Construcción política de la nación peruana

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En las calles que forman el cuadro de la Plaza se hallaba formado el Regimiento n° 8, con las banderas de Buenos Aires y Chile y la artillería, cuyos cañones saludaron la enseña bicolor. La comitiva continuó luego por la calle de Mercaderes y en la Plazuela de La Merced, donde se alzaba el segundo tablado, se repitió la misma escena; otro tanto se hizo en la Plaza de Santa Ana, delante del convento de las descalzas y, finalmente, en la Plaza de la Inquisición, frente a la casa de este Tribunal.

En todo el trayecto los vivas y las aclamaciones fueron continuos y el pueblo demostró su alborozo aplaudiendo a San Martín. Regresó éste a Palacio y desde uno de los balcones del mismo presenció la entrada de la comitiva del almirante Cochrane con sus ayudantes. Distribuyéronse al público las medallas acuñadas por José Boqui, con motivo de tan fausto suceso, y el Colegio de Abogados arrojó sobre la multitud buena cantidad de monedas y salvilla de plata. Casi todos los vecinos lucían en la solapa la escarabela bicolor, mandada hacer para esta ocasión y en el recorrido se levantaron arcos de triunfo, sobresaliendo el que tomó a su cargo el consulado. Terminado este acto, los miembros del cabildo pasaron a su sede y en el balcón principal, frente a la Plaza, se expuso a la vista de todos el Pabellón Nacional, que quedó allí durante todo el día.

La iluminación de la noche en la ciudad fue espléndida. En el ayuntamiento se dispuso un magnífico sarao, para el cual se concertó a la orquesta dirigida por el agustino fray Cipriano Ramírez, alternando con ella la música del Regimiento n.o 8 a cargo del músico mayor Matías Sarmiento. Las esquelas fueron distribuidas entre lo más selecto de la sociedad y los invitados fueron atendidos por el alcalde, conde de San Isidro y los regidores. Concurrió, dice un testigo de esos días, el bello sexo, tan exquisitamente adornado con joyas, plumas y bandas de la Patria, percibiéndose en ellas los realces y hermosuras de las tres gracias descritas por la mitología. San Martín ingresó a la sala en traje de gran parada, rodeado de sus generales y ayudantes y luego se inició el baile sirviéndose poco después ricas viandas y licores finos hasta bien entrada la noche.

Al siguiente día tuvo lugar en la catedral el solemne Te Deum, entonado por el arzobispo don Bartolomé María de Las Heras, y la Misa de Acción de Gracias, a la cual asistieron todos cuantos habían tomado parte en la Jura, incluyendo al mismo Cochrane y sus ayudantes. La oración gratulatoria la pronunció el franciscano fray Jorge Bastante. Terminados los oficios, volvió San Martín a Palacio con todo el brillante séquito que le acompañaba y se renovaron las aclamaciones de la multitud que llenaba la Plaza. El cabildo secular se reunió inmediatamente a fin de prestar juramento de fidelidad a la Patria, haciéndolo en primer lugar el alcalde, en manos del regidor más antiguo, don Francisco de Zárate, y luego los demás regidores.

En la noche invitó San Martín a una recepción en Palacio a lo más selecto de la capital y la fiesta rivalizó en esplendidez con la tenida la noche precedente en la casa del cabildo. De este modo vinieron a tener término las solemnidades de la Proclamación de la Independencia, las cuales quedaron grabadas en los limeños de aquel tiempo, pudiendo decir cada uno de ellos lo que poco tiempo después decía don Félix Devotti: ´Mi corazón aún se conmueve al recordar aquellas memorables palabras de voluntad y justicia, con que a la faz del mundo invocó San Martín por testigo al Ser Supremo: ¡Dios Eterno! Tú viste entonces la sinceridad de nuestros juramentos: los repetiremos a todas horas y antes bajaremos al sepulcro con gloria que sufrir la ignominiosa cadena. Tú has protegido nuestra causa: ella es la tuya: es la causa de la misma justicia. (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, pp. 176-178)

Por su lado, el general Tomás Guido, confidente y amigo personal de San Martín, además testigo de esos hechos, en carta a su esposa de fecha 6 de agosto de 1821 narra lo sucedido de esta manera:

El 28 del mes anterior se juró en esta capital la Independencia del Perú. No he visto en América un evento ni más lúcido ni más numeroso. Las aclamaciones eran un eco continuado de todo el pueblo. Yo fui uno de los que pasearon ese día el estandarte del Perú Independiente. Jamás podría premio alguno ser más lisonjero para mí que ver enarbolado el estandarte de la libertad en el centro de la ciudad más importante de esta parte de América, cumplido el objeto de nuestros trabajos en la campaña. Varias escenas tocantes se vieron ese día entre el bajo pueblo y sus demostraciones fueron tan candorosas como sincero el gozo que asomaba en los semblantes de todos. En esa misma noche se dio refresco y baile en el cabildo. Ninguna tropa logró contener la aglomeración de gente y no pudo lucir el ambigú que se preparó para los convidados. En la noche siguiente se dio en el palacio del General San Martín un baile, al que asistieron todas las señoras. Esto requeriría una descripción particular para lo que no tengo tiempo. (Citado por Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 177, nota n.° 4)

Sobre la segunda interrogante arriba formulada: ¿cuál fue la actuación de San Martín en el Perú a partir del 28 de julio de 1821?, puede decirse lo siguiente. El viernes 2 de agosto de ese año, el Libertador expidió un decreto (que empezó a regir desde el día siguiente) por el cual asumía en su persona el “mando político y militar de los departamentos libres del Perú”, con el título engolado de “Protector de la Libertad”33; para ello, daba como causal la necesidad de continuar vigorosamente la guerra de la independencia, proclamada y jurada el 28 de julio, en cumplimiento de la voluntad del vecindario consignada en el acta del 15 del mismo mes juliano34. He aquí las razones de esta medida expresadas por el propio San Martín en los considerandos del indicado dispositivo: “la obra quedaría incompleta, y mi corazón poco satisfecho, si yo no afianzase para siempre la seguridad y la prosperidad futuras de los habitantes de esta región”. Luego dice que, al permanecer los enemigos en el territorio, “justo es que continúen resumidos en mi persona el mando político y el militar”. Declara “que no le mueve ambición alguna, pero la experiencia de diez años de revolución le ha enseñado que la convocación intempestiva de un Congreso sería más bien perjudicial a la causa”. Muchos, además, le instan “para que continúe al frente de la administración del Estado”, razón por la cual “he creído conveniente acceder a esos deseos”. Advierte “que nadie puede dudar de la pureza de mis intenciones” y expone la inconveniencia de reuniones de asambleas populares, cuando aún “se halla el enemigo en el interior del país”. Asimismo, señala que conviene “a los intereses de la nación la instalación de un gobierno poderoso que lo preserve de los males que pudieran producir la guerra, la licencia y la anarquía”. Finalmente, anuncia que “el actual decreto solo tendrá fuerza y vigor hasta tanto que se reúnan los representantes de la Nación Peruana, y determinen sobre su forma y modo de gobierno”35. En una carta a su amigo Bernardo O’Higgins (6 de agosto de 1821) reitera este proceder: “Faltaría a mis caros deberes, si dejando lugar, por ahora, a la elección personal de la suprema autoridad del territorio que ocupo, abriese un campo para el combate de las opiniones, para la colisión de los partidos y para que se siembre la discordia que ha precipitado a la esclavitud o a la anarquía a los pueblos más dignos del continente americano…”36. La respuesta de O’Higgins es sumamente interesante y en ella aprueba íntegramente la conducta del Protector de unir en su persona el mando político y militar.

Está claro, entonces, que San Martín optó por asumir él mismo ambos poderes. Al parecer y, de acuerdo a su propia manifestación o insinuado por sus consejeros más cercanos, no había otra alternativa: el orden o el desborde político. Sin embargo, el ilustre militar argentino procedía en forma distinta a lo que había hecho en Chile, donde después de la batalla de Maipo entregó el mando al mencionado político y general chileno Bernardo O’Higgins, reteniendo él la jefatura del Ejército Libertador. Pero —observa José Agustín de la Puente Candamo (prominente estudioso de la etapa independendista en el Perú)— las circunstancias eran distintas en uno y otro país. Chile había quedado libre de enemigos; en cambio, los españoles conservaban un poderoso ejército en el Perú, disponían de enormes recursos de dinero y hombres para mantener y proseguir la lucha y eran dueños de las dos terceras partes del territorio peruano, factores que no podían ser desestimados en el momento de organizar el nuevo régimen.

Aún algunos de los nacionalistas más intransigentes aceptaron la instauración de un gobierno de transición que fue el del Protectorado, como un paso prudente y oportuno hacia el ordenamiento definitivo (Puente Candamo, 1971, pp. 325-326).

A propósito, ¿cuál fue la reacción de la población ante la medida política asumida por San Martín? El divisionismo. Muchos aceptaron y apludieron la decisión; pero no pocos también (los liberales sobre todo) la condenaron y rechazaron por considerarla arbitraria, atentatoria contra la voluntad popular e innecesaria. En razón de esto último, se publicó el decreto de 7 de agosto “garantizando la seguridad de las personas y sus propiedades”. Entre los primeros, vale decir, entre quienes incondicionalmente apoyaron la medida, estuvieron Bernardo O’Higgins y Bernardo Monteagudo, el compañero fiel e imprescindible, pero también el causante de mil desgracias para el Libertador (razón por la cual se le dio en llamar el “ángel malo” de San Martín; el historiador chileno Gonzalo Bulnes en su libro publicado en 1897 lo llama “el ángel maléfico”). Con una energía asombrosa, el controvertido ministro validó y justificó públicamente la actitud sanmartiniana. Al justificar a San Martín, naturalmente, se justificaba a sí mismo, pues era evidente que la decisión del Protector hallaba apoyo plenísimo e inspiración muy honda en las autorizadas ideas de su cercano e incondicional colaborador. Antítesis de esta postura, fue la de José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete (conde de Pruvonena), quien de manera radical y violenta desbarató el fondo del asunto. Refiriéndose a San Martín dijo: “Y se alzó contra su voceada independencia, declarándose Jefe Supremo por sí mismo y apoyado por el ejército”. Por su parte, el venerable obispo Bartolomé María de Las Heras (a quien el círculo íntimo de San Martín fustigó de manera inmisericorde e injusta) también se manifestó contrario a la medida de San Martín, aunque con mayor mesura y discreción. En una oportunidad expresó: “Se declaró Protector universal del Perú, abrogándose un gobierno soberano y absoluto, con todas las atribuciones de un monarca” (citado por Puente Candamo, 1971, p. 83). Igualmente, la opinión del inquieto marino lord Cochrane fue contraria a la disposición de San Martín; en una extensa carta fechada el 7 de agosto de 1821, luego de muy variadas y razonables argumentaciones, le manifiesta, aunque veladamente, su contrariedad por la medida. En la misma línea que la de estos tres últimos personajes, el virrey José de La Serna le dice a San Martín el 22 de agosto del mismo año: “El haberse V.E. eregido por sí mismo como la suprema autoridad del país que llama libre, a pesar de cuanto para ello alega y puede alegar, es en mi concepto un acto de aquellos que en un sistema puramente despótico puede ser admitido”. Por su lado, La Abeja Republicana, que en su oposición al Protector fundamenta la causa de su existencia, llega a sostener que “el General San Martín despojando a los pueblos de sus legítimos derechos, reasumió en sí el mando político y militar” (citado por Puente Candamo, 1971, pp. 28-30). En resumen, para San Martín –decían los líderes nacionalistas– solo debía retener el supremo mando militar, pues exonerado de los cuidados y responsabilidades de una administración civil naciente, que podía confiarse perfectamente a uno de los más preclaros hijos de la nación, el Comandante en Jefe del Ejército Libertador podía llevar vigorosamente la guerra hacia la rápida conclusión, o sea, hasta la destrucción total del enemigo.

 

Como se puede apreciar, frente a la polémica autodecisión sanmartiniana de asumir los dos poderes simultáneamente (político y militar) la reacción pública se polarizó. Idéntica situación encontramos entre los historiadores: José Pacífico Otero y Mariano Felipe Paz Soldán la aprueban; Bartolomé Mitre, Benjamín Vicuña Mackenna y el padre Rubén Vargas Ugarte la critican; Sebastián Lorente y José de la Riva Agüero y Osma expresan sus reservas; Ricardo Rojas y Adulfo Villanueva son los extremos del elogio constante y de la oposición también permanente, respectivamente.

Entre los defensores, el argumento principal puede sintetizarse del siguiente modo. El Protectorado, históricamente, se presenta como un momento de transición entre un personalismo bien intencionado y el orden jurídico y político que crea la primera Constitución del Perú, sancionada por el Congreso Constituyente de 1822. Por lo tanto —afirman— resulta pueril entretenimiento de la imaginación discutir sobre si fue o no necesario el Protectorado y si fue o no pertinente en esos álgidos momentos. Las condiciones sociopolíticas de la revolución por la independencia —concluyen— exigían el fortalecimiento de la autoridad y su concentración en un hombre. En cambio, el razonamiento de los oponentes es mucho más drástico. Se preguntan con no exenta ironía: ¿era esta, nada más que esta, la tan soñada libertad?, ¿podían considerarse verdaderamente libres los hijos del Perú, o habían hecho nada más que desligarse de la sartén hispana a la brasa tucumana?

Por de pronto se murmuraba ya en voz baja que el general San Martín no era más peruano de lo que parecía ser el español La Serna. Aún más, no satisfacía en absoluto el hecho de que después de San Martín, y muchas veces por encima de él, comenzaba a mandar en la medianamente libre familia peruana otro ciudadano argentino: Bernardo Monteagudo, de Tucumán. (Citado por Giurato, 2002, II, p. 86)

¿Fue realmente un error el de San Martín concentrar en sus manos el poder civil y el mando militar con el título de Protector? Si nos atenemos a la crítica y comprometedora situación en que se hallaba el país en sus diferentes aspectos, por un lado, y si consideramos la presencia y el enorme poder militar del ejército realista, por otro, tenemos que convenir en lo acertado de la decisión del Libertador37. Pero, si miramos también la experiencia de Chile en esos momentos (que el mismo San Martín había impulsado), no se puede dudar de lo ventajoso que hubiera sido seguir y aplicar en el Perú la misma fórmula que en aquel país; separando el poder político del militar, sin duda alguna, se conciliaba un gobierno más fuerte, más legítimo y menos expuesto a reacciones justamente nacionalistas. Además, no debe olvidarse que la intención principal de la venida de San Martín al Perú era, exclusivamente, de carácter militar: desterrar el poder español y poner término a la guerra independentista de América. En este sentido, si en el decreto mencionado hubiese expresado claramente que su propósito era poner fin a la lucha y que para ello dejaría los cuidados de la administración civil a cargo de otra persona, poniéndose él al frente del ejército, no habría dado lugar a las suspicacias que se suscitaron y habría apuntado al objetivo principal. En otras palabras, si el ilustre argentino hubiese tenido más visión del devenir histórico y hubiese repetido lo realizado en la patria de O’Higgins años atrás, su preclara figura no tendría discusión en este pasaje de nuestra historia. San Martín —ya se ha dicho— no era un hombre de gobierno (un estadista) y careciendo de esas dotes menos podía evitar las funestas consecuencias cuyas causas él mismo involuntariamente puso en juego. No ponemos en tela de juicio los sanos propósitos del Gran Libertador (presumiblemente influenciado por su íntimo círculo de colaboradores, en especial por el insidioso Monteagudo) ni cuestionamos su legítima y personal opción ideológica, pero juzgamos que dadas las expectativas soberanas del momento y las aspiraciones colectivas de vivir en total libertad, al caudillo de Yapeyú le faltó lo que hoy se llama “apertura” política. No era cuestión de ambiciones personales (como se ha sugerido más de una vez) ni de movidas fraudulentas; por naturaleza psíquica, San Martín no era un sujeto egocéntrico ni mucho menos una personalidad tipo enredadera (que todo lo acapara para sí); pero tal vez no se dio cuenta en ese instante de la imperiosa necesidad de compartir el poder con quienes, con mayor legitimidad y por derecho propio, les correspondía. Desde esta perspectiva, el ilustre militar sureño nadó contra la corriente; pronto, las críticas y los reproches se dejaron oír en varias direcciones38.

Ahora bien, el mismo día 3 de agosto de 1821 en que asumió el Protectorado, San Martín organizó y puso en marcha su gobierno en base a un minúsculo (pero dinámico y eficaz) Consejo de Estado integrado por tres hombres —a su juicio— no solo los más representativos e idóneos, sino también los de su absoluta confianza y prestigio público. Ellos eran: Juan García del Río (originario de Nueva Granada), ministro de Estado y Relaciones Exteriores; Bernardo Monteagudo (de nacionalidad argentina), ministro de Guerra y Marina; e Hipólito Unanue (natural del Perú), ministro de Hacienda. Los tres, en ese momento, tenían un común denominador: ejercían la tarea periodística con celebrado éxito. Si hasta entonces —dice un historiador del periodismo peruano— los hombres más prestigiosos en el quehacer político habían sido los abogados y los médicos, en aquel año lo serían quienes tenían por oficio el periodismo, ocupando lugar prominente en la marcha de los asuntos públicos (Miró Quesada Laos, 1957, p. 56). Pero, al margen de esta coincidencia ocupacional de carácter circunstancial, es interesante anotar lo que dice Raúl Porras (1974): entre García del Río (que simbolizaba lo quimérico) y Monteagudo (que representaba la malquerencia), Unanue personificaba el equilibrio y la sensatez. Utopía (García del Río), radicalismo (Monteagudo) y constructivismo (Unanue). Probablemente en esta marcada diferencia caracterológica, la experiencia de los años vividos (tenía entonces Unanue 65 años de edad) y su reconocida ecuanimidad, inclinaron la balanza a favor de nuestro compatriota.

El caso de Unanue merece un breve comentario. Por sus méritos de vecino distinguido y hombre de ciencia, por su actitud abierta para con los insurgentes, por sus múltiples coincidencias políticas y por la necesidad de contar con consejeros hábiles, San Martín llamó al sabio peruano a colaborar con el Protectorado en un ramo difícil, complejo e incómodo: el manejo de la economía nacional. A partir de entonces y hasta su alejamiento definitivo del país en el segundo semestre de 1822, el Protector tuvo en Unanue un apoyo de primer nivel, que supo hidalgamente reconocer. En una carta personal fechada en Lima el 29 de agosto de 1822 dirigida precisamente a su fiel colaborador, le dice:

Antes, ahora y cuando yo ya no tenga más destino que el de un particular, digo y diré que el viejo, honrado y virtuosísimo Unanue es uno de los consuelos que he tenido en el tiempo de mi incómoda administración en el Perú… (Citado por Neira, 1967, p. 59)

En los comienzos del Protectorado, se cantaba jubilosamente en Lima y en otras partes el siguiente estribillo reproducido por el citado Miró Quesada (1957):

¡Viva la patria

de los peruanos!

¡Mueran los godos,

que son tiranos!

Al margen de este pasajero entusiasmo popular, sin duda alguna, los cambios planteados por San Martín durante su breve administración (que apenas duró un año y días) abarcaron diversos aspectos de la vida nacional39. ¿El objetivo? Por un lado, sentar las bases de las instituciones que hacía necesarias la nueva etapa de la historia independiente que con él se iniciaba y, por otro, clarificar el horizonte del país con cara al futuro. Por ejemplo, en el terreno político e internacional, se promulgó el Estatuto Provisorio con fecha 8 de octubre de 1821; se logró la capitulación de los castillos del Callao (21 de setiembre); se participó en el afianzamiento de la Independencia de Quito mediante una división que a las órdenes del coronel Andrés de Santa Cruz concurrió a la campaña de Pichincha (mayo de 1822); se propició la entrevista de Guayaquil entre ambos Libertadores (26 y 27 de julio de 1822, quedando a cargo del gobierno el marqués de Torre Tagle).

En el ámbito económico (donde las reformas fueron un tanto radicales), se pasó de un régimen monopolista al libre comercio, siguiendo la tendencia de la época; se organizó la hacienda pública y se dinamizó (no obstante los escasos recursos) la actividad productiva; se creó una contribución patriótica voluntaria que degeneró en empréstito forzoso para atender a las necesidades del ejército; se dio un Reglamento de Comercio, gravando las mercaderías extranjeras con el 20 %, las sudamericanas con el 18 % y las nacionales con el 16 %; se suprimieron las aduanas terrestres y se declararon libres de derechos el azogue, los libros, los instrumentos científicos para la enseñanza y toda clase de maquinaria; se prohibió la exportación de plata o el oro en barras o en pasta y se gravó la plata amonedada con el 5 % y el oro con el 2,5 % (Ugarte, 1980, pp. 81-82).

En el aspecto jurídico-laboral, se declaró libres a todos los nacidos en el Perú después del 28 de julio de 1821; quedaron suprimidas las servidumbres personales (28 de agosto de 1821, incluida la esclavitud negra); se suprimió, igualmente, el tributo de los indígenas que pesaba desde los tiempos coloniales; quedó suprimido el trabajo forzado en las minas conocido con el nombre de “mita”; se abolieron las penas de tormento y de azotes; se dictó un reglamento para la más pronta administración de justicia40; y se establecieron los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial41.

En el campo militar, se crearon los primeros cuerpos del Ejército peruano con el nombre de “Legión Peruana de la Guardia”, siendo su primer comandante en jefe el mariscal de campo Marqués de Torre Tagle; también se expidieron los primeros decretos organizando la Marina de Guerra del Perú.

 

En el orden educativo y cultural, se fundó la Biblioteca Nacional (decreto de 28 de agosto de 1821); se fomentó la enseñanza primaria en la ciudad de Lima, adoptando el sistema lancasteriano; se estableció la primera Escuela Normal para la formación de profesores; se decretó la libertad de imprenta (estableciéndose las penas necesarias para los que abusaran de ella)42; se creó la Orden del Sol (decreto de 8 de octubre de 1821) y se oficializó el Himno Nacional43. En el campo periodístico, se consideró como órgano oficial del Estado a la Gaceta del Gobierno44.

Finalmente, en el ámbito religioso (donde muchas de las acciones llevaron el estigma de Monteagudo) las medidas se caracterizaron por su constante violencia y su espíritu anticlerical: se prohibieron los repiques de campana o se redujo su duración; se proscribió el entierro de cadáveres en las iglesias; se renovaron las leyes que moderaban los lutos; se reglamentó (excediéndose en sus atribuciones) la emisión de los votos monásticos, no pudiendo profesar los hombres antes de los 30 años y las mujeres antes de los 25; se supervisó a los sacerdotes que ejercían su ministerio en las Casas de Ejercicios de la capital. Estas y otras medidas extremas, que a no dudarlo mellaron el ánimo de un pueblo secularmente católico, no solo provocaron la renuncia irrevocable (con olor a expulsión) de la primera autoridad eclesiástica, el anciano y emérito arzobispo Bartolomé María de Las Heras, sino que ocasionaron también el descrédito popular y la total repulsa hacia los gobernantes (Vargas Ugarte, 1945, p. 39).

Obviamente, fue en el terreno político e ideológico donde los esfuerzos gubernamentales se concentraron con mayor ímpetu45. En este caso, el punto primordial de la preocupación oficial estuvo focalizado en la definición de la forma de gobierno del naciente Estado: ¿Monarquía o República? Dilema colosal que entonces se vivió frenéticamente y al cual se dedicó muchísimo esfuerzo, tiempo y energía en su conjunto. El asunto, inevitablemente, se llegó a polarizar y a menudo se optaron posiciones intransigentes.

¿Qué significación histórica tuvo el duelo ideológico de aquel momento inicial de la República, entre adversarios que igualmente eran patriotas y peruanos?, es la pregunta que hasta hoy conserva vigencia. Fundándose en consideraciones sociológicas, históricas, jurídicas, políticas y filosóficas, los próceres defendieron sus puntos de vista con el calor propio de la controversia. Ambos grupos estaban convencidos de que era preciso exponer, ante los pueblos, recién liberados de la servidumbre, los fundamentos teóricos de la organización del Estado. En consecuencia, de la vacilación inicial se pasó a la discusión y al análisis pertinentes.

Efectivamente, la controversia adquirió las formas del debate oral y de la polémica periodística. ¿El escenario? La prensa y la Sociedad Patriótica de Lima, respectivamente. ¿Los protagonistas? Los liberales (propugnadores del sistema republicano y, por tanto, del constitucionalismo) y los conservadores (partidarios del régimen monárquico y, por ende, del autoritarismo). Un resumen de las principales características de esa formidable efervescencia doctrinaria e ideológica se ofrece en las páginas siguientes46.

El gran debate, el choque dialéctico entre los adictos al gobierno fuerte (monárquicos) y los simpatizantes del régimen democrático (liberales) se llevó a cabo en el salón de sesiones de la Universidad de San Marcos, donde deliberó la citada Sociedad Patriótica convocada e impulsada por el gobierno para “discutir las cuestiones que tengan un influjo directo o indirecto sobre el bien público”47. Es uno de los momentos tribunicios de la emancipación, en el que el uso pleno del verbo se hizo con ribetes de violencia oral y escrita. Para este momento se habían acumulado decenas de años de educación en la lógica aristotélica, en los sofismas del escolasticismo y en la literatura candente y teórica de los libros prohibidos de Montesquieu y Rousseau (Neira, 1967, pp. 156-157; Porras, 1974, pp. 197-198). Unanue fue elegido por aclamación como vicepresidente de la Sociedad. El cargo de presidente no fue sometido a voto. Se adjudicó directamente a Bernardo Monteagudo; ocupado como estaba en otros afanes, quien prácticamente dirigió los debates fue nuestro prestigioso compatriota. Por ello —dice Germán Leguía y Martínez (1972)— su elección denota la confianza que tenían las dos facciones en su honestidad y, si no en su imparcialidad, por lo menos en su rectitud e independencia de criterio. Fueron electores censores: Francisco Xavier de Luna Pizarro, José Cavero y Salazar, Francisco Valdivieso y Manuel Pérez de Tudela. En la lista de miembros no aparece José Faustino Sánchez Carrión, quien será, en realidad, el ideólogo victorioso de la Sociedad, aún sin presentarse nunca en ella (Leguía y Martínez, 1972, p. 73).

¿Cuál era el objeto de la magna asociación? Básicamente, la Sociedad se había reunido para deliberar sobre tres puntos cruciales48. El primero (el más grave y candente) era definir la forma de gobierno más adaptable al Estado peruano, según su extensión geográfica, su población, costumbres y grado que ocupaba en la escala de la civilización. El segundo, averiguar las causas por las que en Lima se había retardado el avance de la revolución. Y, el tercero, elaborar un ensayo sobre la necesidad de mantener el orden público para concluir la guerra y perpetuar la paz49. Concluidas las formalidades de rigor y establecidas las comisiones respectivas, se dio inicio al análisis de los asuntos propuestos. Sobre lo acontecido, el citado Francisco Javier Mariátegui relata de manera pormenorizada el ambiente y los episodios de aquellas discusiones entre los hombres de pensamiento que se interesaban por el destino final de la Independencia50. Por ejemplo, manifiesta que el 1 de marzo de 1822 (primera sesión pública), el clérigo José Ignacio Moreno (muy conocido en el país “por su servilismo y oposición a todo lo que fuera capaz de engrandecer al hombre”) en términos un tanto matemáticos y recordando a Montesquieu, fundamentó las razones por las cuales no debía optarse por la República Representativa51. Sostuvo la tesis de que la difusión del poder político debía estar en razón directa de la ilustración del pueblo y en razón inversa de las dimensiones de su territorio. Su pensamiento aplicado al Perú, significaba que las masas ignorantes, casi esclavas, no estaban en aptitud de ejercer las funciones políticas “hecho que es propio de las democracias, donde cualquier hombre puede ocupar cargos públicos, por su capacidad y virtudes”. En el lenguaje de Moreno, por consiguiente, no eran muchos los que debían gobernar sino uno solo. La monarquía, por lo tanto, era la única forma de gobierno adaptable al Perú. La extensión del territorio, de otro lado, era incompatible con el orden de la democracia. El gobierno de ese tipo —anotó— había surgido históricamente en territorios pequeños, como ocurrió en la antigüedad. Consecuente con su pensar, terminó sugiriendo el establecimiento de un gobierno de un solo hombre: “Mande uno, y que uno solo sea Rey”, dijo citando a Aquiles en la Iliada.

La refutación a la exposición de Moreno corrió a cargo de Manuel Pérez de Tudela (con debilidad) y, sobre todo, del presbítero Mariano José de Arce, quien se encargó de demoler al orador monarquista. Comenzó cuestionando los principios mismos de Montesquieu. Dijo: “Luego del descubrimiento del gobierno representativo no interesa que el territorio sea grande o pequeño; lo que importa es cómo se le conduzca”. Y afirmó que Moreno, a pesar de su elocuencia, no lo convencía, “tal vez porque sus argumentos son idénticos a los que muchas veces oyó para sostener el cetro de Fernando VII”. Terminó señalando que la exposición de Moreno “era una tardía y trasnochada expresión del absolutismo”. Sin duda alguna, la intervención de Arce (sólida y mortífera a la vez) provocó desagrado y fastidio en el ministro Monteagudo que presidía la sesión. Ante este malestar, Luna Pizarro que había permanecido atento y en silencio siguiendo el debate, hizo uso de la palabra para sostener