Construcción política de la nación peruana

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Según esta cifra censal, el orden de los grupos (de mayor a menor) era el siguiente: indios, mestizos, blancos, pardos y esclavos negros; con clara preeminencia del primero. Asimismo, señala que la región sur albergaba al 52 % de la población total; la del centro al 28,3 %; y la del norte al 19,1 %. En este caso, la mancha india predominaba en la parte meridional del territorio (Gootenberg, 1995, pp. 28-29). En este contexto, ¿a cuánto ascendía la población de Lima y cómo estaba compuesta? Según R. J. Shafer (1958), la capital tenía una población aproximada de 52 000 individuos, incluyendo 17 000 españoles (peninsulares y criollos). De este total, casi 5000 eran religiosos o vivían en comunidades religiosas. Por otro lado, la ciudad tenía no menos de 400 mercaderes, 60 fabricantes, 1027 artesanos, 2900 sirvientes libres de raza mestiza y 9200 esclavos. En una palabra, “la población estaba drásticamente compartimentada en razas y condiciones” (p. 157).

Casi tres décadas más tarde, la Guía de forasteros (publicada en 1828)22 refiere que la población peruana era de tan solo 1 249 723, distribuida del siguiente modo:


DepartamentosHabitantes
Arequipa13 6 81 2
Ayacucho159 608
Cusco216 382
Junín200 839
La Libertad230 970
Lima149 1 1 2
Puno156 000

¿Qué significan comparativamente ambas cifras? Que durante esos treintaidós años que mediaron entre el paso del siglo XVIII al XIX, se ha producido una evidente merma en el total de la población23. ¿Las causas? Varias y de diversa índole: físicas, políticas, militares, vitales, etcétera. Por ejemplo, los terremotos que ocurrieron en el tránsito de ambas centurias sepultaron a miles de personas bajo los escombros de sus viviendas de adobe. La guerra de liberación (con sus prolongadas y fatigosas campañas) causó un gran número de bajas, principalmente de indios y negros. El destierro y la emigración voluntaria alejaron a cientos de personas afincadas en el país (españoles y criollos ricos que emigraron a España). Las enfermedades y epidemias (como consecuencia natural de una deficiente atención médica y de la falta de limpieza de las calles) provocaron un alto índice de mortandad. Por último, la muerte natural (con una esperanza de vida muy corta) ocasionó que el número de defunciones fuera el doble que el de nacimientos24.

En 1836 (bajo la gestión del citado general Andrés de Santa Cruz) se llevó a cabo —según opinión generalizada hasta antes del descubrimiento de Gootenberg— el primer censo de la etapa republicana que arrojó un total de 1 373 736 pobladores distribuídos en las tres regiones (Arca Parró, 1945, p. 28)25. Comparativamente con la cifra de 1828, advertimos una recuperación demográfica más o menos significativa26.

Llevado a cabo durante el desbarajuste económico-financiero y las luchas armadas de la etapa inicial del caudillismo castrense, este censo (destinado a ser repetido a lo largo de los años siguientes) apareció por primera vez en la Guia de forasteros de 1837, “sin dar razón alguna de su metodología e, incluso, de los recuentos mismos”, como lo advierte Gootenberg (1995), y agrega:

Esta vez los funcionarios no registraron distinciones étnicas, debido (es de suponer) a sus nuevos ideales de una sociedad libre de castas. El antropólogo George Kubler (1952) sugiere que llamarlo ´censo´ es dignificarlo, otorgándole un título inmerecido. No obstante, él y otros autores continúan citando sus cifras como si fuesen un hecho producto de la realidad. (pp. 11-12)

Por otro lado, y como dato adicional a todo lo expresado, cabe recordar que para la instalación del primer Congreso Constituyente (que se realizó el 20 de setiembre de 1822), el número de representantes del pueblo fue de 69 diputados propietarios y de 38 suplentes; este número se obtuvo al determinarse “que hubiese un diputado propietario por cada 16 500 almas o por cada fracción igual o mayor a la mitad, de cada una de las once secciones en que se dividía el territorio27.

Ahora bien, al margen de la inexistencia de la cifra censal para nuestro período (que por inferencia la ubicamos en 1 200 000 personas) podemos plantear las siguientes consideraciones de carácter general:

a) En su conformación, el marco o la estructura social existente desde comienzos del dominio hispano no sufrió mayor modificación con el paso de la etapa colonial a la republicana (los mismos grupos sociales pervivieron, produciéndose un ligero cambio en el rol o estatus de algunos de ellos). En este contexto —observa Gootenberg (1995)— el temprano siglo XIX representa un período en el cual la otrora dominante sociedad blanca estuvo debilitada por las tensiones generadas por la decadencia económica, el caos político y la incertidumbre institucional de la transición poscolonial.

b) El Perú inició su vida independiente como una república de propietarios y hacendados criollos, pero también de chacareros mestizos, pastores indígenas y esclavos negros.

c) En su dinámica vital, el Perú (como la gran mayoría de las naciones del continente) no era un país densamente poblado.

d) La población predominante continuó siendo la indígena, seguida por los mestizos, los blancos y los negros (el pujante proceso de mestización sería posterior). Según el mencionado Kubler (1955), las mayorías indígenas llegaron a su punto más alto precisamente en el período posterior a la Independencia. Un 59,3 % de la sociedad republicana era “india”; su caída a 54,8 % en 1876 se hizo evidente al iniciarse la senda moderna del mestizaje (citado por Gootenberg, 1995, p. 14).

e) La sierra, igualmente, prosiguió siendo el hábitat principal de aquellos pobladores mayoritarios y marginados. En este caso, la sierra sur, particularmente, fue el núcleo principal del asentamiento indígena, con un altísimo porcentaje de la población total; le seguían la sierra central y la sierra norte. Sin ser numerosa, también había un cierto porcentaje de población aborigen en la costa, aunque era superada por la población mestiza y criolla (Armas, 2014, capítulo I, p. 377).

f) El Perú, poblacionalmente, fue un país rural por excelencia y donde la mayor parte de los indígenas vivía integrando las aproximadamente cinco mil comunidades; aunque también —según el citado autor— había muchos de ellos que laboraban en las chacras y haciendas de todo el país (en los valles interandinos o costeños, fundamentalmente bajo el sistema del yanaconaje).

g) El fenómeno migratorio interno fue escaso e insignificante.

h) El índice de analfabetismo alcanzó niveles sumamente altos.

i) La estructura laboral y el aparato productivo en general, descansó en los sectores populares-marginales de escasos recursos (indios, negros y mestizos).

j) La escasez de fuerza de trabajo fue, sin duda alguna, uno de los factores principales que por un tiempo prolongado frenó la expansión económica, como se verá posteriormente.

Obviamente, todo lo antes referido se reflejó en la conformación y dinámica de las ciudades. Al comenzar el siglo XIX, las ciudades del Perú tenían escasa población. Su característica era rural por excelencia por su dependencia casi absoluta de la actividad agraria que proporcionaba a las ciudades todo lo necesario para su subsistencia. Si Lima, la capital, tenía en gran parte ese sesgo (teniendo como centro el valle del Rímac), las otras ciudades de provincias eran prácticamente —en frase de Emilio Romero (1970)— “burgos cerrados”. Arequipa era la segunda ciudad más poblada y su peculiaridad campesina era intensa. En las poblaciones de los Andes (el Perú profundo) era todavía mayor la dependencia del campo. La ciudad era apenas un sitio de estancia en las épocas en que no había actividad agropecuaria, que absorbía a las familias pudientes, para vivir en las grandes casonas de las quebradas o del valle.

En muchas de estas ciudades andinas la población no pasaba de 20 000 habitantes para las más populosas, siendo un promedio de 5000 el de las otras. El grupo de propietarios, comerciantes y hacendados era más reducido así como el de los escasos artesanos. La gran mayoría estaba formada por la población indígena que trabajaba en los campos produciendo abastos de mercado a precios irrisorios, casi siempre fijados por un Cabildo formado por los hacendados o antiguos encomenderos, a su conveniencia, dejando ganancias ridículas, mezquinas, que no hacían sino empobrecer más al productor, al trabajador y a la tierra misma28.

En suma, a comienzos del siglo XIX no había una sola ciudad con rasgos urbanos, pues ella (a tenor de la experiencia foránea) habría requerido una vinculación con la actividad industrial, inexistente entonces en nuestro medio. Bajo esta perspectiva, la población peruana era en su gran mayoría de carácter rural, dispersa y sin constituir verdaderos centros poblados masivos; simultáneamente, aquellos pueblos formados sobre los antiguos asientos incaicos, mantuvieron su nomenclatura casi de manera íntegra a través de los tres siglos de vida colonial (Romero Padilla, 1970, t. II, p. 10).

El caso de Lima fue, particularmente, sui generis e ilustrativo; desde los albores de la etapa independentista fue siempre la ciudad más poblada a nivel nacional, aunque con ciertos altibajos29. El científico y viajero austriaco Tadeo Haenke (1761-1817) que la visitó en junio de 1790, estimó su población en 53 000 habitantes, en la que: 17 000 eran españoles, 4000 indios, 9000 negros y el resto “de las castas resultantes de estas tres principales, sin contar con los clérigos, monjas y beatas”30. Asimismo, calculó en 300 el número de las casas de nobles y descendientes de los conquistadores, de empleados del rey o comerciantes enriquecidos, de hacendados y propietarios.

 

Todos tenían un séquito numeroso de criados y esclavos. A esta clase, económicamente la más numerosa, seguían los eclesiásticos, abogados, escribanos, médicos, catedráticos y empleados particulares. A continuación y como dependientes de ellas se encontraban los grupos de artesanos, funcionarios menores y comerciantes. En la última escala social estaban los indígenas, en condición de yanaconas o trabajadores aparceros en los valles de la costa y de “colonos” o siervos en la sierra.

Sobre el grupo de los artesanos capitalinos, que el citado viajero calculó en más de 1000, hallamos una extensa clasificación: plateros, herreros, zapateros, sastres, talabarteros, silleros de montar, pasamaneros, bronceros, pintores, carpinteros, hojalateros, relojeros, impresores, albañiles, canteros, escultores, guitarreros, tintoreros, chocolateros, cerereros, sombrereros y botoneros “casi todos reducidos a gremios para asegurar el pago de las alcabalas” al igual que los pulperos cuyas tiendas sumaban 130. Las mujeres se ocupaban en labores de costura, bordados, tejidos domésticos, zurcidos, botonería, perfumes, florerías y dulcerías. Las mujeres de color, las más humildes, se desempeñaban como chicheras, vivanderas y cocineras; la mujer española rechazaba en su conjunto esas actividades manuales. Finalmente, existían, en apreciable cantidad, ociosos de ambos sexos debido a la carencia de industrias en qué poder encontrar sana ocupación, a excepción de algunos telares de pasamanería (Haenke, 1901, p. 83).

Según la información proporcionada por este ilustre viajero nacido en Tribnits (Bohemia), las trescientas familias arriba mencionadas mostraron una conducta zigzagueante frente al poder. Hacia 1820, por ejemplo, eran enteramente fieles a la Monarquía y a la Iglesia Católica; sin embargo, al poco tiempo firmaron el Acta de la Independencia con el general San Martín y, luego, al volver los españoles a ocupar la capital en 1823-1824 festejaron el retorno de las tropas monárquicas. Lo que importaba —afirma el citado Romero Padilla (1970)— era permanecer con sus propiedades y sus masas de siervos indígenas trabajadores. Símbolo de esta situación social fueron Torre Tagle, Berindoaga y el general Juan Pío Tristán, nombrado último virrey del Perú, quien no aceptó el cargo y escribió a Bolívar una carta pidiéndole una transacción entre la Monarquía y la República; finalmente, declinó al más alto cargo en el ya vencido virreinato para adherirse a la república y mantener íntegra su propiedad y sus rentas.

En el análisis comparativo de la situación demográfica de las ciudades en este período de nuestra historia, otro caso interesante por su proyección y significado fue el de Arequipa. A diferencia de otras ciudades de fines del XVIII y comienzos del XIX, la ciudad del Misti —dice Alberto Flores Galindo (1977)— estaba compuesta principalmente por españoles y mestizos; en los alrededores mismos de la ciudad los indios escaseaban. Según un testimonio de 1795 (la revisita de Joaquín Bonet mencionada por este autor), más de 36 000 habitantes conformaban la población arequipeña, de los cuales 22 712 eran españoles (62 %), 4908 mestizos (13 %) y 5099 indios (14 %). El porcentaje restante estaba conformado por negros y mulatos. El citado Tadeo Haenke (1901), que también visitó dicha ciudad, agrega:

Hay gran número de familias nobles, por haber sido allí donde más han subsistido los españoles, tanto como por lo óptimo del clima y la abundancia de víveres, como por la oportunidad del comercio por medio del puerto que solamente dista 20 leguas. (p. 64)

De acuerdo al mismo viajero, no abundaban los mendigos ni los indios forasteros.

Sobre la situación económica de Arequipa en el primer decenio de su vida independiente, todo indica que ella era sinónimo —en opinión del citado Flores Galindo (1977)— de postración. En efecto, hacia 1825 el prefecto de Arequipa, Francisco de Paula Otero, se refería en los siguientes términos a la situación productiva de la localidad:

El aguardiente pensionado, los granos malogrados, las minas abandonadas y las mulas entregadas a la voracidad de las tropas; todo ha contribuido a formar un cadáver de este lugar que en el pasado fue brillante y próspero. Las levas, la mortandad y la dispersión de su población, han convertido a la región que hoy pisamos en un suelo nulo en todos los ramos de su subsistencia. (Citado por Quiroz Paz Soldán, 1976, p. 89)

Tal vez la mejor descripción de Arequipa de aquellos días corresponde al súbdito inglés Samuel Haigh (1920), que recorrió el Perú entre 1824 y 1827 (en Arequipa permaneció 19 meses)31. Al hablar del aspecto físico de la ciudad, dice:

Las calles, como de costumbre en ciudades españolas, trazadas en ángulo recto, son bien aplanadas, pero no se mantienen tan limpias como sería de desear, aunque el agua corre en las principales. La ciudad está mal alumbrada, exceptuando las arterias mayores donde cada propietario está obligado a encender un farol en su puerta. La plaza es grande y allí está instalado el mercado. (p. 32)

Luego pasa a ocuparse de la clase alta arequipeña y por fuerza tiene que tratar de las familias de los clérigos poderosos:

Hay en Arequipa muchas familias de grande opulencia: la de Goyeneche es considerada como la más rica. La forman tres hermanos y una hermana. Uno es obispo, otro general al servicio de España y el tercero, comerciante. El padre se hizo rico muchos años ha, como tendero adquiriendo tierras en las cercanías, cuyo valor ha aumentado enormemente. Como no hay bancos ni banqueros, la gente da dinero a interés o guarda el oro y la plata en zurrones depositados en alguna pieza segura de su morada. Arequipa está todavía sujeta al dominio de los omnipotentes clérigos, muchos de los que representan a la ciudad en el Congreso. (p. 78)

Constata, asimismo, la temprana presencia de los británicos en Arequipa dedicados a la actividad minera, a la producción lanar y, sobre todo, a la labor mercantil, puntualizando los lazos matrimoniales entre esos migrantes y la clase alta arequipeña. Por último, pondera la belleza de las mujeres arequipeñas “que no igualan en encantos personales a ninguna que haya visto en otras ciudades americanas”; pero se desencanta del total aburrimiento que se vive allí: “No hay diversión en los alrededores, ni montería, caza o pesca. A veces se organizan paseos a la sierra para cazar guanacos, pero es diversión pobre. Realmente, nunca he visto un lugar tan aburrido como éste…” (citado por Flores Galindo, 1977, p. 39).

Poblacionalmente, la ciudad de Arequipa mostró a lo largo de nuestro período un sostenido incremento en términos relativos. En el ámbito político, su participación fue, asimismo, destacada. En la actividad económica, la emergencia de grupos urbanos artesanales y campesinos, su ubicación como ciudad-enclave entre sierra y mar y su planta urbana, fueron factores decisivos de su visible crecimiento. Además, en Arequipa jugó un papel fundamental la temprana influencia europea a través de la acción de los comerciantes. Entre ellos destacaron los ingleses y, en menor escala, los franceses y los españoles, quienes llegaron a tener considerable influencia en la comercialización y exportación de lana y de otros productos extractivos, así como en la importación de artículos manufacturados que luego eran redistribuídos por todo el sur. De esta manera, desde un inicio y durante toda la centuria decimonónica, Arequipa se afirmó —como ya se dijo— en la segunda ciudad del país, y se alzó en contínuo desafío frente a Lima (Ponce, 1975, p. 56; Flores Galindo, 1977, pp. 48-49).

Ahora bien, en términos conceptuales juzgamos conveniente puntualizar algo que puede resultar un contrasentido a la luz de una incorrecta interpretación histórica. Las ciudades de aquella época —repetimos— eran escasamente pobladas y de índole predominantemente rural; el urbanismo (con los patrones que hoy le asignamos) aún no mostraba atisbos de una aparición ni siquiera modesta. A pesar de ello, el germen revolucionario, la aspiración libertaria y el ímpetu nacionalista se va a dar en ellas y no precisamente en el populoso campo. ¿La razón? Es probable que las óptimas condiciones intelectuales de sus pobladores (en comparación con la orfandad e ignorancia de los indígenas) y las innovaciones tecnológicas que suelen expandirse más rápidamente en las ciudades, influyeran en aquella actitud colectiva de búsqueda y concreción de una vida mejor y autónoma. Ahora entendemos, por un lado, el porqué las ciudades entonces más consolidadas (Piura, Trujillo, Lima, Arequipa, Tacna, Cusco, Puno) se convirtieron en el epicentro del quehacer revolucionario y, por otro, el porqué los Libertadores focalizaron su propaganda ideológica en ellas.

Pero, por cierto, a esta particular coyuntura hay que adicionarle los acontecimientos internacionales que entonces gravitaban en el escenario mundial. En efecto, a principios del siglo XIX, la invasión napoleónica a la península ibérica motivó la caída de la monarquía española, precipitando así la búsqueda de una solución autónoma en las colonias americanas. Consecuentemente, con las Cortes de Cádiz se abrieron nuevas posibilidades para los revolucionarios del Nuevo Mundo. La existencia de un imperio sin monarca legítimo, la representatividad colonial a las Cortes mediante elecciones, la difusión de ideas renovadoras por la prensa, derivaron de modo inevitable en ganancia del sector criollo y de una solución política que lo colocó en situación dominante. En este proceso —dice Fernando Ponce (1975)— la importancia de las ciudades estuvo en el hecho de que ampararon y estimularon un tipo de acción revolucionaria. En ellas se realizó la agitación social entre los sectores o grupos de mayores recursos y se trató de organizar actos políticos que permitieran al menos una mayor participación horizontal de los ciudadanos. La actividad política criolla estuvo, pues, ligada a las ciudades. Incluso, esta actividad política de agitación se expresó en una contienda singular en la cual a menudo el apellido (Torre Tagle, Riva Agüero, Berindoaga, Ramírez de Arellano) protegió de la dura represión virreinal a criollos de fortuna implicados en actividades subversivas. No obstante, debe anotarse que en forma organizada no existió una cadena definida de comunicación entre ciudades de una misma provincia virreinal. Tampoco entre las ciudades y el campo. En realidad, la comunicación de objetivos políticos comunes de liberación de España se realizó de preferencia con otras capitales de provincias americanas, usualmente mediante la fraternidad discreta de logias y sociedades secretas. En otros casos, la presencia de agentes especiales tuvo que ver con movimientos de agitación y rebelión (Ponce, 1975, p. 53).

Contrariamente —señala este mismo autor— la rebeldía campesina fue, por lo regular, de carácter local, zonal o algunas veces regional. Escasamente logró una difusión amplia. Se puede citar, sin embargo, dos excepciones notables por la fuerza alcanzada, su extensión y los efectos que tuvieron. Se trata de los movimientos indígenas de Juan Santos Atahualpa (1742-1756) y de Tupac Amaru II (1780-1781). La expresada localización de esfuerzos facilitó el control por las autoridades coloniales. Debe indicarse, además, que en los intentos subversivos campesinos, los objetivos se circunscribieron a la reivindicación de la tierra y a la liberación de la opresiva red de funcionarios relacionados a la percepción de tributos. En el caso de las dos rebeliones mencionadas, lo que se pretendía era “extinguir” corregidores, suprimir mitas, alcabalas, aduanas y muchas “prácticas perniciosas” (citado por Bonilla, 1981, p. 64). Los grupos criollos, en cambio, se inspiraban en corrientes ideológicas europeas. Sus esquemas, por lo común, estaban cargados de idealismo. No estaban política ni económicamente preparados. Tampoco mostraban coherencia específica de medios y formas ejecutivas. Consecuentemente, no llegaron a impactar al campesinado (Roel, 1970, p. 86; Ponce, 1975, p. 51).

2. EL ACONTECER POLÍTICO*

2.1 La gestión gubernamental de San Martín

Como se señaló en la Introducción, históricamente el régimen sanmartiniano se inscribe en el momento inicial de nuestro tormentoso quehacer político, inaugurando así la hegemonía extranjera en los destinos aurorales de nuestra zagal nación. Esta presencia (como la de Bolívar más tarde), sin duda alguna va a constituir un decisivo elemento perturbador en el frustrado intento peruano de constituir un aparato estatal independiente o totalmente autónomo, libre de la intromisión foránea. Asimismo, la castración de esta legítima aspiración nacional, a la larga, atentaría contra la conformación temprana de una clase política sólida, pujante y moderna, tal como ocurrió en otras partes de la región donde no existió ni la tutela ni la injerencia prolongada de agentes externos. Obviamente, el fenómeno fue complejo, agobiante y con muchas aristas, a tal punto que durante casi un lustro dificultó la consolidación del incipiente Estado nacional. Pero estos años, después de todo, nos dejaron algo mucho más trascendente y perecedero que ya hemos insinuado en páginas precedentes: la esperanza (hecha ilusión colectiva) en un país más grande y libre para las futuras generaciones, amén de la primera Constitución Republicana y de las leyes básicas para la organización de la flamante República.

 

El general José Francisco de San Martín y Matorras (llamado el “Aníbal de los Andes” por su compatriota y más importante biógrafo Bartolomé Mitre), fue, indiscutiblemente, el primer y más importante estratega de América del Sur. Sus émulos obtuvieron brillantes y sonadas victorias, pero ninguno llegó a igualarlo en talento militar, ni alcanzó su altura en las concepciones de gran aliento. Él pertenece a esa clase de generales que vencieron siempre, sabiendo poner todas las ventajas a su favor antes de emprender una campaña. La improvisación contrariaba su natural inclinación y temperamento; por eso, desdeñándola como propia del talento subalterno, se entregó siempre a la más reflexiva meditación antes de señalar los rumbos a seguir. En consecuencia, la obra de San Martín en América es netamente militar. Su carácter —como veremos de inmediato— no era propio para grandes empresas políticas y su ambición de mando estuvo siempre limitada por las necesidades de la guerra; sus más furibundos detractores reconocen que solo aceptó el gobierno como un medio, en países de reciente creación, para obtener el triunfo de las armas que habían de darnos la libertad. El político e historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna (1924) anota:

San Martín más que un hombre, simbolizó enteramente una misión, alta y contrastable, terrible a veces, sublime otras. Solo bajo este aspecto providencial y casi divino, es como la historia debe enjuiciar su gran nombre y su gran carrera, llena toda ella de admirable unidad. (p. 72)

¡Justo reconocimiento a un hombre de tan inconmensurable talla! Pero, ¿qué puede decirse de la personalidad y del quehacer del egregio militar argentino? Sin ánimo de esbozar una biografía completa, ni mucho menos, a continuación reseñamos los principales hitos de su larga trayectoria vital, siguiendo un orden cronológico y secuencial de los acontecimientos. Natural de Yapeyú (localidad de la provincia argentina de Corrientes), nuestro personaje nació el 25 de febrero de 1778; por lo tanto, era cinco años mayor que el venezolano Simón Bolívar, su futuro competidor en la gesta emancipadora. Fueron sus padres el capitán Juan de San Martín y Gregoria Matorras; ambos de origen español. A los tres años se trasladó con sus progenitores y sus tres hermanos a Buenos Aires, donde aprendió las primeras letras; dos años después, la familia emigró a España. En Madrid, cursó sus estudios escolares en el reputado Seminario de Nobles. En 1789 fue incorporado como cadete en el Regimiento de Murcia, combatiendo (adolescente aún) en Orán contra los moros y, poco después, en el Rosellón contra los franceses. Sus ascensos a segundo subteniente y a teniente segundo los logró en 1793 y 1795, respectivamente. En la desigual guerra contra los ingleses, fue herido gravemente y hecho prisionero en 1798; tres años más tarde, se reincorporó al ejército en calidad de voluntario. A partir de entonces (1801) y merced a su destacada actuación en las filas españolas mereció sucesivos ascensos.

Al iniciarse la década de 1810, empezó ya a dar muestras de su deseo de contribuir a la libertad de América. Para tal propósito, de Cádiz se trasladó a Londres, donde ingresó a la célebre Logia Lautaro (flamante sociedad masónica fundada por el patriota venezolano Francisco de Miranda); allí conoció al chileno Bernardo O´Higgins, que más tarde sería su entrañable amigo y confidente de muchas aventuras guerreras. De la capital inglesa, el 19 de febrero de 1812 se embarcó en la fragata George Canning con rumbo a Buenos Aires, arribando tres semanas después a su destino. De inmediato, se le reconoció el grado de teniente coronel de caballería y la Junta de Mayo le encomendó organizar el Escuadrón de Granaderos a Caballo. El 12 de noviembre de ese año contrajo matrimonio con María de los Remedios Carmen de Escalada, natural de Buenos Aires y dama de elevada posición social y económica. Al mes siguiente (7 de diciembre), fue ascendido a coronel y al mando de dicha unidad logró un espectacular triunfo contra superiores fuerzas desembarcadas por los españoles. Desde entonces, su prestigio militar se agrandó. Fue nombrado jefe de una expedición enviada en auxilio del ejército patriota que operaba en el Alto Perú y, posteriormente, jefe del Ejército del Norte en diciembre de 1813. Días después (19 de enero), fue ascendido a la alta clase de general; en esta condición se trasladó a Tucumán con el arduo objetivo de instruir y disciplinar a sus hombres. Por su extraordinaria capacidad de organización y empatía, se le confió el cargo de gobernador intendente de Cuyo en agosto de 1814.

Con el decidido apoyo de su compatriota el general Ignacio Álvarez Thomas, a la sazón director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, organizó el denominado Ejército de los Andes; dos años después (agosto de 1816), fue nombrado su general en jefe. ¿El objetivo? Restablecer, en primera instancia, la libertad de Chile; para ello, atravesó la desafiante e imponente cordillera por el paso de Mendoza. Logró una rotunda victoria en la batalla de Chacabuco, tomando posesión de Santiago. A pesar del revés sufrido en Cancha Rayada, rehízo prontamente su ejército y obtuvo una victoria definitiva en Maipú, consolidando así la independencia de ese país. Retornó a Buenos Aires a informar a las autoridades pertinentes sobre lo acontecido. Establecido nuevamente en la capital chilena, se dedicó de lleno a los preparativos de la Expedición Libertadora del Perú, contando con el apoyo decidido del director de Chile, general Bernardo O'Higgins; al frente de ella, salió de Valparaíso el 20 de agosto de 1820. Su arribo a la bahía de Paracas (Pisco) se efectuó el viernes 8 de septiembre, ante la expectativa general. Ese mismo día, lanzó dos vibrantes e importantes proclamas: una al Ejército Libertador del Perú y la otra a los habitantes del país (reproducidas por Denegri, 1972, pp. 274-275 y 276-278).

Desde aquel estratégico lugar, ordenó ejecutar, entre otras, las siguientes medidas: dos grupos de avanzada se dirigirían hacia Chincha y Nazca, respectivamente, con el fin de afianzar las posiciones patriotas; el general Juan Antonio Álvarez de Arenales, al mando de una dotación numerosa y bien equipada, se dedicaría a recorrer la zona interior del país (sierra central) para excitar la adhesión de los pueblos a la causa de la libertad; el almirante Thomas Cochrane se encargaría de hostigar a las naves realistas surtas en el Callao y sus alrededores; y él, en persona, establecería el cuartel general en la localidad de Huaura, al norte de Lima (uno de los valles más fértiles de la costa norte y lugar decisivo para su estrategia). Casi simutáneamente a estas, ocurrieron algunos hechos que, a la larga, coadyuvaron al triunfo patriota: