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Viajes por España

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IV
DE MEDINA DEL CAMPO A SALAMANCA

Partimos.

El tren giró hacia el Oeste, no bien salió de entre agujas, y colóse inmediatamente en Medina del Campo, cuyas últimas casas lindan con la Estación.

La vía férrea cruza por las calles mismas de la villa, sobre un terraplén de algunos pies de altura, gracias al cual fuimos viendo, por encima de cercas y tapias, el interior de muchos corrales llenos de leña, estiércol y aperos de labor, y cubiertos de recientísima escarcha, por donde andaban ya las madrugadoras gallinas tomando el sol y cacareando…

Los medinenses no se habían levantado todavía. Por lo menos, las ventanas y puertas de sus casas estaban cerradas, las chimeneas no expelían humo, y no había ni un alma en las silenciosas calles.

Medina es extensísima, y compréndese muy bien, al verla, que desempeñe papel tan importante en la Historia de España. A cada paso descubríamos casas ruinosas, con todo el aspecto de deshabitadas, y amplios solares de otras que se han hundido. Infinidad de torres de iglesias nuevas ó viejas (es decir, de hace cuatro ó cinco siglos, ó del siglo pasado, á juzgar por la forma de sus campanarios y por el color de los muros) mantiénense todavía en pie. Abundan las de piedra renegrida por el tiempo, y aun hay que contar las que habrán derribado los siglos y las revoluciones…

De los desastres causados por la tea incendiaria de Ronquillo y de Fonseca, nótanse por doquier horribles vestigios. – La desventura de Medina, como las de Pompeya y Herculano, tiene fecha determinada. ¡Tal día de tal año amaneció rica y poderosa, y á la noche era un montón de ruinas!

Pero mientras nosotros pensábamos en esto, el tren había dejado ya atrás á Medina del Campo, y corría por más alegres horizontes…

Hagamos nosotros lo mismo.

* * *

De Medina á Salamanca hay 77 kilómetros.

Acerca de los primeros que recorrimos, sólo tengo que decir que seguimos cruzando la gran llanura de Castilla la Vieja, más productiva, pero no menos desamparada y monótona que la de Castilla la Nueva. En cuanto alcanzaban los ojos veíamos leguas y leguas de campos sin verdor, recién arados con el mayor esmero, en donde iban á sembrarse los gérmenes de la cosecha de 1878; ¡pero ni un árbol, ni una vivienda, ni un chorro de agua, ni la más leve ondulación en el terreno!..

Sin embargo, aquella interminable planicie casi negra, cobijada por un cielo azul y limpio, é inundada de luz por un sol alegre y esplendoroso, no carecía de encanto y grandiosidad, á causa de su misma sencillez. – Hacía un día hermosísimo, un verdadero día español, y esto lo embellece todo.

Por lo demás, ya íbamos divisando en la soledad de aquellas tierras algunos labradores que araban tranquilamente, y que nosotros no podíamos imaginar de dónde habían salido ni á qué hora se habían levantado para estar allí tan de mañana. – Vistos desde el tren, parecían habitantes de la Luna contemplados desde la Tierra, ó habitantes de la Tierra contemplados desde la Luna, ó más bien parecían un accesorio fijo y permanente de aquel cuadro, como las figurillas humanas que ponen los pintores en los paisajes.

Minutos después (que es como si dijéramos algunas leguas más allá) pasamos por delante de un montecillo de barro, de piedras, de yeso, de tejas y de retama, coronado por un campanario con su cruz y todo… Era un pueblo: era Campillo: quiero decir, era uno de tantos Campillos como figuran en el Nomenclátor de España.

Luego pasamos por El Carpio (ó sea por un Carpio, pues también conocíamos ya más de uno)…

Y á las siete y veintiocho llegamos á Cantalapiedra, famosa hoy por su agua potable, que no bebimos.

Habíamos entrado en la Provincia de Salamanca.

Allí comienza ya á rizarse el terreno. —Cantalapiedra ocupa una meseta inclinada, donde hubo también antiguamente cierto castillo casi inexpugnable.

En el siglo xv los Portugueses se apoderaron de él y defendieron largo tiempo, al amparo de sus muros, las pretensiones de la Beltraneja. – Los vecinos de la villa discurrieron entonces que el tal castillo podía con el tiempo dar ocasión á nuevas luchas y trastornos, si lo dejaban en pie; y no bien terminó aquella guerra civil, lo demolieron pacíficamente con sus propias manos. – Vese, pues, que no siempre ha corrido como verdad axiomática lo de si vis pacem, para bellum.

Y es cuanto puedo decir de Cantalapiedra.

Puestos otra vez en marcha, el sol, que iba ya calentando, principió á acariciarnos dentro del coche, y acabó por dormirnos amorosísimamente…

Y dormidos pasamos (según luego vimos en El Indicador) por

Nueva Carolina,

Pedroso,

Gomecello,

Y Moriscos,

nombres que ningún eco habrían hallado en nuestra memoria, aunque no hubiésemos estado dormidos.

En cambio, quiso la Providencia que despertásemos al salir de esta última Estación, ó sea cuando faltaba un cuarto de hora (legua y media) para llegar á Salamanca. – De otro modo, nos hubiéramos hallado de pronto bajo los muros de la gran ciudad; cosa opuesta á todas las reglas del arte de conmoverse.

* * *

Lo primero que vimos de Salamanca (mucho antes de divisarla á lo lejos) fué sus célebres toros… los toros salamanquinos, de mil libras de peso y de formidables astas, plantados cerca de la vía y mirando el tren con más cólera que espanto.

– ¡Ah, facinerosos! (estuve por decirles). ¡Desde tiempo inmemorial habéis estado yendo á Madrid á asustarnos con esa fuerza y esos cuernos que Dios os ha dado!.. ¡Ahora nos toca á los madrileños venir á Salamanca á asustaros á vosotros! – ¿Por qué no probáis á luchar con esta locomotora?

Los toros debieron de adivinar semejante desafío, y noticiosos, sin duda, del trágico fin de aquellos héroes y mártires de su misma especie que embistieron arrogantemente en las orillas del Jarama á los primeros trenes de Madrid á Aranjuez y de Aranjuez á Madrid, nos volvieron la espalda con suma dignidad, como diciendo:

– ¡Nuestra raza cumplió ya ese deber! ¡Su protesta quedó escrita con sangre! ¡Paso á la majestad caída!

Y la verdad es que tenían razón.

En esto apareció ante nuestros ojos Salamanca, surgiendo de la hondonada en que se asienta á la orilla derecha del Tormes.

¡Aquélla era, sí, la muy noble y muy leal matrona, con sus rotas murallas; con su centenar de torres y cúpulas, que en línea horizontal se dibujaban en el cielo; con sus amplios edificios de dorada piedra, que reverberaban al sol, y precedida de una verde arboleda, que parecía servirle de zócalo ó de alfombra!

Tanta erguida piedra campeando en el aire, tanta arquitectura, tanta grandiosidad, tanta nobleza, correspondían de todo punto al encomiástico dictado de «Roma la Chica…» Era, pues, indudable que estábamos delante de Salamanca.

V
ENTRADA EN LA CIUDAD. – LA CALLE DE ZAMORA

La Estación del ferrocarril de Salamanca distará un kilómetro de la ciudad, y desde aquélla á ésta corre una hermosa calle de árboles, que sirve de paseo público. Además, cuando nosotros fuimos allí, construíase á toda prisa, para el servicio de la misma Estación, una ancha y bien acondicionada carretera, por cuyo explanado trayecto pasaban ya los ómnibus generales y muchos particulares de los hoteles.

¡Porque todo esto había donde ningún alojamiento temíamos hallar cuando en Madrid proyectábamos el viaje!

– «¡Señorito, al Hotel H!.. – ¡Señorito, al Hotel B!.. – ¡Señorito, á la Fonda X!..» – nos gritaban los commissionnaires et facteurs, ni más ni menos que si acabásemos de llegar á París ó Londres.

– ¡Bien por Salamanca! – exclamamos nosotros. —¡Nobleza obliga!– ¡Cuando los Grandes se meten á plebeyos, deben hacer las cosas con este rumbo!

Pero de aquella misma abundancia de alojamientos surgía una nueva dificultad, y era que, como no habíamos consultado á nadie antes de salir de Madrid, ni avisado á ningún amigo nuestra llegada á Salamanca, ignorábamos cuál era el mejor hotel, hallándonos, por tanto, en la situación que los franceses (y va de afrancesamiento) denominan embarras du choix.

No era cosa de equivocarse en punto de tamaña trascendencia. Preguntamos, pues, á un guardia civil (autoridad infalible, de tejas abajo), y éste nos recomendó (confidencialmente) el Hotel del Comercio.

¡Al Hotel del Comercio!– dijimos nosotros entonces con absoluta confianza, penetrando en el ómnibus de aquella advocación.

Y partimos.

En cuanto al resto de los viajeros… (¡ah, cucos!), ya se les veía caminar á pie por la calle de árboles: de lo cual se deduce que los demás carruajes volvieron de vacío á la ciudad. – Pero ¿qué importaba, si el honor de Salamanca se había salvado?

Dice un refrán novísimo: Haz lo que debas, aunque debas lo que hagas.

* * *

Subido en el estribo de la trasera, y con la gorra, la cabeza y medio cuerpo metidos dentro de nuestra jaula, nos miraba y se sonreía el zagal del ómnibus (zagal también por los años, pues no habría cumplido quince), y al ver yo su rostro picaresco, digno de su paisano Lázaro de Tormes, díjeme alborozadamente: – «¡He aquí nuestro cicerone hasta que lleguemos á la fonda!..»

Y me puse con él al habla, previa donación, que le hice, de un cigarro puro.

Aquel joven nos dijo, entre otras muchas cosas menos interesantes, que la puerta, ya sin puerta, por donde poco después entrábamos en Salamanca, se llama todavía la Puerta de Zamora, y que la hermosa calle que allí comienza lleva también el nombre de la ciudad de Gonzalo Arias.

 

Y nosotros recordábamos, por nuestra parte, el clamoreo que se alzó en las Academias de Madrid el año de gracia de 1855, cuando los salmantinos (no todos) tuvieron á bien derribar la tal puerta, sin reparar en que había servido de Arco de Triunfo para la entrada del emperador Carlos V en la ciudad del Tormes el año, también de gracia, de 1534…

La dicha Calle de Zamora, que, según vimos después, es la mejor de Salamanca, llamó sobre todo nuestra atención, y muy particularmente la mía, por su color pardo, austero y como de vejez. – Y era que mi último y entonces recientísimo viaje de recreo había tenido por teatro la provincia de Cádiz, y mis ojos estaban hechos á ver pueblos blanquísimos, relucientes, flamantes, nuevos, por decirlo, así, adornados de verdes balcones, de floridos patios expuestos al público, y de enjalbegadas horizontales azoteas al estilo de Africa: era que aun danzaban en mi imaginación aquellas ciudades muertas de risa, sin monumentos históricos ni humos artísticos, sencillas, graciosas y coquetas como jóvenes vestidas de veraniego percal, que se llaman Sanlúcar, los Puertos, San Fernando y Cádiz.

Salamanca, por el contrario, se me presentaba en la Calle de Zamora, vestida de paño y de terciopelo, de hierro y de gamuza, como una especie de ricahembra apercibida á asistir al Consejo ó á la batalla, y más aficionada al templo que al sarao. – Muchas casas eran de piedra, y otras estaban pintadas de un modo severo, anticuado, monumental. La arquitectura y la arqueología, la historia y la leyenda, extrañas completamente al alegre caserío gaditano, reaparecían, pues, á mi vista con sus venerandos caracteres. Grandes escudos heráldicos campeaban encima de varias puertas, ó en los espaciosos lienzos de fortísimos muros, ó en el herraje negro y feudal de rejas y balcones. Estos balcones tenían por dosel enormes guardapolvos; los tejados remataban en descomunales aleros, y, abajo, las amplias y voladas rejas terminaban en humildes cruces. Veíanse portadas de aquel período del Renacimiento que puede llamarse plateresco español; otras de arco romano, con grandísimas dovelas, al estilo del tiempo de los Trastamaras, y algunas de tan imponente y esquiva hechura, que, á no correr el año de 1877, hubiera yo jurado que en tales casas vivían poderosos inquisidores ó alguno de aquellos terribles mayorazgos que solían ser jefes de una docena de hermanos, todos ellos soldados, frailes y monjas. – ¡Indudablemente estábamos en Castilla la Vieja, ó, mejor dicho, en el antiguo reino de León! ¡Hasta el aire era allí godo, español rancio, cristiano puro, antisarraceno, en fin – ya que es menester decir las cosas claras!

Y cuenta que Salamanca no tiene nada de lúgubre, de sombría ni de taciturna, como nosotros mismos habíamos creído hasta entonces, equiparándola á otras ciudades castellanas; sino que es, y desde luego conocimos que era, una población alegre, animada, de mucha luz, de hermoso cielo, de libre y puro ambiente, digna, en fin, de albergar, como alberga, á los que suelen ser llamados en Valladolid y Burgos los andaluces de Castilla.

Con esto llegamos al hotel, situado al otro extremo de aquella misma calle; elegimos habitaciones, que nos parecieron excelentes; y como entonces se nos advirtiera ó notificara de oficio que en aquel establecimiento se almorzaba á las once en punto, batimos palmas en señal de alegría, y tomamos en seguida la escalera abajo, á fin de aprovechar la hora y pico que faltaba para la canónica del almuerzo, en dar el primer paseo artístico por la ciudad de los Fonsecas y Maldonados.

VI
LA PLAZA MAYOR. – EL CORRILLO DE LA HIERBA

El primer paseo por toda ciudad monumental debe hacerse sin cicerone y sin Guía escrita, única manera de formar juicio propio de las cosas y admirarlas, ó no admirarlas, independientemente de sugestiones y comentarios ajenos.

Esto hicimos nosotros aquella mañana: salimos á la calle á la buena de Dios; y como lo primero que divisamos fuese, á muy pocos pasos de la puerta del hotel, cierto arco de piedra que daba acceso á una gran plaza con árboles y jardines, nos dirigimos allá resueltamente, no sin preguntarnos antes con tanto énfasis como si acabásemos de descubrir la India.

– ¿Qué plaza será ésta?

Pronto leímos en los azulejos que era la Plaza Mayor, y pronto dedujimos de otras señales que era también la plaza del Ayuntamiento, la plaza de la Constitución, el foro salmantino.

Declaro que, prima facie, nos agradó mucho la tal plaza; y, verdaderamente, su conjunto es magnífico. Disputen los arquitectos y los meros aficionados al arte (nosotros disputamos también allí sobre ello) acerca de si la ornamentación peca de más ó menos barroca y pesada, sobre la desproporción que hay entre los huecos y los macizos, á tal punto que ciertos adornos y molduras parecen miembros principales de la obra, y sobre lo mucho que la composición se resiente del mal gusto dominante cuando se ejecutó (que fué en tiempo de los Churrigueras y de Borromino); pero, aun así, el aspecto general resulta noble, rico, decoroso, hasta regio…; digno, en fin, ya que no de la exquisita Salamanca, de cualquier adocenada corte. Además, la exornación moderna (jardines, fuentes, candelabros, etc.) es sumamente agradable, y denota gran esmero y elegancia de parte de los Ayuntamientos salmantinos de nuestros días.

Aunque la Plaza Mayor parece cuadrada, no lo es, sino que forma un trapecio cuyos lados varían de 72 metros á 82. – Todas las casas son iguales y tienen tres cuerpos. El cuerpo inferior deja expedito un ancho pórtico, ó sea unos soportales corridos, donde hay más de cien tiendas de comercio, muy variadas y bien surtidas. Los otros dos cuerpos son también arquitectónicos, y obedecen á un plan monumental dibujado por el célebre maestro D. Andrés García de Quiñones, el cual no anduvo muy disparatado para lo que entonces se estilaba en el mundo… (Me refiero á 1710, fecha en que D. Felipe V visitó la ciudad y dió permiso para concluir la obra.)

Nicolás Churriguera, descendiente del famoso D. José, y como él natural de Salamanca, encargóse de la ejecución, con otros arquitectos que no recuerdo ahora, y fué el exclusivo autor de una estupenda fachada (la de las Casas Consistoriales), recargadísima de hojarasca y de mil locuras de piedra, que debe de agradar mucho generalmente, y que tampoco dejó de gustarnos á nosotros como documento artístico. – ¿No andamos hoy comprando á altísimos precios marcos dorados y otros muebles de estilo barroco? ¿No está hoy de moda lo Pompadour y hasta lo Dubarry, tanto como ayer estaba lo gótico y anteayer lo pagano? – ¡Pues ya hemos absuelto á los Churrigueras y sus discípulos, si no como doctrina y norma del arte, como hecho consumado y dato histórico, y con la condición de que no vuelvan!

En dicha fachada había dos excelentes bustos de Carlos IV y de María Luisa, ejecutados por uno de los más insignes entre los varios grandes escultores españoles que han llevado el apellido Álvarez. Refiérome á D. Manuel Álvarez, llamado comúnmente el Griego, hijo también de Salamanca y autor de las cinco hermosas estatuas de la Fuente de Apolo y las Cuatro Estaciones que embellecen el Salón del Prado de esta coronada villa… – Pues bien: los tales bustos fueron derribados y destruídos en no sé qué asonada popular, sin consideración alguna á su mérito artístico… ¡Y, sin embargo, todavía hay artistas que no son reaccionarios!

Muchos otros bustos de antiguos Reyes é ilustrados Capitanes hay en las enjutas de los arcos de dos lados de la plaza; pero valen tan poco como esculturas, y es tan problemático su parecido, que el motín los respetó. – Bastante más que todos ellos nos interesó una sencilla lápida que conmemora, en la fachada de la casa núm. 19, que allí vivió y murió el famoso poeta salmantino D. José Iglesias.

* * *

Terminado el examen de la Plaza Mayor, atrajeron nuestra vista y despertaron nuestra curiosidad dos altísimas torres gemelas, dominadas por una cúpula y un cimborio, y no exentas de majestad y gallardía, que asomaban á lo lejos, hacia la parte del Sudoeste, por encima de las intermedias manzanas de casas.

– ¿Qué será aquello? – volvimos á preguntarnos.

– Aquello… (respondió un bondadoso transeunte, que nos miraba con tanta extrañeza como nosotros á las dos torres), aquello es la Compañía.

– ¡Ah, ya!.. Los Jesuítas

– Justamente…; la grandiosa Casa de los Padres…

– Muchísimas gracias… – replicó el más liberal de nosotros cuatro, levantando la sesión con un saludo.

Y todos nos dirigimos allá resueltamente.

Pero, no bien salimos de la Plaza Mayor, entramos en una plaza… mínima, que nos enamoró mucho más que la que dejábamos. ¡Tanto nos enamoró, que si los hijos del país hubiesen oído nuestras celebraciones, las habrían considerado irónicas y burlescas!

Porque se trataba de una plazoletilla triangular, de irregulares líneas y viejo y abigarrado caserío, donde no había dos balcones iguales, ni dos edificios simétricos, ni monumento alguno bueno ni malo; nada, en fin, que fuese elegante, ordenado, lujoso, ó tan siquiera limpio. ¡Y en esto precisamente consistían su belleza artística, su encanto poético, su color histórico!

El Corrillo de la Hierba se llama aquel sitio. – Se lo recomiendo á toda persona de buen gusto que vaya á Salamanca. – Verá allí aglomeraciones de casas viejas, como las que figuran en las decoraciones teatrales ó en los cuadros referentes á la Edad Media; verá allí un variado y grotesco repertorio de balcones, aleros, guardapolvos y barandajes sumamente característicos; verá puertas chatas, paredes barrigonas, ventanas tuertas, pisos cojos y tejados con la cabeza dada á componer, como no los encontrará en ninguna otra parte. – Y ¡qué escenas localiza en aquel sitio la imaginación! ¡Qué fondo aquel para un lienzo que representase el célebre motín en favor de los Comuneros, ó las sangrientas riñas á que dió ocasión D.ª María la Brava, ó una de aquellas temerarias revueltas contra los Franceses, coronadas luego de gloria por la batalla de Arapiles!

Además de los multiformes tenduchos que rodean la plazuela, y que le añaden animación y fuerza dramática, veíase á aquella hora una infinidad de puestos amovibles ó matutinos; es decir, una multitud de lugareñas sentadas en el suelo, con su cesta de huevos al lado, y rodeadas de pollos, pavos y gallinas. – Aquellas mujeres, vestidas con pesadísimos dobles refajos, y liadas en una especie de manta, parecían montones de lana de vivos colores, de cuyo fondo salían pregones tan agrios y desapacibles como el cacareo ó los graznidos de las propias aves pregonadas.

Agréguese á esta algarabía el disputar de los hombres, los gritos de los muchachos, la charla de las criadas que hacían la compra, el ruido de los talleres, el son de unas campanas vecinas que tocaban á niño muerto, los perros ladrando, los pobres pidiendo limosna, bestias cargadas que iban y venían, y el correspondiente vocear del que las arreaba, y se formará juicio aproximado del Corrillo de la Hierba, á las diez de la mañana de un día de Octubre del ya casi octogenario siglo xix.

De buena gana nos hubiéramos estado allí hasta las once; pero las torres de la Compañía seguían llamándonos, y no era cosa de desairarlas cuando alguno de nosotros acababa de cobrar en Madrid fama de jesuíta. – Continuamos, pues, nuestra marcha en aquella dirección, tomando por una solitaria calle, que creo se llamaba de Sordolodo.