Construcción política de la nación peruana

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a) El reputado regimiento Numancia (compuesto de 650 plazas y considerado como el mejor batallón español por su disciplina y el de mayor confianza del virrey), con sus oficiales al frente, abandonó a comienzos de diciembre de 1820 el ejército realista y se incorporó en Huaura a las filas independientes (esta defección fue el preámbulo del motín de Aznapuquio y, sin duda alguna, constituyó un duro golpe para la causa real y un refuerzo considerable para el Ejército Libertador).

b) La expedición enviada a la sierra central y encabezada por el general Arenales obtuvo un significativo triunfo en Pasco.

c) Las diferentes montoneras de esa zona se plegaron a la causa de la libertad.

d) Las localidades norteñas de Lambayeque, Trujillo, Piura, Maynas y Cajamarca, declararon su independencia.

e) El virrey Joaquín de la Pezuela fue depuesto por un grupo de oficiales adictos al general José de La Serna (motín de Aznapuquio), lo que creó una crisis institucional político-militar.

f) La nueva autoridad virreinal solicitó al Libertador una entrevista que se llevó a cabo en Punchauca, pero sin resultados tangibles o propicios.

g) El desplazamiento de las fuerzas patriotas hacia Lima, en tanto que los realistas (con el virrey a la cabeza) optaron por evacuarla.

h) En una reunión de cabildo abierto, el vecindario limeño se pronunció a favor de la Independencia el 15 de julio de 1821 y, trece días después, el propio Libertador la proclamó solemnemente en la Plaza de Armas en medio del júbilo general y sin derramamiento de sangre, tal como él deseaba.

Los sucesos que después ocurrieron en torno a la figura histórica del hijo de Yapeyú y de su quehacer en el Perú, se describen en apartados posteriores. Y a todo esto, ¿cómo era físicamente nuestro personaje y qué rasgos psicológicos caracterizaron su magnética personalidad? Quienes lo conocieron y lo trataron lo describen de la siguiente manera: de estatura medianamente alta, de hombros anchos y de silueta atlética, caminaba siempre erguido, con paso lento y seguro y mostrando una prestancia militar inigualable. Sus piernas y brazos largos, armonizaban con su corpulenta configuración física. Su rostro le proporcionaba un atractivo particular frente al bello sexo. Su cabeza bien proporcionada, lucía cabellos negros y lacios, permanentemente bien dispuestos. Sus ojos grandes se hallaban poblados por cejas y pestañas igualmente bien acicaladas. Su nariz recta y perfilada, su boca de tamaño normal y su mentón bien dispuesto, iban acordes al tamaño de su rostro. Su tez cobriza era resultado de su casi permanente exposición a la intemperie o a la inclemencia del clima por razones de su profesión. Era un excelente jinete y un incansable cabalgante cuando las circunstancias así lo requerían. Siendo un hombre prudente y cauto, jamás rehuyó el peligro ni temió enfrentarse a la muerte en el cumplimiento del deber.

De mirada fija y tranquila (casi tierna), ella sin duda alguna reflejaba la serenidad de su espíritu. De igual forma, su temperamento plácido y sosegado, era fruto de un ánimo ajeno a las perturbaciones cotidianas e insulsas. Hombre caballeroso y de finos modales, solía escuchar con mucha atención a sus interlocutores, sin hacer distingos por motivos económicos, sociales o étnicos; por ejemplo, a los indios de la comunidad guaraní los llamaba afectuosamente “mis hermanos guaraníes”, pues con ellos había convivido en épocas pasadas. Conductualmente, era un tipo introvertido y ajeno a posturas exhibicionistas o banales, rehuyendo halagos o lisonjas baratas. En cambio, mostraba siempre una actitud firme y decidida, fruto de una acción correctamente meditada o pensada. Era ajeno no solo al lucro, sino también a los bienes materiales y a los goces terrenales, mostrando siempre un comportamiento discreto y sobrio en todos los detalles de su vida (incluidos los de su vida íntima). En este sentido, ni la gloria ni el poder lo embriagaban; todo lo contrario. Siempre rechazó que le quemaran incienso o le colocaran vistosos laureles en sus sienes.

El oficial naval y viajero escocés Basilio Hall (1788-1844), que conoció a San Martín y tuvo con él una larga entrevista en el Callao el 25 de julio de 1821, lo describe del siguiente modo:

A primera vista, había poco que llamara la atención en su aspecto; pero, cuando se puso de pie y empezó a hablar, su superioridad fue evidente. Nos recibió muy sencillamente, vestido con un sobretodo suelto y gran gorra de pieles, y sentado junto a una mesa hecha con unos cuantos tablones yuxtapuestos sobre algunos barriles vacíos. Es hombre hermoso, alto, erguido, bien proporcionado, con nariz perfilada, abundante cabello negro e inmensas y espesas patillas oscuras, que se extienden de oreja a oreja por debajo del mentón; su color es aceitunado oscuro, y los ojos, que son grandes, prominentes y penetrantes, son negros como azabache, siendo todo su aspecto completamente militar. Es sumamente cortés y sencillo, sin afectación en sus maneras, excesivamente cordial e insinuante, y poseído evidentemente de gran bondad de carácter; en suma, nunca he visto persona alguna cuyo trato seductor sea más irresistible. En la conversación sostenida, abordaba inmediatamente los tópicos sustanciales, desdeñando perder tiempo en detalles superfluos; escuchaba atentamente y respondía con claridad y elegancia de lenguaje, mostrando admirables recursos en la argumentación y facilísima abundancia de conocimientos, cuyo efecto era hacer sentir a sus interlocutores que ellos eran también entendidos en la materia. Empero, nada había ostentoso o banal en sus palabras, y aparecía ciertamente, en todos los momentos, perfectamente serio, y profundamente poseído de su tema. A veces se animaba en sumo grado y entonces el brillo de su mirada y todo cambio de expresión se hacían excesivamente enérgicos, como para remachar la atención de los oyentes, imposibilitando esquivar sus argumentos. Esto era más notable cuando trataba de política, tema sobre el que me considero feliz de haberlo oído expresarse con frecuencia. Pero, su manera trabquila era no menos sorprendente y reveladora de una inteligencia poco común; pudiendo también ser juguetón, bromista y familiar en el trato, según el momento, y cualquiera que haya sido el efecto producido en su mente por la adquisición posterior de gran poder político, tengo la certeza de que su disposición natural siempre fue y es buena y benevolente. (Hall, 1920, cap. V, pp. 115-116)

En una palabra, pues, la rectitud en todos los actos de su vida, su eterna devoción por la libertad, su desprendimiento personal (que, incluso, rayaba en el sacrificio), su reconocida modestia o sencillez (ponderada por amigos y enemigos) y su calidad de gente honesta y proba, fueron las principales cualidades que adornaron la fecunda y proverbial existencia del egregio general argentino. Sin embargo, en el final de su vida no disfrutó de la tranquilidad y el sosiego que él, con toda legitimidad, se merecía. En efecto, atormentado por el nefasto barullo político que se vivía en los países que él había libertado y agobiado por las limitaciones pecuniarias que le impidieron una digna vejez, falleció en la lejana ciudad francesa de Boulogne-sur-Mer el 17 de agosto de 1850, a los 72 años de edad. Sus últimos años fueron de sufrimiento; el reumatismo, que permanentemente lo agobiaba, lo obligaba a recurrir al opio para disminuir los recurrentes e intensos dolores. Además, padecía de cataratas y poco a poco fue perdiendo la vista, siendo su única hija (Merceditas) prácticamente su lazarillo. Según se afirma, meses antes de su deceso, el presidente del Perú, general Ramón Castilla, le envió una extensa y emotiva misiva donde no solo le expresaba la gratitud de nuestra nación por haberla liberado del yugo español, sino también por su procedimiento noble y desprendido en los vaivenes políticos que lo llevaron a abandonar el país. Además, le informaba del propósito del gobierno nacional de asumir el puntual abono que se le había asignado con todo derecho. Gesto que, en medio de todas las penurias, probablemente lo reconfortó en su trance final (Mendiburu, 1931-1933, t. 6, pp. 75-78; Mitre, 1938, pp. 26-28; Milla Batres, 1986, t. VIII, pp. 203-205; Tauro, 2001, t. 15, pp. 2388-2389).

Hasta aquí, la reseña de los principales rasgos biográficos del llamado “Santo de la Espada” y de quien dijo (al momento de abandonar nuestro país en setiembre de 1822) que el Perú constituía su segunda patria. Prosigamos con el desarrollo del tema materia del presente apartado.

Como ya se ha dicho, la presencia de San Martín en nuestro territorio se inició con el desembarco de la Expedición Libertadora del Perú en la bahía de Paracas (Pisco) el 8 de setiembre de 1820. En efecto, con un ejército de 4000 hombres, entre chilenos y argentinos, y con suficientes elementos para equipar otro de 15 000, arribó a nuestras playas con el claro objetivo de acabar con el poder español instalado desde siglos atrás. Para ello la toma o posesión de Lima era vital e imprescindible, casi una obsesión en él. Recordemos que desde mucho antes, cuando en 1814 empezaba a organizar su ejército de gloria, había dicho proféticamente: “Mientras no poseamos Lima, la guerra americana no concluirá”. Con este convencimiento, dividió sus tropas en dos alas que partiendo de Paracas (la una por el mar y la otra por tierra) debían encerrar a Lima en un círculo de hierro, casi como una gigantesca tenaza. El almirante Cochrane y el general Arenales, respectivamente, fueron los responsables de ejecutar tan delicada misión. Además, los agentes peruanos en Lima le habían descrito, minuciosamente, los pasos necesarios para la realización del plan. De esta manera, la capital quedó cercada por mar y tierra, incomunicada con el interior (de donde le venían los alimentos) y del exterior (del que esperaba auxilios). Al respecto, Porras (1950) anota:

 

Por entonces la peste y las enfermedades hacían en Lima, y en ambos campamentos (Huaura y Aznapuquio), más estragos que la guerra misma. Morían diariamente 20 ó 30 hombres a consecuencia de las tercianas características de los valles de la costa. Ambos ejércitos se diezmaban. En la ciudad la situación era angustiosa. Escaseaban el pan y la carne. El cerco de las indiadas montoneriles era cada vez más apremiante. (pp. 22-23)

Establecido ya en su cuartel general de Huaura sin mayores contratiempos e inconvenientes y de acuerdo a lo previsto, San Martín, ostentando el título de Capitán General y Jefe del Ejército Libertador del Perú, se dedicó de lleno a elaborar los documentos normativos necesarios y, sobre todo, a preparar el plan de posesión u ocupación de la ansiada capital; para ello, contó con la colaboración de sus dos inmediatos secretarios: Bernardo Monteagudo (Guerra y Marina) y Juan García del Río (Gobierno y Hacienda). Expidió el primer documento oficial de carácter político con el que —según su criterio— se normaría la vida administrativa del país. Fue el llamado “Reglamento Provisional de Huaura”, fechado el 12 de febrero de 1821; lleva su firma y la de los indicados secretarios. Consta de veinte considerandos y en su parte introductoria se lee: “El Reglamento Provisional establece la demarcación del territorio que actualmente ocupa el Ejército Libertador del Perú y la forma de administración que debe regir hasta que se constituya una autoridad central por la voluntad de los Pueblos Libres”. Fue publicado en la Gaceta del Gobierno de Lima Independiente (t. I, n.° 10, pp. 41-42).

En la mencionada localidad, recibió la invitación del virrey La Serna que se hallaba acampado en Aznapuquio, a 25 kilómetros también al norte de Lima, a fin de sostener una entrevista para examinar y discutir la situación del país, antes de llegar a un enfrentamiento frontal. Recordemos que por entonces, y en diversas partes del orbe, estaban de moda las entrevistas y la consiguiente pacificación entre las fuerzas adversarias. Al respecto, Raúl Porras (1950) escribe:

Por ejemplo se celebró la entrevista entre el insurgente Agustín de Iturbide y el virrey Juan O´Donojú en Méjico, que dio por resultado el tratado de Córdoba. La entrevista y el abrazo entre Simón Bolívar y el general español Pablo Morillo, en Santa Ana, que dio como consecuencia no solo el armisticio de Trujillo, sino también el acuerdo de regularización de la guerra que puso punto final a las atrocidades y a las bárbaras represalias en las épicas bregas venezolanas. Hasta el despótico Narizotas don Fernando VII, sintió la urgencia de modificar su política de latigazos, para dulcificar la voz con zalameras promesas de pacificación y manifiestos de concordia. En la misma península, los ejércitos quisieron deponer las armas fratricidas y acaudillados por un joven oficial —Rafael Riego— se negaron a venir a América en son de guerra y opresión y obligaron, más bien, a dicho monarca a restablecer la Constitución de Cádiz, que otorgaba la ciudadanía a los americanos, les daba la lírica libertad de opinar y suprimía las tétricas y temibles mazmorras inquisitoriales. (pp. 22-23)

En los meses de mayo y junio de 1821 se realizaron las programadas entrevistas (primero entre los parlamentarios patriotas y realistas y, luego, entre el propio San Martín y el virrey La Serna) con el propósito de encontrar una salida al inminente enfrentamiento. Estas conferencias, que tuvieron como escenario la localidad de Punchauca, han sido objeto de controvertidos juicios históricos. Así, Porras (1950) afirma:

Muchos autores han dudado de la sinceridad de los propósitos de ambos caudillos, empeñados en ganar tiempo y mejorar posiciones, y consideran la discusión, no obstante la efusión de su momento culminante, como estratagema militar del uno o artimaña diplomática del otro para finalizar la guerra. (p. 29)

¿Ellas fueron un fracaso para el generalísimo San Martín? En términos políticos y con cara al futuro inmediato, juzgamos que sí. Seguimos citando a Porras (1950):

Los más fieles biógrafos del militar argentino se empeñan en disculpar a éste de los tratos monarquistas de Punchauca, negándoles trascendencia y convicción principista, en tanto que otros consideran el paso dado por el victorioso caudillo, como una claudicación de su mensaje revolucionario o un oscurecimiento inexplicable de su destino. (pp. 29-30)

Los dos juicios siguientes, confirman esta apreciación histórica. Para Bartolomé Mitre (1938), en Punchauca su egregio compatriota se internó innecesariamente en un callejón sin salida, apartándose de su ruta de Libertador, porque “la República estaba en el orden natural de las cosas” y “la Monarquía era un plan artificial o violento de gobierno”. Por su parte, el historiador chileno Gonzalo Bulnes (1897) considera la célebre entrevista “como el momento en que, transformado el soldado en gobernante, se inicia el descenso de su gloria”.

Ante resultados nada propicios, San Martín retomó sus planes. En diez meses se hizo dueño de la costa: el núcleo principal del virreinato peruano. Sus barcos, mandados por el sagaz y experimentado Cochrane, destruyeron la flota española. Inmediatamente, tomó posesión de Lima y estableció su gobierno. Dueño del mar, flameando en los Castillos del Callao la bandera nacional y reducidos los enemigos a las provincias interiores, el panorama se mostraba auspicioso. Al respecto, en una carta a O’Higgins fechada en la capital el 23 de diciembre de 1821, le expresaba con abierto optimismo:

Todo va bien. Cada día se asegura más la libertad del Perú. Yo me muevo con pies de plomo, sin querer comprometer una acción general. Mi plan es bloquear a Pezuela. Él pierde cada día y la moral de su ejército se mina sin cesar. Yo aumentando mis fuerzas progresivamente. La insurrección cunde por todas partes como el rayo. En fin, con paciencia y sin precipitación, todo el Perú será libre en breve tiempo. (Citado por Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 131)

Tenía razón el parsimonioso general; sin embargo, la última parte de su testimonio no vino a cumplirse, precisamente, por causa casi suya. ¿Cómo así? Teniendo todo a su favor,

fácil habría sido forzar a los realistas a deponer las armas o arrojarlos al otro lado del Desaguadero. Arenales en la sierra y Miller en la costa, bastaban para mantenerlos en jaque y debilitarlos. La colaboración de los guerrilleros afianzaría su desgaste. Pero todo esto exigía esfuerzo, actividad y decisión. Por desgracia, San Martín prefirió gobernar e implicarse en los entresijos de la administración pública, contraviniendo a lo acordado con el Estado de Chile, antes de emprender la campaña. Su inacción le hizo perder el crédito entre los jefes que le obedecían y la malaventura de las expediciones a Ica y de Intermedios acabaron de desprestigiarlo. (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 131)

Ciertamente, la desocupación de la capital por los realistas tuvo un duro impacto psicológico, político y militar en algunos sectores de la sociedad, especialmente, en la engreída nobleza criolla. Hacía trescientos años que la histórica Ciudad de los Reyes había representado el símbolo del poder de España, como centro de cultura, de civilización y de la economía virreinal. Aquí convergían las materias primas que servían tanto para la alimentación de la población, como para sostener la guerra. Igualmente, en Lima se hallaba avecindada la nobleza, que disponía de enorme poder económico y que podía servir a la causa del rey en los trances complicados y dramáticos; pero aquí también se encontraba la fábrica de pólvora, el tesoro, la aduana y los artículos indispensables para vestir a la tropa, así como el comercio más importante del territorio nacional.

Todo esto, sin duda alguna, representaba ayuda efectiva cuando las urgencias de la guerra la requiriesen. No solo porque el hambre es mala consejera, sino por la inestabilidad causada por las contínuas deserciones del ejército español, las autoridades realistas decidieron evacuar Lima y acantonarse en los lugares arriba mencionados de nuestra serranía.

La desocupación no solo fue espectacular, sino también teñida de ciertas conductas singulares. Por ejemplo, los grupos de los encumbrados nobles, sobre todo aquellos que se hallaban estrechamente vinculados a la causa real, sintieron pánico, desconcierto e incertidumbre. El marino, viajero y escritor escocés Basilio Hall, testigo de esos días, relata que la salida del virrey La Serna estuvo unida a escenas de desorientación de sus partidarios.

En los caminos las gentes asustadas iban por la carretera, envuelta en polvo, juntamente con los carros que llevaban sus efectos, como si fueran a salvarse de algún cataclismo. San Martín entró a Lima, sin disparar un tiro, como un guerrero que la hubiera tomado con el espíritu. Pernoctó en la casa del marqués de Montemira, a quien el virrey dejó el gobierno y después se dirigió a Palacio, la mansión que solo los virreyes la habían ocupado antes. (Citado por Puente Candamo, 1959, t. I, pp. 45-46)32

De esta manera, San Martín tomó posesión de la capital tal como él lo había previsto y deseado: sin derramamiento de sangre y sin la aureola de conquistador o invasor mostrenco.

Ahora bien, en el terreno político cabe plantearse dos preguntas válidas en ese momento y necesarias para entender no solo los prolegómenos de la jura de la Independencia, sino también el accionar del Libertador del Sur a partir de ese instante: una de carácter específico y la otra de índole general. En el primer caso: ¿cómo se gestó y qué rol jugó la suscripción del acta de la sesión de cabildo abierto del domingo 15 de julio de 1821 que hemos mencionado líneas arriba?; y, en el segundo caso: ¿cuál fue la actuación de San Martín en el Perú a partir del 28 de julio de ese año?

Sobre la memorable sesión, el insigne historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte (1886-1975) consigna una valiosa información que, por sus detalles, vale la pena consignar. Según ella, dos días antes y de incognito, el general San Martín ingresó a Lima, alojándose, primero, en la residencia del marqués de Montemira (gobernador de la ciudad) y, luego, en el propio palacio virreinal. Descubierta su presencia, el pueblo lo aclamó con vivas y expresiones de júbilo. El día 14, el ilustre visitante dirigió un breve oficio al cabildo, presidido por el conde de San Isidro, en el cual manifestaba que “deseando proporcionar, cuanto antes sea posible, la felicidad del Perú, me es indispensable consultar la voluntad de los pueblos” (oficio de San Martín de fecha 14 de julio de 1821) e indicaba que, para ese efecto, se convocase

una junta general de vecinos honrados, que representando al común de habitantes de esta capital, expresen si la opinión general se halla decidida por la Independencia. Para no dilatar este feliz instante, parece que V.E. podría elegir, en el día, aquellas personas de conocida probidad, luces y patriotismo, cuyo voto me servirá de norte para proceder a la jura de la Independencia, o a ejecutar lo que determine la referida junta, pues mis intenciones no son dirigidas a otro fin, que favorecer la prosperidad de la América. (Oficio de San Martín al Cabildo de Lima de fecha 14 de julio de 1821)

El cabildo de Lima (con la presencia de todos sus regidores) le contestó el mismo día, para hacerle saber que estaba haciendo “la elección de las personas de probidad, luces y patriotismo, que reunidas el día de mañana, expresen espontáneamente su voluntad por la Independencia” (oficio del Cabildo de Lima a San Martín de fecha 14 de julio de 1821). Suscribían el documento, entre otras personas, el propio conde de San Isidro, el conde de la Vega del Ren, el marqués de Corpac, Juan Echevarría y Manuel Pérez de Tudela. En efecto y de manera inmediata, el conde de San Isidro resolvió citar para el día siguiente, a las once de la mañana, a un cabildo abierto, en el cual tomarían parte todos los vecinos principales, remitiéndose la respectiva esquela de invitación a través de los serenos.

El día 15 comenzaron a acudir, a la hora indicada, el arzobispo, los nobles con títulos de Castilla, los miembros del coro metropolitano y cuanto de más preciado tenía Lima; sin embargo, previendo los organizadores que la sala del ayuntamiento no podría dar cavida a todos y que muchos no podrían firmar el acta, se dispuso dejarla expuesta en la secretaría para que todos cuantos quisiesen suscribirla lo pudiesen hacer con toda facilidad y comodidad. Cosa que así ocurrió.

Abierta la sesión, se dio lectura al oficio remitido por el indicado general e inmediatamente solicitó hacer uso de la palabra el doctor José de Arriz, destacado catedrático de la Universidad Mayor de San Marcos. En un breve pero vibrante discurso expresó:

 

Ya nuestro pueblo participa del mismo entusiasmo: vuelven los que se hallaban emigrados: salen de las cavernas los otros que se hallaban escondidos para no ser arrastrados por ese ejército que abandonando la ciudad no perdonó a inválidos y enfermos, quienes veían su ruina y sacrificio en cada paso de esa incierta jornada. Ya se alistan todos nuestros jóvenes y ofrecen sus vidas a la Patria y a su justa causa. Está echada la suerte: y desde el antiguo Palacio, habitación que fue de los virreyes, nos avisa ayer el Señor General que nos congreguemos para deliberar si es llegado el punto, el momento de nuestra suspirada declaración. ¿No concurriremos al voto unánime y sentimiento general de todos? ¿Lo dilataremos? ¿Lo deliberaremos? ¿Nos arredrará el terror vano o cualquiera que sea el peligro incierto de lo futuro? Esta ciudad es la primera de esta América. Por trescientos años ha sido el centro del gobierno, ejemplo regulador de todo. Cusco, Arequipa, Huamanga, todas las villas y poblaciones del reino tienen en estos momentos fijos en ella los ojos: ansían por su valerosa decisión: anhelan por su testimonio, aunque demorado, siempre loable, de los esfuerzos heroicos que han repetido para sacudir el yugo de la opresión. (Citado por Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 131)

Concluida la disertación, el alcalde solicitó al mismo catedrático y al doctor Manuel Pérez de Tudela, redactar el acta y, reabierta la sesión, se le dio lectura. En ella se declaraba “que la voluntad general estaba decidida por la Independencia del Perú de la dominación española y de cualquier otra extranjera”. Una copia de ella se envió a San Martín y todos los asistentes la suscribieron, comenzando por el conde de San Isidro, el arzobispo Bartolomé María de Las Heras, Francisco Javier de Echagüe, el conde de la Vega del Ren, el conde de las Lagunas, Toribio Rodríguez de Mendoza, Francisco Xavier de Luna Pizarro, José de la Riva Agüero, el marqués de Villafuerte, el marqués de Casa Dávila, Tomás Méndez y Lachica, Hipólito Unanue, Mariano José de Arce, Francisco Javier Mariátegui, José Pezet, Simón Rávago, Francisco Vallés, Pedro de la Puente, etcétera. En el entorno de la Plaza de Armas, el pueblo arremolinado daba entusistas vivas a la Patria; y pasando de la retórica a la acción, no solo derribó el busto del Monarca, sino que arrojaron a la calle las armas reales que decoraban la fachada del cabildo, sustituyéndolas por letreros que decían: “Lima Independiente”. Inicialmente el acta fue suscrita el mismo 15 de julio por 300 personas y como hubo prórroga decretada dos días después, el número aumentó considerablemente. Según el citado Basilio Hall, la cifra superó la cantidad de 2000 ciudadanos. Debe mencionarse que el texto del acta fue publicado en la Gaceta del Gobierno de Lima Independiente el 16 de julio de 1821 (t. I, n.° 1, pp. 1-4; reproducido por Denegri, 1972, pp. 383-385).

Enterado San Martín de la histórica decisión, ordenó que la jura de la Independencia se efectuara lo antes posible y con la “pompa y majestad correspondiente a la grandeza del asunto”. Para ello, por decreto de fecha 22, señaló el sábado 28 para la augusta ceremonia. Una comisión especial nombrada por el cabildo se ocupó de disponerlo todo para la celebración de la jura. Se ordenó, por un lado, que el vecindario iluminase sus casas a partir del viernes 27 hasta el domingo 29; y, por otro, que las corporaciones levantaran arcos triunfales en el trayecto que había de seguir la distinguida comitiva (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, pp. 173-176).

A la luz de lo ocurrido, ciertamente la suscripción de la mencionada acta tuvo hondas y significativas repercusiones no solo en el seno de la colectividad limeña (otrora baluarte del poder real en América del Sur), sino también —como veremos luego— en los planes estratégicos del ilustre patriota argentino. Fue, sin duda alguna, la motivación o el impulso psicológico que en esos días inciertos se necesitaba; la firmeza y la vehemencia con que se actuó, afianzó el espíritu libertario tanto de la población como de la soldadesca en su conjunto.

¿Y cómo se llevó a cabo la mencionada jura de la Independencia? El mismo padre Vargas Ugarte (1966), nos proporciona una información extensa e igualmente pormenorizada y rica en detalles que a continuación transcribimos. Dice:

Amaneció por fin el venturoso día y, según los relatos de la época, hasta la naturaleza parece que quiso tomar parte en el regocijo, porque descorriéndose el cortinaje de nubes que en este tiempo cubre el cielo de Lima, se dejó ver el sol en todo su esplendor. Lima esperaba ansiosa este momento, de modo que cuando al alba las campanas de los templos empezaron a vibrar, lanzando al aire sus alegres sones, los vecinos a porfía llenaron las calles y plazas, ávidos de gozar del espectáculo. La Gaceta del Gobierno de Lima Independiente, del 1 de agosto de 1821, nos ha dejado en sus columnas la más verídica relación del suceso. De ella vamos a tomar los datos que siguen, completándolos con lo hallado en otras fuentes contemporáneas. La iluminación y fuegos de la noche y el general repique de campanas habían contribuido a esparcir por el ambiente la más viva alegría. En la mañana salió por las puertas del viejo Palacio de Pizarro una de las más lucidas cabalgatas que se habían visto en los últimos tiempos. Precedía la Universidad y los colegios a ella incorporados, luciendo los doctores sus clásicos bonetes. Seguían los prelados y miembros de las comunidades con sus hábitos diversos, luego los militares con sus relucientes casacas y áureos entorchados, los títulos de Castilla con sus mantos y veneras de las órdenes a que pertenecían, los graves oidores con sus garnachas y, finalmente, los miembros del cabildo secular con los alcaldes y regidores. San Martín, en brioso corcel, iba acompañado por el marqués de Montemira, a quien como gobernador de Lima desde la salida del Virrey, el conde de la Vega del Ren le cedió el estandarte patrio que condujo hasta el tabladillo de la Plaza de Armas; a su izquiera iba el conde de San Isidro, alcalde de la ciudad e inmediatamente detrás el citado conde de la Vega del Ren, el estado mayor, ayudantes y jefes del Ejército Libertador. Cerrando la comitiva iban los afamados Húsares. A los flancos iban desplegados los alarbarderos de Lima, a las órdenes de su capitán don Ignacio Cordova.

En la Plaza Mayor y entre el callejón de Petateros y la pila de la Plaza se levantó un tabladillo, desde donde el Libertador había de flamear el Pabellón Nacional. El concurso tomó el lado derecho, y volvió a tomar el centro para dirigirse al tablado. Hicieron calle los miembros de la comitiva y, rodeado el estrado por los alabarderos, subió a él San Martín, tomó de manos del marqués de Montemira el Pabellón Nacional y elevándolo en alto, pronunció estas palabras: ´Desde este momento el Perú es libre e independiente, por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende´. Los gritos de: ¡Viva la Patria!, ¡Viva la Libertad!, ¡Viva la Independencia!, resonaron por todos los ámbitos de la Plaza Mayor en la cual, según los datos de Tomás Guido, se veían reunidas más de 16 000 almas.