El compromiso constitucional del iusfilósofo

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* Traducción al castellano de Jorge Baquerizo Minuche.

** Director del Istituto Tarello per la Filosofia del diritto.

1 Los límites de procedimiento no están aquí en discusión. El argumento según el cual el poder de reforma constitucional está intrínsecamente limitado en tanto se trata de un poder delegado (es decir, constituido: cfr. Roznai, capítulo VII) justifica los límites formales, no los materiales.

2 Desde el punto de vista de un positivismo jurídico bien entendido, la idea misma de un límite “conceptual” a la reforma de la constitución —o a la reforma de cualquier otro acto jurídico— está privada de sentido. La reforma constitucional, jurídicamente, sólo puede estar sujeta a límites jurídicos, no conceptuales. Pero, por otra parte, un límite jurídico sólo puede derivarse de una norma de derecho positivo que lo establezca. Si no existe una norma jurídica, el límite jurídico simplemente no existe. Los límites implícitos son pura construcción dogmática de normas no expresadas.

3 La doctrina es (y debe ser, según Kelsen) una empresa puramente cognitiva; y las normas no pueden derivar lógicamente del conocimiento: no existen normas sin actos humanos de creación normativa («Kein Imperativ ohne Imperator»: Kelsen 1965).

4 Otros desarrollos sobre este tema, principalmente en clave de filosofía política, pueden encontrarse en Rosenfeld 1994.

5 La distinción entre identidad jurídica e identidad política está discutida in Prieto 2005, 120 ss.

6 Una definición intensional, en cambio, es aquella que determina las condiciones necesarias y suficientes de pertenencia de un elemento a un conjunto. No es imposible una definición intensional de un conjunto; sin embargo, su identidad dependerá siempre de su extensión.

7 Aunque, si se analiza con detalle, la identidad textual de una constitución, siendo intrínsecamente sincrónica, ni siquiera permite distinguir diacrónicamente entre una mera reforma de la constitución existente y la instauración de una nueva constitución.

8 Y no necesariamente una declaración de derechos.

9 En cuanto al concepto de forma del Estado, repito aquí cuanto he escrito en otros trabajos: en la literatura italiana, que acostumbra a distinguir entre formas de Estado y formas de gobierno, el concepto de forma del Estado resulta opaco bajo al menos cuatro perfiles. (i) En primer lugar, el concepto es comúnmente definido con un lenguaje oscuro y privado de cualquier rigor, mediante expresiones del tipo: el “marco estructural” del Estado, el “modo de existencia de todo el marco de la ‘corporación’ estatal”, “el conjunto de los elementos que caracterizan globalmente un ordenamiento”, etc. (ii) En segundo lugar, no resulta claro por qué se habla de la “forma” del Estado, siendo que se hace referencia a aspectos del ordenamiento constitucional (o del ordenamiento jurídico en general) que no tienen nada de “formal” en ninguno de los sentidos plausibles de esta palabra, y que evidentemente tienen relación, más bien, con el contenido normativo del ordenamiento. Por ejemplo, algunos distinguen entre formas de Estado según si el ordenamiento incluye, o no, el principio de igualdad y/o ciertas libertades individuales de los ciudadanos y/o el principio de legalidad de la administración. Se puede convenir que se trata de características estructurales y axiológicamente definitorias de un ordenamiento, pero es evidente que se refieren a su contenido normativo. (iii) En tercer lugar, a veces se utiliza como criterio de distinción a la relación entre gobernantes y gobernados (concepto evanescente por excelencia); otras veces, a la relación, del todo diversa, entre gobierno y territorio; otras veces, al sistema social y/o (nuevamente) al contenido del ordenamiento normativo y/o a la ideología política dominante. Por ejemplo: por un lado, y de acuerdo con una larga tradición, se distingue entre monarquía y república; por otro lado, se distingue entre el estado patrimonial, el estado de policía, y el estado de derecho; nuevamente, por otro lado, se distingue entre el estado liberal, el estado democrático, el Estado Social, y el estado totalitario; y todavía más, por otro lado, se distingue entre el estado unitario y el estado federal. Es obvio que estas distinciones se apoyan en diferentes y heterogéneos criterios —no siempre claros, por cierto— de modo que no pueden colocarse bajo el único denominador “forma del Estado”. (iv) En cuarto lugar, la clasificación de las formas de Estado también resulta insatisfactoria por lo siguiente: por un lado, porque se toman en consideración aspectos de la organización constitucional que parecerían más bien relevantes a efectos de la distinción entre las llamadas ”formas de gobierno” (ejemplo típico: la división de poderes); por otro lado, porque se omite tomar en consideración ciertos aspectos de la organización constitucional cuya relevancia para la forma del Estado —en un sentido aceptable de esta expresión— me parece indiscutible: por ejemplo, el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes.

10 No sabría decir en qué pudiera consistir la identidad jurídica (en el sentido recién expuesto) de las constituciones flexibles.

11 Sobre este punto existe una amplia literatura. Remito aquí a la bibliografía mencionada en Guastini 2011, 370 ss.

12 En el tema de las jerarquías normativas, estoy usando aquí los conceptos elaborados en Guastini 2010, 241 ss.: (a) jerarquía formal es aquella que subsiste entre las normas sobre la producción jurídica y las normas producidas conforme a aquellas; (b) jerarquía material es aquella que subsiste entre dos normas, una de las cuales no puede contradecir válidamente a la otra; y, (c) jerarquía axiológica es aquella que subsiste entre dos normas, a una de las cuales el intérprete le atribuye un valor superior respecto a la otra.

13 En síntesis: NC y NL pertenecen, por así decirlo, a dos constituciones textualmente diversas. Véase Bulygin 1984, 333; Bulygin 1981, 76 ss.

14 Omito aquí discutir la cuestión de si los límites expresos a la reforma constitucional son, o no, insuperables. Véase al respecto Guastini 2010, 231 ss.

15 Me refiero, entre muchos otros ejemplos, a la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana, de la que me he ocupado en otra ocasión (Guastini 2017, 371 ss.).

16 Con lo cual, la identidad textual de la constitución pierde cualquier relevancia.

17 No se deja de advertir que, de estas tesis sostenidas por la Corte (la existencia de límites inexpresos a la reforma constitucional, la intangibilidad absoluta del art. 139, la superioridad axiológica de los principios supremos sobre las demás normas constitucionales, y la competencia de la misma Corte para juzgar la constitucionalidad sustancial de las leyes de reforma constitucional), ninguna de ellas se encuentra adecuadamente argumentada. Como fuere, esta jurisprudencia por lo general es bien vista en la doctrina italiana: véase, por todos, Modugno, 2002 y la literatura allí citada.

 

18 Un sólo ejemplo macroscópico: no había ninguna “identidad axiológica” en la constitución federal de USA hasta la promulgación del Bill of Rights.

19 Véase, por todos, Alexy, 1994, cap. III; Atienza y Ruiz Manero 1996, cap. I.

20 Adicionalmente, según Zagrebelsky, los principios constitucionales regulan no ya la conducta, sino las actitudes axiológicas (Zagrebelsky, 1992). Así entendidos, podría decirse que los principios no son ya normas jurídicas, sino normas morales, dirigidas al “fuero interno”. Este modo de ver las cosas tiene el sorprendente efecto de representar la constitución (o su núcleo) como una suerte de código moral.

21 Esto es lo que sucedió en la historia constitucional italiana. Como se sabe, la Corte de Casación, entre 1948 y 1956, distinguió entre las normas directamente preceptivas y las normas de principio, para negarles a estas últimas la plena eficacia derogatoria y/o invalidante sobre la legislación pre-constitucional.

22 Para evitar malentendidos: subrayo que aquí se habla de reforma constitucional, es decir, de modificación textual de la constitución. Quedan programáticamente fuera de este discurso las mutaciones del derecho constitucional vigente acaecidas por vía interpretativa.

23 Sobre este punto cfr. Ross 1929, 434 ss.

24 Otra cuestión diversa, que aquí no abordo, es si la reforma constitucional puede consistir únicamente en enmiendas puntuales, o si, en cambio, son admisibles las “reformas” orgánicas de partes enteras del texto constitucional.

Regreso a

Villa Valeria

Sobre el constitucionalismo de

Luis Prieto Sanchís

J.J. Moreso*

Hay que tener una actitud de sinceridad y necesidad ante lo que se escribe, sin otros prejuicios.

Manuel Vicent

(entrevista de Javier Ochoa Hidalgo para Espéculo, 6 (1997)).

I. INTRODUCCIÓN

En mi opinión, la obra de Luis Prieto contiene una de las mejores contribuciones a la cultura del constitucionalismo, a la filosofía del constitucionalismo, de las últimas décadas. Desde sus primeras reflexiones sobre los derechos fundamentales, pasando por sus trabajos sobre la interpretación jurídica, hasta sus últimas reflexiones sobre el neoconstitucionalismo1.

Luis ha participado en todos los debates relevantes en lengua española sobre el constitucionalismo, ha iluminado aspectos que eran oscuros, nos ha hecho más conscientes de los retos que enfrentábamos, y lo ha hecho con perspicuidad y templanza. Es para mí, verdaderamente, un honor y un placer haber sido invitado a contribuir a este merecido homenaje en forma de libro. Quiero poner un ejemplo de lo que digo: en nuestra comunidad cultural hispana el más fecundo de los debates acerca del constitucionalismo de la última década ha sido el que contrapone el constitucionalismo principialista al constitucionalismo garantista, ha dado lugar a un número monográfico de la revista Doxa (34: 2011), después publicado como monografía (Ferrajoli et al., 2012). Pues bien, dicho debate se inicia en la contribución de Luis (Prieto Sanchís, 2008) al primer simposio sobre la entonces reciente publicación de la obra magna de Ferrajoli Principia Juris (2007). Todavía recuerdo, con nostalgia y asombro, como Luis desgranó sus argumentos en el evento organizado en Brescia por Tecla Mazzarese. Sus argumentos fueron retomados y desarrollados por Luigi Ferrajoli más adelante, pero la semilla de este debate fue sembrada por Luis.

Recientemente Luis ha publicado un trabajo que representa un poco su balance de más de una década de lo que en el mundo latino se conoce como neoconstitucionalismo (Prieto Sanchís, 2016) y yo, sin conocer este trabajo suyo, he tratado de hacer lo mismo hace muy poco (Moreso, 2019)2, mi contribución consistirá en comparar estos balances. Si alguien lee los dos trabajos, verá que nuestras coincidencias son mucho más amplias que nuestras diferencias. Diría que en lo que es relevante, estamos de acuerdo, sobre todo en el hecho de que el neoconstitucionalismo no es el nombre de una única doctrina, sino de un espectro de doctrinas que se solapan entre sí y que tratan de dar cuenta de la cultura del constitucionalismo de este comienzo de siglo.

Sin embargo, me parece que en el enfoque de Luis hay algo más de nostalgia de algunos rasgos de lo que Bobbio (1965) denominó positivismo jurídico teórico y que acertadamente Luis (Prieto Sanchís, 2016, p. 270) identifica como: legalismo o legicentrismo, coherentismo, reglas, subsunción y discrecionalidad. Por otro lado, en diversos trabajos Luis ha sostenido que el rechazo de la tesis de la separabilidad entre el derecho y la moral que siempre se ha asociado al positivismo jurídico (paradigmáticamente Hart 1958) puede ahora ponerse en duda en el ámbito del constitucionalismo, cayendo en una especie de moralismo constitucionalista. En este trabajo (Prieto Sanchís, 2016, p. 276) lo dice con las siguientes palabras: ‘ni siquiera es conveniente que el Estado se transforme en un Estado ético, lo que haría de él –nuevamente el “brazo secular” de una moral, eliminando la posibilidad de crítica externa, convirtiendo a la ley (o a los jueces) en el oráculo de la justicia y fundamentando un deber moral incondicionado de obediencia, en la línea del positivismo ético’.

Pues bien, voy a dedicar la sección segunda a tratar de mostrar por qué no hemos de tener nostalgia del modelo de derecho del positivismo teórico. La sección tercera va dedicada a argüir que una defensa razonable del constitucionalismo (sea positivista o anti-positivista) no ha de conllevar el moralismo constitucional. En la sección cuarta, concluiré.

II. NOSTALGIA DEL JARDÍN DE VILLA VALERIA

Al referirse a la ponderación entre principios constitucionales que reconocen derechos fundamentales, Luis Prieto (Prieto Sanchís, 2016, p. 274) trae a colación una sentencia del Tribunal Constitucional (STC 51/2008, de 14 de abril) que deniega el amparo por vulneración del derecho al honor a la viuda del sr. Pedro Ramón Moliner, reclamado contra el escritor Manuel Vicent (Vicent, 1996) que en la novela Jardín de Villa Valeria3 escribió:

Bajo los pinos había jóvenes que luego se harían famosos en la política. El líder del grupo parecía ser Pedro Ramón Moliner, hijo de María Moliner, un tipo que siempre intervenía de forma brillante. Era catedrático de industriales en Barcelona, aparte de militante declarado del PSOE. Tenía cuatro fobias obsesivas: los homosexuales, los poetas, los curas y los catalanes. También usaba un taparrabos rojo chorizo, muy ajustado a las partes. Solía calentarse jugueteando libidinosamente bajo los pinos con las mujeres de los amigos para después poder funcionar con la suya como un gallo.

Pues bien, tal vez la genealogía de esta decisión pueda explicar la nostalgia a la que me refiero4. La primera demanda de la viuda de la persona mencionada por el autor de la novela fue desestimada por el Juzgado núm. 40 de Madrid en sentencia de 10 de diciembre de 1997. Recurrida en apelación la Audiencia Provincial de Madrid la revocó, considerando que había habido una intromisión ilegítima al honor, en la Sentencia 562/2000, de 22 de septiembre. La sala de lo Civil del Tribunal Supremo (STS 822/2004, de 12 de julio) casó y anuló la sentencia dictada en apelación, confirmando la primera decisión. Decisión confirmada, como sabemos, por el Tribunal Constitucional.

Sin embargo, la decisión del Tribunal Supremo (de la que fue ponente Xavier O’Callaghan, catedrático de Derecho Civil) razona del siguiente modo:

No se trata tanto de hacer una correcta ponderación de la colisión entre el derecho al honor y la libertad de expresión o el derecho a la información veraz, como de considerar si se ha producido una intromisión, proscrita legalmente, a aquel derecho, protegido constitucionalmente. Es decir, no es un tema de colisión, sino de calificación. En éste, se ha de tomar en consideración si lo expuesto o informado y si las expresiones tienen entidad suficiente para poder ser consideradas como intromisión ilegítima, sancionada por la ley como responsabilidad civil.

Es decir, el Tribunal Supremo no quiere renunciar al ideal del positivismo jurídico: la aplicación del derecho consiste en una operación de subsunción, es decir, la comprobación de si determinadas acciones (la publicación de este párrafo en la novela) son subsumibles en el caso genérico a la que la norma correlaciona determinada solución normativa. Como en este caso no hay, según la sentencia, intromisión al honor, entonces no procede la responsabilidad civil que establece la consecuencia jurídica (en el art. 7.1.1. en relación con el 2.1 de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen).

Dos son las matizaciones que la decisión del Tribunal Constitucional (de la que fue ponente el Magistrado Ramón Rodríguez Arribas) realiza a esta posición del Tribunal Supremo (dejemos ahora aparte la cuestión de si puede vulnerarse el honor de una persona fallecida): a) por un lado, adecuadamente, el Tribunal Constitucional aclara que lo que aquí está en juego no es la libertad de expresión, sino el derecho a la producción y creación literaria reconocidos en el art. 20.1 b) del texto constitucional y b) por otro lado, y mucho más relevante, el Tribunal admite que se trata de una cuestión de ponderación más que de calificación. Lo dice del siguiente modo:

Como resulta de su exposición, las diferencias entre estos diversos enfoques son más aparentes que reales. A primera vista un comportamiento que no tiene entidad suficiente para ser considerado lesivo de un derecho fundamental no puede ser censurado desde una perspectiva constitucional. Máxime si, como en el presente caso, está conectado con el ejercicio de otro derecho fundamental. Sin la concurrencia de dos derechos fundamentales no hay, en efecto, ponderación posible.

(…)

Como suele ser habitual, pues, en los conflictos entre particulares que afectan al art. 18.1 CE, la concurrencia de otros derechos fundamentales y el carácter no absoluto, sino principial y, por lo tanto, apriorístico, de todos ellos hacen de la ponderación judicial el método interpretativo materialmente empleado para resolver dichos conflictos, otorgando prevalencia a uno de ellos a la luz de las circunstancias del caso.

Sospecho que la decisión el Tribunal Supremo comparte la nostalgia de un mundo jurídico que es como un libro de reglas, que se adapta mejor al imperio de la ley, que es parte del ideal del Estado de derecho y que está en la médula del ideal del constitucionalismo. Sin embargo, este ideal desde siempre ha de hacerse, de alguna manera, compatible con la objeción de la equidad, la epiqueya5.

La objeción de la equidad consiste en argüir que el seguimiento de las reglas, algunas veces, hace imposible resolver las controversias equitativamente, dando a cada uno lo suyo.

Platón, al que debemos una de las primeras y más bellas formulaciones del ideal del imperio de la ley (Platón Las Leyes IV.715 d, 1983, p. 145)6:

Pues en aquella (ciudad) donde la ley tenga la condición de súbdito sin fuerza, veo ya la destrucción venir sobre ella, y en aquella otra, en cambio, donde la ley sea señora de los gobernantes y los gobernantes siervos de la ley veo realizada su salvación y todos los bienes que otorgan los dioses a las ciudades.

fue también uno de los primeros en formular la objeción de la equidad (Platón, El Político 294a-c, 1988, p. 582-3), de este perspicuo modo:

 

Que la ley jamás podría abarcar con exactitud lo mejor y más justo para todos a un tiempo y prescribir así lo más útil para todos. Porque las desemejanzas que existen entre los hombres, así como entre sus acciones, y el hecho de que jamás ningún asunto humano —podría decirse— se está quieto, impiden que un arte, cualquiera que sea, revele en ningún asunto nada que sea simple y valga en todos los casos y en todo tiempo (…) y la ley, en cambio —eso está claro—, prácticamente pretende lograr esa simplicidad, como haría un hombre fatuo e ignorante que no dejara a nadie hacer nada contra el orden por él establecido, ni a nadie preguntar, ni aun en el caso de que a alguna persona se le ocurriese algo nuevo que fuera mejor, ajeno a las disposiciones que él había tomado.

Una objeción que Aristóteles, en un célebre pasaje de la Ética a Nicómaco (1137b, 1984, p. 83), formula arguyendo que no todas las dimensiones de las acciones humanas particulares pueden ser capturadas por reglas universales y para tratarlas debemos usar instrumentos no rígidos, y las reglas generales son rígidas, debemos usar reglas flexibles (reglas con defeaters, como veremos):

Por eso lo equitativo es justo, y mejor que una clase de justicia; no que la justicia absoluta, pero sí que el error producido por su carácter absoluto. Esta es también la causa de que no todo se regule por la ley, porque sobre algunas cosas es imposible establecer una ley, de modo que hay necesidad de un decreto. En efecto, tratándose de lo indefinido, la regla es también indefinida, como la regla de plomo de los arquitectos lesbios, que se adapta a la forma de la piedra y no es rígida, y como los decretos que se adaptan a los casos.

Una idea que la tradición escolástica preservaría y que llevó a Francisco Suárez a dedicar todo un volumen, el sexto, de su Tratado dedicado a las leyes, a la cuestión del lugar de la epiqueya aristotélica en la interpretación. Del siguiente modo (Suárez 1612-2012, cap. VI.1, p. 127):

Hasta aquí hemos explicado la interpretación de la ley humana en cuanto a su sentido general por el que la ley crea obligación. Ahora vamos a hablar de los cambios que en ella acontecen en virtud de los cuales deja de obligar. En la ley se pueden concebir dos tipos de cambio: uno, de suyo, por así decir, e intrínseco porque falta alguna causa que lo mantenga en su valor o alguna consideración para que obligue. El otro modo es extrínseco, por la acción de un superior que lo introduce al hacer el cambio en la ley.

Se trata de una advertencia muy relevante para el modelo de aplicación del derecho que surge de la modernidad ilustrada: una jurisprudencia de reglas, en donde sus aplicadores deben decidir siempre los casos conforme a las reglas. Una idea que suele ser asociada a Montesquieu para quien de este modo (1748-1964: XI.6., p. 587): ‘El poder de juzgar […] se convierte, por así decirlo, en invisible y nulo’.

Y ahora es cuando nos enfrentamos con el problema de la aplicación de estas prescripciones generales. La concepción de las leyes como reglas generales supone que la generalización que contiene determina su aplicación. Los órganos jurisdiccionales deben decidir los casos individuales a la vista de estas generalizaciones. De hecho, la generalidad de las reglas, suele decirse, tiene dos dimensiones: referida a los destinatarios y referida al contenido de la acción (a veces, se dice, entonces que las reglas son abstractas, por ejemplo, Guastini, 1993, p. 22). Sin embargo, en realidad todas las prescripciones son generales en relación con su contenido, siempre una prescripción, incluso la prescripción más particular, puede ser cumplida por un indefinido conjunto de acciones individuales (Moreso, 2017), así lo decía una importante caracterización de la Rule of Law (Neumann, 1986, p. 212):

La ley general se opone a cualquier tipo de orden individual. La diferencia es relativa. Es cierto que todas las órdenes de una autoridad superior a un órgano inferior de realizar cierto acto son, en relación con el cumplimiento de la orden, siempre generales y abstractas (...). Es indiscutiblemente verdad que el cumplimiento de cualquier orden deja a la persona a la que va dirigida un cierto margen de iniciativa. Desde este punto de vista, la orden individual puede ser contemplada como una orden general.

Laporta (2007, p. 89), por ejemplo, sostiene que una norma general respecto a los destinatarios, pero no acerca del contenido podría ser aquella que ordena ‘a todos los vecinos de una localidad (norma general respecto de los destinatarios) que vayan a donar sangre a un hospital un día determinado y sólo ese día, como consecuencia de que se ha producido una catástrofe natural en la localidad’. Sin darse cuenta, al parecer, de que esta orden es genérica, abstracta, acerca del contenido. Los vecinos pueden ir a donar sangre por la mañana o por la tarde, en bicicleta o en coche o paseando, vestidos de un modo o de otro, etc. Y más aún, parece que también cumplen con la norma los vecinos que donan sangre sabiendo que están enfermos de hepatitis o están infectados con el virus de inmunodeficiencia adquirida. Por otro lado, parece que la obligación no alcanza a los residentes no censados en la población.

Estas generalizaciones aparecen, como dice Frederick Schauer (1991, pp. 23-24) ‘atrincheradas’, opacas a la razón que las justifica. Lo que conlleva (Schauer, 1991, pp. 31-34) que habrá casos incluidos en la regla que conforme a la razón que justifica tener la regla no deberían estar incluidos: en el ejemplo de Laporta, los donantes enfermos de hepatitis, por ejemplo; y habrá casos también de infrainclusión, tal vez los que sin ser vecinos son residentes, en el anterior ejemplo. Suponiendo, como parece obvio, que el fin de la regla es conseguir sangre sana para poderla trasfundir a los heridos que la precisen. Aun así, hay razones para seguir manteniendo la opción de seguir las reglas. Podemos resumirlas en tres (presentes en Laporta, 2007; también Celano, 2016 y Moreso, 2016): a) nuestra racionalidad limitada: seguir reglas nos ahorra tiempo, recursos y nos permite eliminar nuestros sesgos a la hora de aplicarlas, b) hace la aplicación de las reglas predecible, respetando nuestra autonomía y c) asigna democráticamente el poder: el legislador crea las leyes generales y los jueces, sujetos a ellas, aplican las leyes generales a los casos individuales.

Esta es, claramente, una cuestión normativa: ¿cómo debe ser nuestro derecho y como debe disciplinar la jurisdicción? En un extremo, tenemos lo que podemos denominar una jurisprudencia de reglas, lo que Laporta (2007, p. 83) denomina, un ‘libro público de reglas accesibles a todos’. En el otro extremo tenemos lo que Schauer (1987) denominó una jurisprudencia de razones, una concepción-derechos. Y Laporta añade: ‘La concepción del imperio de la ley que se mantiene en este libro es más bien la primera, es decir, la ‘concepción-libro de reglas’’, aunque añade: ‘se mantiene la convicción de que no es incompatible con la segunda [la jurisprudencia de razones]’.

La primera concepción es totalmente deferente a la ‘autonomía semántica’ (Schauer, 1991, p. 53) de las reglas. La segunda concepción ignora dicha autonomía y está abierta siempre a argüir si el caso individual enjuiciado está o no abrazado por la razón que justifica tener la regla.

Sin embargo, tal vez el derecho en los Estados de derecho ocupe un lugar intermedio entre estos extremos. Contiene causas de justificación en derecho penal, vicios del consentimiento y causas de invalidez de los contratos en el derecho privado, conceptos jurídicos indeterminados y cláusulas generales en especial en el derecho público y toda la panoplia de principios y derechos del derecho constitucional. Estos mecanismos funcionan autorizando a los jueces que apliquen el derecho a los casos individuales acudiendo, en determinadas ocasiones, a las razones que justifican la regla y que dichos elementos expresan. Y creo que es razonable, desde un punto de vista normativo, que así sea7. Juan Carlos Bayón (1996) argumenta de un modo semejante, aunque prefiere no pronunciarse por la cuestión normativa. Añade sin embargo (1996, p. 48) dos cautelas que muestran cómo es alcanzable esta posición intermedia. En primer lugar, ‘en un derecho de principios y reglas la solución prevista por la regla goza de una presunción prima facie de aplicabilidad que sólo puede ser desvirtuada en un caso concreto mediante una argumentación basada en principios’8 y, en segundo lugar, ‘el Estado constitucional no sólo incorpora principios que actúan como parámetros de justificación del contenido material de la acción de los poderes públicos, sino también principios formales como los de certeza y seguridad de naturaleza institucional, como los relativos a la división de poderes y funciones dentro del Estado, es decir, relativos a la atribución de autoridad’. Estas dos más que razonables cautelas de Bayón hacen que lo más sensato sea aspirar a un derecho que sea, en relación con su aplicabilidad, una ‘jurisprudencia de razones con reglas’ o, lo que es lo mismo, ‘una jurisprudencia de reglas con defeaters’. Son estos defeaters los que hacen posible que el aplicador de la regla de la transfusión de sangre obligatoria no acepte la transfusión de una mujer embarazada y acepte, en cambio, la transfusión de un residente que no es vecino.