El compromiso constitucional del iusfilósofo

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Al respecto, el dato importante a tener en cuenta, entonces, es que una jerarquía entre actos normativos no está establecida por el procedimiento distinto, y posiblemente más gravoso, de aprobación o de revisión de un determinado tipo de acto, y ni siquiera por la “fuerza pasiva” particular de un determinado acto normativo. No son las condiciones de validez formal, en sí mismas, las que determinan el rango jerárquico de las normas. La superioridad de la constitución no depende de su rigidez. Pero algo falta aún en el discurso. En efecto, he empleado la noción de “superioridad”, sin aclarar en qué consiste. Ahora nos debemos ocupar de esto.

2.2. Supremacía de la constitución y control jurisdiccional

No estoy de acuerdo con Prieto en cuanto a la noción misma de “supremacía” o “superioridad” de la constitución. Me parece, en efecto, que Prieto junta cosas (demasiado) distintas, y esto le lleva a decir que la supremacía de la constitución es algo marcadamente distinto de la existencia de un control judicial de constitucionalidad.

Según Prieto, conceptualmente, la garantía judicial de la constitución confiere un carácter jurídico a la propia constitución, es decir, un carácter de fuente del Derecho, pero no necesariamente el carácter de una fuente superior o suprema. Por supuesto, la existencia de un control constitucional podría ser un “síntoma”, un “indicio”, o un “corolario” de la supremacía de la constitución10. Pero, según Prieto, una constitución puede ser superior a la ley incluso en ausencia del control judicial de constitucionalidad.

Esta última tesis es, en mi opinión, algo cuestionable, pero para dejar claro mi argumento tengo que introducir una breve digresión sobre la teoría de las jerarquías normativas.

Al menos según algunas reconstrucciones11, en el derecho pueden operar jerarquías normativas de diferentes tipos: en particular, jerarquías estructurales, jerarquías materiales y jerarquías axiológicas. Es necesario dedicar unas palabras al respecto, porque la forma en que se articula esta distinción dejará en claro cuáles son, en mi opinión, los límites del análisis de Prieto.

Pues bien, una jerarquía estructural se refiere a la relación entre los actos normativos y las normas de producción que regulan la correcta producción de tales actos normativos; un acto normativo que ha sido producido de acuerdo con las meta-normas pertinentes es un acto normativo válido, y la noción de validez que se tiene en cuenta aquí es validez formal.

Una jerarquía material se da cuando una normaN1 no puede ser contraria a una norma N2, bajo pena de invalidez; aquí la noción de validez relevante es la validez sustancial o material. Nótese, sin embargo, que la jerarquía material no es una relación de “a dos”, entre N1 y N2; implica necesariamente una tercera norma (o conjunto de normas) N3, que instituya un control de legitimidad de N1 frente a N2, disponiendo la anulación de N1 en caso de que vaya en contra de N212. Ahora bien, es exactamente este control de legitimidad, establecido por N3, lo que hace a N2 “superior” a N1. En otras palabras, la jerarquía material se establece mediante el control de legitimidad. Típicamente, este control de legitimidad será de tipo jurisdiccional, pero no es algo necesario. Lo esencial es que exista una autoridad con el poder de eliminar de forma autoritativa el acto normativo que expresa la norma inválida, y precisamente porque expresa una norma inválida (y no, por ejemplo, por una libre elección política, como sucede en la derogación legislativa). Este poder puede atribuirse indistintamente (indistintamente desde un punto de vista conceptual, se entiende) a una autoridad judicial, administrativa, o de naturaleza mixta judicial y política, como de hecho sucede en el caso de muchas cortes constitucionales.

Para demostrar lo plausible de este nexo conceptual entre la jerarquía (material), la validez (material) y el control de la legitimidad, basta con un sencillo experimento mental. Probemos eliminar N3 de la definición de jerarquía material anteriormente dada: vemos entonces, de inmediato, que en ausencia de N3 no hay ningún elemento que permita afirmar que N2 sea superior a N1. En otras palabras, cada vez que afirmamos que una norma es superior que otra no podemos evitar preguntarnos en virtud de qué lo es. Si es superior en virtud del hecho de que la norma inferior es inválida cuando es contraria a la superior, entonces esto significa que hay órganos y procedimientos para declarar esa invalidez, removiendo (es decir, anulando) el acto que la expresa. Una invalidez que nadie tiene poder para declararla no tiene sentido, al menos en un ordenamiento normativo “dinámico”, y no puramente “estático”, como es el derecho13. De esto se sigue, además, que la validez (material) se puede predicar solo para las normas “inferiores” en una jerarquía material: no puede, en cambio, predicarse para normas supremas, por ejemplo, las constitucionales, precisamente porque para estas normas no existe una norma del tipo N3, que disponga un efecto de anulación en caso de conflicto con otras normas. Las normas constitucionales no son válidas ni inválidas14.

Por último, se da una jerarquía axiológica cuando una norma N1 se considera más importante que otra norma N2. Esta relación de importancia puede tener varias consecuencias: típicamente, N2 tendrá que ser interpretada de acuerdo con N1 (esta es exactamente la lógica subyacente a la interpretación “conforme a” la constitución); o bien, N2 deberá ser inaplicada si es incompatible con N1. Por lo tanto, mientras que una jerarquía material está vinculada a un juicio de validez (material o sustancial), una jerarquía axiológica está vinculada a un juicio de aplicabilidad15: que una norma N1 se considere aplicable en detrimento otra norma N2, presupone que N1 se considera “más importante” que N2. Esto es exactamente lo que sucede, por ejemplo, cuando un ordenamiento considera aplicables las normas más recientes respecto a las normas más antiguas (el criterio de la lex posterior), o las normas especiales respecto a las generales (el criterio de la lex specialis), o también cuando en materia penal se debe aplicar la norma obtenida con un argumento a contrario en lugar de una derivada por analogía (el denominado principio de taxatividad de la ley penal). Nótese que ninguna de estas opciones en cuanto a la aplicabilidad es conceptualmente necesaria: todas son el resultado de opciones valorativas contingentes, por ejemplo, a favor del cambio deliberado del derecho (en el caso de la lex posterior), a favor de la certeza de la sanción penal (en el caso de la prohibición de la analogía en materia penal), etc.

Este largo excursus debería dejar en claro por qué no encuentro posible separar conceptualmente la supremacía de la constitución de la existencia de un control judicial (en un sentido amplio) de constitucionalidad. Si la supremacía de la constitución sobre la ley significa (como afirma Prieto) que la ley contraria a la constitución es inválida, entonces esto significa que entre la constitución y la ley hay una jerarquía material o, lo que es lo mismo, que hay un control de legitimidad de la ley con respecto a la constitución (con el consiguiente poder de anulación de la ley inconstitucional).

En otras palabras, es el control de la legitimidad el que establece la jerarquía normativa (una jerarquía material y una relación de validez) entre las reglas implicadas en ese control. Por lo tanto, bien visto, el control judicial de la constitucionalidad no es simplemente una condición de efectividad de la constitución: no solo tiene por objeto reforzar la probabilidad de que se respete la constitución, introduciendo un instrumento que sancione o elimine las violaciones de la constitución16; el control de constitucionalidad es también condición conceptual de la superioridad de la constitución sobre la ley. Sin control de constitucionalidad, la ley y la constitución serían indistinguibles en cuanto a la fuerza normativa y al rango en la jerarquía de fuentes, la constitución nunca podría determinar la invalidez de las leyes que la contravienen. Ciertamente, una constitución así podría aún prevalecer sobre la ley, no como condición de validez de esta última, sino más bien en el plano de la aplicabilidad: una ley inconstitucional podría estar sujeta a la inaplicación, incluso si nadie tiene el poder de declarar su invalidez. En este caso, la constitución sería superior a la ley (no en un sentido material, sino más bien) en un sentido axiológico. Esto sucede, en efecto, en algunos ordenamientos jurídicos, y esto también podría ser una correcta reelaboración de la propuesta del propio Prieto, como veremos en el siguiente apartado.

Si todo esto es correcto, entonces las constituciones contemporáneas se ubican en el vértice de la jerarquía de las normas, en tanto que hay control de constitucionalidad de la ley. El control de constitucionalidad no es un síntoma ni un corolario, y mucho menos un rasgo contingente, de la superioridad de la constitución. Más bien, es constitutivo de la superioridad (en sentido material) de la constitución. Es la existencia del control de constitucionalidad lo que cambia la estructura del ordenamiento, y que sitúa a la constitución por encima de la ley ordinaria, condicionando su validez.

2.3. Supremacía de la constitución y revisión constitucional “solo explícita y formal”

En ausencia de un control de constitucionalidad (es decir, reitero, en ausencia de la posibilidad de que una ley contraria a la constitución sea anulada y, por lo tanto, en ausencia de una jerarquía material), la constitución podría seguir siendo, hipotéticamente, superior a la ley. De hecho, entre la constitución y la ley aún podría haber una jerarquía axiológica. Esto significa que la constitución, si bien no puede determinar la invalidez de las normas legales que la contravienen, aún puede ser capaz de influir en la aplicabilidad de estas últimas.

 

Creo que esto sería, a fin de cuentas, la noción de supremacía de Prieto. En otras palabras, la supremacía de la constitución sería esencialmente una supremacía en sentido axiológico; solo contingentemente —es decir, en caso se presente también un control de constitucionalidad— la constitución puede adquirir también una supremacía en sentido material. Y, en teoría, obviamente, no hay nada de malo en esto, siempre, sin embargo, que se tenga el cuidado de precisar que en el primer caso (supremacía solo en sentido axiológico) la constitución no puede ser condición de la validez de las leyes, sino solo de su aplicabilidad.

Que esta noción de superioridad de la constitución se resuelva en una jerarquía axiológica también se demuestra con otro argumento. Según Prieto, la supremacía de la constitución requiere, al menos, que los cambios en la constitución se hagan de manera explícita, de modo que la constitución, aunque flexible en hipótesis, no esté sujeta a la derogación tácita por parte de la ley17. Este punto ha sido malentendido (por Bayón, 2004, y quizá por el propio Prieto) como una cuestión relacionada con la flexibilidad / rigidez de la constitución. Pero claramente esto no es un problema de revisión constitucional en sentido estricto: por definición, una derogación tácita no modifica el texto de la constitución, así como no modifica el texto de una ley anterior. La derogación tácita es, más bien, una forma de resolver una antinomia entre dos normas haciendo prevalecer la norma posterior, es decir, aplicando esta última e inaplicando la norma anterior. El funcionamiento del criterio lex posterior, como es sabido, no afecta la validez de la norma anterior, sino únicamente su aplicabilidad18.

Pues bien, la tesis de que la constitución, aunque en hipótesis flexible, no debería en todo caso ser objeto de una derogación tácita significa simplemente que una constitución (aunque no asistida por el control de constitucionalidad) aún puede considerarse superior a la ley si, en caso de conflicto, es capaz de determinar la inaplicación de la ley. En este caso, de hecho, operaría un criterio de aplicabilidad inverso respecto al criterio de la lex posterior, de tal manera que la norma (constitucional) anterior prevalece sobre la norma (legislativa) posterior. Y esto no tiene nada que ver con las modalidades de revisión de la constitución, no tiene nada que ver con el carácter rígido o flexible de la constitución. Se trata, más bien, de la existencia —en hipótesis— de una jerarquía axiológica entre la constitución y la ley, lo que determina la inaplicación de la ley contraria a la constitución.

2.4. Haciendo un balance

Quizás sea oportuno resumir brevemente el argumento que he intentado presentar en los apartados anteriores.

Es cierto que la supremacía y la rigidez de la constitución son conceptos distintos. (Esto es algo que también sostiene Prieto, pero con argumentos parcialmente distintos a los míos.)

Sin embargo, no es del todo cierto que la supremacía de la constitución sea distinta del control judicial de constitucionalidad. En efecto, la superioridad en sentido material de la constitución (que conduce a un juicio de validez de la ley) está conceptualmente vinculada a la existencia del control de constitucionalidad, es decir, la posibilidad de anular la ley contraria a la constitución. En cambio, la supremacía axiológica (que conduce a evaluaciones en términos de aplicabilidad) es independiente de la existencia de un control de constitucionalidad. Incluso una constitución flexible puede ser superior a la ley en un sentido axiológico, si se autoriza a los jueces inaplicar leyes posteriores a la constitución, cuando su contenido entra en conflicto con la constitución. (Tal autorización puede provenir de una norma jurídica positiva, o bien puede derivar directamente de una “práctica de reconocimiento”). Incluso si no conduce a juicios en términos de validez / invalidez, esta sigue siendo una supremacía jurídicamente relevante, ya que se traduce en argumentaciones jurídicas y da lugar a consecuencias jurídicas.

Por último, una constitución podría ser superior a la ley en un sentido aún más débil: podría generar tan solo un “deber de respeto”, del que no se derivan consecuencias jurídicas de ningún tipo, ni siquiera en términos de aplicabilidad19. En este último caso, la constitución será (hipotéticamente) superior a la ley no en un sentido jurídico, sino en un sentido puramente “moral” o “cultural”.

III. JUSTICIA CONSTITUCIONAL Y DEMOCRACIA

Un segundo punto que quiero discutir brevemente se refiere a la relación entre el control judicial de constitucionalidad y la democracia. Prieto, como hemos visto, niega que el concepto de supremacía de la constitución esté en sí mismo en conflicto con el ideal democrático; más bien, según Prieto, la democracia mayoritaria está limitada, por un lado, por la rigidez de la constitución y, por el otro, por el control judicial de constitucionalidad.

Ambas cosas, sin embargo, según Prieto, pueden ser moduladas de distinta manera, e incluso diluidas, sin menoscabar la idea de la supremacía de la constitución. Así, como ya hemos visto, según Prieto, una constitución no rígida continúa siendo suprema, siempre que sus cambios se adopten mediante un procedimiento público y formal (aunque idéntico al procedimiento de elaboración de la ley ordinaria). Del mismo modo, según Prieto, es posible imaginar una modalidad de control judicial de constitucionalidad que sea relativamente respetuoso de la esfera democrática. Veamos de qué modo.

Como es bien sabido, los sistemas de justicia constitucional presentes en los Estados constitucionales contemporáneos oscilan entre dos modelos “puros”: el modelo concentrado, o “kelseniano”, que prevé una sola autoridad con la facultad de declarar con efectos erga omnes la inconstitucionalidad de una ley; y el modelo difuso, o “estadounidense”, que autoriza a cualquier juez a evaluar un posible contraste entre ley y constitución, pero con efectos limitados a la inaplicación en el caso concreto20. Generalmente, los sistemas que concretamente existen, consisten en una mezcla entre el modelo concentrado y el modelo difuso, a veces acentuando más el primero y a veces más el segundo: como señala efectivamente Prieto, a menudo la concreta predisposición de un sistema de justicia constitucional en un ordenamiento no responde en absoluto a razones puramente técnico-legales, sino más bien a complejas y a veces hasta contradictorias circunstancias políticas y concepciones ideológicas (Prieto, 2008, p. 169).

De hecho, por lo general, los sistemas de justicia constitucional presentes en Europa están inspirados, en principio, en el modelo kelseniano de control concentrado. Esto se debe probablemente a la influencia que el legicentrismo ha tenido en Europa (continental) durante los últimos dos siglos: es cierto que la constitución del Estado constitucional ha “destronado” a la ley, como le gusta decir a Paolo Grossi, pero esto, en todo caso, se ha hecho garantizándole a la ley un cierto resguardo, esto es, asegurándole un juez particular, por lo general, incluso, un poco “político”.

Ahora, según Prieto, la presencia de control concentrado es, en cierta medida, incompatible con la estructura normativa del Estado constitucional, una especie de cuerpo extraño, un remanente de la mentalidad kelseniana y legalista de los juristas europeos. En efecto, una vez que se ha reconocido el carácter plenamente jurídico de la constitución, y una vez que la constitución ya no es solo la norma sobre las fuentes, sino que contiene principios y derechos susceptibles de algún tipo de aplicación en un juicio, se hace inevitable que la constitución entre en el razonamiento jurídico de todos los jueces, y no solo de un juez “especializado” como una Corte constitucional. En otras palabras, una vez que se advierte que la constitución del Estado constitucional no contiene una “materia constitucional” bien delimitada, sino que proclama principios y derechos de cualquier tipo (es decir, relevantes para el derecho civil, el derecho penal, el derecho tributario, etc.), no puede evitar que ella entre en todo tipo de controversia judicial (Prieto, 2003a, pp. 170-172; 2008, pp. 170-171).

No solo eso. Según Prieto, el control difuso es también respetuoso del principio democrático y, por lo tanto, puede minimizar (aunque no, obviamente, neutralizar del todo) la conocida objeción contra-mayoritaria a la judicial review. En efecto, el control difuso no incide sobre el texto de la ley considerada inconstitucional: no la manipula, ni la anula, sino que la inaplica en el caso concreto. La ley inaplicada permanece “íntegra” y podrá ser aplicada en otro caso, donde eventualmente no plantee problemas de inconstitucionalidad. Esto, a menos que la ley no resulte siempre inconstitucional, pues en ese caso su constante inaplicación terminará siendo, de hecho, equivalente a una anulación (Prieto, 2003a, pp. 172-173; 2008, pp. 171-173).

La conclusión, por lo tanto, es que un control difuso de constitucionalidad es, por un lado, más coherente con la estructura normativa del Estado constitucional y, por otro lado, más respetuoso del principio democrático. Por mi parte, en primer lugar, intentaré cuestionar los argumentos de Prieto (3.1), para luego esbozar una forma alternativa de conciliar el conflicto entre democracia y judicial review (3.2).

3.1. Control concentrado, control difuso y democracia

Prieto tiene toda la razón al advertir que en el Estado constitucional el control de constitucionalidad, si bien está formalmente concentrado, tiende inexorablemente a volverse (también) difuso. De hecho, tiene pleno sentido con la “lógica” o, mejor aún, la “cultura” del estado constitucional que los jueces ordinarios utilicen los principios constitucionales en los procesos judiciales: ya sea recurriendo a la aplicación “directa” de la constitución (si un caso no está regulado, o claramente regulado, en el nivel legislativo, el juez ordinario podrá colmar la laguna buscando la regulación de una determinada relación directamente en uno o más principios constitucionales) o mediante la aplicación “indirecta” de la constitución (el juez ordinario podrá evaluar el modo como el legislador ha actuado los principios constitucionales pertinentes, podrá interpretar la ley de tal modo que sea compatible con los principios constitucionales, o podrá usar principios constitucionales para integrar el significado de cláusulas generales y de conceptos elásticos).

En otras palabras, en el Estado constitucional el juez ordinario no se conformará con una simple ausencia de contradicciones entre la ley y la constitución, sino que exigirá que la primera sea congruente con la segunda (y se ocupará directamente a este fin). Todo esto, como resulta evidente, lleva a atribuir al control de constitucionalidad un carácter tendencialmente “difuso”: en efecto, incluso en un sistema en el que esté formalmente en vigor un control concentrado de constitucionalidad de las leyes, el uso extendido de las técnicas anteriormente mencionadas significa que la aplicación judicial de los principios constitucionales (y el trabajo de adecuar la legislación a ellos) tiene lugar mucho antes del inicio de un proceso de inconstitucionalidad ante la Corte constitucional. De este modo, las cortes asumen la tarea (o parte de la tarea) de actuar la constitución, situándose casi en una posición de competencia con respecto al legislador, competencia que puede, incluso, dar lugar a verdaderas inaplicaciones de las leyes consideradas contrarias a la constitución, posiblemente tras la apariencia de interpretaciones “conformes con la constitución”.

Sin embargo, me parece que esta tendencia a “difundir” el control constitucional solo es compatible con la estructura del Estado constitucional si también sigue estando asociada con el control concentrado. Trataré de explicarme.

Como se suele decir, el Estado constitucional aspira a una convivencia, a menudo problemática, entre diferentes valores: libertad, igualdad, solidaridad, dignidad, autonomía... A veces se dice que en el Estado constitucional no hay un único valor supremo en comparación con los otros o, lo que es el mismo, que el único valor supremo, o meta-valor, es el pluralismo. En esto, el Estado constitucional representa una superación del Estado legislativo que, en cambio, puso un valor en una posición preeminente sobre los demás, y este valor fue la seguridad jurídica. Esto no quiere decir que la seguridad jurídica haya desaparecido del horizonte normativo del Estado constitucional: más bien que, en el Estado constitucional, la seguridad jurídica es un valor que está destinado a entrar en equilibrio con otros valores constitucionales21.

 

Ahora bien, en un modelo de control constitucional difuso como el propuesto por Prieto, me parece que el valor de la seguridad jurídica está destinado a ser excesivamente sacrificado. En efecto, la utilización judicial de la constitución incentiva prácticas interpretativas bastante temerarias (interpretación “conforme a la constitución”, ponderación y concretización de principios constitucionales...) que solo valdrán en el caso concreto, sin que nada garantice que otros jueces no den una interpretación diferente de esa misma ley, o que evalúen de una manera distinta la incompatibilidad con la constitución, o no lleguen a una distinta ponderación o a una distinta concretización de los principios constitucionales. En otras palabras, el modelo difuso de justicia constitucional imaginado por Prieto (que, al parecer, es un modelo “puro”, carente de cualquier elemento de concentración, ni siquiera en el nivel de precedente vinculante) solo podría funcionar si se acepta alguna forma de cognitivismo interpretativo tal que los jueces ordinarios no pueden sino converger en sus evaluaciones del conflicto entre una ley y la constitución. Solo en este caso la “difusión” del control constitucional no se traduciría en una anarquía interpretativa que afectaría seriamente el valor (constitucionalmente relevante) de la seguridad jurídica y también, obviamente, en la igualdad.

Pero, como sabemos (y como Prieto también sabe bien), esta no es la realidad. En la realidad, diferentes jueces bien pueden llegar a conclusiones diferentes sobre si una ley contradice la constitución. El juicio de conformidad entre la ley y los principios constitucionales a menudo puede implicar evaluaciones complejas, y ser controvertido. En un sistema difuso “puro”, diferentes jueces podrán fácilmente expresar diferentes evaluaciones sobre cómo ponderar y concretizar los principios constitucionales relevantes, sobre cuál es la mejor manera de hacer que la ley “sea conforme a” la constitución mediante la interpretación. Por lo tanto, es bueno que la libertad interpretativa del juez común, y su posibilidad de “dialogar” directamente con la constitución, encuentren un contrapeso en alguna forma de “concentración” del control de constitucionalidad: esto puede, como mínimo, consistir en atribuir a una corte en particular el poder de formular decisiones dotadas de valor de precedente vinculante; o bien puede consistir en el establecimiento de una típica Corte constitucional de tipo “europeo” de sistema constitucional. Esta última solución, por lo demás, tendrá la ventaja de eliminar definitivamente las normas y los actos normativos contrarios a la constitución, y posiblemente también la ventaja adicional de proporcionar a los jueces comunes un punto de referencia particularmente autorizado (aunque no fuera vinculante) en la interpretación de la constitución. Y esto, repito, no será una traición a la lógica del Estado constitucional, sino que será totalmente coherente con ella, en salvaguarda de valores (igualdad, certeza) que distan mucho de ser irrelevantes para el Estado constitucional.

También se puede llegar a una conclusión similar desde una perspectiva diferente: ya no desde la perspectiva de los valores consagrados por el Estado constitucional, sino desde la perspectiva de los poderes, o de los centros de toma de decisiones que operan en él. Incluso desde este punto de vista, el Estado constitucional ha sustituido un modelo “vertical”, típico del Estado legislativo, en el que una autoridad (el legislador) tenía la última palabra como depositario de la soberanía, por un modelo “reticular” en el que diferentes autoridades contribuyen, a veces de manera cooperativa y a veces de manera conflictiva, a la definición y protección de los derechos fundamentales. La imagen vertical propia del Estado legislativo, con la ley en el vértice de las fuentes y el juez sujeto únicamente a la ley, se contrapone ahora con un modelo difuso, en el que la garantía de los derechos debe surgir del equilibrio y del control recíproco entre múltiples poderes, con diferentes títulos de legitimidad (legislador, autoridades administrativas independientes, jueces comunes, Corte constitucional, cortes supranacionales), sin que ninguna única autoridad sea capaz de imponer la última palabra. O bien —lo que es esencialmente lo mismo— la última palabra, el ejercicio del poder soberano, se retrasa en la mayor medida posible, diluida en un caleidoscopio de restricciones y contrapesos (Pino, 2017b, pp. 212-213). Y me parece que, en esta compleja arquitectura, la presencia de una Corte constitucional no es solo un accidente histórico, un residuo de un modelo (“kelseniano”) sustancialmente superado, sino que desempeña un rol estratégico para salvaguardar, una vez más, la certeza y la igualdad.

Por lo tanto: la aplicación directa de la constitución, la libertad interpretativa de los jueces, el respeto de la democracia, o la seguridad jurídica, tal vez puedan estar mejor equilibrados garantizando a los jueces ordinarios un grado de autonomía de interpretación conforme a la constitución, siempre que sea posible mantenerse dentro de los límites (aunque débiles) del texto; mientras que, cuando el texto de la ley no admita una posibilidad de interpretación conforme a la constitución, la palabra debería pasar a una Corte constitucional con poder (concentrado) para anular dicha ley.

3.2. El “carácter democrático” del control de constitucionalidad

Concluyo estas notas desordenadas con una reflexión sobre una posible manera, alternativa a la configurada por Prieto, para conciliar la democracia y el control judicial de constitucionalidad22.

Una primera observación que debe hacerse es la siguiente. Es indiscutible que, en cierta medida, el Estado constitucional sacrifica la democracia. Esto, por la simple razón de que la democracia es uno de los valores que protege el Estado constitucional, pero no es el único: en el Estado constitucional, la democracia convive con otros valores, y esta convivencia a veces puede ser problemática, del mismo modo que a veces puede ser problemática la convivencia entre otros valores protegidos por el Estado constitucional. No creo que debamos ir en busca de una imposible cuadratura del círculo, de enrevesadas demostraciones en las que todos los componentes del Estado constitucional conviven en perfecta armonía. Tal vez el Estado constitucional se basa sobre una apuesta diferente: sobre la posibilidad de que del pluralismo (a veces incluso conflictivo) de los diferentes valores surja una mejor protección de los derechos fundamentales (Costa, 2010; Fioravanti, 2014, p. 1091).

Dicho esto, también es cierto que muchas de las objeciones “democráticas” al Estado constitucional se basan en suposiciones bastante cuestionables. Un presupuesto, en particular, del que a menudo parece surgir este tipo de críticas es la idea de que el parlamento está dotado de legitimidad democrática, mientras que las cortes son órganos puramente técnico-burocráticos, casi “aristocráticos”. Pero esto parece una versión bastante edulcorada de la realidad. En efecto, el carácter democrático de un sistema político, o de sus componentes, es una cuestión de grado, no una cuestión del tipo “todo-o-nada”; el único régimen que realmente podría garantizar el pleno respeto de la autonomía personal y política de los ciudadanos sería, quizá, una democracia directa, mejor aún si funcionara con la regla de la unanimidad. Solo en este contexto todos los ciudadanos podrían ser considerados realmente “autores” de las elecciones colectivas. Pero es evidente que tal régimen no tiene posibilidad alguna de funcionar en un contexto social apenas complejo (incluso en un contexto social simple y restringido no sería muy funcional, dado el poder de veto sobre las decisiones colectivas que asignaría a cada ciudadano). Por lo tanto, dado que todavía es necesario tomar decisiones sobre la vida en sociedad, bajo pena de un retorno al estado de naturaleza, es necesario recurrir a mecanismos que, en alguna medida, se alejen del ideal de la democracia directa que decide por unanimidad: de ahí la democracia representativa, y la regla de la mayoría. Por no señalar, además, que hay muchos modos distintos, que no son funcionalmente equivalentes, de configurar los mecanismos sea de la representatividad23, o sea de la decisión por mayoría, y que a menudo solo por pura ficción se puede asumir que el ciudadano común se siente realmente involucrado y representado en un procedimiento parlamentario24. Por lo demás, una vez que se rechaza la identificación orgánica entre los ciudadanos y sus representantes, surge claramente la necesidad de proteger los derechos de los ciudadanos también contra sus representantes25.