Construcción política de la nación peruana

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que se abstenía de refutar las ideas vertidas por Moreno, pues era menester que previamente se reconociese a los miembros de la Sociedad Patriótica el derecho de oponerse a las ideas expuestas en su seno y se les garantizase que no habrían de sufrir por ellas el menor daño. (Luna Pizarro, 1959, p. 86)

Sostuvo también que toda discusión sobre la forma de gobierno conveniente al Perú debía ser tratada únicamente en el seno del Congreso, cuya reunión había anunciado el Protector, y en el cual estarían amparadas las opiniones de los representantes por la inviolabilidad que les reconocía la ley. Finalmente, sostuvo que, lejos de limitarse la discusión a un esclarecimiento académico “debía invitarse a los escritores para que escribiesen acerca del tema, pues así se conocería el sentimiento y la voluntad de los pueblos” (Luna Pizarro, 1959, p. 87)52.

Terció en el debate el conservador bogotano Fernando López Aldana (1784-1841), quien insinuó que, antes de elegir la fórmula monárquica, era necesario previamente analizar quién debería ser la cabeza gobernante. Señaló los males “de que fuera un descendiente de los incas o un príncipe europeo, y que el único que quedaba era el propio Protector”53. José Alvarez le interrumpió, para señalar que la cuestión no era de carácter práctico (quién sería el rey), sino teórico (qué gobierno debería tener el Perú). Como el debate se diluía, Hipólito Unanue recordó que el tema propuesto era si se debía optar por una Monarquía Constitucional o una Democracia Representativa.

Centralizado el debate, la discusión se orientó a definir la forma política más apropiada para el país54. La ofensiva corrió a cargo del gobierno. San Martín y su entorno (sin ocultar su fervoroso e innegable rechazo al republicanismo) consideraban que no era el momento oportuno de crear una República bajo el modelo de Estados Unidos porque las condiciones culturales, sociales y políticas eran totalmente distintas a las nuestras; consecuentemente, auspiciaron la formación de una Monarquía Constitucional similar a la de Inglaterra55. La intención del Protector, fundada sobre todo en la experiencia inestable e incierta que entonces se vivía tanto en Argentina como en Chile, era establecer en el Perú el mencionado régimen monárquico-constitucional56. Consecuente con ello —dice Raúl Porras (1950)— preparó en unión de Monteagudo, consejero falaz y sigiloso, de García del Río, acérrimo realista, y de un significativo grupo de condes y marqueses limeños, un proyecto encaminado a la búsqueda de un varón fuerte y activo (príncipe) de alguna de las casas reinantes de Europa. Para tal efecto, dos comisionados (el citado García del Río y el inglés Diego Paroissien) partieron para Inglaterra llevando la lista de los candidatos, que encabezaba el príncipe de Sussex Cobourgh57. En realidad García del Río y Paroissien fueron nombrados por el Protector como Plenipotenciarios de nuestro país ante los gobiernos europeos. Llevaban como instrucciones públicas tratar de obtener el reconocimiento de la independencia del Perú en Europa, de conseguir un empréstito y se les facultó para contratar expertos de diversas ciencias e industrias útiles para la flamante nación. Con carácter de “instrucciones reservadas”, se les comunicó el acuerdo del Consejo de Estado (de fecha 24 de diciembre de 1821) para solicitar un príncipe europeo que asumiese el trono de una Monarquía Constitucional a establecerse en el Perú58. Los considerandos del acta de dicho Consejo señalan:

Para conservar el orden interior del Perú y a fin de que este Estado adquiera la respetabilidad exterior de que es susceptible, conviene el establecimiento de un gobierno vigoroso, el reconocimiento de la Independencia y la alianza o protección de una de las potencias de las de primer orden en Europa. (Citado en Odriozola, 1863-1877, p. 102)

Esta misión fue cancelada al retirarse San Martín del gobierno en setiembre de 1822.

A la luz de las evidencias que rodearon a sus gestores, la opción sanmartiniana por la Monarquía Constitucional era, pues, una consecuencia natural de ese espíritu59. Se ha dicho (Rojas, 1933, p. 214) que San Martín aquilataba el valor de las tradiciones españolas, las costumbres impuestas sobre las almas de sucesivas generaciones, la ignorancia de las masas, las supersticiones y la ausencia completa de la función pública en hombres absorbidos por la obediencia del esclavo. Es lógico, por consiguiente, que pensara en la monarquía como forma de gobierno. En este sentido, San Martín no tuvo la visión de Bolívar, a pesar de su genio militar, sobre la arquitectura política que debían adoptar las jóvenes nacionalidades de América. Un trono en el continente —conforme al pensamiento de Sánchez Carrión— representaba un grave peligro para el porvenir de los pueblos que acababa de libertar. Sánchez Carrión y los patriotas que contribuyeron con sus ideas al establecimiento de la libertad en el Perú, no podían aceptar la supervivencia del sistema político monárquico, aún cuando se cambiaran las personas de los gobernantes.

Antes de proseguir con el análisis del tema en cuestión, consideramos de enorme utilidad transcribir (sin mayores comentarios) las valiosas reflexiones de Raúl Porras sobre el espíritu republicano que —según él— profesó en el fondo el cuestionado Protector. Aquí el extenso testimonio publicado en la revista limeña Mar del Sur, correspondiente a julio-agosto de 1950:

No cabe negar, ante los documentos no solo de Punchauca, sino de antes y después de este trance, que San Martín albergó sinceramente planes monárquicos, aunque no fuera esta la forma de gobierno que más se amoldase a su espítitu y a su misión revolucionaria. Si los documentos oficiales no hablasen, lo dirían los actos del Protectorado encaminados a implantar el gobierno monárquico en el Perú, y las confesiones íntimas de las cartas de San Martín. Están ahí para demostrarlo, en forma inconfundible, el envío de los comisionados a Europa a buscar un príncipe, las discusiones de la Sociedad Patriótica regidas por Monteagudo y el murmullo popular que bautizó a San Martín con el burlón epíteto de ‘Rey José’. Y lo ratifican la carta a O’Higgins de 30 de noviembre de 1821, en que confiesa la ‘imposibilidad de erigir estos países en repúblicas’ y el propio adiós sincerísimo del héroe al pueblo del Perú, en que declara que está aburrido de oír decir que quiere hacerse soberano.

Existieron, pues, el plan monárquico y el resquemor público contra San Martín. Pero, tanto la adopción de la fórmula monarquizante como el abandono de ella, fueron imposiciones del ambiente que no modificaron el pensamiento íntimo del héroe ni alteraron su convicción democrática. San Martín fue democráta pero no solo teórica y verbalmente. Fue ética y constitutivamente republicano. Lo fue en su carácter y en todos sus actos, y en mayor medida que Bolívar y otros caudillos de América. No predicó o declamó sobre la democracia, sino que la ejerció en todos los momentos de su vida, sobre todo en el trance decisivo del usufructo del poder, que no aceptó sino como expresión de la opinión pública, del que no abusó nunca y el que no tuvo interés en retener, sino para afirmar el propósito esencial de la libertad.

Cuando se habla de las convicciones republicanas o monárquicas de los caudillos de la Independencia, es necesario entender, previamente, el concepto que en aquella época se tenía de dichos términos. Y es Montesquieu el maestro y el Espíritu de las Leyes el decálogo insustituible. Ellos nos enseñan, con lección aceptada entonces por todos, que la base de una monarquía es el honor, o sea, las distinciones que el rey prodiga a sus servidores que son el objeto de todas las aspiraciones; que el temor lo es de un gobierno despótico; y que la virtud es la esencia propia del régimen republicano. La virtud republicana consiste para Montesquieu: en el amor a la patria y a las leyes, en la preferencia del interés público sobre el particular, en el desprendimiento de sí mismo, la moderación y, particularmente, en el culto de la igualdad y de la frugalidad. Dentro del concepto montesquiano, San Martín fue paradigma de estas virtudes patricias. Las enseñó con el ejemplo y sacrificó a ellas su conveniencia personal y su gloria. Desde Buenos Aires a Cuyo y de Santiago a Lima, su vida es una demostración constante de abnegación y desprendimiento, de contemplación preferente del bien público con mengua y olvido de interés personal. Rechaza en Buenos Aires el poder político, teniéndolo en las manos en 1812, porque quiere alejar del nuevo estado toda sombra de pretorianismo, renuncia a sus emolumentos de Gobernador de Cuyo para aliviar las cargas del Estado, rehúye los honores del triunfo en Chile después de Chacabuco y entra de incógnito a Lima, después de haber rendido, sin derramamiento de sangre, por obra de su estrategia humana, la capital del virreinato austral y el mayor baluarte del poder español en América. Su paso por Chile y Perú, desechando honores y trofeos, alejando de su lado a los oportunistas y a los aduladores, protegiendo a la ilustración, dando muestras de modestia y de frugalidad en la mesa y en el vestido, desterrando lo pomposo, lo hueco y lo estentóreo del ambiente cortesano de Lima, proscribiendo las entradas fastuosas al estilo virreinal y las arengas serviles e hiperbólicas, prolongación de los panegíricos coloniales, perfilan al demócrata de verdad y de corazón. La de San Martín es una de las pocas auténticas conciencias republicanas que se halla en la historia de América. El pensamiento de un conductor de pueblos no puede seguir una inquebrantable línea dogmática, sino que tiene que flexibilizarse y aceptar las influencias del momento histórico en que vive. San Martín guardó durante toda su vida un celoso respeto por la opinión pública. No hay duda de que al llegar al Perú, sede de la aristocracia americana, sintió la sugestión monárquica del ambiente y se decidió a hacerla servir a su plan de libertad, como una fórmula de transición hacia la ideal meta republicana. Era patente el contraste entre la nobleza ilustrada y el pueblo como base mayoritaria de esa sociedad. San Martín y sus consejeros sabían bien que el régimen republicano exigía ‘virtud y civilización’ y ellos traían, además, la desconsoladora experiencia de los primeros pasos republicanos en Argentina y en Chile, que en un ambiente más homogéneo, habían producido la anarquía, el desorden civil y el cesarismo demagógico. La violencia también se hallaba presente. Todo esto gravitó para retrasar, en un medio que aparecía como escasamente preparado, la implantación del gobierno representativo. La fórmula sagaz y conciliadora pareció ser, en aquel instante, la monarquía constitucional.

 

La profesión de fe republicana del hijo de Yapeyú vuelve a manifestarse, nítida y pura, en su magnánimo gesto de Guayaquil, cediendo el paso a Bolívar para no encender la guerra civil, en la convocatoria del Congreso peruano para despojarse ante él del poder que le quemaba las manos y en las palabras de su mensaje de despedida al Perú, que encierran la más noble lección que haya recibido nuestra democracia.

El pensamiento político de San Martín tuvo, pues, una palpitación de diástole y de sístole propia de todo ritmo vital. Pero en esa oscilación pendular había una tensa línea oculta de su fe republicana. Su innato republicanismo arrancaba de su decepción juvenil, en España, ante la degradada monarquía de Fernando VII, que le forzó a truncar su brillante carrera militar y a sacrificar familia y amigos, para venirse a América y afiliarse a las logias antimonárquicas de la libertad. Esta fue la orientación cardinal de su vida.

Los pasajeros desalientos y expresiones de angustia de sus cartas íntimas ante los contrastes cotidianos de la experiencia democrática en el subcontinente. Sin embargo, siempre mostró su íntima e insobornable convicción democrática. Dígalo su carta a su amigo y compatriota, el general Tomás Guido de 1827 que proclama, de acuerdo con su conducta de toda la vida: “Odio a todo lo que es lujo y distinciones, a todo lo que es aristocracia; por inclinación y principios, amo el gobierno republicano y nadie, nadie lo es más que yo”.

En resumen, es posible que para algunos miembros de aquella ilustre generación, la monarquía hubiera sido el gobierno más sensato y cauto para pueblos sin cultura ni preparación cívica y que la república, al mismo tiempo, hubiera constituido una fórmula de gobierno poco experimentada y sujeta a contingencias peligrosas. (pp. 29-31)

Hasta aquí el exhaustivo análisis del insigne historiador y diplomático natural de Pisco. Prosigamos con el desarrollo del tema.

Infortunadamente para el Protector, la estrategia empleada en el seno de la Sociedad Patriótica no fue la más acertada desde un inicio. Si lo que Monteagudo se proponía —observa Francisco Javier Mariátegui— era sembrar la semilla monárquica a través de las discusiones, fue sin duda alguna un riesgo demasiado elevado confiar sus planes a marqueses, condes, comerciantes o militares sin mayor experiencia política, doctrinaria e ideológica. Resultaba difícil que esa gente sin cultura y sin dotes oratorios echaran las bases ideológicas de la forma de gobierno que convenía al Protectorado y a los que pensaban en la monarquía. Monteagudo era un hombre inteligente, por quien San Martín y Bolívar sentían respeto y admiración. Debió, por lo mismo, pensar en la incorporación de sujetos que fuesen capaces de tomar parte en controversias que exigían preparación, cultura e ingenio. Su propósito, en consecuencia, debió ser más concreto y pragmático: propagar entre sus interlocutores los fundamentos filosóficos del Estado monárquico.

Carentes de esa preparación básica, los incautos monarquistas fueron fácilmente encimados por los fogueados y, muchas veces, beligerantes liberales, no obstante ser minoría. Aquí nuevamente el valioso testimonio de Raúl Porras (1974):

Son ampliamente conocidos los episodios de aquella discusión, la tésis del canónigo Moreno, secuaz de Monteagudo, sobre la inadaptabilidad de la forma republicana al Perú, por la extensión de su territorio, desfavorable para los comicios, y por la ignorancia y analfabetismo de sus habitantes. La embestida vigorosa del clérigo arequipeño Mariano José de Arce; la elusión de Luna Pizarro; la serena intervención de Tudela impugnando el régimen monárquico, y la aparición del pliego misterioso firmado con el seudónimo de ´El Solitario de Sayán´, que contenía el más intemperante alegato en contra de la monarquía. La carta del solitario, escrita por Sánchez Carrión, no se leyó en la Sociedad ni pudo imprimirse, pero se leyó en las plazas y en los cafés en que los flamantes ciudadanos acudían a gritar ¡Viva la República! La carta puso al descubierto la parcialidad del ministro y desató auténtica opinión republicana. Pero también prácticamente aniquiló a la Sociedad Patriótica y canceló la intentona monarquista. Fue el primer triunfo democrático de Sánchez Carrión, limpio, puro, doctrinario, sin sombra de personalismo y de medro, de abajo a arriba, de anónima a poderosa, con solo la fuerza intrépida del ideal. (pp. 23-24)

Uno de los republicanos que más sobresalió en el seno de esa institución por su ecuanimidad, sensatez y elocuencia, fue el prestigioso jurista Manuel Pérez de Tudela. Natural de Arica, este personaje exhibía entonces el prestigio de haber librado batalla por los perseguidos del régimen colonial, de haberse empeñado en una campaña ardorosa en favor de la libertad mediante panfletos que circulaban clandestinamente; pero el respeto que inspiraba el prócer derivaba, sobre todo, de haber sido el autor del acta de la Independencia. No tenía la juventud de Sánchez Carrión, pues ya era un hombre maduro, que andaba por los cincuenta años, ni el espíritu belicoso o demagógico que caracterizaba a otros republicanos. En sus ideas, por eso, aparece equilibrado, con cierta ponderación en el pensamiento, que lo alejaba de toda postura ambigua. El 8 de mayo de 1822, el ilustre jurisconsulto expuso su alegato a favor del sistema republicano de gobierno. Sus ideas provocaron en los asistentes a la Sociedad, principalmente en el público espectador, gran entusiasmo que se tradujo en vibrantes vivas y estruendosos aplausos. Se cuenta que este fervor popular por la República disgustó sobremanera a Monteagudo y a los monarquistas, a tal punto que algunos de ellos quedaron asombrados de cómo los partidarios de las ideas liberales habían aumentado intempestivamente.

Las sociedades civiles son unos cuerpos lentos en formarse. El hombre naturalmente libre, cede con dificultad a la voz del magistrado, y no puede establecerse el orden, sino a pasos tardíos, pero sólidos. Es necesario observar el tiempo, el carácter dominante, su posición natural y política, el progreso de los conocimientos, su relación con los estados inmediatos y hacer una feliz combinación con la naturaleza de los asociados. (Citado por Porras, 1963, p. 81)

A todas luces, Pérez de Tudela argumentaba su planteamiento con un criterio sociológico evolucionista, haciendo uso también de las ideas del filósofo francés Étienne de Condillac a quien glosa en varios puntos de su brillante exposición. El raciocinio de Pérez de Tudela abogando por el gobierno popular representativo, expuesto en lenguaje frío y lógico, constituyó el golpe definitivo a las ideas monárquicas del eclesiástico Moreno. Así lo comprendió Monteagudo, pues cuando se publicó la disertación por el secretario de la Sociedad en el semanario El Sol del Perú el rudo ministro hizo retirar los respectivos ejemplares60.

Durante las sesiones sucesivas, Pérez de Tudela, Arce, Mariátegui, La Torre, Luna Pizarro, republicanos de tendencias liberales, mostraron a los monarquistas, de sentimientos y convicciones conservadoras, las ventajas de los gobiernos populares de carácter democrático. Francisco Javier Mariátegui (1925) refiere que “Las sesiones representaron torneos oratorios y la barra concurrente, que aplaudía a los hombres que encarnaban sus ideas, sonreía ante los adversarios, sin llenarlos de insultos o silenciarlos, mediante la cachiporra” (p. 42). Monteagudo, a pesar de su temperamento apasionado, comprendiendo que la libertad de discrepar es inherente a la naturaleza humana, expidió —de acuerdo a lo dicho— un decreto por el que se reconocía que los miembros de la Sociedad Patriótica no eran responsables por las ideas que expusieran, es decir, que la libertad de pensar no debía someterse a ninguna condición previa.

El gran ausente físicamente de la magna asamblea fue el ilustre hijo de Huamachuco, José Faustino Sánchez Carrión. En efecto, Sánchez Carrión no pudo intervenir personalmente en los debates de los fundadores de nuestra nacionalidad, pero envió sus famosas Cartas políticas firmadas con el seudónimo de “El Solitario de Sayán”, para que el secretario, Francisco Javier Mariátegui, les diera lectura61. Era un alegato vibrante en favor de la República y contrario a la Monarquía. Monteagudo, cuyo talento era notorio, utilizó la argucia de que el documento no estaba firmado por determinada persona. “El Solitario de Sayán” —en su opinión— solo era un seudónimo. La defensa escrita de la ideología republicana, en este caso, la sostenía un anónimo. Mediante esta maniobra, el astuto ministro evitó que sus teorías fueran refutadas por Sánchez Carrión. Los documentos no fueron leídos íntegramente, frustrándose el plan de los liberales, de manera momentánea. Sin embargo, por iniciativa del propio Unanue, más tarde se les dio lectura en la sesión del 12 de abril de 1822.

Es improbable —afirma Raúl Porras (1974)— que el sabio peruano hubiese dejado pasar las cartas sin haberlas leído previamente. Debió haberse percatado, con toda seguridad, del impacto e influencia que iban a tener en el seno de la corporación: la lógica avasalladora de Sánchez Carrión no solo pulverizaría las apreciaciones del clérigo Moreno, sino que inclinaría la balanza definitiva al lado liberal. Si Unanue no hubiese admitido la lectura de las cartas, otro hubiese sido, tal vez, el inventario ideológico final. ¿Cuáles eran las ideas-eje en los documentos mencionados? Sánchez Carrión no admite las limitaciones que a la fórmula representativa oponen sus contrarios, señalando la despoblación del país, sus costumbres, cultura y extensión del espacio. Lo que le preocupa es algo mucho más perenne y trascendental: hallar la fórmula que frene o evite el despotismo, la adulación y el servilismo entre la gente peruana. Para él, el monarquismo, aún el constitucional, no es útil, no por razones de estadista sino de moralista. Con un sistema monárquico, se pregunta ¿qué seríamos?; debilitada nuestra fuerza y avezados al sistema colonial ¿cómo hablaríamos en presencia del monarca? “Yo lo diré: seríamos excelentes vasallos y nunca ciudadanos; tendríamos aspiraciones serviles, y nuestro placer consistiría en que S.M. extendiese su real mano para que la besásemos”. “Un trono en el Perú —agrega— sería más despótico que en el Asia, teniendo en cuenta la blandura del carácter peruano y su falta de celo por la libertad”. Desde esta perspectiva, Sánchez Carrión temía (y con sobrada razón) que el monarquismo degradase al hombre peruano a un sistema en donde “el medio de adular es el exclusivo medio de conseguir”. Por último, invoca el clima común americano que entonces era prioritario. Proféticamente señala que la libertad del Perú depende de la solidaridad e intervención del continente. “No infundamos desconfianza”, solicita con la convicción que le caracterizaba (Porras, 1974, pp. 28-29; Neira, 1967, pp. 160-161; Puente Candamo, 1971, p. 327).

El efecto inmediato de las memorables Cartas fue obligar a que el prelado Moreno abjurase de su conducta. En una intervención de bajo tono, lamentó que se “hubiese interpretado mal su discurso”. Afirmó (en un arrepentimiento tardío) no apoyar la fórmula de un Gobierno Absoluto “por los terribles e inmensos males que acarrea a la población”. Para demostrar lo dicho, publicó un breve folleto aclarando su posición principista y los móviles de su intervención. En él afirma, por ejemplo, que defendió a la monarquía “solo porque Unanue le había designado para ello”, y que en política prefería para el Perú “un gobierno fuerte que se encarne en el Ejecutivo emanado de la soberanía popular”. Sin embargo, no apoyó la idea de un Congreso Nacional62.

A partir de entonces, se discutirían otros asuntos en la Sociedad, pero el debate de índole doctrinario e ideológico fue, prácticamente, ultimado a favor de los partidarios de la República Representativa, pues no volvió a haber, luego de la lectura de las Cartas de “El Solitario de Sayán” otra intervención monárquica. En este sentido, puede afirmarse que el conflicto entre autoritarios y liberales se inclinó en setiembre de 1822, a favor definitivamente de los últimos, al instalarse de inmediato el primer Congreso Constituyente de nuestra vida republicana (Neira, 1967, p. 161). Sin duda alguna —según Porras (1974)— fue el primer triunfo democrático de Sánchez Carrión, limpio, puro, doctrinario, sin sombra de personalismo y de medro, de abajo a arriba, de anónimo a poderoso, con solo la fuerza intrépida del ideal.

 

¿Por qué se optó por la fórmula de gobierno republicano? Mucho se ha escrito al respecto y seguramente se seguirá escribiendo, sin hallar una sola respuesta. A la luz de la experiencia histórica, juzgamos que nuestros antepasados votaron a favor de la República porque experimentaron y soportaron en carne propia los males que llevaba el virreinato en sus entrañas. Las minorías ilustradas tuvieron la feliz intuición de que la monarquía implicaba el privilegio, la diferencia de castas, las separaciones artificiales, el exilio de los descontentos, el achatamiento de los dignos y altivos y, sobre todo, la marginación política y social en desmedro del bien común, la libertad y la igualdad humana. Esto último, se convirtió casi en un mito o utopía en la mente de algunos afiebrados liberales. Sobre ello, Basadre en el Prólogo al libro mencionado de Santiago Távara (1951) hace una curiosa e interesante reflexión que bien vale la pena citar:

Las necesidades angustiosas que aquejaban al país —dice— no se iban a curar con los discursos de los doctrinarios que pretendían organizar la República, según los principios que ellos suponían mejores, en la plaza de la Inquisición, en el antiguo salón de actos de la Universidad de San Marcos; porque las ambiciones de los hombres, la fuerza de las bayonetas y también los perentorios deberes que podrían crear los momentos históricos de suprema crisis, no se iban a detener ante algunas palabras escritas en hojas de papel. El problema era de distinta naturaleza. El país necesitaba, por cierto, constituirse políticamente. Pero para ello había que visualizar, ante todo, cuáles eran las fuerzas sociales que podían asegurar la independencia, primero, y, luego, la paz, el progreso, el bienestar y cuáles eran los elementos de perturbación que había que frenar o eliminar, pues venían a resultar factores adversos para una pronta terminación de la guerra de la Independencia, casi tanto como los propios ejércitos españoles. (p. 57)

Planteamiento mucho más radical corresponde a Luis Alayza y Paz Soldán (1944) cuando dice:

Novelerías o no, las discusiones sobre monarquía o república agriaron los ánimos en un principio, dividieron luego hondamente al país, impopularizaron a San Marín, Unanue y Bolívar para siempre, y arrastraron a los colaboradores del Libertador caraqueño hasta los horrores del crimen político. A ello se deben las misteriosas muertes de Sánchez Carrión y de Monteagudo. (p. 66)

Este fue, en resumen, el entorno histórico de aquella intensa jornada que durante casi medio año tuvo lugar en el seno de la Sociedad Patriótica. Para Basadre (prólogo al citado libro de Távara), lo interesante de ella estuvo expresada en dos situaciones: a) en la actitud pública y viril de la oposición que se enfrentó no solo a la aceptación fatalista de los acontecimientos, sino también al dominio ejercido “desde arriba” que, en ese momento, pretendía imponer ideas o fórmulas políticas; y b) en la conducta del público asistente que, de manera decidida y abierta, se mostró favorable al planteamiento de los oradores republicanos. Aquí aparece lo que el soció-logo alemán, Karl Mannheim, llama en su libro Ideología y utopía (1936) la “espiritualización de la política”; es decir, surgen por primera vez las clases que antes no habían tenido conciencia de su propio sentir histórico. Para nosotros, el resultado final de la Sociedad Patriótica se reflejó en las dos siguientes realidades: a) el triunfo de los liberales y b) el desengaño de San Martín y su cúpula por el fracaso de la fórmula monárquica. La primera, se tradujo en la conformación e instalación de la Asamblea Constituyente; y, la segunda, en la dimisión y el alejamiento definitivo del Libertador argentino de nuestro suelo. Antes de analizar ambas situaciones, consideramos pertinente consignar algunos datos sobre el quehacer de aquel hombre que en ese lapso ejerció un poder casi omnímodo: Bernardo Monteagudo Cáceres (1790-1825).

Comparativamente, pocos personajes como el polémico ministro de Guerra y Marina fue tan abominado y vituperiado en aquellos días, no solo por el enorme poder que concentró, sino también por su nefasta política represiva e intolerante63. Al respecto, el siguiente juicio de Pedro Dávalos y Lissón (1924) es concluyente:

La imaginación popular limeña de entonces, había creado en torno de Monteagudo una leyenda de perversidad y depravación exagerada, pero con fundamentos que justifican el odio que se le tenía. Solo fue sincero en su apasionamiento por las ideas antiespañolas. Fue odiado por la aristocracia capitalina y por los círculos liberales. (p. 198)

Nacido en Tucumán en 1790, Monteagudo desde muy joven estuvo vinculado no solo a los afanes literarios y jurídicos entonces predominantes, sino también a la inquietud política reinante (ver Apéndice biográfico). Sin embargo, con el correr de los años experimentó una extraña y virulenta metamorfosis en su percepción política e ideológica: de un exaltado liberalismo (republicano y demócrata) pasó a un abierto y recalcitrante conservadurismo (monárquico y autoritario)64. En el primer caso, editó Mártir o Libre (1812) y en el segundo El Censor de la Revolución (1820); en ambos casos puso en práctica sus grandes dotes de periodista y polemista. Sin duda alguna, un personaje de larga y controvertida existencia y una de las figuras de mayor relieve en el escenario americano de su época.

Según se afirma, su vasta cultura, su fina destreza diplomática, el “tono europeo” que le admiraría poco después Bolívar, y sus convicciones políticas inflexibles, lo designaban para ocupar los ministerios claves de la administración sanmartiniana, convirtiéndose en el hombre clave de su egregio compatriota. Poseedor de una inteligencia clara —dice Leguía y Martínez (1972)— cautivaba por sus conocimientos amplios e ideas vigorosas. De temperamento fuerte e irascible, causaba adhesiones y repulsas al mismo tiempo (Mariano Felipe Paz Soldán, el historiador clásico peruano de la Independencia fue un admirador suyo; mientras que José Faustino Sánchez Carrión, el gran tribuno de la República, su más ácido crítico y adversario). Orador influyente sobre las masas populares, solía compararse con el francés Louis de Saint-Just65. Librepensador en asuntos religiosos, se ensañó —como ya hemos visto— con el alto clero limeño, despojándolo de muchos de sus antiguos privilegios. “En varias ocasiones se mostró capaz de acción decidida y fructuosa, y éxito hubiera tenido si no hubiera estado dominado por cierta turbación y perplejidad en las ideas, producto de su espíritu liviano y tormentoso”, nos dice Dávalos y Lissón (1924, p. 175).