caminos, son casi el único medio que posibilita las comunicaciones comerciales a escala mayor. Por regla general, son fuertes, hermosas y trotadoras. Las mejores son criadas en Piura y traídas en grandes recuas a Lima para ser vendidas aquí. Las de buen paso son escogidas para montar; las grandes y fuertes para las calesas; las demás se destinan a llevar carga. El precio por una mula regular es de unos 100 pesos duros; por animales algo mejores se paga el doble o triple y por los ejemplares superiores hasta diez veces ese precio. La resistencia de estos animales (aún con escasa alimentación y malos cuidados) es asombrosa, siendo ésta la razón por la cual los extensos y secos arenales no ofrecen obstáculos insuperables al tránsito. Sin ellos (verdaderas ‘naves del desierto’) sería imposible viajar por gran parte de la costa. (p. 140)

Según se afirma, miles de mulas mensualmente recorrían el vasto territorio transportando mercaderías de uno a otro extremo, afianzando así el circuito comercial inter regional; los encargados de conducirlas eran los indios arrieros expertos en estos trajines. Pero, al mismo tiempo que las mulas cumplían esta función básica (expansión de la actividad mercantil), también desempeñaban una labor, quizás, más enaltecedora y perdurable: la difusión cultural e ideológica. En efecto, desde Lima periódicamente salían recuas de mulas conduciendo las últimas publicaciones (libros, periódicos, revistas) a los diferentes y más importantes lugares del interior: Trujillo, Arequipa, Cusco, Puno. De igual manera, hoy existe la total certidumbre de que en los días de la efervescencia revolucionaria, tanto los patriotas peruanos como los generales de la libertad (San Martín, Sucre, Bolívar) utilizaron este medio para difundir sus textos o mensajes subversivos. Al respecto, Proctor dice:

Sobre el lomo de estos magníficos animales subrepticiamente los anuncios de la libertad llegaban a los lugares más apartados e inhóspitos del territorio. Incluso, desde mucho antes de su arribo al Perú, los agentes de San Martín utilizaron con habilidad y discreción este formidable recurso. (Citado por Puente Candamo, 1959, p. 51)

Indirectamente, pues, la mula fue parte vital de la difusión de las ideas libertarias antes y durante nuestro período.

Ahora bien, en su libro varias veces citado, los Caminos del Perú (1965), Antonello Gerbi menciona algo que es interesante consignar. Según él, los medios de comunicación y de transporte entraron en crisis desde los albores de la etapa republicana debido, entre otras causas, a la revolución tecnológica e industrial que desplazaba al antiguo privilegio del camino y del corcel. “La máquina a vapor estaba por llegar, jadeante y bufando, a las costas del Pacífico. Montada primero sobre un navío y, después, sobre una locomotora encendida, hacía girar grandes ruedas cuyas palas abofeteaban las olas y ruedecillas de hierro que resbalaban encima de largas barras enclavadas en el suelo”. Era el progreso enfrentándose a lo tradicional; lo moderno versus lo arcaico. En esta disyuntiva, el anhelo de los peruanos se orientó por entero hacia los nuevos y maravillosos inventos. Ya en 1827, apenas un año después que se había establecido la primera línea regular de navegación a vapor (de Inglaterra a la India) se formuló un proyecto análogo para el Perú. Y desde el año 1826 se concedió a una compañía privada el proyecto de establecer un ferrocarril entre Lima y el Callao. En 1840 se realizó el primer sueño: el vapor Perú de la Pacific Steam Navigation Company (naviera inglesa) llegó al Callao15; y diez años después (1851) el primer ferrocarril de Sudamérica corrió entre la capital y el puerto16. El entusiasmo público se encauzó impetuoso hacia las vías férreas. La formidable sugestión de la prosperidad llevada por los trenes a otros países, la ocasión de tener entre nosotros un vehemente empresario norteamericano (Henry Meiggs), las tenaces ambiciones de primacía técnica y civil, la presión de mil intereses, y la misma facilidad para financiar en Europa su construcción (con la garantía del recurso guanero), aseguraron a las ferrovías una prioridad absoluta sobre cualquier otra obra pública, y, naturalmente, sobre los arcaicos, sencillos y humildes caminos (Gerbi, 1965, p. 79).

Obviamente, entre la mula y la locomotora no es posible hacer parangones. La máquina, en el siglo del progreso material, tenía todas las ventajas sobre la bestia. Solo los poetas —observa dicho autor— se lamentaban de que no hubiera caminos para las “musas peregrinantes”. El satírico Felipe Pardo se escandalizaba (1859) de ver en la sierra:

 

Caminos tan estrechos y escarpados,

que es preciso llevar la carga en hombros,

y de una peña atados a otra peña,

puentes, ¡qué horror! de sogas y de leña17

Y el melancólico Juan de Arona (1872) gemía:

Viajo, y todo es arena, insolaciones,

o inaccesibles cumbres y arduos cerros 18

Pero, ambos deploraban que, en vez de mejorar las comunicaciones (caminos), se hubiera despilfarrado tan malamente los ingentes rendimientos del guano o los fáciles millones de las islas de Chincha. La bonanza fiscal —bien lo sabemos— provenía, en efecto, del prodigioso fertilizante marino. Y el guano no tenía necesidad de caminos para ser explotado, vendido y exportado. El abono natural —refiere el viajero alemán Ernesto Middendorf (1973)— ni siquiera tocaba tierra firme: de los islotes era embarcado directamente en los veleros; desaparecía en el horizonte sin haber visto un camino terrestre. Desde ultramar llegaba en pago los cuantiosos giros sobre Londres. Aquellas esterlinas se habrían podido destinar a cualquier cosa, menos a construir caminos: era demasiado fuerte la resistencia psicológica a una inversión tan lejana de la fuente inmediata de la prosperidad; cien mil kilómetros de caminos no habrían mermado en una sola libra las entradas fabulosas y providenciales del fertilizante natural.

Al influjo de esta riqueza efímera, el camino existente a lo largo de la costa languidecía por la amplia y fácil competencia de las naves a través del sistema de cabotaje19. Efectivamente, el cabotaje, entre otras cosas, asestó un golpe mortal al tráfico terrestre costanero. Recuérdese que durante el virreinato, la habilitación del puerto de Arica ya había perjudicado al comercio limeño y destruído el ramo de trajineros o arrieros. El paso regular de los veleros de uno a otro puerto, casi logró suprimir el movimiento paralelo entre uno y otro valle. Desaparecieron el acarreo con bueyes, las lentas caravanas de carretas y los cortejos de mulas enjalmadas. Pequeñas ciudades que vivían de aquel tráfico, hasta puertos como Paita, y lejanos centros de intercambio, como Ayacucho, sufrieron un ataque de parálisis (Romero Pintado, 1984, t. VIII, vol. 1, pp. 329-335). Y eran bien pocas las personas que volvían la mirada hacia la sierra. Todos los ojos estaban fijos en los islotes blancos, en las blondas velas de los bergantines y en las doradas letras de la Gran City (Londres). ¿Qué riqueza se podía esperar de aquellas montañas ceñidas y herméticas? Hasta el tributo de los indígenas andinos, otrora puntal del fisco, se había podido abolir merced a los ingresos del guano. Los propios gastos del Cusco (la otrora gran capital quechua) eran cubiertos a la sazón por las repletas arcas del erario de Lima. La sierra —dice Gerbi (1965)— retrogradaba así de “tío rico de América” a “pariente pobre” del tesoro público y, como tal, se le daba las espaldas sin mucha pena.

Concluimos el apartado con la inclusión de algunas apreciaciones del citado Tschudi sobre Lima, “la ciudad más grande y más interesante fundada por los españoles en Sudamérica” y, de lejos, “la urbe más rica del Continente”. Acerca de los alrededores de la capital, expresa:

La impresión que causa la ciudad de Lima al extraño no es favorable de primera intención, ya que los barrios periféricos consisten en casitas semiderruidas y sucias, las calles llenas de toda índole de inmundicias y basura; pero, mientras más se acerca el viajero a la Plaza Mayor, más hermoso y característico se torna el aspecto, de modo que resulta fácil olvidar el desagrado causado por la primera impresión. (pp. 80-81)

Sobre su distribución física dice:

Lima está dividida en cinco cuarteles, y éstos, a su vez, en diez distritos y 46barrios. Tiene, aproximadamente, 3380 casas, con 10 605 puertas que dan a la calle. Hay 56 iglesias y conventos; estos últimos ocupan casi una cuarta parte de la superficie de la ciudad. Hay 34 plazas públicas delante de las iglesias y 419 calles, la mayoría muy mal pavimentadas, pero que cuentan con veredas. (p. 80)

Finalmente, al referirse a las viviendas hace el siguiente extenso comentario:

La mayoría de las casas son de un piso, algunas tienen dos. Cuentan con dos entradas por el frente. Una de ellas es el zaguán junto al cual se encuentra la puerta de la cochera donde se guarda la calesa. Dando sobre esta, o sea junto a la puerta principal, suele haber un cuarto pequeño con una ventana cerrada por medio de una reja de madera, detrás de la cual se sientan las bellas limeñas para observar a los transeúntes sin ser vistas. También ven con agrado que algún galán venga a ‘guardar la reja’. El zaguán conduce a un patio grande, a cuyos costados hay cuartos pequeños. Frente a la entrada principal se halla propiamente la vivienda misma, la cual suele estar rodeada de una pequeña y primorosa baranda. A través de una gran puerta doble se penetra a una sala espaciosa cuyo mobiliario consiste en una hamaca, un sofá y una larga fila de sillas. Sobre el suelo hay decorativas esteras de paja. Una mampara de vidrio lleva a una segunda habitación, algo más pequeña, llamada la cuadra, decorada en forma elegante, frecuentemente muy lujosa y con alfombras de lana. Aquí se recibe a las visitas. Junto a la cuadra se hallan los dormitorios, comedor, cuartos para niños y demás. Por medio de una segunda puerta, la cuadra comunica con el traspatio, el cual suele estar decorado con hermosas pinturas al fresco. Aquí están la cocina, el corral y un primoroso jardín. El primer patio se comunica con el segundo por un callejón por el cual se llega a los caballos. Cuando falta el callejón, como suele ser en algunas casas más pobres, los caballos tienen que ser conducidos a través de la sala y de la cuadra. Si la casa tiene dos pisos, su disposición es algo diferente. En este caso, la cuadra, que comunica con el balcón, se encuentra encima del zaguán; delante de ella, la sala. Las demás habitaciones están construidas sobre los cuartos que rodean la sala. Sobre la cuadra y sala del primer piso, no hay habitaciones en el segundo piso sino una terraza amplia, de piso de piedras de laja, con una balaustrada que da sobre el patio. Esta terraza sirve de lugar de recreo para adultos y niños; se le adorna con macetas de flores y se protege contra el sol por medio de un enorme toldo. El techo de la casa es plano y consiste de caña cubierta con esteras y empastado con barro o cubierto de ladrillos livianos. Parte de las ventanas de las habitaciones se abren en el techo. Las demás ventanas, que son muy pocas, están colocadas a ambos lados de las puertas y tienen artísticas rejas de fierro que suelen ser lujosamente adornadas. Las puertas y ventanas se mantienen abiertas casi todo el tiempo debido al calor. Algunas casas se distinguen por sus bellos decorados, tal como ocurre con la afamada Casa de Torre Tagle, cerca de la concurrida iglesia de San Pedro. (Tschudi, 1966, pp. 81-82)

1.2 El dilema demográfico

En términos cuantitativos, no se conoce con exactitud el número total de pobladores que tenía el país al concluir la gesta emancipadora20. La inestabilidad política, la crisis económica y los azares propios de la prolongada campaña militar, por un lado, y las dificultades geográficas antes descritas, por otro, impidieron la realización de un censo que nos hubiese permitido conocer el rostro humano del Perú de aquellos días de manera precisa y satisfactoria21. Ante esta enorme e insalvable dificultad, no queda otra opción metodológica que recurrir a la comparación e inferencia estadística y elaborar un cuadro provisional que nos permita aproximarnos al paisaje social del Perú en el período inicial republicano. En efecto, de acuerdo a los datos disponibles sabemos que en enero de1796 el virrey Francisco Gil de Taboada y Lemos presentó su Memoria y en ella calculaba que el “Reyno tenía más de 1 300 000 habitantes” (citado por Puente Candamo, 1959, p. 4). ¿Cómo obtuvo el dato? Él mismo lo dice: “a través principalmente de las matrículas para el cobro de la contribución personal de indígenas de predios rústicos y urbanos”.