El cine Latinoamericano del siglo XXI

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Un recuerdo para Federico de Cárdenas (1943-2018).

Capítulo 1

Discursos del “yo”: intimidades en la no ficción

Descubrir subjetividades, activar las memorias, confrontar las experiencias de la “posmemoria” (Hirsch, 2002, p. 22), documentar el largo trabajo del duelo, interrogar a las familias y exponer intimidades. Esas son algunas de las vías elegidas por una franja importante del cine latinoamericano desde inicios del siglo xxi. Los llamados “cineastas del yo”, autores de “documentales en primera persona”, o “cineastas de la subjetividad”, se abocan a filtrar la “realidad” en el tamiz de su mirada interior, elaborando narraciones de acento confesional, sea en clave de memorias, de autorretratos, de viajes interiores, de crónicas familiares o de pesquisas inacabadas que siguen las huellas de un pariente muerto o con paradero desconocido. Empleando los recursos de la cámara viajera, de la voz over, de la entonación íntima o lírica, del recurso epistolar, entre otros, organizan narraciones subjetivas a la manera de un juego de Lego, construyéndolas de a pocos, desmontándolas o dejándolas inconclusas.

En todos los casos, con independencia de los modos de la apelación documental, o de las formas de exposición de la identidad, siempre a caballo de la propuesta ficcional y el apunte ensayístico, esta modalidad de la no ficción encuentra precedentes en las obras de Jonas Mekas, Jean-Luc Godard, Marcel Hanoun, Naomi Kawase, Agnès Varda, David Perlov, Chantal Akerman, Alain Cavalier, Johan van der Keuken, Sophie Calle, Emmanuel Carrère, Vincent Dieutre, Ross McElwee, Chris Marker, Mariana Otero, entre otros1.

Si bien esos antecedentes se remontan a décadas previas, la presencia de las narrativas cinematográficas de la subjetividad se refuerza desde finales de los años noventa. No sorprende que esa irrupción coincida con la vigencia del régimen de una posmodernidad que cuestiona los grandes relatos del proyecto moderno, tal como lo postuló Jean François Lyotard (2006).

La emergencia de este verdadero boom de un “cine en primera persona” se explica en parte por la preeminencia que se ha dotado (desde la historia, la sociología, las ciencias humanas en general y por supuesto también desde las artes, sobre todo las literarias y cinematográficas) a las expresiones subjetivas que reivindican la memoria. (Lagos Labbé, 2012, pp. 12-22)

Otro entorno que permite explicar el auge de estas indagaciones por la intimidad de los cineastas es el creado por la hibridación del cine con otras prácticas artísticas desde la aparición del vídeo como instrumento de registro de imágenes y sonidos. Ello se potencia con la irrupción de las técnicas digitales y su veloz difusión a bajos costos. Raymond Bellour (1989) señala los trabajos en vídeo de Jean-Luc Godard (Scénario du film “Passion”, 1982) y de Bill Viola (The Space Between The Teeth, 1976), entre otros, como antecedentes del autorretrato audiovisual (p. 9)2.

Hay que tener en cuenta también los giros u orientaciones que Josep M. Català ha observado en el documental contemporáneo, apuntando sus “giros”, tanto el subjetivo como el reflexivo, entre otros. En entrevista con Christian León, Català (2015) explica su punto de vista:

En principio deberíamos pensar ¿por qué giros? Este es un concepto que se ha impuesto sobre todo porque se habló del giro lingüístico en algún momento. Los giros quizá podríamos oponerlo[s] a los modos. Bill Nichols hablaba de modos, que eran modos dentro de un ámbito general. El giro implica algo más que el modo, es un cambio mucho más drástico. Es decir, en cada uno de los giros es como si volviéramos a inventar el documental, mientras que antes esto no sucedía. Por otro lado, está muy aceptado el “giro subjetivo”, en este sentido creo que es la puerta que abre realmente el nuevo documental. No sé hasta qué punto se ha popularizado el concepto del “giro reflexivo” pero tiene que ver con el filme ensayo, con una actitud reflexiva de todas las propuestas… El giro subjetivo está presente en los propios films biográficos, el interés por el cine familiar, todos estos ejemplos nos introducen en la subjetividad. En el caso del giro reflexivo, aparte de esta cuestión general que de alguna manera baña a todo el nuevo documental, está el filme ensayo. (Pregunta 3, párr. 1 y 2)

En América Latina, antes del nuevo siglo, se hallan antecedentes de esta línea de la no ficción en películas diversas. Están los ejemplos de Diario inacabado (Journal inachevé, 1982), de la chilena Marilú Mallet; Du verbe aimer (1984) y Loco Lucho (1998), de Mary Jiménez; Eran unos negros que venían de Chile… (Der Vat Nagra Som Hade Kommt Fran Chile…, 1986), del chileno Claudio Sapiaín; El misterio de los ojos escarlata (1993), del venezolano Alfredo J. Anzola; La línea paterna (1994), de los mexicanos José Buil y Marisa Sistach; El diablo nunca duerme (1994), de Lourdes Portillo; Del olvido al no me acuerdo (1999), de Juan Carlos Rulfo, entre otros más3.

Autorretratos

Los relatos del “yo” aparecen en las franjas excéntricas de la producción fílmica, pero pronto ganan terreno y reconocimiento. Ello coincide con la formación de las subjetividades que se construyen y exteriorizan en las redes sociales.

La tendencia es tan fuerte y tan característica de la cultura contemporánea, que ya invadió también el cine, con el súbito auge de los documentales y, sobre todo, de un subgénero específico: las películas de ese tipo narradas en primera persona por el mismo cineasta. En esas obras, los directores se convierten en protagonistas del relato filmado, y el tema sobre el cual se vuelca la lente suele ser algún asunto personal, referido a cuestiones que gravitan en el ámbito íntimo del ‘autor narrador personaje. (Sibilia, 2008, p. 238)

Para exponerse, los realizadores establecen un contrato de veracidad con el espectador. Es un convenio que se sustenta en aquello que Philippe Lejeune (1994, p. 50) llama el “pacto autobiográfico”. Ese autor vincula el término, en primer lugar, al autorretrato literario, pero amplía sus reflexiones al campo del cine reconociendo la potencialidad del medio audiovisual para trazar itinerarios autorreferenciales. El aparato cinematográfico tiene la capacidad para registrar el presente y convocar el pasado mediante la inclusión de materiales de archivo, convertidos en índices de lo pretérito.

Los datos del archivo son recuerdos traspasados al imaginario y quien los recoge no los usa como objetos o cosas, sino como memorias-otras destinadas a convertirse en materiales del propio pensamiento. El sujeto se extiende por el archivo y el sujeto se extiende a partir del archivo. (Català, 2014, p. 352)

En la banda sonora, diversas modalidades de la voz en off actualizan las experiencias vividas mediante formas de narración retrospectiva y enunciaciones del “yo”1.

El sustento para el autorretrato es el conocimiento que posee el lector o el espectador de la identidad del autor de la obra. Una identidad asociada, de modo estrecho, con la del sujeto que la postula. Establecidos los lazos entre el cineasta y el “autor” –entendido como figura textual– se genera una tercera vinculación: el nexo con el narrador, esa instancia identificada con el “yo” enunciado en la obra misma y que corresponde al del conductor del relato o del protagonista de las acciones.

Sin embargo, ese pacto de veracidad incluye cláusulas implícitas que permiten al autor ofrecer solo fragmentos de sí, trozos de su intimidad. No todo queda bajo la luz. Solo se exhiben o vislumbran aquellos momentos o pasajes que exponen lo que el realizador considera que puede ser revelado. El espectador es consciente de la naturaleza del constructo: la “verdad” del sujeto autorretratado es elusiva; contiene zonas veladas y esquinas oscuras.

RECONOCERSE EN EL COSMOS: PATRICIO GUZMÁN

El camino del autorretrato tiene una configuración elusiva e indirecta en Nostalgia de la luz (2010), del chileno Patricio Guzmán.

Al comienzo, la voz pausada, de cuidada modulación, del realizador de La batalla de Chile (1975) –nunca vemos su cuerpo representado–, evoca, en primera persona, los recuerdos de su infancia en un Santiago de Chile de costumbres recoletas y provincianas. Eran épocas ya lejanas, cuando los presidentes podían salir a pasear sin escoltas ni resguardos. Tiempos en los que el realizador adquiere la pasión por la cartografía –la fascinación ante la representación de su país, esa franja de tierra larga y estrecha– y la astronomía, afición ensimismada, de paciente observación y fantasías sobre el pasado y el porvenir. Un antiguo telescopio alemán le enseña a condensar la inmensidad celeste a través de un dispositivo escópico. El pequeño Patricio imaginaba el cosmos como un inmenso écran, una gran pantalla celeste, mientras contempla el firmamento de un Santiago apacible, como intocado aún por las tormentas de la historia. Luego, vendrían los tiempos de la militancia, del compromiso político y, luego, el gran viento que se llevó la estabilidad democrática en el Chile de los años setenta.

El título establece el lugar de la enunciación: la nostalgia que refiere es una experiencia íntima, personal, que llega del pasado, como la luz de las estrellas que será el asunto en debate durante el curso de la película. Es “mi” nostalgia, dice Guzmán, usando el posesivo como antes lo hizo para denominar Mon Jules Verne (Mi Julio Verne, 2005) a uno de sus filmes. Para evocar ese Chile de la quietud y la contemplación, Guzmán traza una poética, expone su método de trabajo, habla de sus gustos y preocupaciones, mira en su entorno, pasa de la observación de lo más distante a lo más próximo. Atiende a lo que ocurre sobre la tierra, a cientos de kilómetros al norte de la capital, en el desierto de Atacama, el territorio más reseco, menos húmedo, del planeta.

 

Ahí, en un inmenso observatorio, astrónomos de diversas nacionalidades tratan de desentrañar lo que ocurrió en los inicios del universo. Para ello siguen el camino de la luz que viene del pasado. Un pasado que, según explica un astrónomo, es la única realidad perceptible a causa del retraso con que las señales luminosas llegan hasta nuestra consciencia. Si el presente es puesto en cuestión, solo queda persistir en la memoria. El documental, parece decirnos Guzmán, es como un prisma que descompone la luz de la realidad para ofrecerla en sus distintas facetas. Pero ninguna de esas facetas da lugar a certezas. Un documental puede ser tan preciso y tan engañoso como la luz que vemos con intensidad sobre el firmamento, pero que emana de estrellas muertas hace miles de años. El presente siempre es esquivo y jamás podemos percibirlo, al decir de los astrónomos. El documental registra la realidad tangible, pero lo hace organizando una ilusión. Como la alimentada por Agnès Varda, en Les glaneurs et la glaneuse (2000), al empeñarse en asir lo más pasajero y volátil para abarcarlo entre sus dedos2.

Al mismo tiempo, Guzmán registra otras búsquedas por el presente ilusorio. La de los arqueólogos de sitio y la de los parientes de los desaparecidos durante la dictadura militar de Augusto Pinochet que, al pie del observatorio astronómico, recorren el desierto de Atacama en pos de rastros y huellas del pasado. Tal como señala Irene Depetris Chauvin (2015, párr. 15):

Como en otras expresiones artísticas de los últimos años, el documental de Guzmán propone una “espacialización de la memoria”, una relocalización de su campo de acción, y un rodeo metafórico que potencia el alcance de ese discurso de memoria al hacer posible una ampliación de la comunidad afectada por la pérdida.

Los astrónomos buscan con la vista puesta en el firmamento. Los arqueólogos y los deudos lo hacen mirando hacia abajo y escarbando en la superficie de la tierra. El dispositivo documental pasa de la introspección a la encuesta científica y a la indagación sobre la memoria histórica. Esa historia que no se puede cerrar porque aún está incompleta. O que se repite, pero no como farsa, sino como prolongación del horror: en Chacabuco, donde se habilitó un campo de concentración para presos de la dictadura, existió un siglo antes un campamento minero que confinaba a los trabajadores en lugares que tenían algo de panóptico y de células de reclusión para esclavos.

La puesta en escena traza líneas simétricas y sugiere paradojas. Las búsquedas del infinito y de lo mínimo son paralelas. Los telescopios y toda la parafernalia tecnológica para aguzar la mirada humana resultan inútiles cuando se trata de hallar las evidencias más pequeñas de los crímenes cometidos aquí, en la tierra, sobre el desierto de Atacama. La metáfora puede resultar esquemática y hasta obvia, pero la exposición traza líneas rigurosas y precisas en la descripción de las leyes del tiempo y del espacio, tanto como en el registro de la obstinación de los familiares de los desaparecidos. Las experiencias de lo vivido se encarnan en la materialidad de las cosas, en las capas de pintura que revisten una pared –esos muros en los que se pintaban los lemas políticos de la Unidad Popular que vemos en Salvador Allende (2004)– y que se descascaran al tocarlas, abriendo paso al ejercicio de la evocación. Las metáforas de la memoria se asocian con el tiempo, con la corrosión de la materia y con la noción de fragilidad. Por más persistente que sea (Chile, la memoria obstinada, 1997, es el título de una de sus películas), la memoria está sujeta a degradación y pérdida. Una tensión representada por Federico Fellini en Roma (1972), al mostrar unos frescos pictóricos del pasado romano desvaneciéndose al contacto con el aire de la modernidad.

Aparece entonces la figura del arquitecto que supo trazar de memoria cada una de las esquinas del campo de concentración en el que estuvo recluido. Imagen que se confronta con el perfil de su esposa, afectada con la enfermedad de Alzheimer. Es como una metáfora de Chile, dice la voz de Guzmán. Caminan juntos el recuerdo y el inevitable olvido. En paralelo, se escarba en lo que algunos sectores de la sociedad chilena prefieren no recordar. Para muchos chilenos somos “una lepra”, dice una mujer que lleva dos décadas buscando los restos de un familiar en el desierto; es decir, tratando de encontrar la aguja en el pajar. Ella, desafía la corrosión.

El golpe militar del 11 de septiembre de 1973 es figura central y asunto medular en la obra del director de La batalla de Chile, La memoria obstinada y Salvador Allende, entre otros títulos documentales. Su imagen de autor se ha forjado en esa recurrencia. En sus películas previas, el pasado de Chile se busca en los rastros de lo “real”, en las imágenes documentales y periodísticas encontradas. En la memoria de los archivos. Pero también en la intervención, en primera persona, del narrador, como ocurre en Salvador Allende, para graficar la destrucción “del país que yo conocí”, o para combinar diversos métodos documentales, desde la incorporación de títulos de otros realizadores (Walter Heynowski y Gerhard Scheumann) hasta el registro de conversaciones o debates entre militantes de las ortodoxias de entonces.

En Nostalgia de la luz (igual que en El botón de nácar, 2015), como ocurre en las películas de Abbas Kiarostami analizadas por Alain Bergala (2004), Guzmán prefiere indagar por las huellas que están impresas en las configuraciones naturales, en el firmamento, en el suelo endurecido y reseco del desierto, en el fondo del mar. Un científico entrevistado dice que el calcio contenido en los huesos de los desaparecidos que buscan los familiares en el desierto es el mismo que se halla en el material cósmico que existe desde la formación del universo. Ese concepto traza vínculos inesperados entre lo eterno y lo contingente. Como si la tragedia nacional estuviese inscrita sobre el territorio físico y más allá.

Pero esa ampliación del enfoque no modifica la decisión de Guzmán de insertar su propia subjetividad en el dominio del documental. Como en Salvador Allende, la memoria del personaje político se asocia a la experiencia personal, a la búsqueda de la utopía y al fracaso de un proyecto político. Las películas refieren una vivencia íntima, la de Guzmán, pero también la de todos aquellos que compartieron su fervor y sus creencias. Rascaroli (2012, p. 60) señala que el autorretrato cinematográfico recurre a la interpelación directa al espectador. El realizador se dirige a él –como lo hace Guzmán, con su propia voz– para conducirlo a través de ambientes, personajes y situaciones tal como son apreciadas por un punto de vista, pero que resultan reconocibles por otros que compartieron esas experiencias –o similares–, o son capaces de entenderlas. A la manera del diario íntimo, asistimos a una autorrepresentación. En un punto, espectador y autor se encuentran.

Es curioso que el cineasta militante, realizador de La batalla de Chile (1975), uno de los clásicos del documental político latinoamericano, devoto del futuro revolucionario, se detenga a reflexionar sobre el pasado y la perennidad del tiempo. Y sobre las luchas de la memoria, acaso tan persistentes y enconadas como las que se libraban en las calles de las ciudades chilenas antes del 11 de septiembre de 1973. En Nostalgia de la luz, el pasado es percibido como una realidad temporal excluyente y la única perceptible. Acaso las derrotas y las decepciones de la historia ahora tracen el horizonte de un futuro que resulta menos utópico que probable.

Los lazos entre la construcción de la identidad, la cosmología y la tragedia histórica son visibles también en El botón de nácar, que hace las veces de filme complementario de Nostalgia de la luz, o segunda pieza de una trilogía que se completa con La cordillera de los sueños (2019).

Guzmán observa una gota de agua atrapada en un pequeño bloque de cuarzo desde hace miles de años. Es el inicio de una reflexión personal acerca del origen de los océanos, la aparición de las primeras comunidades ligadas a las riquezas del mar y la construcción de sus mitologías allá lejos, en un territorio ubicado en el extremo sur del continente. Pero también es la llamada de atención hacia su extinción progresiva, la liquidación de las comunidades patagónicas y, con ellas, la desaparición de sus ritos, lenguas y visiones del mundo. Pueblos del extremo sur de Chile que estuvieron vinculados, desde siempre, con las riquezas del agua, pero a los que la modernidad da la espalda. Expulsados de sus tierras por colonos interesados en establecer una economía basada en la ganadería, se convierten en nómadas que rememoran los relatos sobre los orígenes de su estirpe.

Una vez más, los rastros de la historia aparecen, para la mirada de Guzmán, adheridos a la presencia de lo natural. El mar y los ríos esconden secretos de saqueos y exterminios llevados a cabo en nombre de la civilización. Ahí también yacen las víctimas de la dictadura de Pinochet, arrojados desde avionetas y helicópteros. El mar se ha convertido en un inmenso depósito de lo siniestro.

La voz del “yo” del cineasta adquiere una entonación poética y una construcción que se aleja de la voice over del documental tradicional. Es decir, de la figura propia de “ese discurso científico-administrativo cuyo sujeto está ausente”, según lo señala Pierre Legendre, citado por Niney (2015, p. 108). El método es explicado por Guzmán: “A cada secuencia, aunque sea corta, le añado un texto en la mesa de montaje. Voy redactando frases completamente espontáneas, las grabo, y eso queda incorporado a la película” (Estrada, 2016, párr. 3).

Las miradas reflexivas sobre el pasado y sus consecuencias, sobre los períodos geológicos y los espacios interestelares, poseen en Nostalgia de la luz y en El botón de nácar una serenidad que contrasta con el tratamiento plagado de incertidumbres de Chile, la memoria obstinada, ese testimonio del reencuentro del cineasta con los participantes de La batalla de Chile y con el país que resistió a la dictadura. Una serenidad que se sustenta en la observación, el análisis, el cuestionamiento, la expresión de las dudas, la especulación sobre bases firmes de conocimiento científico. La voz de Guzmán es la de un ensayista que expresa desalientos, posibilidades y deseos a la vez que comparte algunas epifanías cosmológicas.

AUTORRETRATO DESDE EL QUEBRANTO: LUIS OSPINA

El cine hilvana recuerdos y construye una subjetividad. Todo comenzó por el fin (2015), del colombiano Luis Ospina, traza un autorretrato íntimo que pretende ser también el amplio fresco de una generación de destino contrastado: la de los amigos que, en la ciudad de Cali de los años setenta del siglo pasado, intentó vivir como lo demandaban el tiempo y la historia.

En el inicio de la película, Ospina se muestra en la cama de un hospital, conectado a máquinas y escáneres, entre una maraña de tubos que penetran en su cuerpo. Es una representación del quebranto orgánico, a la que se añade una cuota de horror. El deterioro físico del cineasta, la presencia de la enfermedad y la irreversibilidad del envejecimiento se muestran de modo hiperrealista. El ánimo del realizador está golpeado por un posible diagnóstico oncológico.

Esos pasajes recuerdan algunos contenidos en Le filmeur (2005), del francés Alain Cavalier, que se aboca al registro del deterioro del propio cuerpo como una experiencia compartible. El apunte del diario íntimo se hace público. Si Cavalier muestra la lesión cancerosa sobre su rostro, Ospina lo hace con las circunstancias de su internamiento clínico, ajeno a cualquier acento narcisista o intención de crear expectativas mórbidas. Acaso, sí, salpica las imágenes con una suerte de impudor extremo –como el del italiano Nanni Moretti insertando fragmentos de las filmaciones de su quimioterapia en Medici, el tercer episodio o “apunte” de Caro diario (1993)– y con el ánimo contrastado de quien se enfrenta a la posibilidad de su desaparición. Es el documentalista cuya presencia como “autor/ narrador suele funcionar como garante de la mostración, es decir, como médium o intermediario de los ‘hechos del mundo’ ante el espectador” (Carrera y Talens, 2018, p. 149).

 

La exhibición de ese cuerpo magullado podría entenderse como un ejercicio de extimidad, una puesta en evidencia de lo privado, pero las imágenes nos llevan a lo sustancial: estamos ante una película que reflexiona sobre el transcurso de los años y sobre las marcas que dejan en el cuerpo y en las cosas. El autorretrato no se exime de mostrar la descomposición actual, sobre todo si ella contrasta con el tiempo mítico de la memoria de la juventud. Y más aún si en esa juventud ya estaban sembrados los gérmenes de la disolución.

La imagen inicial de su fragilidad conduce a Ospina a buscar la opinión (acaso el apoyo, el aliento o el amor) de los otros, esos amigos de antaño que se reúnen para convocar los recuerdos de una Cali cinéfila que ya no existe –la que veía con entusiasmo la aparición de la revista Ojo al cine–, o que ya no es la misma desde hace varias décadas3. La memoria se convierte en refugio para las desventuras del cuerpo. La experiencia del dolor gatilla la memoria personal y aquella que lo vincula con los amigos. El cine se convierte en una fantasía terapéutica.

Ninguna autorrepresentación fílmica se limita a establecer un diálogo con la identidad del enunciador; más bien, interroga a los más próximos y a sus entornos. Aparecen los datos ciertos y comprobables, los nombres y las fechas, los incidentes y las historias filtradas por la mirada del autorrepresentado. Esas informaciones se contrastan con los límites e incertidumbres de una memoria personal que no se erige en instancia todopoderosa. El deseo del conocimiento propio se sustenta en un sinfín de inseguridades.

El documental, tan dotado para registrar los efectos corrosivos del transcurso de los años, parte en reversa para alcanzar la época de las utopías. El animal herido se convierte, de pronto, en un cuerpo enérgico, deseoso de recordar y dotado para todas las aventuras creativas. Del viejo dossier de las memorias se extraen fotos, recortes periodísticos, filmaciones en súper 8 milímetros y documentación variada, que incluye el registro de las películas amateurs filmadas por los amigos. Al trazar su autorretrato, Ospina fusiona sus rasgos personales con los de Andrés Caicedo, Carlos Mayolo, Ramiro Arbeláez, Patricia Restrepo, los compañeros del Grupo de Cali de los años setenta, el llamado Caliwood: el retrato se vuelve colectivo. El rostro y el cuerpo del “yo” es también el de los otros.

En esa confluencia de rasgos, Ospina contrasta su vivencia de la muerte con la vocación autodestructiva de muchos miembros de su generación, arrastrados por el culto de la vida intensa, la salsa brava, Johnny Pacheco, los Rolling Stones, las drogas y la tentación del suicidio. Y la película se convierte en memoria de los que se fueron y en un encuentro de los supervivientes. La evocación de la ausencia de los líderes generacionales se realiza desde la afirmación del oficio de vivir, para decirlo a la manera de Cesare Pavese. En el cotejo con los ausentes, se esbozan sentimientos contradictorios: la afirmación de vivir y seguir activo en contraste con algún sentimiento de culpa, acaso vinculado con la incapacidad de los compañeros de entonces de haber prolongado los ideales de los años intensos. La impotencia ante las servidumbres corporales es como un correlato –o una expresión material– de esa melancolía.

Para trazar un itinerario biográfico, Ospina ya no recurre a las técnicas del falso documental, como en Un tigre de papel (2008), ni apela a la documentación sobre el amigo muerto a los veinticinco años de edad, como en Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos (1986)4. Lo hace dirigiendo el objetivo de la cámara sobre sí mismo. En ese gesto sintetiza su voluntad ensayística, la misma que animó su evocación de Caicedo. Ospina convierte las imágenes íntimas, las viejas películas que filmó en los años setenta, y los recuerdos de vida, en documentos de archivo, en metraje presto a ser reinterpretado. De ahí que la película sea también un ensayo sobre los reductos de la contracultura juvenil caleña durante los años setenta del siglo pasado.

Es decir, que cada vez que se rememora algo, se está revisando de nuevo la memoria y los recuerdos aparecen bajo una nueva perspectiva: son igualmente vivencias desplazadas de aquella relación inmediata con la realidad que en algún momento mantuvieron… El cineasta ensayista no comenta, sin embargo, los recuerdos, propios o ajenos, con los que trabaja, sino que piensa a través de ellos, con ellos; los recompone para construir el hilo de una reflexión que es como un acto de habla prolongado y, fundamentalmente inacabado, no porque la película no tenga fin, sino porque cada imagen es en sí misma una ruina, un resto de lo que fue cuando era representación directa de la realidad. (Català, 2014, pp. 339-340)

Otro rasgo introspectivo. Al mostrar su cuerpo frágil, Ospina realiza una evocación de sus propios gustos cinematográficos y de los inicios de su carrera como cineasta. El realizador ha reconocido la influencia que tuvo para su generación un título como La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero (Bittencourt, 2019). Generación que descubre también Martin (1978), otra película de Romero, así como los primeros filmes de David Cronenberg, con el horror surgiendo del interior del cuerpo humano y de las trasformaciones orgánicas que provocan neoplasias. El terror mezclado con la política y la mirada crítica hacia el poder, o hacia todos los poderes. En una de las primeras películas de Ospina, Pura sangre (1982), las disfunciones corporales articulaban la fantasía del horror y la desconfianza hacia las jerarquías sociales y el sistema. Todo comenzó por el fin le da la posibilidad de detectar la fuente del horror en su propio cuerpo, que reacciona activando la memoria de una época. Lo que nos da pie para una lectura posible: Ospina rinde tributo al admirado Cronenberg ya no por las vías de la ficción, sino por las del retrato personal.

LA IDENTIDAD CAMBIANTE: IGNACIO AGÜERO

Las películas del chileno Ignacio Agüero conforman la crónica, en primera persona, de una identidad cambiante. En ellas, lo vemos preguntándose sobre su oficio, examinando su pasado, cotejando las imágenes de sus películas previas, evocando las presencias familiares ya desaparecidas y contrastando su talante con el de muchos otros, de identidades tan esquivas como la suya.

La preocupación central de su cine es la de la subjetividad construyéndose en el tiempo y en el cotejo con los cambios en la ciudad –Aquí se construye (o ya no existe el lugar donde nací), 2000– y con los otros, sean ciudadanos anónimos o colegas cineastas. El otro día (2012) y Como me da la gana II (2016), dan cuenta de la naturaleza e intenciones de su emprendimiento.

En El otro día, las reglas del juego se establecen con nitidez desde el inicio. El realizador se impone un deber de reciprocidad, casi un imperativo ético: a cada una de las personas que llamen a la puerta de su casa, por el motivo que fuere, les solicitará una autorización para visitarlas y entrevistarlas, ante su cámara, en su respectivo hogar, no importa cuán lejos se encuentre. Se convertirán así en “personajes” de su documental, que queda abierto al azar de las visitas.

El cineasta, instalado en el barrio santiaguino de Providencia, se pone en guardia, pero antes deja que su memoria se exprese a través de los objetos de otras épocas. Empieza mostrándose en un entorno apacible y crepuscular, una casa tachonada de recuerdos familiares, objetos marinos y memorias antárticas que evocan la profesión del padre, oficial de la Armada chilena. Algunas de las imágenes que se insertan, como la foto de sus padres recién casados, parecen ratificar el aserto de Michel Beaujour, citado por Adrian Martin (2008, p. 46), que afirma: “El autorretrato sería antes que nada un paseo imaginario por un sistema de lugares, un depósito de recuerdos en imágenes”. Y un memorial del tiempo perdido que queda coagulado en las fotos enmarcadas, en los adornos de las paredes, en el perfil del realizador proyectando su sombra sobre los espacios domésticos. Son las formas materiales de la melancolía.