La apropiación de Heidegger

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Sin embargo, una figura no comunial del Miteinandersein está presente en Ser y tiempo, aunque no libera nada semejante y “co-habita”, por lo demás, con una figura comunial. El análisis de la Fürsorge esbozada en el § 26 presenta, en efecto, el modo impropio de la solicitud como una anticipación preponderante que le retira su “cuidado” al otro y su modo propio como una anticipación que, lejos de estar animada por algún tipo de ideal de fusión, apunta por el contrario a restituir al otro su “cuidado”. Ahora bien, por una parte, la analítica existencial ordena la estructura temporal del cuidado hacia el zum Tod reconociendo “la posibilidad de ser-un-todo” (Ganzseinkönnen) del Dasein, y prepara pues, para el cuidado de cada cual, un “espacio de sentido” –el espacio de la ipseidad (Selbsheit)– fuera de cualquier contacto con otros “espacios de sentido”. Y, por otra parte, las consideraciones del § 74 acerca de la Gemeinschaft reintroducen, avalándola, la idea de una unión comunial, puesto que muestran que los “Schicksale (suertes, en tu traducción) individuales” están “ya de entrada guiados” por un Geschick (destino) cuya potencia se libera “en la comunicación y el combate”.

Sein und Zeit no parece ignorar de verdad el “amor de dilección y de distinción”, tal y como tú lo entiendes, pero en cambio ignora totalmente el amor que “elige a cada uno sin distinciones”, ese amor que, como explicas, es “exigible para todos”, porque no es un mero impulso de caridad o de generosidad sino la “posición” misma de “la igualdad”.32

¿Cómo caracterizarías, con referencia al “arco tensado” del amor, tu discrepancia con Ser y tiempo sobre la cuestión del Miteinandersein?

jln: La pregunta es extraordinariamente difícil al mismo tiempo que, a mi parecer, bastante simple. Es simple porque creo que se puede responder de forma bastante directa, a riesgo de ser provisionalmente escueto, a la cuestión de la casi-ausencia en Heidegger de la palabra y de una temática del amor, pues hay que precisar “palabra” y “temática” con el fin de tomar la delantera frente a todos los análisis que muestran que el amor está presente justamente bajo la ausencia deliberada de su nombre. La respuesta se da –a mi entender– debido a una voluntad de desmarcarse del amor cristiano y del amor romántico (por denominar así la figura sentimental, incluso apasionada del amor). Voy a tratar de volver sobre esta respuesta “directa”.

Pero es muy difícil porque esa vía directa corta por lo sano a través de un laberinto que parece estar sabiamente organizado para suscitar las apresuradas investigaciones de todos aquellos que quieren defender a Heidegger contra el reproche –que ya le hicieron Jaspers o Binswanger– de no hablar del amor. El asunto es tan complejo e implica a tantos actores que renuncio a hacer aquí el trabajo preciso y documentado que sería necesario. Te respondo a grandes rasgos.

Como sabes, son muchos los que se han dedicado a mostrar que Heidegger no pasa por alto el amor, Agamben, Schmit, Loiret, entre otros, y hace ya tiempo, Kanthack. La iniciativa puede situarse bajo el signo general de una fórmula como la que aquí tomo prestada, por su sencilla concisión, a Ingeborg Nordmann en su recensión de un libro sobre Arendt y Heidegger: “Las reflexiones de Heidegger acerca del amor reflejan esencialmente sus distintas respuestas a la pregunta por el sentido del ser”.33

(Señalo que Jean-Luc Marion a veces ha hablado, a su vez, de “violenta reducción del amor a la pregunta por el ser”).

Quiero decir que esta fórmula designa muy bien (y con vistas a contraponer a Heidegger y a Arendt) lo que se esfuerzan por disimular, superar o sublimar aquellas y aquellos que insisten en reconocer un pensamiento del amor en nuestro filósofo. ¿Por qué insisten en eso, por lo demás, y por qué insisten, para ello, en incurrir en cierto escamoteo? Sin duda, no hay una respuesta común para todos, pero no podemos por menos que entender la reprobación más o menos persistente que acompaña a una constatación de carencia con respecto al amor. Sin duda, se puede hacer esa constatación con respecto a más de un filósofo, incluso a la filosofía como tal fuera de Platón, de San Bernardo y de algunos más. Sin duda el amor subsumido bajo la pregunta por el ser o el conocer no es una exclusividad heideggeriana.

Pero se entiende la prisa de algunos por retirar la reprobación cuando se recuerda que Heidegger es el pensador de la Befindlichkeit y de la Faktizität. Esos dos caracteres, en efecto, específicos y generadores de la analítica existencial introducen a los registros conjuntos de la pasión y de la participación. Ese doble registro conforma la apertura y la exposición al mundo en cuanto puesta en juego del existente en su ser. El Miteinanderdasein se encuentra ahí, de entrada, en disposición de referirse a su propio ser permitiendo al/a la otro/a referirse a su vez a su propio ser. De esta manera se anuncia originariamente lo que la Fürsorge tematizará de una manera determinada.

Así es como se puede resumir el argumento. Que yo sepa, nadie ha pensado en prolongarlo hasta la Gemeinschaft, que no por eso está menos concernida al respecto: es ahí precisamente, y en el combate por el pueblo (para que el pueblo acceda a lo que le es propio) donde cada uno se puede referir a sí mismo y a cualquier otro sí mismo como a su puesta en juego más propia, pasando del simple Schicksal al Geschick. Ahí es donde el amor ha de desplegar plenamente su capacidad exstática.

Si encuentras que dirijo demasiado estas consideraciones hacia el ambiente de los Cuadernos negros, te pediría que considerases que ahí es donde podemos encontrar lo siguiente:

Amor: querer que el ente sea, el ser – / Sabiduría: la supremacía sobre la unidad de esencia del realizar (conocer-enseñar-amar) y de los bienes” (traduzco para nuestros lectores no germanistas; “schaffen” es un verbo muy conflictivo que intento traducir por “realizar”; oscila entre “producir”, “crear”, “cumplir”, “lograr”).34

El amor está, así pues, doblemente presente: como querer de lo propio del ente y como parte interesada del actuar que produce la realidad de eso propio, es decir de la apertura del ente al ser.

En cuanto “querer”, procede de una tensión deseante, de un afecto; en el actuar eficiente, representa la energía implicada en hacerse con el saber y transmitirlo.

Es notable que esa determinación de dinámica ontológica –que no puede dejar de recordar al Discurso de rectorado (e, insisto en subrayarlo, debido a lo más estimable que tiene; dicho sea esto en homenaje a Granel, y también porque hay que decirlo)– se sitúe en el conjunto cuya preocupación es de arriba a abajo la realización plena de la autodestrucción occidental y la espera de “otro comienzo”. No menos notable es que esa preocupación encuentre la manera de enrolar el antisemitismo más vulgar y más conformista en una detestación heredada de la tradición más cristiana. ¿Aprovecharía ahí el amor la ocasión para ejercer su reverso de odio? Heidegger habla varias veces de la pareja amor/odio y lo hace para excluirlo del régimen habitual de los afectos. Amor y odio tienen, los dos, que ver con la gran clarividencia, con el claro en donde el ser puede anunciarse.

Hay textos a este respecto en el Nietzsche y ahí es donde habría que ir con tiempo a retomar el análisis decisivo mediante el cual, a propósito de la “voluntad”, se introduce una distinción fundamental entre los “afectos” o los “sentimientos” y las “pasiones” (amor y odio). Esa distinción rige el pensamiento –y los sobreentendidos– del amor. No puedo restablecer aquí ese análisis: en una palabra, se trata del cuerpo. Ciertamente, el cuerpo está en juego en los afectos, sentimientos y pasiones. Pero ¿disciplinas como la psicología y la fisiología comprenden ese cuerpo? Por supuesto que no. Una comprensión pensante distingue, por el contrario, entre la naturaleza originaria u ontológica, que ex-pone las pasiones, y la naturaleza segunda y óntica de los afectos. Tantos las unas como los otros se experimentan, sobrevienen al existente, pero las pasiones son las únicas que lo hacen existir de acuerdo con una cohesión (Geschlossenheit), una firmeza y una constancia que están a la altura de un sentido del ser.

Y he ahí por qué el amor es resolución para el ser-propio, por qué lo es como cuidado de ese ser tanto para el otro como para mí, para mí en cuanto que me vuelvo hacia ese otro con el que comparto esencialmente la facticidad existente. Eso está bien visto, está a la altura de todo lo que se puede encontrar en el amor cristiano y que distingue, en efecto, el agápe del eros (no me demoro en este asunto. Señalo únicamente el parentesco y su denegación. Señalo también que los comentaristas apresurados lo ignoran casi siempre, lo mismo que apuntan la oposición entre pasión y afecto, pero sin preguntarse más por esta, como yo voy a tratar de hacerlo).

¿Qué es lo que queda por echar de menos? Casi nada, bien es verdad. Un casi nada que podríamos esquematizar diciendo: Heidegger habla del amor (es lo único que hace, concluyen algunos) pero no habla de amor, ¡no nos corteja!

Lo que queda salta a la vista: es la “tempestad” de la que habla una carta a Hannah. Es el cariño, los besos. En resumen, el cuerpo. Un cuerpo que no se ha vuelto plenamente pensante, exclusivamente pensante. O un pensamiento no exclusivamente “espiritual”.

Eso, en un primer momento, no parece gran cosa. Se puede pensar que basta con considerar, en efecto, la existencia única del otro como objeto de un querer decidido. Salvo... Salvo que, al querer eso, al ser así aprehendido y arrastrado por ese “querer” (tal y como Martin sabe que se puede serlo, y se lo dice y se lo escribe a Hannah, y lo señala también un este o aquel texto), es a Hannah a la que se dirige Martin y no a otra, incluso aunque antes y después se haya dirigido y se dirija a otras de la misma manera. ¿Qué manera? Una manera del cuerpo y del corazón que no es ni “fisio-” ni “psico-” “lógica” sin ser, no obstante, exclusivamente “metafísica” (como a veces escribe).

 

La exclusividad o la exclusión es la que plantea un problema; ese dualismo tan sorprendente de un pensamiento que lo repudia. No pretendo limitarme a criticar una postergación del cuerpo: sigue quedando muy claro, en efecto, que el cuerpo ex-pone al existente y que esa ex-posición no se deja entender ni como unidad ni como dualidad. Heidegger nos habrá obligado a retomar una reflexión todavía hoy difícil sobre ese más allá del uno/dos cuya “extaticidad” del “existir” proporciona una indicación manifiestamente necesaria e insuficiente.

Pero insuficiente porque aparece un punto de facticidad –de ser-en-el-mundo– en donde en efecto hay “tempestad” y en donde se “disfruta”, poco importa lo que tiene lugar o no con ese nombre; no hablo de orgasmo ni de orgías, sin embargo hablo también de besos, de caricias, de lo que Martin evoca en sus cartas a Hannah o más adelante a Elisabeth Blochmann (cierta carta del 13 de octubre de 1931 esboza un pensamiento del erotismo que desde hace tiempo tengo en mente comentar). Lo evoca porque ese amor se ha hecho (una vez más, poco importa cómo: a veces, basta con una sola mirada).

¿Por qué dejar este asunto en la sombra? ¿Este asunto en el que justamente el cuerpo está expuesto de una forma totalmente diferente a como lo está según la fisiología, la psicología, la animalidad o la naturalidad, si, en efecto, ninguno de esos regímenes resulta adecuado?

Aquí se da sin duda una encrucijada, común al cristianismo y a Heidegger. Es decir, común a todo lo que se trama bajo el motivo de la voluntad (y/o del deseo y de la “exigentia” de la que habla a propósito de la voluntad nietzscheana). El cristianismo es el deseo infinito, Dios como devenir-hombre y hombre como devenir-dios, así pues, Dios como devenir y voluntad de voluntad o potencia como acrecentamiento de potencia. Heidegger no se equivoca al ver ahí una machaconería metafísica. Pero también es, íntimamente entrelazado, un infinito de disfrute o de alegría (de adoración, me siento tentado de decir con una palabra religiosa y amorosa). Este último carece de devenir, de acrecentamiento e incluso de potencia (hay que entenderlo también en lo que concierne al sexo). Sin duda, Heidegger percibió igualmente algo de eso al hablar de la “univocidad” del cristianismo, tal y como lo he analizado en mi “suplemento” a Banalité de Heidegger.

La encrucijada se produce entre el infinito acrecentamiento y el dejar-ser infinito (o bien el ser-gebraucht, es decir usado y disfrutado –frui, término tomado de Agustín para traducir a Anaximandro... ¡todo un programa!). De forma lapidaria, yo diría: el amor se ausenta en Heidegger porque la desconfianza justificada hacia el cristianismo hace que permanezca al mismo tiempo en una suspensión indecidida acerca del “querer el ser propio”. Ese querer sigue siendo querer y amor como querer (decisión, exigencia). Sin embargo, este tendería y ha estado a punto de tender hacia otra cosa: hacia la “tempestad”, la que Verlaine denomina “la buena tempestad”.35

¿Heidegger, Verlaine? No habría que tener que elegir. Pero, como el primero ignoró algo de su encuentro con el ser propio –único, singular– de su estudiante judía tan bella, tan pensante y tan amante, como sintió la necesidad de hacer que le sucediese (o de adjuntarle) un odio esencial hacia un presunto pueblo elegido de la destrucción de Occidente, elegimos finalmente a Verlaine. Al menos un instante, un tiempo que es preciso marcar.

er: Todo lo que estás diciendo aclara perfectamente el entramado eros-agápe, pero no responde, sin embargo, a no ser de manera indirecta a través de la evocación de lo que Heidegger denomina “univocidad cristiana” en los Cuadernos negros–, al otro extremo del “arco tensado” del que habla “La liberté de l’amour”, es decir al “amor al prójimo”, la “caritas” que a veces también has presentado en términos de “fraternidad”.

Me gustaría que nos detuviésemos en esa extremidad no solo porque, de los intérpretes que han abordado las “trifulcas” del autor de Sein und Zeit con la cuestión del amor, tú eres, tal y como acabas de recordarlo a tu vez, el único que ha puesto el acento en la necesidad de tratar eso en relación con la cuestión de la Gemeinschaft (cfr. § 74), sino también porque, en la página 31 de Que faire?, le atribuyes a Heidegger36 el mérito de haber reconocido, en 1942-1943 en su seminario sobre Parménides, lo que es importante reconocer hoy en día, a saber, que la política (“la institución y el régimen de existencia de la ciudad”) no es “ya la condición ni el lugar del ejercicio del sentido de ser (de ser en el mundo, de ser juntos y de ser uno mismo)”.

Te preguntaré, por lo tanto: ¿Qué pasa exactamente con lo común (gemein) que tú dices ultra-político (“a la vez en falta y en exceso con respecto a la política”),37 que vinculas indisolublemente con “la elección de todos sin distinciones” y que, como acabas de indicar, se ha de entender en referencia a “un infinito de adoración”?

JLN: ¿Yo he hablado de la caritas como “fraternidad”? Me extraña, pero por qué no (si lo he argumentado bien...). En cualquier caso, me interesa tu pregunta sobre el amor cristiano.

Tienes razón, si Heidegger reconoce que el régimen griego de la polis ya no es ni puede ser ya el nuestro, en cuanto sentido de ser en el mundo, dado que semejante sentido de ser solo puede tener lugar de acuerdo con un Mitdasein, entonces se tiene que inventar ya sea otra política ya sea otra cosa con la política, junto a ella, por debajo o por encima de ella. En el volumen 94, Heidegger dice, en relación con “el final de la filosofía”, que hemos de preparar una Metapolitik (pp. 115 y de nuevo en la p. 124). En Sein und Zeit, la política casi no aparece, y lo hace de una manera neutra, como uno de los campos del actuar y sin relación especial con el Mitsein ni con el Volk y su Gemeinschaft, los cuales, en cambio, proporcionan el lugar de realización plena del Geschick y de la muerte en cuanto sacrificio.

Si no queremos lanzarnos a una investigación más amplia sobre la “política” en Heidegger, pienso que no es insensato decir que empezó y terminó con una “metapolítica”, cualquiera que sea la manera precisa en que queramos entender esta palabra. En todo caso, indica al menos un registro superior o más originario que cualquier organización de ciudad y de gobernanza, al mismo tiempo que un lugar en el que la autenticidad no puede sino adquirir una dimensión común (comunitaria/popular).

Ese lugar, es preciso decirlo, porta inevitablemente, para un europeo moderno, una de las dos siguientes marcas o bien una combinación de las dos: la nación (y/o el pueblo) o la fraternidad de las criaturas de Dios. El pensamiento crítico más habitual de la modernidad reacciona de inmediato burlándose: la alienación política o la religiosa. Y, en cierto modo, Heidegger no está ciertamente muy lejos de ese jucio. Contra este, tan solo reinvindicaría que la nación se ha de entender como el pueblo y el pueblo como la capacidad de un encuentro con un destino común, y quizá también que ese encuentro de lo común consigo mismo, en resumidas cuentas, se puede denominar “fraternal” en el sentido en el que aparece esta palabra en una cita de Dilthey en el § 77. La fraternidad en cuestión es, aquí, la que se experimenta en la relación con “el espíritu de la historia” y que se considera “más próxima” que la de los habitantes del mundo alrededor nuestro.

Añado, pues lo merece para mi propia intención, aunque quizá no lo pueda desarrollar, que, a continuación del mismo pasaje y del mismo pensamiento sobre la historia, la palabra “vida” es la que está, muy excepcionalmente, valorada en las dos citas de Yorck. Por lo menos en ese lugar, la vida se encuentra igualada a la existencia: Heidegger, al menos, no se toma la molestia de señalar reserva alguna respecto a la utilización de esa palabra en Yorck. Ahora bien, es preciso recordarlo, frente a la conocida subordinación de la vida (del “únicamente vivir”) en Sein und Zeit, el monoteismo judeo-cristiano (y musulmán) se caracteriza por la designación de un “Dios viviente”.

No digo nada más al respecto (me permito indicarte un texto escrito recientemente, “La vie suspendue”, en donde discuto, de pasada, el cara a cara de esa “vida” divina y de la “muerte” heideggeriana). Pero se da un vínculo, que no voy a explicitar aquí, entre la vida, la fraternidad y el amor, para llegar por fin al asunto de tu pregunta.

No resulta fácil avanzar aquí, por dos razones. La primera, la más elemental, es que hablar del amor cristiano (vamos a reducirlo a esta expresión, la más frecuente) en el contexto –¡por no decir en el texto!– heideggeriano es un reto ya que casi nunca se lo nombra ahí –cuando se trata del texto de Sein und Zeit y de los textos posteriores, sin pretender aquí ser exhaustivo–, mientras que, como se sabe, el primerísimo Heidegger no ignoraba nada al respecto (y, paralelamente, concedía a la “vida” una atención bien distinta). Una investigación precisa mostraría quizá que, incluso en el primerísimo Heidegger, el amor se considera esencialmente como amor a Dios o de Dios, antes que como amor de los hombres entre sí. (Podemos referirnos por lo menos al libro de Sylvain Camilleri, Phénoménologie de la religion et herméneutique théologique dans la pensée du jeune Heidegger).

La segunda dificultad es la de hablar del “amor cristiano” en general. La expresión parece carecer de toda dignidad no solamente filosófica sino incluso moral, y no se puede utilizar fuera de un contexto expresamente cristiano sin una connotación crítica, irónica o distanciada. El amor cristiano es, muy precisamente, aquello a lo que no se le puede conceder ningún crédito e incluso aquello que ha servido de hipócrita máscara para los peores excesos guerreros, políticos, sociales, civilizadores. Yo me inclinaría a decir que Nietzsche resuelve de una vez por todas la cuestión contraponiendo “el amor al prójimo” (que se reduce a un puro deseo de posesión) a la “amistad”, que está hecha de un deseo común y superior de un ideal.38 De esta amistad se ha acordado Derrida a título de “política”, no es este el lugar de hablar de esto pero me gustaría tan solo poner de manifiesto que, para Nietzsche, la amistad es “una suerte de prolongación (eine Art Fortsetzung)” del amor, un deseo que se trasciende.

Me parece que hay que afrontar juntas las dos dificultades, empezando por articularlas entre sí. Quiero decir: la desconsideración o la no-consideración del amor cristiano en Heidegger –incluido, y sobre todo, como amor entre los hombres, (rigurosamente indisociable, no obstante, del amor de/a Dios en estricta doctrina cristiana)– no tiene en sí misma nada de muy original en el seno de la filosofía. Es una herencia banal.

(Sin embargo, señalo de inmediato, aunque puede que vuelva sobre ello, que Kierkegaard se desmarca claramente al respecto y que piensa de forma precisa el amor al prójimo. Y también recuerdo que Kant realiza un análisis filosófico preciso del mandamiento del amor al prójimo. Incluso filosóficamente, hay algunos recursos… y sin duda habría que añadir algunos más).

Esa herencia banal comunica, sin duda alguna, con la caracterización del amor como voluntad, de la que he hablado en mi anterior respuesta. El amor en general –si no trasmutado en “amor intelectual”, lo cual siempre viene a ser quizá lo mismo que subordinar el amor a una comprensión o a un saber– siempre está, sin duda, demasiado vinculado, para la filosofía, con la pasión, la pasividad, el abandono. Por eso también se deja aproximar mejor como amor de Dios (esta vez en el único sentido del genitivo objetivo) mismo, más o menos entendido como amor intelectual. En Dios amo precisamente mi comprensión de su ininteligibilidad. O mi incomprensión de su suprema inteligibilidad. A este respecto, el amor al prójimo siempre corre el peligro, para los filósofos, de caer totalmente fuera de cualquier orden de inteligibilidad. Esto vale, por poner un ejemplo aquí, no indiferente, para Hannah Arendt al desconfiar del carácter fusional del amor cristiano y de la fraternidad crística representada como la unión de un cuerpo.

Heidegger, por lo tanto, no innova a ese respecto. Lo cual no impide que la Gemeinschaft de la que habla, no por no ser un cuerpo, deje de ser menos fusional a su manera, y no solo no claudica en modo alguno frente a la representación orgánica, sino que quizás extrapola su virtualidad unitaria.

Evidentemente, la llamada al amor cristiano nunca ha producido en el plano político –entendido en el sentido más amplio– nada que no sea, en el mejor de los casos, buenas obras, siempre de naturaleza privada y, en el peor, una manipulación interesada de los intereses de unas capas o de unas clases sociales bien determinadas. Eso no es sino demasiado conocido. Queda, no obstante, una especie de testimonio, contemporáneo de Heidegger, que quiero mencionar. El de Freud. No más cristiano, sí me atrevo a decir, que Heidegger, pero judío, y no solamente “judío de saber”, diría yo en referencia a Milner. Freud declaró en El malestar en la cultura que, frente a la violencia moderna, el amor cristiano es “la medida de defensa más fuerte contra la agresividad”. Ciertamente, se trata también de un mandamiento imposible de seguir y se revela como un procedimiento desastroso –“anti-psíquico”– del Superyo colectivo. Me parece que hay que retener ese testimonio, bastante inesperado.

 

En efecto, no resulta indiferente que Freud, que fecha ese imperativo como “el más reciente” producido por el Superyo, tenga en mente ese cara a cara entre una violencia que se ha tornado inconmensurable con respecto a todas las anteriores (aunque estamos tan solo recién terminada la primera de las guerras, así llamadas, mundiales…) y una exigencia ética inconmensurable con respecto a las disposiciones humanas. Eso significa, en el espíritu de Freud, que ahí se da una aporía de la que no ve cómo escapar.

Me gustaría remitir esta aporía al momento de su nacimiento. ¿Acaso ese momento no es aquel en el que precisamente comienza a tornarse posible una violencia en un principio no técnicamente desmedida, pero sí –lo cual es más importante– desenfrenada, de las pertenencias y de las estructuras de identificación comunes que estaban desmoronándose profundamente en el mundo romano? ¿Acaso ese momento no es también lo que Marx denominó un “pre-capitalismo” en el que la riqueza se libera (querríamos decir “se sacude”) de sus funciones sagradas, ostentosas y atesoradoras para convertirse en instrumento y finalidad de un poder ajeno a lo sagrado? ¿Acaso el judeo-cristianismo no porta, en su centro, una condena de la riqueza, en lo cual, por lo demás, le ha precedido la filosofía?

La condena moral de la riqueza y la llamada al amor de todos no dejan de tener relación entre sí, y también con la separación entre poder terrenal y poder celestial, la cual implica una diferencia respecto a la violencia respectiva de los dos poderes.

Con Heidegger, todo sucedería como si hubiese en cierto modo que ir en el mismo sentido –en conformidad por lo demás, en lo esencial, con toda la tradición filosófica (a condición de no detenerse demasiado en el asunto de la riqueza) pero sin retener nada del amor al prójimo. Pero ¿acaso ese amor no es, en resumidas cuentas, la respuesta a la liberación de todas las estructuras de pertenencia (siempre sagradas, políticas y económicas al mismo tiempo) y al advenimiento, tendencialmente fuera de cualquier “pueblo”, de los individuos a la vez aislados e indistintos y, por eso mismo, expuestos a una violencia nueva, de igual manera que son designados, al mismo tiempo, como sujetos de un derecho que, de entrada y por principio, no está encargado de concederles más valor (más sentido) que precisamente el de sujeto de derecho (sui juris)?

¿Qué requiere el amor cristiano sino considerar un valor (un sentido) ni económico ni jurídico de cada cual? En cuanto miembro del cuerpo divino, ciertamente, pero ese cuerpo no es un cuerpo orgánico. Es un cuerpo místico, lo cual significa que sus miembros no son miembros, sino que cada uno tiene una autonomía plena. Incluso la doctrina católica más oficial lo afirma. Es, por el contrario, de un desconocimiento del “espíritu del cristianismo” (si puede decirse) de donde ha procedido quizás el poner en cuarentena el “amor cristiano”. No se trataría sino de un fenómeno local dentro de un inmenso auto-desconomiento –doblado de una autodeconstrucción– del cristianismo, es decir de Occidente. A pesar de todo, somos la única civilización (o cultura), por una parte, que se ha mundializado y, por otra parte, la única también que se detesta y se condena. Heidegger es quizás el crisol más significativo de esa doble alquimia.

Si desconoce el cristianismo, que conoce muy bien, es en la medida en que de entrada aparta de este la cuestión o el sentido del “prójimo”: este no es para nada alguien próximo que sustituye a los del clan, del pueblo, etc., es aquel cuya proximidad procede del amor y no lo precede. La proximidad que precede es la del clan, de la pertenencia; la que sucede, si puede decirse, es la que hay que inventar, suscitar, incluso crear. Heidegger comprende muy bien cómo el cuidado-para el otro ha de aproximar al otro a su existencia más propia: pero no ve que eso solo es posible a partir de una proximidad que hay que inventar entre el otro y yo.

A partir de ahí, ya no puedo hablar más de Heidegger, o solo puedo hacerlo en una dirección que, como entreveo, no puede conducir sino a poner en tela de juicio la “cuestión del ser” misma, ¡quizá!

Voy a intentar decirte, en pocas palabras, cómo. Esa proximidad solo tiene sentido como una paleonimia (según el término de Derrida) de la proximidad de aquellos que están próximos en régimen de pertenencia: los próximos de la tribu, por contentarnos con una sola palabra. El judaísmo, como se sabe, gira en torno a eso: de la tribu –de las doce tribus (esa multiplicidad interna no resulta indiferente)– a una diáspora en la cual tanto Israel en cuanto conjunto como las tribus en cuanto tales encuentran otra condición de existencia: en algunos casos, la pertenencia puede perderse o transformarse (de nuevo Derrida, “pertenencia sin pertenencia”, pero también Freud y tantos otros) y, en otros casos, Israel y/o una determinada tribu vive en medio de otros conjuntos (que, por añadidura, los persiguen, pero ese es otro capítulo) con los que se dan muchas relaciones de todo tipo. Una de las transformaciones –la más señalada– produce un Israel distinto y nuevo, que se denomina cristiano y que se constituye componiéndose el intelecto a la griega y la gestión a la romana.

Todo el ámbito de la existencia profana se autonomiza –sociedad, economía, derecho, autoridad, poder, técnicas, cultura. La tribu sagrada solo es una esfera en el seno del conjunto profano. Eso cambia todo el régimen de la proximidad. En realidad, hay que inventar otra proximidad: se intentará hacerlo con todo tipo de vínculos, con frecuencia de tipo sagrado, por supuesto, pero, pronto resultará evidente, que éstos tan solo imitan lo sagrado. Después se inventará al “hombre”, con sus “derechos” y con todas sus capacidades de saber y de poder autónomas. La razón, puesto que se le dará ese nombre, produce comunicación, ciertamente, pero no proximidad si esta requiere calor…

Y ya llegamos a ello: el amor cristiano trataba de suscitar un calor que el mundo romano notaba que se había perdido. Heidegger –de hecho, ya vuelvo a él–, mejor que cualquier otro, sintió –nunca mejor dicho– la exigencia del afecto (del sentimiento, de la Stimmung). Pero su sentimiento primordial es la angustia o el pavor (Entstehen en los Beiträge) puesto que se trata ante todo de la nada frente a la cual existimos. ¿Y si existiésemos también frente a otros existentes…?