En la cresta de la ola

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Sari: Pùblicamemoria #15
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Historia reciente, vale la pena señalarlo, es un concepto que se acuñó en el Cono Sur, donde goza de un gran prestigio, y a partir del cual se ha agrupado el campo histórico académico. En términos generales, hace referencia al pasado más reciente. Así lo mencionan Marina Franco y Florencia Levín en Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un campo en construcción (2007), un libro pionero en el campo, particularmente en América Latina, donde no existían debates teórico-metodológicos, que se considera ya un clásico para quienes se interesan en el tema en Argentina, Uruguay y Chile, donde ayudó justamente a ir creando el campo de la historia reciente en los últimos diez años.

Respecto al caso argentino y su denominación, Marina Franco y Daniel Lvovich han afirmado:

desde que se conformó profesionalmente, el campo de la historia del pasado reciente quedó asociada a los estudios sobre la última dictadura militar y, luego, paulatinamente a los llamados “años setenta”. Desde luego no hay razones epistemológicas para ello, excepto las urgencias políticas y ciudadanas que impulsaron el surgimiento del campo (Franco y Lvovich, 2017: 201).

El otro libro pionero en este sentido fue el editado por Anne Pérotin-Dumon: Historizar el pasado vivo en América Latina. El libro se presenta como:

Treinta y cuatro estudios acerca de la reconstitución de los acontecimientos recientes que forman parte de los recuerdos de muchos por historiadores que son sus contemporáneos, cuando el carácter dramático de esos sucesos los convierte en un problema moral duradero para la conciencia nacional. El “pasado vivo” de la violencia política en la Argentina, Chile y Perú interpretado por historiadores y otros especialistas, con una dimensión comparativa sobre Brasil, Guatemala, Alemania, España, Francia, Irlanda del Norte, Polonia, los Estados Unidos y Japón (Pérotin-Dumon, 2007: s/p).

Historia reciente se ha ligado vigorosamente, como decíamos, en particular en el Cono Sur, a la idea de un “pasado reciente”, vinculado con la presencia de temas y objetos considerados “traumáticos”:

Si bien no existen razones de orden epistemológico o metodológico para que la historia reciente deba quedar circunscripta a acontecimientos de este tipo, lo cierto es que en la práctica profesional que se desarrolla en países como la Argentina y el resto del Cono Sur, que han atravesado regímenes represivos de una violencia inédita, el carácter traumático de ese pasado suele intervenir en la delimitación del campo de estudios (Franco y Levín, 2007: 34).

La legitimidad del campo, más que disciplinaria, parecería política:

En suma, tal vez, la especificidad de esta historia no se define exclusivamente según las reglas o consideraciones temporales, epistemológicas o metodológicas sino, fundamentalmente, a partir de cuestiones siempre subjetivas y siempre cambiantes que interpelan a las sociedades contemporáneas y que transforman los hechos y procesos del pasado cercano en problemas del presente (Franco y Levín, 2007: 35).

No obstante, como las propias autoras lo refieren, se trata de un estatuto epistemológicamente inestable a la hora de las definiciones.

En este sentido, en la Latin American Studies Association (LASA) existe la sección Historia Reciente y Memoria, que agrupa a una gran cantidad de historiadores del Cono Sur,18 y menciona en su portal web:

Los objetivos centrales de la sección de Historia Reciente y Memoria son promover el diálogo interdisciplinario e internacional y la colaboración entre académicos interesados en analizar el pasado reciente de los países de América Latina y el Caribe, así como los usos y abusos de la memoria de ese pasado en el presente.

De hecho, esta sección ha manifestado en los últimos encuentros (particularmente en el de 2016, en Nueva York) las limitaciones del término historia reciente, ya que cada vez hay más jóvenes que quieren estudiar periodos más cercanos (los años noventa y posteriores), que ya no se vinculan con las cuestiones “traumáticas” ni con la última dictadura militar. Además, una demanda constante a esta sección es que se abra a temas que no conlleven forzosamente “dolor y sangre”, pero que temporalmente sí estén vinculados con el presente, como la ecología y la arquitectura. Por eso, en general, consideramos que el término historia del presente permite una definición más clara y centrada en el objeto de estudio de la subdisciplina (el presente), algo que justamente define a la mayoría de los campos históricos: el presente, y no el dolor, el trauma o la violencia. Aunque, por supuesto, estos aún sigan siendo el eje central, la columna vertebral de la historia del tiempo presente.

La otra iniciativa ligada a la historia reciente es francesa. Está asociada a Jean-François Soulet, quien en 2009 escribió L’Histoire immédiate. Historiographie, sources et méthodes. Soulet fue profesor en la Universidad de Toulouse-Le Mirail y en el Instituto de Estudios Políticos de Toulouse. Especialista en la historia comparada del mundo comunista, creó en 1989 el Grupo de Investigación en Historia Inmediata (GRHI, por su sigla en francés) y dirigió la revista Les Cahiers d’Histoire Immédiate, que fundó en 1990. Para Soulet, la historia inmediata está definida por muchas de las mismas características que tiene la historia del presente desde el IHTP:

[…] un determinado número de factores, de diversa naturaleza, confieren a la historia inmediata una especificidad: la existencia de testigos de los acontecimientos descritos, las condiciones de acceso a ciertas fuentes, la particularidad de algunas de ellas, la necesaria colaboración con las otras ciencias sociales […]. Muchos elementos que contribuyen a orientar la historia inmediata hacia determinados objetos, ciertas problemáticas y ciertas metodologías (Soulet, 2009: 39; traducción de la autora).

Como se ve, Soulet vincula muchos de los aspectos que hemos estado abarcando con el término historia del presente. Se trata, a diferencia de historia reciente, del mismo objeto de estudio. Sin embargo, el concepto elegido no es afortunado, pues inmediato no añade nada a la cuestión de historizar el presente, pues con el envío de su significado al pasado más cercano no da cuenta del proyecto de “historiar la vida coetánea”, de abordar las generaciones vivas del presente. Respecto a esta cuestión, Frédérique Langue subraya:

la historia del tiempo presente no se centra de forma exclusiva en unos acontecimientos en particular, aunque puedan éstos desempeñar un papel de catalizadores tanto en el ámbito académico como en la sociedad civil. Abarca más bien procesos considerados en el tiempo largo, así como sus respectivos ecos en el presente, a diferencia de otras opciones historiográficas centradas en lo “inmediato”, la historia inmediata (Langue, 2015: 14).

En síntesis, hay que insistir en la conveniencia de utilizar historia del presente como definición que permite especificar que el estudio de la subdisciplina es el presente (en cuanto coetaneidad) y no un periodo de la historia de cada país, vinculado con una catástrofe, el dolor, el trauma o la violencia. Historia reciente apunta a este último aspecto, que no es aplicable a todos los países y no permite que en el campo se incluyan aspectos culturales y sociales no estrictamente políticos. Respecto al concepto historia inmediata, las dificultades de su utilización serían: define lo mismo que historia del presente, pero sin haber logrado hegemonía, y esto, considero, debido a que el término estuvo ligado en sus orígenes con la inmediatez (el instante) y no con un espacio de tiempo referido a la coetaneidad.

Algunos debates en torno a historizar el presente

Luego de lo anterior se puede afirmar indiscutiblemente que la historia del presente es una historia particular, con un objeto definido (el tiempo presente), con metodologías propias (que pueden usar el testimonio oral, la televisión y el radio, los videojuegos, el internet y una nueva serie de fuentes inexistentes para periodos anteriores de la historia) y problemáticas particulares (como las dificultades para estudiar con hiperabundancia de fuentes, así como el cuestionamiento y las demandas de los testigos a la historia escrita por los historiadores).

Si la historia se ha definido en múltiples ocasiones como la ausencia, la muerte y el pasado, la historia del presente que estudia a los vivos (la ciencia de los hombres en el tiempo diría Marc Bloch acertadamente) cuestiona los cimientos de la historiografía más tradicional. En 1998 solicité una beca al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) para estudiar el doctorado en historia en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en Francia. Al acudir a la entrevista, que era requisito, los dos historiadores que me entrevistaron me hicieron múltiples preguntas sobre mi tema de investigación (memorias sobre la dictadura cívico-militar en Uruguay); casi al final, una de las historiadoras me inquirió: “¿Y por qué te presentas en historia y no en sociología?”, y antes de que yo pudiera responder, el otro entrevistador, un hombre, le dijo: “Que tú y yo creamos que esto no es historia no significa que otros sí lo crean”. Yo salí llorando, segura de que no podría estudiar en Francia. Por fortuna me dieron la beca, pese a todo, y pasé seis años imbuyéndome de la historia del tiempo presente y la historia de la memoria.19

Veamos, entonces, más detenidamente la cuestión de las críticas, así como las posibles respuestas y argumentaciones a las mismas. En primer lugar, revisemos el asunto de la “subjetividad”. Y es que durante mucho tiempo el principal cuestionamiento a la historia del tiempo presente fue la imposibilidad de alcanzar la objetividad por la falta de distancia temporal. Si bien el historiador del presente se ve enfrentado a una historia que lo toca de cerca, esto no debería implicar –más que con otros objetos más lejanos– la distorsión de los hechos de manera que una narración verídica de la historia sea afectada. Lo difícil está en la manera de escribir las historias y en dar todos los elementos del rompecabezas evitando juzgar los hechos, aun teniendo una posición al respecto. Porque si bien el historiador debe tener una distancia crítica frente a su objeto de estudio, jamás será neutro –sea cual sea la distancia que lo separe. En el historiador no debe existir sino una sola conciencia, que es su conciencia de hombre o de mujer (Bédarida, 1993), lo que implica asumir el compromiso que tiene frente a lo narrado. En todo caso, el historiador del presente debe evitar las hemiplejías (González, 2016), la parálisis que, frente a la dificultad para encontrar el equilibrio entre subjetividad y objetividad, compromiso y distanciamiento, no permita hacer la narración histórica.

 

Hace tiempo que diversos historiadores señalaron que todas las historias son “subjetivas”, en el sentido de que el historiador siempre tiene una posición personal frente al objeto de estudio. No obstante, la cuestión de la subjetividad sigue siendo incómoda para algunos historiadores que reclaman el postulado positivista que desea una historia sin compromisos y sin debates teóricos que contaminen las fuentes primarias, única ventana al pasado: escribir la historia “como realmente fue”, decía Leopold von Ranke.

Los debates en otros campos (filosofía, ciencias sociales) han influido también las discusiones sobre la historia20 al afirmar que lo importante no es tener una posición sino ser capaz de reconocerla y manejarla adecuadamente. Uno de los aportes más interesantes en este sentido viene de Paul Ricœur, quien complejizó el debate en Historia y verdad, señalando que se puede apreciar una buena y una mala subjetividad. Una buena subjetividad sería aquella en la que el historiador evita caer en una interpretación dominada por el rencor o seducida por el silencio cómplice. Una mala subjetividad sería lo contrario. Así, se acepta que la subjetividad es parte inherente del trabajo del historiador, pero también se le exige una subjetividad “controlada”, por decirlo de alguna manera. ¿Cómo alcanzarla? Una forma de lograr esta buena subjetividad es a través de la reflexión filosófica. Y con Foucault diríamos que se trata de un asunto ligado a la reflexión ética: la ética entendida como el ejercicio sobre uno mismo y la pregunta de si uno está viviendo según sus principios (Foucault, 1999).

Dado que el historiador del presente puede influir en los debates políticos contemporáneos, tiene la acuciante responsabilidad de ser abierto acerca de cómo se vincula con su propio trabajo (Romano, 2012). El ejemplo más extremo de esta situación se encuentra en quienes son historiadores de su propia experiencia. No obstante, es necesario observar que aun cuando el historiador haya sido actor y testigo de los hechos, al escribir la historia del presente lo hace como historiador y no como testigo (salvo que haga una crónica o un recuento de sus memorias). Los historiadores del presente no escribimos sobre un acontecimiento como quien lo vivió, aunque lo hayamos vivido, sino como historiadores, sometiendo el tema a una investigación crítica, como en cualquier proyecto histórico, buscando patrones, relaciones causales y conexiones en las fuentes desde muy distintas perspectivas (Romano, 2012).

En este sentido, vale la pena citar como ejemplo de esta situación el brillante trabajo de Pablo Yankelevich sobre el exilio argentino en México, a donde llegó a residir como exiliado político en los años setenta (Yankelevich, 2010). En Francia destaca la labor de Pierre Vidal-Naquet, quien, marcado por la muerte de sus padres en Auschwitz, publicó un recuento de artículos consagrados al análisis de este fenómeno bajo el título de Les assassins de la mémoire (1987) frente al negacionismo creciente de los años 1970. También en Francia se ubica la notable labor de Ivan Jablonka, que escribe sobre sus abuelos, “acarreados por las tragedias del siglo XX: el estalinismo, la segunda guerra mundial, la destrucción del judaísmo europeo” (Jablonka, 2012); como él mismo lo señala, el libro está marcado por el compromiso: “Concebido a la vez como una biografía familiar, una obra de justicia y una prolongación de mi trabajo de historiador” (Jablonka, 2012).

La segunda crítica se refiere a la perspectiva temporal. Y es que la historia del presente se transformó en un reto para la disciplina, puesto que el sentido común señala que los historiadores se abocan a estudiar el pasado: la distancia es indispensable para la serenidad de sus análisis.

En 1992, Álvaro Matute afirmaba: “Lo que ocurrió en el golfo Pérsico desde el miércoles 16 de enero del año pasado es una buena muestra de que mejor hay que esperar a que las cosas hayan avanzado, o preferiblemente terminado, para elaborar un discurso congruente acerca de ellas” (Matute, 1992). Sin embargo, también proponía las objeciones a los cuestionamientos de estudiar el presente: “La idea de la perspectiva histórica es útil para valorar los textos historiográficos, pero no debe olvidarse que es una idea, no algo existente de manera fenoménica. ¿Se puede decir cuándo comienza a haber perspectiva histórica? Creo que no, en la medida en que se trata de una operación que es propuesta por el sujeto que escribe la historia. El historiador es quien establece la perspectiva. Él pone los marcos temporales a su materia y puede irse muy lejos o no del presente” (Matute, 1992).

Así, la respuesta a la falta de perspectiva temporal viene desde dos lugares. Primero, aduciendo que si bien la distancia facilita algunas interpretaciones también limita el entendimiento de las sociedades. Segundo, desde el hecho de que los avances en la epistemología de la historia permitieron insistir en que la distancia del historiador frente a su objeto no es el fruto del tiempo, sino producto del trabajo que se efectúa durante la construcción del propio objeto de estudio (García, 2003).

En particular, respecto a la historia del presente se pueden revisar varias objeciones a la falta de perspectiva temporal. En primer lugar, que la distancia se construye en el entramado de la escritura de la historia que hace el historiador y no con el tiempo. En segundo lugar, porque nuestro tiempo histórico ha establecido una nueva forma de relación con la historia y con los acontecimientos. Por último, porque justamente la historia del presente estudia lo que importa a las sociedades presentes.

¿Por qué es necesario conocer el final para poder contar una historia? La disciplina histórica creció cobijada por la idea de que sí es necesario saber el fin para dar inteligibilidad a la narración. Pero… ¿es así? ¿No podría ser al revés? Muchos autores sugieren que la “falta de distancia temporal” podría ser un reto y no una desventaja, en el sentido de que las dificultades para elaborar una narrativa cuando los acontecimientos están ocurriendo pueden servirnos de recordatorio de que todas las narrativas y los finales son de alguna manera construidos, elegidos por el historiador en formas que afectan la interpretación realizada (Romano, 2012). Es decir, esta falta de distancia podría operar para evitar los “destinos” de una historia. En lugar de realizar racionalizaciones a posteriori, el historiador del presente puede “desfatalizar la historia” (Ricouer, 2004). La historia del presente se convierte, entonces, en el laboratorio de una nueva forma de escribir la historia, más atenta a su complejidad y fluidez (García, 2003).21

En más de una ocasión he escuchado la objeción de que en el presente no sabemos qué es importante o cuál es la importancia real de un acontecimiento. Hace algún tiempo, durante una conferencia, se me señalaba que cuando Newton vio caer la manzana no se podía historizar la importancia de su descubrimiento. No pocos biógrafos han mostrado que Newton fue reconocido ya en su tiempo. Pero, además, el presente que vivimos ha modificado nuestra relación con la historia (por ello, Hartog puede decir que vivimos en el presentismo). Ya en los años setenta, Pierre Nora argüía que si hasta ese momento los historiadores eran quienes “construían el acontecimiento”, a partir de este nuevo presente eran los medios de comunicación (Nora, 1985). Para él, hasta los años sesenta –y en este sentido consideraba que 1968 había sido un momento crucial en la transformación del presente con los distintos tiempos históricos y con la memoria (Nora, 2008)–, los historiadores iban marcando desde sus escritorios qué acontecimientos debían formar parte del pasado de la humanidad. Sin embargo, el desarrollo de los medios de comunicación, la inmediatez de la información y la aceleración de la historia hicieron que el historiador perdiera su lugar exclusivo al realizar la cronología del pasado, pues los medios fueron ocupando paulatinamente ese lugar, o al menos compartiéndolo.

El ejemplo más claro de esta “construcción” del hecho histórico desde los medios lo podemos observar con las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Quienes teníamos cierta edad en esa época, una que nos permitía tener la conciencia histórica de la naturaleza de lo que vivimos, fuimos testigos directos, a través de nuestros propios ojos, de cómo en la televisión se construía este nuevo “11 de septiembre” que ya no hacía referencia a Chile y al golpe contra Salvador Allende. ¿Serán los historiadores del futuro quienes digan que el 11 de septiembre de 2001 el mundo global conoció un giro en la historia? ¿O fueron ya los medios de comunicación quienes lo hicieron?

Por ejemplo, ante la pregunta: “¿Cómo sabemos que Ayotzinapa22 será importante en el futuro de nuestro país, que será relevante para la historia que se escriba en el futuro?” La respuesta debe ser categórica: “no, no lo sabemos”. Pero sí sabemos que es importante para nuestro presente que desde 2014 ha trastornado a nuestro país. Y justo eso es lo relevante para la historia del presente: el presente en el que se vive, aquel que marca a nuestras sociedades y nuestras épocas. Se trata, pues, de una historia que se realiza, más que “desde la cresta de la ola”, “en el excitante y peligroso túnel de una ola”,23 una historia escrita desde una zona de imperfecta visibilidad (Romano y Potter, 2012).

No obstante, hay que señalar que esta historia que se escribe a la par que ocurre sí conlleva una dificultad no menor: ¿cuándo concluir un texto? Muchas veces la historia del presente que se escribe tiene límites temporales, más por una cuestión editorial o académica que propiamente historiográfica. No son pocos los historiadores que han señalado que la historia que narran no ha concluido y que se ven poniendo los últimos sucesos el día que mandan el texto a la editorial o a los sinodales de una tesis.24 Esto, que puede ser una limitante, también es un reto para los historiadores del presente, dado que no significa que no haya análisis o interpretación, sino que se asume que ninguna historia tiene fijados límites temporales reales y externos, pues éstos son establecidos por el historiador, que en ocasiones se va más atrás en el tiempo, o más adelante, según la interpretación que desea hacer.

Finalmente, no hay que olvidar que Marc Bloch señaló en Apología para la historia que todo conocimiento histórico está no sólo situado en el tiempo, sino que se elabora desde el presente, que no deja de renovar los cuestionamientos al historiador (García, 2003).

Nos queda revisar la última objeción general que se le hace a la historia del presente: la problemática respecto a las fuentes. La historia, definida finalmente en el positivista siglo XIX, se ubicó como la ciencia del pasado que privilegió los documentos escritos (particularmente gubernamentales) para narrar lo que realmente había ocurrido. Más de un siglo de esta labor dificultó la apertura a nuevas fuentes primarias que no fueran escritas.

Así, una primera crítica afirma que no existen fuentes documentales suficientes para hacer la historia del presente. Si bien es cierto que algunas fuentes, particularmente las gubernamentales, pueden estar más o menos cerradas si hay menos de 30 años de distancia (y esto en el caso mexicano está empeorando cada día, pues se censuran incluso documentos del siglo XIX alegando la intimidad de los concernidos), lo cierto es que en la historia del presente se trabaja en buena medida con fuentes alternativas (entrevistas con testigos, periódicos, archivos privados, fotografías, televisión, radio e internet). Y cuando uno ha realizado este tipo de historia sabe que la escasez no es precisamente la dificultad a la que se enfrenta; por el contrario, el tiempo y los hombres no han llevado a cabo su labor de borramiento y destrucción de pruebas (Bloch, 1996), por lo que el historiador del presente se enfrenta a una hiperabundancia difícil de manejar que hace que la discriminación sea más compleja y necesaria.

 

En 2008 me propuse el acopio de fuentes sobre el cuadragésimo aniversario de 1968 en México. Me suscribí a varios periódicos impresos y traté de localizar toda la información que hubiera en internet. También concurrí a obras de teatro, exposiciones, eventos musicales, actos conmemorativos, debates en radio y televisión. Atesoré cuanto documento de esas actividades y otras más llegara a mis manos. Al final, reunir todas las fuentes aparecidas en ese año fue imposible. Pese a esto, cuento con cerca de un metro de documentos de todo tipo, recortados, clasificados y alineados uno tras otro. Analizar e interpretar el material me ha llevado tanto tiempo que el artículo aún no ve la luz, pese a que casi han transcurrido diez años.25

Los archivos orales no son sólo una gran oportunidad para estudiar el presente, también son un reto. Si bien estas fuentes pueden presentar dificultades técnicas y metodológicas,26 para lo que aquí nos interesa existe una problemática no sólo técnica, conectada con las tensas relaciones entre historia y memoria, a la que en parte ya se ha hecho referencia: los vínculos entre historiadores y testigos. Por un lado, se encuentran las correlaciones de poder que se establecen entre ambos sujetos (“yo soy el que conoce”, asegura el historiador; “yo soy quien lo vivió”, afirma el actor). Como ya mencioné, no ha sido extraño observar, en algunos países, ríspidos y acalorados debates públicos. En más de un coloquio sobre la segunda guerra mundial, especialistas y partícipes de la historia se han descalificado mutuamente asegurando que la verdad está de su lado: el historiador “no sabe” porque no estuvo ahí, el testigo “no comprende” la situación global, porque no cuenta con todas las fuentes necesarias para poder hacer un análisis general.27

Por supuesto, cada tipo de fuente requiere de una metodología particular.28 No obstante, es importante mencionar que los historiadores parecemos olvidar, en ocasiones, que cada época genera y lega distintos tipos de fuentes. Mientras se siga pensando desde una historia tradicional que las únicas fuentes posibles son las documentales, una infinidad de posibilidades se cierran para los historiadores. El presente en el cual vivimos, y un cierto pasado que ya no es tan cercano, nos ha legado fuentes antes inimaginables para el historiador.

Estoy segura de que mi pasión por el 68 mexicano surgió del ímpetu con el que mi madre me narraba desde niña sus vivencias en el movimiento estudiantil, el azoramiento con el que tristemente refería los recuerdos de su amiga que sí había ido el 2 de octubre a la plaza de las Tres Culturas, mitin al que mi madre no asistió porque mi hermano mayor estaba enfermo. Sin embargo, el enamoramiento definitivamente me llegó al observar El Grito, de Leobardo López Aretche (1970). La máquina del tiempo de H. G. Wells, desafortunadamente, no existe, pero ver y escuchar en blanco y negro un momento del pasado conlleva una magia singular. En el caso de El Grito, casi se puede escuchar el silencio de la marcha del 13 de septiembre de 1968: “Yo quiero estar allí”, dice la historiadora. Y entonces no sólo recurre a fuentes audiovisuales, sino al testimonio de los actores que revivirán para ella la exaltación del acontecimiento.

Frente a las nuevas fuentes, el historiador del presente tiene retos importantes. Si bien la crítica externa no cambia –siempre se deben comparar las fuentes entre sí, ya que una fuente no hace historia (Bloch, 1996)–, la crítica interna difiere. Para cada tipo de fuente hay que desarrollar e implementar nuevas metodologías que nos permitan cuestionar y utilizarla.

Vinculada a esta crítica está la última: la inexistencia de una historiografía en la cual apoyarse. En efecto, puede ser que cuando uno escriba sobre un tema no se encuentren otros trabajos históricos sobre la cuestión. Pero esto no implica que no se puedan localizar textos que hagan alusión a cuestiones relacionadas o similares que permitan desarrollar el trabajo personal.29 Además, ¿no debe haber siempre una primera persona que escriba sobre el tema? Ya sean cinco, diez, veinte o cincuenta años después de ocurrido un acontecimiento, siempre es un historiador pionero quien hace las primeras narraciones sobre un tema.

Tras todo lo señalado, hay que decir que una cosa debe quedar clara: la historia del tiempo presente no estudia un periodo; es una forma de hacer historia que tiene como objetivo analizar el presente. Una historia que con el tiempo ha logrado legitimarse frente a las dudas metodológicas y epistemológicas.

La historia del tiempo presente no ha sido la única de las nuevas formas de hacer historia (surgidas en los años 1960-1970) en ser cuestionada. También lo fueron la historia de las mujeres, la historia oral, la historia desde abajo. Y esto no es casual, pues este tipo de historias disputan el sujeto de la historia (el varón blanco de clase alta), las fuentes (de los documentos se pasa al archivo oral) y el objeto (el pasado). Pero tal vez la que ha conocido una más lenta aceptación ha sido la historia del presente, porque cuestiona el tiempo y los cimientos epistemológicos en los que se basó la historia durante más de un siglo y medio: su objeto. El reino de la historia, el pasado, ha dejado de ser el único eje de la historización.

Concluyendo, aunque no cerrando…

Tras todo lo argumentado, vale la pena insistir en algunas cuestiones. Si bien, como ya se vio, la historia del tiempo presente tiene diversas problemáticas y riesgos, también tiene ventajas y zonas de goce.

En primer lugar, la posibilidad de realizar entrevistas orales. Trabajar con quienes vivieron el hecho, escuchar los relatos de viva voz, con toda la carga de pasión y subjetividad que tienen, permite una forma de acercamiento a los acontecimientos que no forzosamente se conoce en otras parcelas historiográficas. Se tiene la posibilidad, además, de rescatar de las aguas de Lete una zona de la historia que de otra manera podría perderse.30

En segundo lugar, y ligado con el punto anterior, la infinidad de fuentes diversas que se pueden consultar. A las entrevistas deben agregarse fuentes inexistentes para otros periodos: videojuegos, televisión, videos por internet, blogs, páginas de internet. Un universo de fuentes primarias que no hace sino crecer cada día. El goce está en tener una gran cantidad de materiales para trabajar. El reto: contribuir al desarrollo metodológico para utilizarlas. Además, nuevas fuentes nos pueden permitir cuestionar los dogmas tradicionales que limitan la legitimidad histórica de algunos temas.

En tercer lugar, el historiador del presente tiene la oportunidad de echar luz sobre senderos que aún no han sido marcados por la historiografía. Si bien esto ha sido considerado como una limitante para la escritura de la historia del tiempo presente, lo cierto es que también es un reto y un placer: el historiador no se ve determinado por lo ya escrito y puede imaginar sendas completamente novedosas. No sólo los temas son nuevos, también las aproximaciones.