El compromiso constitucional del iusfilósofo

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I

CONSTITUCIÓN Y DEMOCRACIA

Dos concepciones de

pueblo, constitución y

democracia*

Luigi Ferrajoli**

I. DOS CONCEPCIONES DE ‘PUEBLO’

Cabe distinguir dos concepciones diversas y opuestas de la constitución: dos concepciones que, a su vez, suponen dos ideas diversas y opuestas de ‘pueblo’ y de ‘voluntad popular’ y están en la base de otras tantas concepciones diversas y opuestas de ‘democracia política’.

La noción de pueblo es una de las más complicadas y controvertidas. En ella se expresa el fundamento elemental de la democracia como poder, precisamente, del pueblo. Es por lo que de su concepción depende la concepción misma de democracia. Por ‘pueblo’ puede entenderse, simplemente, el conjunto de las personas unidas por la sujeción a un mismo derecho y por el sentido de pertenencia a un mismo ordenamiento generado por la igualdad en los mismos derechos fundamentales. Es una noción de pueblo formulada por Cicerón hace más de dos mil años: el pueblo, escribió, no es cualquier conjunto de seres humanos, sino solo una comunidad basada en la par conditio civium, es decir, en la igualdad proveniente de esos iura paria que son los derechos de los que todos los ciudadanos, más allá de las desigualdades económicas y de las diferentes cualidades personales, son titulares1. No difiere de esta la noción de pueblo formulada por Thomas Hobbes, que igualmente la fundó en la participación del mismo derecho pactada por el conjunto de los individuos que dan vida al artificio estatal: una “multitud”, escribió, “si cada uno de sus miembros pacta que ha de tenerse por voluntad de todos la de alguno en particular o las voluntades coincidentes de la mayoría, entonces es una persona” (Hobbes, cap. VI,§ 1, p. 56 nota); y más adelante: “antes de la constitución del estado el pueblo no existía, ya que no era una persona única sino una multitud de personas singulares” (Hobbes, cap. VII, § 7, p. 71).

Pero con “pueblo” se alude bastante a menudo a un sujeto colectivo natural, dotado de una voluntad y de una identidad unitarias, de intereses y valores comunes y por eso homogéneos. En síntesis: a una suerte de macrosujeto antropomórfico capaz de actuar unitariamente. En este segundo sentido “pueblo” representa uno de los legados más insidiosos y nefastos del pensamiento político. Baste recordar las tesis de Carl Schmitt sobre la “unidad del pueblo como conjunto político” dotado de una “voluntad política” expresada por la constitución e interpretada “de modo directo” por “la autoridad del Presidente del Reich” (Schmitt, 2009, cap. III, § 4, pp. 286-287). Una concepción semejante es la que se funda en lo que Gaetano Azzariti ha llamado principio de homogeneidad o de identidad (Azzariti, § 1.2, pp. 17-22), esto es, sobre la idea —postulada por Schmitt como el “axioma democrático fundamental de la identidad de voluntades de todos los ciudadanos”— “de que la minoría derrotada se somete de antemano al resultado de la elección” y “reconoce como voluntad suya la voluntad de la mayoría” (Schmitt, 2009, cap. II, § 1 A), p. 155)2.

Pues bien, esta concepción organicista del pueblo es una construcción ideológica que oculta las diferencias y los conflictos que atraviesan cualquier sociedad. Como nos enseñó Hans Kelsen con ocasión de su célebre polémica con Schmitt, el pueblo no existe como macrosujeto, es decir, como “un todo colectivo homogéneo” dotado de una “voluntad colectiva unitaria (Kelsen, 2009, § 10, pp. 346-347) y tampoco existe “tal voluntad general” (Kelsen, 2009, § 10, p. 348). “Pero ¿qué es este “pueblo”?” se pregunta Kelsen: “Que en él se reduce a unidad una pluralidad de hombres parece ser un presupuesto fundamental de la democracia. (…) Y, sin embargo, para una investigación centrada en la realidad de los hechos no hay nada más problemático que, justamente, esa unidad designada con el nombre de pueblo. Fraccionado por diferencias nacionales, religiosas y económicas, el pueblo se ofrece antes —desde el punto de vista sociológico— como un conglomerado de grupos que como una totalidad que da cohesión y sentido propio a un agregado” (Kelsen, 2006, cap. II, pp.62-63)3. La asunción ideológica del pueblo como macrosujeto, añade, solo sirve para “ocultar la contraposición radical y real de intereses existentes, que se dan en el hecho de los partidos políticos y en el hecho, aún más significativo y subyacente, de las clases sociales” (Kelsen, 2009, § 10, p. 346)4.

II. DOS CONCEPCIONES DE ‘CONSTITUCIÓN’

Tras de esta concepción organicista del pueblo y de su relación con las instituciones políticas hay una concepción igualmente organicista de la constitución. Toda constitución, escribió Schmitt, en cuanto expresión de “la unidad política de un pueblo” es el acto que “constituye la forma y el modo de la unidad política, cuya existencia es anterior” (Schmitt, 1934, § 1, p. 3 y § 3, p. 24). Su fundamento axiológico consistiría en la cohesión social y en la homogeneidad cultural de los sujetos a los que está destinada, o, lo que es peor, en una común voluntad e identidad política de estos de tipo nacional. En resumen, las constituciones presupondrían un demos y alguna voluntad unitaria de este como fuentes no solo de su efectividad sino de su legitimidad.

El constitucionalismo actual expresa una concepción opuesta de la constitución. Las constituciones rígidas deben ser entendidas, al modo de Hobbes, como pactos de convivencia, es decir, como contratos sociales en forma escrita, tanto más necesarios y preciosos cuanto más profundas, heterogéneas y conflictuales sean las diferencias personales y las subjetividades políticas que están llamadas a tutelar y cuanto más visibles e intolerables sean las desigualdades materiales que tienen el deber de eliminar o reducir. Así pues, aquellas no sirven para representar orgánicamente la supuesta voluntad de un pueblo o para expresar alguna homogeneidad social o identidad colectiva. Si solo fuesen el reflejo de la común voluntad de todos, tendrían contenidos mínimos y extremadamente genéricos y podría prescindirse tranquilamente de ellas. Sirven en cambio para garantizar el principio de igualdad y los derechos fundamentales de todos, también frente a la mayoría, y, por eso, para asegurar la convivencia pacífica entre sujetos e intereses diferentes y virtualmente en conflicto. Son, puede decirse, pactos de no agresión y de mutuo socorro, cuya razón social es la garantía de la paz y de los derechos vitales de todos y que, por ello, son todavía más esenciales a escala internacional, donde mayores son las diferencias culturales y las desigualdades materiales, y de ahí los peligros de guerra o de opresión. A diferencia de la de las leyes ordinarias, su legitimidad consiste, no en el hecho de ser queridas por todos, sino de ser la garantía de todos; no tanto en la forma de su producción —en el “quién” las produce y en el “cómo” son producidas— cuanto sobre todo en su sustancia, esto es, en los contenidos de las normas constitucionales producidas; por consiguiente, no en el consenso de la mayoría sino en la igualdad de todos sus destinatarios estipuladas en ellas: en la égalité en droits, como dice el artículo 1 de la Déclaration de 1789, y precisamente en los derechos fundamentales.

En suma, toda constitución es un pacto entre sujetos potencialmente antagonistas, de los que no se supone la homogeneidad, sino la diversidad y virtual conflictividad. Si debe garantizar la pacífica convivencia civil de todos y, al mismo tiempo, asegurar a todos la máxima libertad compatible con la de los demás, debe tutelar todas las diversas e incluso opuestas identidades y favorecer el acuerdo entre sujetos y fuerzas políticas virtualmente contrapuestos. Por lo demás, el nexo que según las tesis escépticas ligaría constitución, estado nacional y pueblo, no ha existido nunca. Si en la época de Beccaria se hubiera celebrado un referéndum sobre sus tesis en materia penal, o sobre la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, no habría tenido consenso, y no ya de la mayoría sino ni siquiera de una mínima minoría. Incluso hoy, en nuestras democracias, sería de temer una votación popular sobre los derechos sociales o sobre la pena de muerte.

Es cierto que, para la efectividad de toda constitución, tanto estatal como supraestatal, hace falta cierto grado de cohesión social y de consenso. Pero la efectividad no debe confundirse con la legitimidad. Y, en todo caso, al igual que la cohesión social que es su presupuesto, aquella sigue y no precede a la estipulación del pacto constitucional. En efecto, pues la percepción de los asociados como iguales madura con la igualdad en los derechos; y el sentido de pertenencia y la identidad de una comunidad política se desarrollan a partir de la garantía de los propios derechos fundamentales como derechos iguales. También en este aspecto debe invertirse la tesis de Schmitt. El pueblo no es el presupuesto sino la consecuencia de una constitución y de la igualdad en derechos instituida por ella. En efecto, es en la igual titularidad de aquellos derechos universales que son los derechos constitucionales, atribuida a todos y a cada uno —de un lado, en la igualdad formal de todas las diferentes identidades personales asegurada por los derechos de libertad, de otro, en la reducción de las desigualdades sustanciales asegurada por los derechos sociales—, donde se fundan la percepción de los demás como iguales y con ello el sentido de pertenencia a una misma comunidad que hace de esta un pueblo.

Así, es la constitución democrática la que sirve para dar vida a un pueblo, a través de los derechos atribuidos por ella, de una manera igual, a todos los que lo forman, y no viceversa. Lo que hace posible el pluralismo político y social y el conflicto y, a la vez, la identidad de “pueblo” adquirida por una multitud de personas y con ello su unidad en el único sentido compatible con la democracia constitucional, es, precisamente, la igualdad, es decir, la titularidad de todos y cada uno de los mismos derechos fundamentales, atribuidos a todos de forma universal.

 

III. DOS CONCEPCIONES DE ‘DEMOCRACIA’

Las dos opuestas concepciones de pueblo y de constitución aquí recordadas sirven para fundar dos opuestas concepciones de democracia: la democracia plebiscitaria, basada en la concepción organicista de la constitución como expresión de la identidad y de la voluntad del pueblo, y la democracia pluralista basada, por el contrario, en la concepción contractualista de la constitución como pacto de convivencia entre individuos diferentes y desiguales.

Hay un pasaje de Aristóteles que ilustra estas dos distintas concepciones de la democracia y contiene, al mismo tiempo, la definición quizá más ilustrativa del populismo. Distinguiendo entre democracia y demagogia, dentro de la más amplia distinción entre las tres formas de gobierno y sus posibles degeneraciones, Aristóteles afirma que la demagogia es esa forma degenerada de democracia en la que “el soberano es el pueblo y no la ley” y “los muchos”, a diferencia de lo que sucede en la democracia, “tienen el poder no como individuos, sino en conjunto”. Es entonces, dice Aristóteles, cuando aparecen “los demagogos” y “los aduladores son honrados, y esta clase de democracia es, respecto de las demás, lo que la tiranía entre las monarquías”, ya que “el demagogo y el adulador son una y la misma cosa; unos y otros son los más poderosos en sus regímenes respectivos, los aduladores con los tiranos y los demagogos con los pueblos de esa condición” (Aristóteles, 1292a, p. 176)5. En suma, el demagogo es al pueblo lo que los aduladores a los tiranos. Con la diferencia de que en la tiranía los aduladores permanecen en su puesto, mientras en la demagogia, ya que el pueblo no existe como macrosujeto, el demagogo se transforma en tirano.

Exactamente opuesta es la idea de democracia expresada en la concepción de los muchos “como individuos” y de la constitución como pacto de convivencia entre diferentes y desiguales dirigido a garantizar, a través del principio de igualdad y los derechos fundamentales establecidos en ella, la tutela de sus diferencias y la reducción de sus desigualdades. Así, resultan excluidas, junto a la idea schmittiana de la constitución como expresión orgánica de la identidad de un pueblo, las tesis escépticas acerca de un posible constitucionalismo sin una sociedad civil homogénea que lo sustente. Fundándose en la igualdad en los derechos fundamentales —en los derechos de libertad y en los derechos sociales, tanto como en los civiles y políticos— esta concepción pacticia y pluralista de la democracia alude al “pueblo” en un sentido todavía más intenso del mismo principio de mayoría, dado que tales derechos equivalen a poderes, contrapoderes y expectativas de todos. Y comporta dos implicaciones de enorme alcance para los fines de una teoría normativa de la democracia.

La primera implicación es que todos los sujetos que son titulares de los derechos fundamentales conferidos por las normas constitucionales, lo son, además —”titulares”, entiéndase, y no simplemente “destinatarios”— de estas mismas normas. En efecto, los derechos fundamentales no son más que los significantes normativos en los que consisten las normas que los atribuyen. Es por lo que la constitución, en su parte sustancial, está “imputada”, en el sentido técnico-jurídico del término, a todos y a cada uno, es decir, al pueblo entero y a cada una de las personas que lo integran. De aquí, en el plano teórico, su “natural” rigidez (Pace, pp. 4085 ss.): los derechos fundamentales, y por tanto las normas constitucionales en que consisten, precisamente porque derechos de todos y cada uno, no son suprimibles ni reducibles por mayoría, dado que la mayoría no puede disponer de aquello que no le pertenece. Si todos y cada uno somos titulares de la constitución en cuanto titulares de los derechos adscritos por ella, la constitución es patrimonio de todos y cada uno, y ninguna mayoría puede intervenir sobre ella de no ser con un golpe de estado y una ruptura ilegítima del pacto de convivencia. Por eso —en el plano de la teoría de la democracia, y no ya en el contingente del derecho positivo—, una vez estipulados constitucionalmente, los derechos fundamentales no pueden ser suprimidos por ninguna mayoría, ni siquiera por mayorías cualificadas, y tendrían que ser sustraídos a cualquier poder de revisión. En síntesis: debería admitirse únicamente su ampliación, nunca su restricción, y menos aún su supresión.

La segunda implicación está conectada a la primera. La constitucionalización de los derechos fundamentales, al elevar tales derechos a la categoría de normas supraordenadas a cualquier otra, confiere, a todas las personas que son sus titulares, una posición a su vez supraordenada al conjunto de los poderes, públicos y privados, que deben están vinculados y deben actuar en función de su respeto y su garantía. Es en esta común titularidad de la constitución, consiguiente a la titularidad de los derechos fundamentales, donde reside a mi juicio la “soberanía” en el único sentido en que todavía se puede hacer uso de esta vieja palabra. En efecto, en el estado constitucional de derecho, en el que también el poder legislativo está sujeto a la ley, y precisamente a los derechos constitucionalmente establecidos, no tiene cabida la idea de soberanía en la vieja acepción de potestas legibus soluta. “La soberanía pertenece al pueblo” o “reside en el pueblo”, afirman nuestras constituciones. Pero estas normas solo pueden entenderse en dos sentidos, complementarios entre sí: en negativo, en el sentido de que la soberanía pertenece al pueblo y a nadie más, y ningún poder constituido, ni asamblea representativa ni presidente elegido por el pueblo puede apropiarse de ella o usurparla; en positivo, en el sentido de que, al no ser el pueblo un macrosujeto sino el conjunto de todos los asociados, la soberanía pertenece a todos y a cada uno, identificándose con el conjunto de esos fragmentos de soberanía, es decir, de poderes y contrapoderes, que son los derechos fundamentales de los que son titulares todos y cada uno. En definitiva, la soberanía es de todos y (por eso) de ninguno.

De aquí resulta ampliada y reforzada la misma noción corriente de “democracia política”. La democracia consiste en el “poder del pueblo”, no simplemente en el sentido de que los derechos políticos y por eso el autogobierno a través del voto y la mediación representativa corresponden al pueblo y, por consiguiente, a los ciudadanos, sino también en el ulterior sentido de que es al pueblo y a todas las personas que lo componen a quienes corresponde el conjunto de esos “poderes” que son los derechos civiles y de esos “contrapoderes” que son los derechos de libertad y los derechos sociales a los que todos los demás poderes, incluso los mayoritarios, están sometidos y que no pueden ser violados por ningún poder.

Solo de este modo, a través de su funcionalización a la garantía de los diversos tipos de derechos fundamentales, el estado democrático, o sea, el conjunto de los poderes públicos puede configurarse, según el paradigma contractualista, como “estado instrumento” para fines que no son suyos. En efecto, las garantías de los derechos fundamentales, del derecho a la vida a los derechos de libertad y a los derechos sociales, en democracia, constituyen la “razón social” de esos artificios que son el estado y las demás instituciones políticas. Es en esta relación entre medios institucionales y fines sociales, y en la consiguiente primacía del punto de vista externo sobre el punto de vista interno, de los derechos fundamentales sobre los poderes públicos, de las personas de carne y hueso sobre las máquinas políticas, donde radica el significado profundo de la democracia.

IV. LA CONCEPCIÓN ORGANICISTA DEL PUEBLO, DE LA CONSTITUCIÓN Y DE LA DEMOCRACIA EN LOS POPULISMOS ACTUALES

He recordado la concepción organicista del pueblo como macrosujeto, la de la constitución como expresión de su identidad y la plebiscitaria de la democracia como afirmación de una supuesta voluntad unitaria del mismo, porque, desgraciadamente, han vuelto a proponerse por muchas actuales subculturas populistas y llamadas “soberanistas”. Y es que, en efecto, la idea de democracia que aglutina a todas es la identificación de los vencedores de las elecciones con el pueblo, de los elegidos con los electores, de la voluntad de la clase política con la voluntad popular, de los representantes con los representados y, por consiguiente, de la omnipotencia de la mayoría de gobierno y, de hecho, de su jefe, asumidos como directa expresión de la voluntad y de la soberanía popular. Por lo demás, se trata de una tentación muy difundida en los medios políticos. Como escribió Benjamin Constant, “los hombres de partido, por puras que sean sus intenciones, siempre tienen repugnancia en limitar la soberanía. Ellos se consideran como herederos presuntivos, y economizan aun en las manos de sus enemigos su propiedad futura” (Constant, cap. I, pp. 3-4).

Pero esta tendencia es, no solo una tentación, sino el rasgo distintivo de los populismos, cuya elemental concepción de la democracia consiste en la idea de la ausencia de límites a la voluntad popular, identificada a su vez con su voluntad, y por tanto en eliminación de esa gran conquista que es la subordinación de la política a los derechos establecidos constitucionalmente. De aquí la intolerancia populista tanto al pluralismo institucional, esto es, a la separación de poderes, a las autoridades técnicas e independientes, a la jurisdicción y a los límites y vínculos impuestos a la política por los principios constitucionales, como al pluralismo político, es decir, a la confrontación parlamentaria con las fuerzas políticas de oposición. De aquí la tendencia a configurar a los diferentes y a los discrepantes como enemigos y a construir la identidad del pueblo sobre la base de su negación o persecución. De aquí, también, la idea elemental del jefe o del líder como expresiones orgánicas y necesarias del pueblo soberano, sin mediaciones de partido o parlamentarias (Calisse, 2010, Calisse, 2016). De aquí, en fin, la inevitable vocación de los populismos soberanistas a transformar la democracia representativa en la que Michelangelo Bovero ha llamado “autocracia electiva”.

Por eso el principio constitutivo de la democracia representativa es el que, por oposición al principio schmittiano de homogeneidad, llamaré principio de heterogeneidad. En efecto, pues un sistema político puede decirse representativo, en cuanto sea capaz de representar la pluralidad de los intereses, las opiniones y las culturas que conviven y se enfrentan en la sociedad. Precisamente, el principio de heterogeneidad es el que asegura, no solo el igual valor de las diferencias, sino también su representación y el mismo papel de las constituciones, que, repito, son pactos de convivencia entre diferentes y entre desiguales, tanto más necesarios cuanto mayores son sus diferencias y sus desigualdades. Frente a la obsesión identitaria y a la concepción del pueblo como un todo orgánico, comunes a los totalitarismos políticos, los nacionalismos agresivos y los fundamentalismos religiosos, el principio de heterogeneidad postula el pluralismo político y el conflicto social; funda la legitimación formal de las funciones de gobierno en los derechos de autonomía política, es decir, de autónoma expresión de las propias identidades individuales y colectivas, y no en su homologación; no admite la existencia de ‘enemigos’, internos ni externos, ni estados de sitio, de excepción o de emergencia; excluye la idea del “jefe” como anticonstitucional y antirepresentativa6.

De otra parte, ningún pueblo, ningún país, ninguna civilización se caracteriza por una sola cultura. Todos presentan heterogeneidades culturales, que constituyen, no solo su riqueza, sino también, si se quiere hacer uso de esta palabra, su identidad, tanto más fuerte e interesante cuanto más compleja, abierta y por eso contraria a muros y a fronteras. La heterogeneidad y el pluralismo, del mismo modo que las homogeneidades y las identidades, atraviesan tanto las fronteras como las épocas. Como ha escrito Amartya Sen, Aristóteles y Ashoka y, al contrario, Platón, Agustín y Kautilya se parecen más entre sí que Aristóteles y Platón o Ashoka y Kaultiya (Sen, cap. XIII, p. 284). Por lo demás, tampoco los individuos están dotados de mono-identidad, o sea, de identidades mono-culturales. Al igual que los pueblos, su complejidad cultural, la heterogeneidad de sus culturas, en definitiva, su pluri-identidad, es todo uno con su madurez intelectual y cultural. En suma, normalmente, no existen mono-culturas ni mono-identidades. Las únicas mono-identidades son las del fanático o el fascista. Y las mono-culturas son solo las totalitarias o las fundamentalistas. En efecto, existe un nexo entre mono-culturalismo, mono-identidad, principio de homogeneidad, fanatismo y totalitarismo y, al contrario, entre multi-culturalismo, pluri-identidad, principio de heterogeneidad, tolerancia y democracia. La verdadera amenaza para la convivencia civil no es el multi-culturalismo, sino el pretendido mono-culturalismo que genera fundamentalismo, sectarismos, fanatismos ideológicos o religiosos.

 

V. UN CONSTITUCIONALISMO MÁS ALLÁ DEL ESTADO

De las dos concepciones del pueblo, la constitución y la democracia examinadas, se siguen, a su vez, dos concepciones opuestas en orden a la posibilidad de una expansión del paradigma constitucional más allá del estado. Al respecto, se plantea una cuestión teórica de fondo. ¿Cuál es el espacio de la constitución? ¿Existe un nexo entre constitución y estado nacional, de modo que sin este no serían posibles o en cualquier caso legítimas ni las constituciones ni la democracia?

Es claro que la concepción identitaria y organicista del pueblo y la idea de que la constitución y la democracia tengan un demos por fundamento de su legitimación, excluyen la posibilidad de una constitución por encima de los estados nacionales, por ejemplo europea y, más aún, global. Si acaso, una concepción semejante está en la base de todas las tentaciones secesionistas e independentistas que caracterizan a algunos de los actuales populismos. En efecto, pues está anclada en el nomos de la tierra teorizado por Carl Schmitt, que no es más que la transposición a escala internacional de su concepción de la constitución como expresión de la “unidad política de un pueblo”, fundada, pues, en el principio de homogeneidad o de identidad teorizado por él. Es la idea de un nexo axiológico entre constitución, estado nacional y pueblo que haría imposibles o al menos carentes de legitimación, en ausencia de un demos, una constitución y una democracia constitucional europea o, más aún, global; una idea reaparecida en el debate acerca de una posible constitución para Europa (Luciani, 2000, pp. 367 ss; Luciani, 2001, pp. 7187; Offe, 2002, pp. 65-119) y vista, no por casualidad, con buenos ojos por los poderes económicos y financieros globales, obviamente, hostiles a la construcción de una esfera pública supranacional.

Lo mismo hay que decir de otra versión, más reciente que la schmittiana, de la concepción identitaria de la constitución y del consiguiente escepticismo en orden al posible desarrollo de una democracia constitucional de nivel global. Me refiero a la crítica de Hedley Bull a semejante perspectiva en cuanto viciada de la que él ha llamado la falacia de la “domestic analogy” (Bull, p. 60)7. Según esta crítica sería falaz, irrealista y por eso destinado al fracaso, cualquier diseño del orden internacional que reproduzca los principios y las estructuras de las actuales democracias constitucionales estatales. Según esta tesis, faltarían algunos presupuestos esenciales de la democracia presentes solo en los ordenamientos estatales —como la existencia de un pueblo mundial y de una sociedad civil planetaria y el desarrollo de una opinión pública global y de partidos supranacionales— en ausencia de los cuales sería imposible un constitucionalismo cosmopolita y un garantismo constitucional de carácter global.

Por el contrario, un corolario de la concepción pluralista del pueblo y pacticia de la constitución es la tesis opuesta que aquí se sostiene en el § 2, de que una constitución es tanto más necesaria y urgente cuanto mayores son las diferencias que ella está llamada a garantizar y las desigualdades que está llamada a reducir. Tal ha sido, precisamente, el valor histórico, no solo político sino civil, del proceso de integración de la Unión Europea, cuya fuerza consiste, precisamente, en su heterogeneidad, en cuanto “una y múltiple” (Todorov, cap. 8, p.108). Por eso, una eventual constitucionalización de sus “raíces cristianas” habría sido, no solo una violación del principio de laicidad y de igualdad de las diferencias, sino también un menoscabo: porque las raíces de Europa son muchas y heterogéneas —cristianas, árabes, hebreas, liberales, socialistas e incluso agnósticas y ateas— y ninguna puede ser discriminada en favor de otra. De esta multiplicidad y heterogeneidad de las diferencias es de donde proviene no solo la posibilidad, sino también el valor civil y democrático de un constitucionalismo europeo, e incluso global, basado precisamente en la igualdad en los derechos de libertad como derechos a las propias identidades diferentes. En efecto, la homogeneidad cultural no es en modo alguno un valor. Por el contrario, sí lo son la heterogeneidad y el pluralismo, la herejía y la confrontación, el debate y también el conflicto de las ideas, en los que se basan no solo el pluralismo político y la democracia, sino también el espíritu crítico y el progreso científico y cultural. Es por lo que la sola unidad y la única identidad colectiva que merecen ser perseguidas son las que residen en la igualdad de las diferencias garantizada por la igualdad en los derechos, ya que valen para fundar los ligámenes sociales, el tejido civil, las solidaridades colectivas y el sentido cívico de pertenencia a una misma comunidad y, por eso, forman el sustrato político de la democracia, en ausencia del cual una sociedad solo puede mantenerse como tal por la constricción, la disciplina y la represión.

La prueba evidente de estas tesis se encuentra en las tristes vicisitudes de la Unión Europea. Durante el proceso de formación de la Unión, cuando la memoria de las guerras y de los horrores del fascismo estaba viva todavía y las expectativas populares de la igualdad en los derechos eran alimentadas por las declaraciones de los vértices europeos y luego de la aprobación de la Carta de Niza de los Derechos Fundamentales de la Unión, había un pueblo constituyente europeo formándose progresivamente. Pero, al transformarse el sueño europeo en una pesadilla, este se ha disgregado y disuelto, y no solo no se ha construido un sistema de garantías comunitarias de los iura paria, sino que las políticas antisociales impuestas por las tecnocracias europeas han demolido las esferas públicas nacionales.

En consecuencia, la tesis de los críticos de la domestic analogy debe ser rechazada. Es la pretensión de una perfecta analogía entre el ordenamiento internacional y los ordenamientos estatales lo que está en la base de la idea, esta sí viciada por la falacia doméstica, de que la única institución política susceptible de ser sometida a vínculos constitucionales es el estado nacional; cuando sucede que esa analogía, aunque sea imperfecta, es solo una confirmación inductiva de la validez de la tesis teórica, sufragada por la experiencia histórica de la formación de los estados nacionales, según la cual el derecho y los derechos son los principales instrumentos racionales de pacificación y civilización de los conflictos y la única alternativa realista a la guerra y a la ley del más fuerte. En definitiva, los que incurren en la falacia de la llamada domestic analogy son, precisamente, quienes consideran inverosímil la perspectiva de un constitucionalismo global solo porque, como ha escrito Hedley Bull, las “características absolutamente únicas” de la comunidad de los estados no calcan las de las sociedades nacionales y los correspondientes ordenamientos estatales (Bull, p. 65): como si el constitucionalismo estatal fuera el único constitucionalismo posible. A mi juicio, se trata de una nueva, singular versión del monismo estatal de cuño hegeliano. El derecho internacional no podría constituirse como ordenamiento jurídico constitucional y universalmente vinculante, solo porque no tiene ni podrá tener los caracteres históricos del derecho estatal —un gobierno central representativo y un pueblo dotado de identidad nacional— concebido como el único posible ordenamiento constitucional.