Aires de revolución: nuevos desafíos tecnológicos a las instituciones económicas, financieras y organizacionales de nuestros tiempos

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Sin embargo, la depresión de 1896 permitió que los críticos del mejoramiento industrial afirmaran que las empresas que velaban por la cooperación con sus trabajadores no tuvieron mejores resultados que las que no lo hacían, lo que le abrió el camino a la ingeniería mecánica, que afirmaba que el problema de las empresas no era por el conflicto social, sino por las limitadas capacidades para administrar y controlar la fuerza de trabajo. La aplicación de la racionalización del trabajo con un enfoque de contabilidad de costos, control de producción y sistemas de pagos salariales, fue la piedra angular de la búsqueda de la eficiencia y dio paso a la etapa de la administración científica como eje del desarrollo del sistema capitalista y el control corporativo del trabajo (Barley & Kunda, 1995; Orozco & Albarracín, 2019). Los principios de esta administración científica eran “la creencia en la utilidad y moralidad del razonamiento científico, el axioma de que todas las personas son ante todo racionales, y la suposición de que todas las personas consideran el trabajo como un esfuerzo económico” (Barley & Kunda, 1995, p. 85), ideas que fueron tan persuasivas que lograron permear el pensamiento político estadounidense de los progresistas y permitir un control absoluto de los procesos industriales y de la relación empresa-trabajador desde una perspectiva de eficiencia. Esto condujo a prácticas de explotación y completa subordinación del empleado por parte de los propietarios (Gantman, 2009). La racionalización del trabajo condujo a la creación de una verdadera ciencia de la explotación en la alienación del proletariado que se convertía en una extensión de la máquina.

Ante los abusos de las grandes corporaciones, que controlaban los precios, el acceso a bienes y servicios, las condiciones laborales y las políticas gubernamentales, aunados a la sobreproducción y la restricción de los mercados, y el temor generado por efectos como la revolución bolchevique, se presentaron críticas al modelo de la administración científica y se promovió un cambio en el sistema con el resurgimiento del interés hacia las condiciones de bienestar del trabajador (Barley & Kunda, 1995). Se generó lo que Gantman (2009) llama el capitalismo organizado, que emerge bajo las lógicas del intervencionismo keynesiano en el marco de las políticas del Estado de bienestar, que se orienta a la búsqueda de un mayor control y participación del Estado en la economía para estabilizar el capitalismo global, brindando los medios para que el trabajador tenga una seguridad social y pueda rendir mejor para el sistema productivo, definiendo límites a través de figuras como la inflación y procesos de regulación, y promoviendo la eficiencia con modelos como el taylorismo y la psicología industrial del trabajo, promoviendo el pleno empleo como medida de seguridad económica y protección social, para superar la crisis del capitalismo que suscitó la sobreproducción y el agotamiento de los mercados en 1929 (Solimano, 2017). En este contexto surge el movimiento de las relaciones humanas con la premisa de que la administración de personal, basada en la generación de sistemas de compensaciones y mecanismos de motivación para el trabajo grupal, es la piedra angular de la eficiencia en el trabajo (Barley & Kunda, 1995, p. 87).

El capitalismo organizado se caracterizó por el surgimiento de un estrato social de administradores profesionales, jerarquías de gerentes, como diría Alfred Chandler, legitimados por el conocimiento y la formación en administración para dirigir las empresas, el crecimiento de la clase media trabajadora, ampliando su rol de solo trabajador a consumidor, mejorando los ingresos de los trabajadores y con ello la demanda, ofreciendo una supuesta integración al ciclo económico mediante una promesa de ascenso o superación como un nuevo mecanismo de control (Boltanski & Chiapello, 2002; Pastré & Vigier, 2009), eliminando así el riesgo de crisis y revolución por el conflicto social (dada una satisfacción a través de la compra y la esperanza de superación). Surgieron así la sociedad de consumo (Acquier, 2018; Gantman, 2009) o, como demuestra Bauman (2000), un sistema que creó consumismo y nuevos pobres. En este proceso los antiguos burgueses cambiaron el poder que tenían al ser propietarios de los medios de producción, y por ende de su renta, por figuras sociales logradas mediante luchas sindicales, lo que dio paso a que las clases sociales más acomodadas lograran las mejores condiciones y permitió que la propiedad se concentrara en manos de unos pocos (Boltanski & Chiapello, 2002), apoyado con la creación de instituciones como las Naciones Unidas en pro de la paz estable y el Fondo Monetario Internacional para la estabilidad del sistema monetario internacional, complementado con el trabajo del Banco Mundial (Solimano, 2017).

Esta época se conoció como la edad de oro del capitalismo y llegó hasta inicios de la década de 1970, con tasas de crecimiento económico sostenido, reducción de la desigualdad, equilibrio macroeconómico y control de las tensiones entre lo público y lo privado, pero que a mediano plazo generó quejas en los productores al presentarse un descenso del crecimiento, una ralentización de los incrementos en productividad y un alza continua de los salarios reales, de lo cual se responsabilizó a los beneficios adquiridos por los trabajadores y el poder de los sindicatos (Solimano, 2017), pero también reflejado por un incremento en los costos organizacionales, la pérdida del individualismo y una mediocridad generalizada, en especial en los empleados de cuello blanco, así como los límites generados por las prácticas de la cohesión y la lealtad en la capacidad de responder de las empresas ante los retos y exigencias (Barley & Kunda, 1995). El movimiento de relaciones humanas que profesaba que cuantos más motivadores y beneficios se den al trabajador, mayor es la productividad, entró en crisis, ya que estos métodos de administración no solo son costosos, sino que generaron estados de confort que estancaron la innovación y propiciaron la inercia organizacional.

Tres hechos originaron presión hacia una nueva transformación del capitalismo. El desarrollo de los computadores, la teoría general de sistemas y la consultoría contable afincaron de nuevo la fe de la administración en la racionalidad y el cálculo (Barley & Kunda, 1995). Uno de los resultados de la Segunda Guerra Mundial es que el desarrollo de métodos cuantitativos y la aplicación de la matemática a gran diversidad de problemas son la clave del triunfo. Se popularizó la cibernética organizacional en el diseño de sistemas autorregulados enfocados al control, como promovió Stafford Beer (Orozco & Albarracín, 2019), en los que se puede usar la computación para simular y crear conocimiento nuevo. En el mundo de los negocios la teoría de juegos se abre paso como el sistema de cálculos que permiten simular las negociaciones. Aparece el campo de la investigación de operaciones, liderada por la ingeniería industrial, en lo que conocemos como management science, en el que los administradores encuentran respuestas para administrar las organizaciones que coexisten en un entorno marcado por la competencia técnica entre Estados Unidos y la Unión Soviética, dada en la Guerra Fría, en el marco de un mundo que avanzaba en la globalización económica, a causa de los acuerdos de la posguerra que dinamizaron el comercio internacional con las organizaciones multilaterales.

La crisis del petróleo de 1973 generó inflación y periodos de recesión, en simultánea con el surgimiento de una pérdida de la hegemonía económica de Estados Unidos con el desarrollo de la industria japonesa y alemana, darían paso a una nueva transformación del capitalismo. Se presentó una crisis del sistema monetario a la par que el avance en economía financiera y finanzas corporativas abrió paso a nuevas prácticas de instrumentos financieros que facilitan el acceso al crédito y al consumo, aumentando la renta para los inversionistas y fortaleciendo así el sector financiero (Boltanski & Chiapello, 2002). En un entorno en donde el sindicalismo aún tenía mucho poder, empiezan a surgir cuestionamientos a las políticas de pleno empleo y a la social democracia, los cuales promovían prácticas que debilitaban el sindicalismo y fortalecían el poder del capital por la vía de los mercados privados de capitales. Se inició así un regreso al libre mercado, en un marco de reformas que buscaron la promoción a la inversión privada y la desinversión del Estado para la privatización, desde un movimiento conocido como el neoliberalismo2. Este nuevo sistema incluía prácticas políticas de privatización de empresas públicas, desregulación de mercados, reducción de la intervención del Estado en la economía, globalización y desnacionalización de los recursos naturales, para lograr el crecimiento económico, la modernización y la legitimización del lucro, sobre otros motivos como la solidaridad y el altruismo. Se concentró así el poder en pequeñas élites económicas (1 % más rico de la población) aprovechando las dinámicas empresariales y monopólicas en un proceso de expansionismo multinacional (Solimano, 2017).

Las consecuencias de estas acciones fueron frecuentes crisis financieras, manipulación del pensamiento político de la sociedad y sus valores a través de los medios de comunicación, control de las élites sobre los medios de producción y democracias de baja intensidad, con la promesa permanente de mejora social para las personas por medio de modelos de educación privada, lo que promovía el individualismo (Boltanski & Chiapello, 2002). Así se creó la capacidad de crear mercados ficticios en sectores sociales como lo indicaba Polanyi (Delanty, 2019).

 

En este contexto se posicionan grandes multinacionales y trasnacionales con enorme poder financiero y autonomía para definir trayectorias tecnológicas y concentrar la producción (Solimano, 2017). Estas organizaciones aprovechan las condiciones económicas y sociales de los países, utilizan prácticas como la globalización del capital, el traslado de sus procesos productivos a países con menores salarios y poca fuerza sindical; tercerizan servicios para disminuir costos de producción y de distribución (Liu, Feng, & Wang, 2019), importan productos manufacturados provenientes de economías con bajos salarios, usan tecnología para eliminar mano de obra y mejorar sus procesos en cuanto a tiempo de respuesta y localización geográfica precisa –cambiando así la forma de producir, distribuir, controlar y administrar (Boltanski & Chiapello, 2002, p. 21). Estas corporaciones usan figuras como fusiones, adquisiciones, absorciones y expansión internacional, con lo cual construyeron redes gigantes de desarrolladores externos (Hamel, 2012, p. 102; Pastré & Vigier, 2009, pp. 24, 37, 48) y oligopolios (aprovechando la baja regulación en el tema), dominando dos tercios del comercio internacional, afectando de esta forma el tejido empresarial local (Boltanski & Chiapello, 2002, p. 21) y provocando una rivalidad entre la gran empresa y el Estado (Acquier, 2018, p. 18). En este marco los inversionistas institucionales y la diversificación de portafolios de inversión de las corporaciones promovieron como nunca la creación de conglomerados económicos o grupos empresariales altamente diversificados en sectores y regiones.

Este crecimiento y el poder de las empresas llevaron a condiciones de desempleo, bajos salarios, ilegalidad y migraciones a países con mejores alternativas, diferencias salariales significativas entre administrativos y operarios (Boltanski & Chiapello, 2002), particularmente con las ideologías gerenciales que provienen de la reingeniería y la investigación de operaciones (Barley & Kunda, 1995). Con estas condiciones surgieron programas de emprendimiento como alternativa de crecimiento y autonomía, que llevaron a la creación de un gran número de empresas pequeñas y medianas con bajos márgenes de rentabilidad, así como emprendimientos de necesidad en diversos sectores, las cuales enfrentan limitaciones de mercado, de acceso a créditos y elevados costos de capital, de capacidad tecnológica, y las barreras impuestas por los oligopolios, lo que aumenta el riesgo y la incertidumbre para los emprendedores (Solimano, 2017, p. 28). El capitalismo fue generando escenarios que propician la flexibilidad del trabajo, mano de obra interina, contratación temporal, por aprendizaje, y subvencionados, tercerización, disminución de costo por despido (Boltanski & Chiapello, 2002, pp. 22-23), junto a crisis en el sector financieros por las burbujas en acciones, terrenos y propiedades, donde más del 99 % de la población tuvo que endeudarse para mantener sus estándares de vida, acceder a educación de calidad, servicios de salud privada y vivienda (Solimano, 2017, p. 24), sumado al consumismo de bienes durables y al individualismo promovido durante la década de 1980 y la marginalización de clases (Gantman, 2009, p. 98).

El Estado, en el ánimo de las racionalidades neoliberales de privatización y desregulación, se ha visto ausente, en especial por la cooptación que lograron las élites económicas en las instancias del poder público (Solimano, 2017), llevando con ello a que la sociedad civil asuma algunas de las funciones de control y contrapeso que el Estado representaba. Dada esta situación, y en línea con la búsqueda de justicia que profesa el modelo capitalista (Boltanski & Chiapello, 2002), el mismo sistema promueve el surgimiento de prácticas que cubran de alguna forma esos efectos, que buscaban atender a los afectados y los excluidos del sistema, con programas de subsidios y asistencialismo de Estado, que dieron pie a la tendencia de la responsabilidad social empresarial con el eslogan de desarrollo sostenible que busca una visión compartida entre lo económico y lo ambiental y lo social. Se fue gestando un movimiento, animado por la necesidad de subsanar los grandes escándalos corporativos de la década de 1990, como Enron, que en el marco del buen gobierno corporativo buscan como estrategia la satisfacción de necesidades de los grupos de interés y la solidaridad entre generaciones, como lo esgrime el concepto de sostenibilidad (Gallopín, 2016), con la idea de buscar un mejoramiento equilibrado entre lo social y lo medioambiental en búsqueda del bien común (Xercavins, Cayuela, Cervantes, & Sabater, 2005), programas que en palabras de Hamel (2012) no lograrían la rehabilitación del sistema capitalista.

Este marco de cambios mostraría que hay problemas que la ingeniería, la racionalidad de sistemas amparada en la capacidad de simulación apoyada en la computación y el poder de los financieros, que afincan su fe en el cálculo, no pueden solucionar, por ejemplo, el compromiso de las personas en el trabajo para hacer las cosas bien y cada vez mejor (Barley & Kunda, 1995). A inicios de la década de 1980 la administración vuelve su mirada a las prácticas suaves de la gestión humana, pero ahora con el enfoque en la cultura organizacional como mecanismo para alcanzar la calidad. Esta dupla se convertiría en el imperativo administrativo del capitalismo y la receta para buscar superar las limitaciones de la reingeniería y el diseño organizacional basado en eficiencia de procesos, no en la lealtad y el compromiso de la gente (Barley & Kunda, 1995).

En simultánea, en el desarrollo de la tercera revolución industrial amparada en la era digital basada en la computación y la microelectrónica, se dio una orientación a la creación de empresas de alto impacto (Birch, 1979), empresas de base tecnológica (Cooper, 1997), inclusión del conocimiento en las nuevas empresas (Aldrich, 2000; Shaker, 2014) y empresas tipo nexo de contratos (Acquier, 2018, p. 19), que permitan el crecimiento de la sociedad (Könnölä et al., 2017), que si bien aumentaron el tejido empresarial, lo hicieron con empresas que no crecen. También se desarrollaron procesos de legitimidad con el surgimiento de instituciones certificadoras para contrarrestar los efectos negativos (Pastré & Vigier, 2009, pp. 27, 49, 56).

La mayoría de esas situaciones negativas perduraron y llevaron a presentar en la década del 2000 crisis ante la pérdida del vínculo social, una sociedad utilitarista, incremento en la competencia, indiferencia, la subutilización de los recursos, concentración y nuevas formas de manejar el poder, desempleo, empleos menos atractivos, trabajo informal, despidos injustificados, freno en el ascenso social, jubilaciones no financiadas, deuda pública elevada, calentamiento global, usurpación de saberes ancestrales en beneficios de multinacionales, poca asociatividad, subutilización de recursos (Botsman, 2013, 2015; Buenadicha, Cañigueral, & De León, 2017, p. 6; Hernández, 2016; Mendes & Giménez, 2015; Naím, 2013; Navio, Santaella, Portilla, & Martín, 2016; Ostrom, 2000; Ramis, 2017; Sandel, 2014; Tirole, 2017; Vega, 2010), chantajes económicos de los países potencia, privatización generalizada (Vega, 2010), crisis y desigualdad de crecimiento de ingresos y riqueza y capacidad de control de las élites para apropiarse del excedente económico, diferenciación interna en la clase media que generó dos subcategorías, una media-alta conformada por tecnócratas y personal administrativo con capacidad de ascenso y con buenos ingresos y bonificaciones, y una clase media afectada por un proceso estancamiento salarial y de oportunidades de progreso económico, fragmentación del emprendimiento y globalización de las élites, aumento en la migración internacional y el surgimiento de movimientos sociales críticos antes las crisis, los abusos de poder y las fallas de la democracia (Solimano, 2017; Vega, 2010), crisis en los modelos educativos, que convirtieron a la sociedad en recursos humanos con conocimiento técnico, mercantilismo en el sistema educativo que lo hizo cada vez más caro para las familias y con insuficiencia en los niveles y poca calidad y pertinencia de la educación (Sandel, 2014; Vega, 2010), y lo más preocupante para el modelo: crisis social y medioambiental (Hernández, 2016; Ramis, 2017; Tirole, 2017), efectos que empezaron a tocar a algunos miembros de la clase privilegiada, generándoles zozobra e inseguridad.

El capitalismo como sistema económico generalizado que se transforma en el marco de crisis y auges, en el que la administración reacciona a partir de ciclos ideológicos entre técnicas racionales y enfoques suaves, generando respuestas a través de prácticas que permiten manejar las organizaciones (Barley & Kunda, 1995), ha llevado a su consolidación sin contraparte en los últimos periodos. Esta ausencia de una fuerza de control se refleja en excesos, lo que conduce a preguntarse si el sistema ha sobrepasado su capacidad para adaptarse, degenerando sus alcances y motivando que la crisis fuera muy sentida y generalizada, en aspectos financieros, económicos, ambientales y sociales (Delanty, 2019; Piketty, 2015, p. 11; Rivera, Gordo, & Cassidy, 2017; Vega, 2010), llevando a propuestas como el poscapitalismo (Delanty, 2019; Mason, 2016), el capitalismo de las emociones (Mogollón, 2019), capitalismo compasivo (Rodríguez, 2018), capitalismo de plataforma (Acquier, 2018; Peticca-Harris, 2018), y otras variedades donde las tensiones, aunadas a las posibilidades del desarrollo tecnológico, generan iniciativas diferentes y disruptivas, en que los participantes tienen diferentes roles, como creadores, consumidores, críticos e inversionistas, con diversas motivaciones que van desde el lucro personal hasta el bien común y que se pueden enunciar bajo el nombre de economía colaborativa y que permiten cuestionar si son realmente un cambio de modelo económico capitalista hacia uno de “bienes colaborativo globales” orientados a márgenes cero (Rifkin, 2015), o si las empresas que operan bajo esta denominación conservan el espíritu del capitalismo y lo que cambia es el modelo de negocio (Lima & Carlos Filho, 2019). Estamos viviendo la transición del discurso de la competitividad al de la sostenibilidad en el marco de un capitalismo que, en el entorno de la Cuarta Revolución Industrial, marcada por la conjunción de lo biológico, lo digital y lo físico en sistemas ciberfísicos que traen disrupciones enormes en todos los ámbitos, como se discute en varios capítulos de esta obra (ver Orozco et al., 2021; Ordóñez-Matamoros, Centeno y Orozco, 2021), trae una pregunta central para este trabajo: ¿estamos frente a una nueva transformación del capitalismo o están emergiendo economías alternativas como la colaborativa?

2. NUEVAS ECONOMÍAS O TRANSFORMACIÓN DEL CAPITALISMO

La crisis de 2008 mostró nuevamente las debilidades del sistema capitalista impulsado por las políticas neoliberales y la desregulación, en cuanto a la incapacidad de generar estabilidad económica y sostenimiento de los mercados. La crisis financiera tuvo múltiples reacciones en la sociedad, pero quizá la más importante se dio en el aprovechamiento de internet para crear espacios de transacción fuera del control de los Estados. El surgimiento de plataformas de intercambio basadas en criptomonedas y tecnologías de cadenas de bloques –blockchain– abrió paso para que se crearan nuevas posibilidades de interconexión entre la oferta y la demanda, no solo para bienes y servicios legales, sino para el tráfico de drogas y armas, lo que apoyó el lavado de dinero y el fortalecimiento del crimen organizado trasnacional (ver Orozco et al., 2021). En este contexto empezaron a emerger plataformas orientadas a dispositivos móviles con el fin de facilitar las transacciones en diversas actividades, como viajes, carros compartidos, finanzas, dotación de personal y prestación de servicios profesionales, música y video streaming, alojamientos, servicios a domicilio, y eliminación de intermediarios en la producción agropecuaria, entre otros, generando alrededor de 15.000 millones de dólares en ingresos, que según la PwC podrían alcanzar los 335.000 millones de dólares para 2025, lo que evidencia su potencial de crecimiento (Durán-Sánchez, Rama, & Álvarez-García, 2017). Sus promotores afirmaban que ofrece una mejor distribución del valor en la cadena de suministro, reduce los impactos ecológicos, y brinda un cambio de actitud de los usuarios hacia la propiedad y la necesidad de conexión social (Cheng, 2016). De esta forma, la era digital abría paso a la aparición de nuevos modelos organizacionales, novedosos sistemas administrativos y potencialidades de alto crecimiento por la facilidad de masificación de los servicios.

 

El desarrollo de una nueva forma de actividad económica ha sido tratado en la literatura desde dos enfoques. El primero, como el resurgimiento del sistema de eliminación preindustrial y formas de organización laboral precapitalista ahora impulsadas por tecnologías digitales (Acquier, 2018), un recrudecimiento de las condiciones más utilitaristas del capitalismo por medio de prácticas como la economía de plataformas, que son una vía de acceso de bajo costo basada en modelos que alteran y desestabilizan las relaciones laborales (Acquier, Carbone, & Massé, 2019). Se plantea un modelo “tecno-económico post-fordista-toyotista, que impulsa la desconcentración productiva en pro de la productividad, por encima de los modelos de integración […], mediante trabajadores polivalentes, tecnología multifuncional para la producción simultánea de varios productos y una línea de empuje” (Ramis, 2017, p. 230). El segundo, como respuesta a una evolución de la economía social impulsada por el detrimento de las condiciones sociales a raíz del capitalismo liberal basado en el consumismo de la década de 1980 ( Sánchez, 2016; Alguacil-Marí, 2017; Cañigueral, 2016; Chaves-Ávila & Monzón-Campos, 2018; Díaz-Foncea, Marcuello, & Monreal, 2016; Vicente, Parra, & Flores, 2017), postura en que sus defensores lo ven como una oportunidad para que los individuos se emancipen y progresen sin la necesidad de grandes estructuras (Acquier et al., 2019), con primacía de la generación de bienestar y la respuesta a necesidades sociales, soportado en la lógica del bien común (Ostrom, 2000; Ramis, 2017).

Esta nueva fase se caracteriza por tener mayor productividad, con modelos en donde la capacidad de control se ha disipado y plantean alternativas a los modelos capitalistas tradicionales basados en la propiedad privada, la racionalidad de maximización de rentas y la libertad de mercado, el capital como inversión de recursos en una función de utilidad de los factores de producción, donde se orienta la racionalidad pero incorporando la tecnología y las aplicaciones (Pastré & Vigier, 2009, p. 31). En todas las modalidades de nuevas economías se ajustan los procesos de control en la relación y la concentración de la propiedad y por ende los términos de poder, pero aún existe un debate sobre su reconocimiento como modelo económico. Se puede ver como un recrudecimiento del capitalismo en su expresión más salvaje, con casos como los de Uber, Picap, Rappi o Delivery, en los cuales, si bien los medios de producción y la fuerza laboral no pertenecen a la empresa, el poder y manejo de las plataformas y de la información sí son controladas por esta, y es ella quien establece las condiciones de la relación, remuneración, permanencias y sanción según demanda y evaluación de los participaciones, llevando a las críticas y acusaciones sobre competencia desleal y explotación laboral. También se encuentran iniciativas como los laboratorios de creación colaborativa, las iniciativas de consumo por demanda, y por acuerdo (GIC), Airbnb, entre otras, en que la plataforma de contacto solo cumple ese rol, el contacto, pero la negociación entre los participantes la hacen ellos directamente, estableciendo las condiciones del negocio y controlando el cumplimiento o la sanción en el mismo mediante procesos de evaluación dados a conocer al público en general de forma inmediata, en lo que Acquier llama una erosión en los límites entre mercado y empresa y que contradicen según él los postulados de Coase y Williamson sobre los costos de transacción, lo que genera una coordinación entre estas partes, en lugar de una negociación (Acquier, 2018).

Los nuevos modelos de negocio profesan mayor crecimiento y promueven nuevamente la poca participación estatal (Acquier, 2018, p. 18); se orientan hacia prácticas de responsabilidad social empresarial, principios de sostenibilidad y eficiencia energética y la productividad de los materiales para la sostenibilidad, en lugar de pequeñas mejoras incrementales (Bocken et al., 2014), así como procesos de producción flexible y automatizada que requieren menos mano de obra, con estructuras organizacionales más pequeñas, y promueven lógicas de autocontrol y mayor compromiso de los trabajadores, que pueden verse como un resurgimiento del taylorismo a través de la tecnología, en donde nuevamente se cambia el rol del trabajador, que es ahora productor y consumidor-prosumidor (Stępnicka & Wiączek, 2018b), con la diferencia que el control es ejercido por la tecnología y la autogestión de los integrantes del sistema en tiempo real, y donde el dominio no se concentra solo en los dueños de los medios de producción, sino en quienes coordinan los algoritmos que facilitan la relación entre las partes (Acquier, 2018). Estos algoritmos son una versión de jefe digital, y a partir de los resultados de las evaluaciones y el comportamiento del trabajador asignan o no servicios.

En tiempos de Taylor, en los inicios del siglo XX en la segunda revolución industrial, el administrador evaluaba la eficiencia para despedir a quienes no lograban el estándar. Ahora es un algoritmo el que decide a quién excluye y niega la asignación de servicios por sus cálculos de eficiencia, cálculos automáticos y complejos. En estos modelos, el conocimiento es fuente de ventaja competitiva, en especial en el tema de servicios, lo que se convierte en el modelo que usa plataformas como promotor de la economía colaborativa, lo cual es similar a los planteamientos que hacía Drucker sobre la tercerización creciente de servicios y actividades que no son el centro de la empresa contratante (Drucker, 1993, pp. 105-198), lo cual lleva a cambios en los modelos de negocio y la necesidad de estos de adaptarse (Hamel, 2012, pp. 113-123) y convierte a la empresa en lugar de encuentro en lugar del concepto previo de empresa hacedora (Goñi, 2012, p. 85) y dinamizadora de esos cambios sociales (Goñi, 2012, p. 4).

Acquier ve este modelo como una reencarnación digital del “Putting-Out system”, un sistema preindustrial que precedió al surgimiento de las corporaciones empresariales, en el que los comerciantes subcontratan a individuos que producen en su casa y tienen sus propios medios de producción (Acquier, 2018, p. 14). También se ha presentado como formas de organización laboral precapitalistas impulsadas por tecnologías digitales (Durán-Sánchez et al., 2016), donde se ofrecen microtareas a individuos repartidos por todo el mundo que las realizan a cambio de microsalarios (Acquier, 2018, p. 14), donde las personas y las organizaciones que se vinculan lo pueden hacer no solo por el uso de excedentes, como en los modelos generales de economía colaborativa, también por la fuente de ingresos a que se refiere (Geissinger, Laurell, Oberg, & Sandstr, 2019, p. 2).

Pero también se reconoce en estos nuevos marcos de la economía que las empresas buscan el lucro, aunque no es su único fin, pues también hay participación de una generación que se preocupa por las nuevas visiones del hombre, el economicus (Mintzberg, Ahlstrand, & Lampel, 1999), psicologicus, socialis, incitatus, juridicus, cooperantus (Botsman, 2015; Buenadicha et al., 2017; Mendes & Giménez, 2015; Ostrom, 2000; Tirole, 2017), una generación que vio a sus padres endeudados y no quiere repetir el modelo (Hamel, 2012, p. 4), que prefiere las redes de bajo costo de activos compartidos o proveedores de servicio (Gazzola, 2017) y que como nunca antes tiene niveles de preparación técnica que amplían las capacidades disponibles para la empresa, lo cual lo preveía Drucker a finales del siglo XX (Drucker, 1999, p. 189). Esta economía presenta nuevas formas de manejar el poder (Naím, 2013), el reconocimiento de beneficios diferentes al dinero (Sandel, 2014) y la sostenibilidad para una población cada vez más densa (Navio et al., 2016). Se presenta en algunos casos como una evolución de la economía social (Alguacil-Marí, 2017; Chaves Ávila & Monzón-Campos, 2018; Díaz-Foncea et al., 2016; Few, 2007; Rivera et al., 2017; Vicente et al., 2017).