Reforma de estructuras y conversión de mentalidades

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A este propósito, un embajador ha observado que «el lenguaje de Benedicto XVI era el de la modernidad occidental, que por un lado reconocía la pluralidad de las visiones del mundo en la sociedad contemporánea y por otra denunciaba la “dictadura del relativismo”. El lenguaje de Francisco, aun enfrentándose cara a cara con los muchos desafíos de la modernidad cultural, considera al mismo tiempo prevalente el proceso de polarización social y económica que se está desarrollando a escala global, con una progresión apremiante y creciente intensidad»14.

Cae, llegados a este punto, la contraposición entre laico y cristiano, entendidos como categorías ideológicas, campos semánticos y referencias abstractas.

El Espíritu es incontenible. El pensamiento «cristiano» se opone por sí mismo a un pensamiento «laico» si este último se ha convertido en ideología. Pero si es el primero el que se convierte en ideología, entonces ya no tiene nada que ver con Cristo.

En realidad —ha dicho el Papa en Egipto15— caen todas las contraposiciones endurecidas por el polvo de los tiempos. La verdadera sabiduría está «abierta y en movimiento, es humilde e indagadora al mismo tiempo». No hay más que una sola contraposición: o la «civilización del encuentro» o la «incivilización del choque». ¿Y las religiones? «La luz policromática de las religiones ha iluminado esta tierra». La policromía no contrapone los colores colocándolos en antítesis, sino que los aúna en una visión no conflictual. En el fondo, este es el gran problema de hoy: muy a menudo se vive la diversidad en términos de conflicto.

En su discurso para la publicación del fascículo 4000 de La Civiltà Cattolica, Francisco afirmaba: «Dad a conocer cuál es el significado de la “civilización” católica, pero haced también que los católicos sepan que Dios trabaja también fuera de los confines de la Iglesia, en cada verdadera “civilización”, con el soplo del Espíritu».

Y poco antes, en el mismo discurso, había dicho que «la cultura viva tiende a abrir, a integrar, a multiplicar, a compartir, a dialogar, a dar y a recibir dentro de un pueblo y con los demás pueblos con los que establece relación»16.

Para Bergoglio la cultura tiene valor de verbo, más que de sustantivo. Solo los verbos la expresan bien. En particular: abrir, integrar, multiplicar, compartir, dialogar, dar y recibir. Siete verbos flexibles en pasado, presente y futuro. Siete verbos que pueden indicar o invitar a expresar un imperativo que nos impulsa a la acción17. El primero es «abrir».

Lejos está del Papa la idea de un populismo católico o —peor aún— un etnicismo católico, porque el Dios que él busca está en todas partes. También se distancia de la idea de un «tribalismo» que se apropia del libro de los Evangelios o del símbolo mismo de la cruz. Las nociones de raíces y de identidad no tienen el mismo contenido para el católico que para el identitario neopagano. Las raíces étnicas, triunfalistas, arrogantes y vindicativas son sencillamente lo contrario del cristianismo.

La tercera guerra mundial no es un destino. Evitarla implica usar la misericordia, y significa sustraerse a las narraciones fundamentalistas y apocalípticas adornadas de solemnidad y máscaras religiosas. Francisco lanza un desafío al apocalipsis y al pensamiento de las redes políticas que sostienen una geopolítica apocalíptica de la lucha final, fatal e irreversible. La comunidad de los creyentes, de la fe (faith), nunca es la comunidad de los combatientes, de la batalla (fight).

Hay que huir de la tentación transversal de proyectar la divinidad sobre el poder político, que se reviste de ella para sus propios fines. De esta forma, se vacía desde el interior la máquina narrativa de los milenarismos sectarios que nos preparan para el apocalipsis y la «batalla final». Subrayar la misericordia como atributo fundamental de Dios expresa esta exigencia radicalmente cristiana.

Por eso, Francisco está desarrollando una sistemática contra-narración respecto a la narrativa del miedo. Es necesario combatir la manipulación de esta época de ansiedad e inseguridad. Y también por eso, valientemente, el Papa no atribuye ninguna legitimación teológico-política a los terroristas, evitando, por ejemplo, cualquier reducción del islam al terrorismo islamista. Tampoco se la atribuye a quienes postulan y desean una «guerra santa» o construyen barreras de alambre de espino precisamente con la excusa de detener el apocalipsis, construyendo un dique físico y simbólico con el fin de restituir un «orden». En efecto, para el cristiano las únicas espinas son las de la corona de Jesús.

V. SAN FRANCISCO EN LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO

Francisco, de forma provocadoramente evangélica, ha llegado a llamar a los mismos terroristas con una expresión a la vez llena de condena y de compasión: «pobre gente criminal». Utilizó esta expresión en el encuentro con los refugiados y los jóvenes discapacitados en la iglesia católica latina de Betania, el 24 de mayo de 2014. Si miramos más allá de las apariencias, siempre vemos al pecador —en este caso al terrorista— como al «hijo pródigo», y nunca como a una especie de encarnación diabólica. Hasta llegar a la afirmación, realmente singular, de que detener al agresor injusto es un derecho de la humanidad. Sí, pero también se postula como «un derecho del agresor», es decir, el derecho «a ser detenido para no cometer daño». De esta manera se ve la realidad desde una doble perspectiva, que incluye y no excluye al enemigo y su mayor bien.

El amor típico del cristiano no es solo el amor al «prójimo», sino también al «enemigo». Cuando se llega a mirar al hombre que comete un acto horrible con una cierta pietas, triunfa de forma humanamente inexplicable, a la par que «escandalosa», la que es precisamente la fuerza íntima del Evangelio de Cristo: el amor por el enemigo. Este es el triunfo de la misericordia. Sin esto, el Evangelio correría el riesgo de convertirse en un discurso sin duda edificante, pero no revolucionario. La elección de Francisco es la de Cristo ante el Gran Inquisidor, tal como nos la presenta Dostoyevski en los Hermanos Karamazov: un beso en los labios de quien le anuncia la condena a muerte; un beso no hace cambiar de idea, pero hace temblar los labios y «quema el corazón».

El Papa opone una fuerte resistencia a la fascinación por el catolicismo entendido como garantía política, «último imperio», heredera de gloriosos vestigios, pilar que detiene la caída, ante la crisis de los liderazgos globales en el mundo occidental. Para decirlo en términos sencillos, está substrayendo el cristianismo a la tentación de ocupar el lugar de heredero del Imperio romano, o esa herencia que mezcla potestas política y auctoritas espiritual que hemos citado al principio de nuestro razonamiento. Francisco despoja el poder espiritual de sus vestiduras temporales, de sus corazas, de sus armaduras oxidadas y herrumbrosas. Su hábito blanco —y sin emblemas— devuelve el cristianismo a Cristo. Ya no viste de rojo, color tradicionalmente imperial y expresión de la imitatio imperii del obispo de Roma, de la que el Constitutum Constantini constituye la justificación y la sanción jurídica.

Pero no nos engañemos: el entrelazamiento entre sacerdocium e imperium no es fácil de desentrañar. Quizás no sepamos ni siquiera cuáles van a ser los resultados de este proceso. Hay que aclarar las condiciones y las posibilidades. Lo cierto es que el Papa ya no corona simbólicamente a ningún «rey» como defensor fidei. Es un líder religioso de relevancia mundial, sí, pero también un líder dotado de un soft power capaz de proponer una visión del mundo con capacidad de futuro.

En este sentido, San Pedro es San Francisco. Para algunos este es el oxímoron, el «escándalo», es decir, la piedra de tropiezo en la lectura del pontificado. La aureola del santo de Asís, pobre cristiano, coincide con la del vicario de Cristo. Así abandona para siempre el perfil del emperador romano, pero también rehúye el peligro de identificarse con Don Quijote de la Mancha, que lucha contra los molinos de viento de nuestros días. Y rehúye la función de psicopompo de las almas bellas que han permanecido en el redil.

Si acaso, podríamos recordar a Dante, que en el De Monarchia conecta la auctoritas espiritual del Papa directamente con la paternitas. Precisamente a este respecto, comenta Massimo Cacciari: «una “primacía”, es decir, que se expresa en el poder de la Iglesia de hacerse radicalmente humilde, pobre, evangélica. Lo que significa que aparece ante el mundo desnuda, impotente, crucificada. En resumen, Verbum abbreviatum: es Francisco la salvación de la Iglesia. Y solo alzando la cruz de Francisco la Iglesia podrá custodiar también su paternitas frente a la autoridad política»18.

Solo una Iglesia que, confesando abiertamente no ser la ciudad de Dios en acto, rechace todo compromiso en la gestión del poder político, podrá volver a ser escuchada y a valer en el «siglo». En este sentido, tiene razón Paul Elie, que publicó en el New York Times un artículo titulado «Francis, the Anti-Strongman». Escribía: «Esta es la época de los hombres fuertes: Xi Jinping en China, Vladimir Putin en Rusia, Viktor Orban en Hungría y Donald Trump en los Estados Unidos desdeñan cualquier control y contrapeso, a la prensa independiente y a otras fuerzas que podrían contrastar su poder. En estas circunstancias, el papa Francisco ha surgido como anti-hombre fuerte. Su elección del nombre evoca a Francisco de Asís, un humilde santo patrón de los pobres»19. La exhortación apostólica Gaudete et exsultate, totalmente centrada en la santidad y publicada a los cinco años exactos de su elección, es para el Papa el corazón de su acción de «reforma» de la Iglesia, irreductible ante las decisiones organizativas sobre la Curia.

 

Francisco quiere devolver a Dios su verdadero poder, que es el de la integración. ‘Integrar’ significa «introducir las diferencias de épocas, naciones, estilos y visiones en el proceso de construcción». Durante su viaje a Corea el Papa dijo claramente a los obispos de todo el continente asiático que la identidad no está hecha solo de la conservación de los contenidos entregados, no está hecha de un pasado que debe conservarse celosamente20. Para el Papa el tiempo verbal de la identidad no es el pasado, que genera las «tentaciones identitarias», sino el futuro. La identidad no solo revela quiénes somos, sino sobre todo qué esperamos. La identidad no te la da quién eras, sino aquello que esperas.

En esto se basa también una visión de la Iglesia fundada en la esperanza y en el futuro escatológico, que es ultramundano. Francisco lo había recordado a los obispos de los Estados Unidos de América: hay que tener cuidado de no caer en la tentación de confundir «la potencia de la fuerza con la fuerza de la impotencia, a través de la cual Dios nos ha redimido». Nunca hay que hacer «de la Cruz un estandarte de luchas mundanas». Bergoglio desea liberar a los pastores de la sensación de sentirse en guerra, en defensa de un orden cuya caída llevaría al apocalipsis del catolicismo, y quizás del mundo. El Papa no quiere obispos «consternados», como si fueran presa de una especie de «complejo de Masada», por el que la Iglesia se siente rodeada por una sociedad a la que debe combatir. También la defensa del llamado «Occidente cristiano» es en realidad una perversión instrumental de la moral cristiana. En algunos casos se ha llegado incluso a justificar intereses geopolíticos o económicos amparándolos en el discurso de la defensa de los cristianos perseguidos.

VI. LA PRIMACÍA DE LA AUTORIDAD ESPIRITUAL Y EL FIN DE LA «CRISTIANDAD»

Así pues, Francisco revela su convicción, que él se ha formado también leyendo al teólogo jesuita Erich Przywara: estamos al final de la época constantiniana y del experimento de Carlo Magno. La «cristiandad», es decir, ese proceso que Constantino puso en marcha y que establece un vínculo orgánico entre cultura, política, instituciones e Iglesia, está llegando a su fin. Przywara —citado por el Pontífice en más de una ocasión— estaba convencido de que Europa había nacido y crecido en relación y en contraposición con el Sacrum imperium, que tenía sus raíces en el intento de Carlo Magno de organizar el Occidente como un Estado totalitario. El fin de la cristiandad, sin embargo, no significa en absoluto el ocaso de Occidente, sino que más bien lleva consigo un recurso teológico decisivo, puesto que la misión de Carlo Magno está llegando a su fin. Cristo mismo retoma la obra de conversión. Cae el muro que ha estado impidiendo al Evangelio, casi hasta hoy, llegar hasta los estratos más profundos de la consciencia, penetrar hasta el centro del alma21.

El fin del constantinismo es «la posibilidad para la Iglesia de retomar los caminos evangélicos abiertos por Francisco de Asís, Ignacio de Loyola y Teresa de Lisieux, rompiendo la barrera que la separaba de los pobres, a los que el cristianismo —en la coyuntura teológica política de las distintas formas de la cristiandad— siempre les ha parecido como la ideología (y la garantía) política de las clases dominantes»22. Esta misma visión lleva al Pontífice a amar a las Iglesias del «cero coma», es decir, aquellas que tienen un porcentaje muy bajo de católicos respecto a la población de los países en que se encuentran. Son, sin embargo, semillas para la Iglesia universal. De aquí la geografía de la Santa Sede —incluida la del Colegio cardenalicio y la de los viajes apostólicos—, que es una geografía pastoral. Se plantea, por lo tanto, una diferencia neta entre el esquema teopolítico imperial de herencia «constantiniana», que quiere instaurar el reino de una divinidad aquí y ahora, y el esquema teopolítico «franciscano», que es escatológico, es decir, que mira hacia el futuro y desea orientar la historia presente hacia el reino de Dios, reino de justicia y de paz. En el esquema «imperial», obviamente, la divinidad es la proyección ideal del poder constituido. Esta visión genera la ideología de conquista. La visión «franciscana», por el contrario, genera el proceso de integración.

Todo esto es aún más cierto hoy, es decir, en una época en que, en un nuevo «desorden» mundial aún difícil de descifrar, el catolicismo adquiere relevancia sobre temas de interés global, como el medio ambiente, los inmigrantes y los refugiados, o el respeto de los derechos humanos. No se trata en absoluto de aislar a Francisco con la demasiado fácil y superficial etiqueta de «papa del Sur» del mundo, en contraposición con la secularizada Europa. Se trata en cambio de entender que, al contrario, es la globalización de la Iglesia la que cambia las cuestiones que definen el impacto del catolicismo en la esfera pública.

El 9 de mayo de 2016, en una entrevista al diario francés La Croix, el Papa dijo, por ejemplo, respecto a Europa: «Europa, sí, tiene raíces cristianas. El cristianismo tiene el deber de regarlas, pero con un espíritu de servicio como el del lavado de los pies. El deber del cristianismo hacia Europa es el servicio». Y también: «La aportación del cristianismo a una cultura es la de Cristo con el lavado de los pies, o sea el servicio y el don de la vida»23.

Y es este el fuerte mensaje que Francisco dio a la Iglesia italiana en Florencia en el 2015, con un largo discurso que hay que sacar del archivo lo más pronto posible: «No veremos nada de su plenitud si no aceptamos que Dios se ha vaciado. Así que no entenderemos nada del humanismo cristiano, y nuestras palabras serán bonitas, cultas, refinadas, pero no serán palabras de fe. Serán palabras que resuenan en el vacío»24.

La primacía de la autoridad espiritual es la de la misericordia. Francisco también dijo a los obispos italianos: «Ante los males o los problemas de la Iglesia es inútil buscar soluciones en conservadurismos y fundamentalismos, en la restauración de conductas y formas superadas que ni siquiera culturalmente tienen capacidad para ser significativas. La doctrina cristiana no es un sistema cerrado incapaz de generar preguntas, dudas o interrogantes, sino que está viva, sabe inquietar, sabe animar. Su rostro no es rígido, su cuerpo se mueve y se desarrolla, tiene la carne tierna: la doctrina cristiana se llama Jesucristo». El poder del Crucifijo —y por lo tanto el poder crucificado— es el único que puede salvar el mundo.

Bergoglio sabe que el «pueblo elegido» que se convierte en «partido» entra en un intrincado enredo de dimensiones religiosas, institucionales y políticas que hacen que pierda el sentido de su servicio universal, contraponiéndolo a los que están lejos, a los que no le pertenecen, a los que son «enemigos». Ser «parte» crea el enemigo: hay que huir de esta tentación25. Y desde el Evangelio tampoco pueden extraerse directamente recetas políticas. Por otra parte, sin embargo, el Evangelio discierne y juzga la acción mundana y sus criterios. Dos ejemplos: reducir a hombres, mujeres y niños en fuga a objetos perdidos en las aguas de nuestro Mediterráneo no puede ser aceptable como medio de presión para cambiar tratados internacionales. Al igual que no es posible separar a los hijos de sus padres en la frontera entre Estados Unidos y México, por ser un acto de crueldad justificado como forma de contrarrestar la inmigración clandestina.

VII. EL DESAFÍO AL APOCALIPSIS TRAS LA BOMBA Y EL MURO: LA HERMANDAD HUMANA

Tras nuestro recorrido, podemos volver entonces a la pregunta de la que partíamos. ¿Francisco anuncia y acelera el final, soñando la utopía de un mundo nuevo, o sujeta las piezas de un mundo que se está haciendo pedazos? Al final de nuestro itinerario resulta claro que su camino no corresponde exactamente a ninguna de las dos hipótesis. Hay una tercera.

Francisco presenta a la Iglesia como signo de contradicción en un mundo acostumbrado a la indiferencia. Reacciona en primer lugar pidiendo rezar por el mundo, pero antes que nada precisamente por él mismo. Luego reacciona desarrollando una acción pedagógica con esos hijos e hijas de Dios que aún no saben que son hijos e hijas, y por lo tanto hermanos y hermanas entre sí. Sabe que la misión de la Iglesia pertenece al ámbito de la educación, y por lo tanto de la espera, de la paciencia.

Un ejemplo claro de esta acción ha sido la firma, junto con el Gran imam de al-Ahzar, de un «Documento sobre la fraternidad humana para la paz mundial y la convivencia común». Un evento ocurrido en Abu Dhabi el 4 de febrero de 2019. Creemos que aún no se ha comprendido bien la envergadura de ese evento y de ese Documento. En sus páginas existe una intuición que, por una parte, anula las aceleraciones apocalípticas de las posiciones yihadistas o de «neo-cruzadas», y por otra no limita la acción terapéutica a poner tiritas, vendas y muletas para retrasar el inevitable final. Las páginas, no solo firmadas sino también escritas conjuntamente por el Papa y el Imam, no son prisioneras de la desilusión, pero tampoco se pierden en la utopía.

En ese texto la lectura de la realidad manifiesta «una situación mundial dominada por la incertidumbre, la desilusión y el miedo al futuro, y controlada por intereses económicos miopes». Los dos líderes se expresan «en nombre de Dios», pero no exponen directamente premisas teológicas asimétricas. Parten, por el contrario, de la experiencia de su encuentro, y del hecho de que a partir de su fe en Dios han compartido en más ocasiones «las alegrías, las tristezas y los problemas del mundo contemporáneo». Este es el comienzo: «La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano al que hay que apoyar y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales para Su Misericordia—, el creyente está llamado a expresar este hermanamiento humano, salvaguardando la creación y todo el universo y apoyando a todas las personas, especialmente a las más necesitadas y pobres».

El Documento se enfrenta con valentía al desafío de la enfermedad de la religión, que transforma la santidad en servicio de la acción política entendida como causa sagrada. En sus formas más extremas y virulentas, parece empujar al adepto hacia una nueva «creación» del mundo a través de la violencia. Así se rechaza la visión apocalíptica que genera el terror como instrumento para la realización, en tiempos breves, de la voluntad de Dios entendida como destrucción. Este es, en efecto, el núcleo teológico del terrorismo religioso. Francisco y al-Tayyeb desvelan juntos las dinámicas perversas de esta visión y le arrancan definitivamente precisamente su carácter religioso.

El reconocimiento del hermanamiento es vertical, está fundado en la trascendencia y en la fe en Dios. Para los dos signatarios el ser humano no se salva solo, como diría una ética laica, ilustrada, radical y burguesa. El hermanamiento no es tampoco un dato meramente emotivo o sentimental. No se trata sencillamente —por importante que sea— de «quererse». Se trata más bien de un fuerte mensaje de valor también político. De hecho, nos lleva directamente a reflexionar sobre el significado de la «ciudadanía»: todos somos hermanos, y por lo tanto somos ciudadanos con igualdad de derechos y de deberes, bajo cuya sombra todos gozan de la justicia. Hablar de «ciudadanía» aleja tanto los espectros de un final acelerado, como las soluciones políticas postizas con tal de evitar lo peor. En efecto, desaparece la idea de «minoría», que trae consigo las semillas del tribalismo y de la hostilidad, viendo en el otro la máscara del enemigo.

De esta forma, el mensaje asume relevancia global: en un tiempo marcado por muros, odio y miedo inducido, estas palabras le dan la vuelta a la lógica mundana del conflicto necesario. El Papa lo ha expresado claramente en su Mensaje para el Día mundial de la paz 2020: «El miedo es a menudo fuente de conflicto»; «la desconfianza y el miedo aumentan la fragilidad de las relaciones y el riesgo de la violencia». Así pues, hay que romper con la «lógica morbosa» del miedo.

 

El planteamiento de Francisco es subversivo respecto a las teologías políticas apocalípticas que se van difundiendo tanto en el mundo islámico como el en cristiano. Y no solo eso. No es casualidad que el papa Francisco haya citado cuatro veces el Documento de Abu Dhabi en su viaje a Tailandia y a Japón. Se lo ha regalado al patriarca budista de Bangkok, y lo ha citado en Hiroshima, donde la bomba atómica cayó sobre la humanidad con su energía destructiva apocalíptica. Finalmente, también han llegado fuertes resonancias de sintonía con el Documento sobre la hermandad humana desde el mundo budista, hinduista y sij.

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Hemos abierto con el Muro de Berlín y cerramos con la Bomba de Hiroshima. La dirección que tenemos que seguir para evitar el abismo del apocalipsis ha quedado trazada. El fundamento de todo está en una frase del Documento de Abu Dhabi: «La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano(a) al que hay que apoyar y amar». La hermandad es el verdadero desafío del apocalipsis.