El crepúsculo del materialismo

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

[3] T.H. HUXLEY, Darwiniana. Essays, Nueva York, D. Appleton and Company 1898, p. 146-147.

[4] P. ATKINS, Nature’s Imagination. The Frontiers of Scientific Vision, John Cornwell, Oxford University Press, Oxford 1995, p. 125. (Nuestra traducción).

[5] Y.N. HARARI, Sapiens. Une brève histoire de l’humanité, Albin Michel, París 2015; Homo Deus, Albin Michel, París 2017.

[6] D. C. DENNETT, The Bright Stuff, New York Times, 12 de julio de 2003. Disponible online.

[7] Le Point, 14 de septiembre de 2016. Disponible online (consultado el 12.10.18).

[8] Le Point, 22 de diciembre de 2011. Disponible online (consultado el 12.10.18)

[9] Se encuentra esta cita en un artículo de J. Budziszewski titulado The Second Table Project, publicado en la revista First Things, junio-julio de 2012.

[10] P. DAVIES, The Fifth Miracle. The Search for the Origin and Meaning of Life, Simon and Schuster, Nueva York 1999, p. 28 y 17-18. Davies sostiene que «tenemos una buena idea del momento y lugar donde se sitúa el origen de la vida, pero estamos lejos de comprender cómo apareció» (p. 17).

[11] T. NAGEL, The Last Word, Oxford University Press, Oxford 1997, p. 130-131.

[12] Pew Research Center, Scientist and Belief, 5 de noviembre 2009. Disponible online.

[13] S. BUDD, Varieties of Unbelief. Atheists and Agnostics in English Society, 1850-1960, Heineman, Londres 1977.

[14] Es la tesis que se presenta en: E. GRANT, The Foundations of Modern Science in the Middle Ages, Cambridge University Press, Cambridge 1996.

2.

LAS RAÍCES DE LA OPOSICIÓN ENTRE CIENCIA Y FE: EL MATERIALISMO FILOSÓFICO

COMO DIJIMOS EN EL CAPÍTULO ANTERIOR, lo que se opone a la religión no es la ciencia, sino una concepción materialista de la naturaleza. Esta oposición toma dos formas. Hay, en primer lugar, una oposición de carácter puramente filosófico, que se apoya en concepciones a priori de la ciencia y la religión. Esta oposición existía antes incluso de la Revolución científica del siglo XVII, pero obtuvo un nuevo auge por su acuerdo con algunas ideas (falsas) derivadas de esta Revolución. Es lo que se llama el materialismo filosófico. Pero hay también otra oposición entre ciencia y religión que se defiende en nombre de la ciencia. Esta oposición se funda en una cierta interpretación de los descubrimientos científicos que, se nos dice, son incompatibles con la existencia de un mundo sobrenatural. Es lo que se llama el materialismo científico. Conviene analizar estos dos tipos de materialismo separadamente. El presente capítulo está dedicado al materialismo filosófico, el siguiente al materialismo científico.

El materialismo filosófico afirma que ciencia y religión son forzosamente incompatibles porque, de una parte, la religión es incompatible con el naturalismo científico y, por otra parte, porque esta es contraria a la razón. Examinemos cada uno de estos argumentos.

LA RELIGIÓN INCOMPATIBLE CON EL NATURALISMO

Los que sostienen el materialismo filosófico afirman (con justo título) que la religión presupone la existencia de un mundo distinto de este en que vivimos, un mundo más allá de la naturaleza —un mundo sobrenatural—. Como ellos no creen en la existencia de tal mundo y están convencidos de que no existe nada fuera de la realidad sensible, piensan que toda religión, incluida la religión cristiana, no es más que superstición. Esta es la esencia del naturalismo.

Ciertamente, hay varias formas de creencia en lo sobrenatural que son supersticiosas. El sobrenaturalismo ha sido por lo demás frecuentemente criticado por la tradición judeocristiana mucho tiempo antes de la Revolución científica. Mientras el Sol y la Luna eran objetos de cultos idolátricos en muchos pueblos paganos, el libro del Génesis afirmaba que no eran más que fuentes de luz destinadas a iluminar el día y la noche. Luego añadía: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: “Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que reptan por la tierra”» (Gn 1, 27-28). Por eso, los judíos y los cristianos siempre han establecido una distinción radical entre la especie humana, creada «a imagen de Dios» y llamada a dominar la tierra, y el resto de la creación. De ahí su condenación de los cultos paganos.

Por supuesto, la tradición judeocristiana afirma la existencia de realidades sobrenaturales tales como Dios, Satanás y los ángeles. Pero se distingue del paganismo en que afirma la existencia de un Dios que trasciende el mundo natural, el cual deja de ser así habitado por seres sobrenaturales caprichosos o mitad humanos y mitad divinos. Al desacralizar el mundo de la naturaleza y sustraerlo al imperio de los ídolos, judíos y cristianos han abierto la vía a una interpretación científica de los fenómenos naturales. Más precisamente, han enseñado a la humanidad que el respeto debido a la naturaleza y a los seres vivos no se debe a un cierto carácter divino o espiritual que les fuese inherente, sino al hecho de que habían sido creados por Dios y atestiguaban su bondad y su grandeza. Así que el mundo se percibe como la obra de una gran inteligenciad. En el libro de los Salmos, Dios es presentado como el gran Amo del universo:

Alabad al Señor desde los cielos,

alabadle en las alturas.

Alabadle, todos sus ángeles,

alabadle, todos sus ejércitos.

Alabadle, sol y luna,

alabadle todas las estrellas luminosas.

Alabadle, cielos de los cielos,

y aguas todas que estáis sobre los cielos.

Alaben el Nombre del Señor,

pues Él lo ordenó y fueron creados.

Los estableció para siempre, por los siglos,

les dio una ley que no traspasarán (Sal 148).

Así, según la visión bíblica, el Sol, la Luna, las estrellas y los cielos forman parte de un sistema bien ordenado regido por «una ley que no traspasarán». La misma idea vuelve en el libro de la Sabiduría:

Él me dio un conocimiento sin error de los seres,

para saber la disposición del universo

y la acción de los elementos,

el comienzo, fin y medio de los tiempos,

los cambios de solsticios y el alternarse de las estaciones,

los ciclos de los años y las fases de los astros;

la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras,

el poder de los espíritus y los pensamientos de los hombres,

la variedad de las plantas y las virtudes de las raíces.

Conozco lo escondido y lo patente;

pues me lo enseñó la sabiduría, artífice de todo

(Sb 7, 17-21).

Se vuelve a encontrar esta insistencia en el carácter ordenado, racionalmente organizado, de la naturaleza en los textos fundadores del cristianismo, y sobre todo en san Pablo. Hablando a paganos, afirma que los hombres tienen de Dios un conocimiento natural suficiente para justificar su reprobación si lo ignoran: «En efecto, la ira de Dios se revela desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres que tienen aprisionada la verdad en la injusticia. Porque lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas» (Rm 1, 18-20). Dejando aparte la crítica de san Pablo a la conducta de los paganos, este pasaje afirma que la razón puede conocer la existencia de Dios y algunos de sus atributos a partir de la observación de sus obras: el mundo creado atestigua un orden, y por tanto una inteligencia trascendente, que la inteligencia humana puede captar. Esto explica que los primeros pensadores cristianos no hayan dudado en utilizar la filosofía griega para hablar de la fe. Las palabras del medievalista Étienne Gilson son elocuentes al respecto. Hablando de los apologistas cristianos del siglo II, afirma que, en su espíritu, el acercamiento entre el universo griego y el universo cristiano, lejos de haber sido objeto de una «evolución en continuidad», ha tomado la forma de una asimilación del primero por el segundo:

Parece […] que el universo griego se ha derrumbado súbitamente, en el espíritu de hombres como Justino y Taciano, para hacer sitio al nuevo universo cristiano. Lo que constituye el interés de estas primeras tentativas filosóficas es que sus autores parecen en busca, no de verdades que descubrir, sino más bien de fórmulas para expresar las que ya han descubierto. Pues la única técnica filosófica de que disponen es la de estos mismos griegos, de los que necesitan a la vez reformar la filosofía y refutar la religión. Los apologistas del siglo II han tratado pues […] de expresar el universo mental de los cristianos en una lengua expresamente concebida para comunicar el universo mental de los griegos[1].

La idea de que el mundo de la naturaleza se rige por leyes estables, puestas por un Dios que actúa según las reglas de la lógica descubiertas por los griegos, se propagó en el mundo por la influencia de la religión judía, luego de la teología cristiana. Dicho esto, el relato bíblico de la creación, de donde proviene la noción de un orden natural y estable, no dice nada sobre las modalidades de su funcionamiento. Por eso, la idea de que el cristianismo sea una religión como todas las demás, que propone explicaciones mitológicas que compensen una ausencia de explicaciones científicas, es una pura aberración. Basta para convencerse examinar el Catecismo del concilio de Trento, que data de 1566 (medio siglo antes de que Galileo entre en escena) y que ha tenido autoridad en el seno de la Iglesia católica hasta 1992. Ya se puede buscar, ahí no se encuentra nada sobre las ciencias naturales, estas se consideran extrañas a la doctrina cristiana. Algunos invocarán sin duda el proceso de Galileo para pretender lo contrario, pero esta cuestión ha sido la excepción que confirma la regla (ver el capítulo 5 para un análisis del caso Galileo). La prueba está en que la Iglesia nunca criticó o condenó la teoría darwiniana de la evolución de las especies animales. La única posición adoptada en este campo es la de Pío XII en 1950, que concierne solo a la evolución de la especie humana. Se la puede resumir en dos puntos: primero, toda teoría de la evolución debe mantener que todos los seres humanos proceden de una sola pareja; segundo, aunque se pueda admitir que el cuerpo humano haya evolucionado, esta evolución no podría aplicarse al alma humana, puesto que esta «es inmediatamente creada por Dios». Esta observación de la encíclica Humani generis (1950) tiene como objeto recordar que el hombre puede estar compuesto de un cuerpo hecho de una materia viva preexistente, pero no puede reducirse a esta materia y lleva en él algo que escapa al orden puramente físico. Dicho de otro modo, el hombre es un ser material y espiritual a la vez.

 

LA RELIGIÓN CONTRARIA A LA RAZÓN

La segunda acusación del materialismo filosófico contra la religión se refiere a su pretendida falta de racionalidad. La fe y los dogmas serían indignos del hombre porque le obligarían a adoptar creencias desprovistas de todo fundamento racional. Los «misterios» no serían más que una afrenta a la inteligencia humana, una estrategia destinada a oscurecer los espíritus. La fe sería así totalmente extraña a la razón y viceversa. Esta idea de una separación completa, de una incompatibilidad forzosa, entre fe y razón es sin embargo contraria a la concepción católica de la fe. La encíclica Fides et Ratio de san Juan Pablo II, publicada en 1998, se abre con estas palabras: «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad». Esta afirmación tiene muy poco eco en la cultura materialista contemporánea, que nos condena a elegir una de las dos.

El vínculo estrecho entre fe y razón no es el producto de cualquier corriente de pensamiento teológico posconciliar. Ha tenido siempre su sitio en el magisterio de la Iglesia y ha sido defendido por sus primeros teólogos. Para captar toda su importancia, sin duda conviene recordar que surgió de la unión entre la cultura bíblica judeocristiana y la cultura clásica grecorromana. De una manera del todo inesperada, estas dos grandes tradiciones de la Antigüedad engendraron una civilización que se llamó en otro tiempo Cristiandad, y que sus detractores y defensores llaman hoy la civilización occidental.

La alianza de estas dos culturas ha supuesto un carácter inusitado, haciendo surgir dos maneras de pensar la fe y la razón de las que no se encuentra ningún precedente en la historia de la humanidad. Olvidamos con demasiada frecuencia cómo estas dos fuentes de nuestra civilización aparecieron en la Antigüedad. Las lenguas de estas dos culturas, el hebreo y el griego, traían muchas palabras que expresaban conceptos totalmente ajenos al resto del mundo. La noción de creación ex nihilo era algo totalmente inconcebible para los hombres y los dioses de la Antigüedad —salvo para el Dios de los hebreos—. Lo mismo sucede con el concepto de pecado, que no designaba solo simplemente un mal moral, sino la ruptura de un pacto sagrado entre Dios y el pueblo que él se había elegido —el pueblo judío—. Se podría mencionar también el concepto hebreo que revelaba el nombre de Dios —«Yo soy el que soy»—, que establecía una identidad perfecta entre el «Yo» y el hecho de existir, entre la persona y el ser. Antes de Jesucristo, estos conceptos eran exclusivamente judíos, lo nunca visto para todas las culturas no hebraicas.

La cultura griega tenía también sus exclusivas conceptuales, por ejemplo, las de ciencia y lógica, de esencia, de naturaleza y de substancia. El carácter propiamente único de estas dos culturas puede ilustrarse con dos palabras: la palabra «gentil» y la palabra «bárbaro». Para los judíos el mundo se dividía en dos: había judíos y no judíos, es decir, los gentiles. Los griegos tenían también una concepción dualista del mundo. Para ellos, todo lo que no era griego era bárbaro. En un caso, todos los hombres eran judíos o gentiles; en el otro, griegos o bárbaros. Es de notar que la palabra bárbaro, en este caso, no significaba «salvaje», sino que tenía más bien el sentido de «extranjero».

El carácter más distintivo de estas dos culturas era su forma del todo nueva de pensar lo real. En los judíos, esta manera de pensar tomó el nombre de fe; en los griegos, el de razón. Pocos entre nosotros son conscientes de la naturaleza revolucionaria de estos dos modos de pensamiento. Hay que intentar, pues, comprenderlos mejor.

Para todos los pueblos de gentiles, la fe religiosa era un asunto privado, esotérico y no verificable. Pero para los judíos, la fe era algo de otra naturaleza, una realidad a la vez pública, esotérica y accesible a todos. El judaísmo no era simplemente una nueva religión, sino un nuevo tipo de religión.

En la historia de Israel, afirma el historiador Christopher Dawson, aparece en el mundo una tradición religiosa única […]: a diferencia de todas las demás religiones, esta tradición no era la expresión de una civilización mundial; por el contrario, la cultura —la cultura teocrática sin equivalente de Israel— era la expresión y la encarnación de la religión, y prescindiendo de la religión, la cultura de Israel era casi inexistente[2].

En suma, mientras que entre los no judíos la cultura estaba en el origen de la religión, es la religión lo que estaba en el origen de la cultura judía. La causalidad estaba invertida.

Los griegos por su parte descubrieron un nuevo tipo de razón. En el seno de todas las culturas, la razón o la sabiduría eran un conocimiento puramente práctico transmitido por las costumbres y la tradición[3]. Así como la fe se hizo pública, igualitaria y objetiva en Israel, la razón devino lo mismo en Grecia. Cuando Sócrates apareció en la escena ateniense, superó a todos sus contradictores por su dominio perfecto de la lógica, que le permitía interpretar los principios de la cultura griega, y sobre todo a sus dioses. No se tardó en ver en él un nuevo tipo de inteligencia que podía disolver los fundamentos de Grecia; de ahí su condena a muerte. Si hay un hombre (aparte de Jesucristo) del que se puede decir que cambió el curso de la historia humana como ningún otro, ese es Sócrates. Nadie dominaba la lógica antes de él; después de él, el pensamiento humano no ha sido ya el mismo.

Toda alianza entre una religión de los gentiles y una filosofía bárbara era inconcebible, pues no había ningún punto de encuentro entre ellas. Las dos eran irracionales, privadas, elitistas y subjetivas. Pero la unión entre la religión judía y la filosofía griega, después de Sócrates, fue posible porque una y otra eran racionales, igualitarias, públicas y objetivas.

Contrariamente a las religiones de los gentiles y a las filosofías bárbaras, la religión judía y la filosofía griega cambiaron el curso de la historia. Lo hicieron por medio del Imperio romano y el cristianismo. La religión judía, que es una religión no misionera, ha ejercido una presión moral sobre el mundo entero vía el cristianismo que sí es una religión misionera. La filosofía griega ha influenciado a la humanidad a través de Roma, que la difundió por todas partes en el mundo mediterráneo después de su conquista del mundo helénico. Roma no ha producido importantes novedades filosóficas, pero admiró y promovió la inteligencia griega. La mayor parte de los cabezas de familia romanos recurrían a filósofos griegos para educar a sus hijos.

No se podría exagerar la importancia de la cultura griega y la religión judía en el advenimiento del cristianismo.

Es en el prólogo del Evangelio según san Juan donde se encuentra la primera ilustración sobre la unidad de la fe y la razón. Una y otra llevan el mismo nombre, el de Logos. El Logos de Dios —el Verbo de Dios, la Razón creadora de Dios— es al mismo tiempo la razón (logos) de la filosofía griega y la persona histórica de Jesucristo, el Logos encarnado, la segunda Persona de la Trinidad hecha hombre mortal. San Juan revela así el corazón mismo de la cultura clásica, el Logos pensado por todos los filósofos, la verdad última y eterna, la significación de todas las cosas. Al afirmar que el Verbo se hizo carne, ha mencionado no solo un alma y un espíritu humanos, sino también un cuerpo humano.

Y la ecuación que ha planteado entre el Logos y Jesucristo ha sido el punto de partida de una nueva humanidad. De ahí la introducción de un corte en la historia humana: hay un antes y un después de Jesucristo.

Algunos espíritus modernos ven en esta identificación de Cristo con el Logos una especie de helenización del cristianismo. Como hemos dicho más arriba, es sin embargo exactamente lo contrario lo que se produjo: lejos de dejarse helenizar, el cristianismo bautizó a la filosofía griega. Es el Verbo de Dios el que ha cambiado al hombre y no a la inversa[4].

A estas consideraciones, el materialismo no puede oponer más que una especie de rechazo global. Para decirlo todo, el materialismo filosófico se apoya en un razonamiento circular: pone como premisa lo que pretende probar. Afirma que todo lo que no se reduce a relaciones físicas o matemáticas no es susceptible de una explicación racional. Porque, añade el materialismo, toda explicación racional no puede presentarse más que en forma de ecuaciones y datos cuantificables. ¡Fuera de lo cuantificable, no hay salvación! Y si se le pregunta en qué se apoya esta afirmación perentoria, responde que, como las explicaciones cuantitativas bastan para explicarlo todo en física, pueden explicarlo todo porque «todo lo que existe es físico».

Nos encontramos así girando en redondo: el materialismo es verdadero porque debe ser verdadero. El mismo tipo de circularidad se aplica al origen del alma humana: los seres humanos no serían más que una amalgama de procesos fisicoquímicos, la pretendida espiritualidad de los seres humanos es reductible a causas físicas, pues no existe nada fuera del mundo físico. En suma, el materialismo es verdadero porque es verdadero.

Se observa el mismo género de circularidad en el pensamiento de los «nuevos ateos» como Richard Dawkins, Daniel Dennett y Sam Harris. Su crítica de la religión está estrechamente emparentada con la tradición naturalista de los Ludwig Feuerbach, Karl Marx y Sigmund Freud, que juzgan las ventajas de la religión en términos puramente psicológicos. Todos estos autores fundan su ateísmo sobre el postulado de que ninguna realidad espiritual existe fuera de la psique humana, de suerte que la creencia en Dios se explicaría por fenómenos naturales[5]. Excluyendo a priori la posibilidad misma de lo sobrenatural, una tal argumentación presupone su conclusión.

El naturalismo, al igual que su pariente el materialismo filosófico, no puede presentarse como intelectualmente riguroso, no es nada más que una lamentable petición de principio.

[1] É. GILSON, La philosophie au Moyen Âge, tomo I: Des origines patristiques à la fin du XIIe siècle, Payot, París 1976, p. 32-33.

[2] C. DAWSON, The Formation of Christendom, Sheed and Ward, Nueva York 1967, p. 83.

[3] Me inspiro aquí en lo que afirma el filósofo americano Peter Kreeft sobre las relaciones entre fe y razón. Ver en particular el capítulo 2 de Handbook of Christian Apologetics. Hundreds of Answers to Crucial Questions, Inver Varsity Press, Downers Grove (ILL) 1994. Ver también: Fundamentals of the Faith. Essays in Christian Apologetics, Ignatius Press, San Francisco 1988.

 

[4] Para este asunto, ver el capítulo 7.

[5] Richard Dawkins, por ejemplo, explica la creencia en Dios por medio del concepto de “meme”: un elemento de difusión cultural reconocible, transmitido mediante la imitación del comportamiento de un individuo por otros individuos. Un meme proporcionaría una «ventaja natural» a los que lo adoptan. Investigaciones realizadas por numerosos antropólogos han concluido que esta noción no tiene ningún valor científico. Se puede ver al respecto la obra de A. MCGRATH, The Spell of the Meme, disponible online.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?