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La isla del tesoro

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CAPÍTULO IX
PÓLVORA Y ARMAS

LA ESPAÑOLA estaba á una distancia considerable y nosotros hicimos nuestro camino entre las elaboradas y elegantes proas de unos buques y las popas de otros, cuyo cordaje y vergas, unas veces se liaban y yacían bajo nuestros pies, otras se balanceaban galanamente sobre nuestras cabezas. Por último llegamos á nuestro barco en el cual nos recibió, en cuanto saltamos á bordo, el piloto, Sr. Arrow, un viejo marino de faz morena con arracadas en sus orejas y que, por desdicha, tenía los ojos torcidos. El Caballero y él parecían congeniar bastante y llevarse en muy buenos términos, pero no tardé en observar que no acontecía lo mismo tratándose de las relaciones del mismo Sr. de Trelawney con el Capitán de La Española.

Este último era un hombre de aspecto severo que parecía disgustado con todo, á bordo de nuestra goleta, y pronto iba á decirnos por qué, pues no bien habíamos entrado al salón principal, cuando un marinero vino tras de nosotros y dijo:

– Caballero: el Capitán Smollet desea hablar con Vd.

– Siempre estoy á las órdenes del Capitán, contestó el Caballero. Hágale Vd. pasar adelante.

El Capitán que estaba muy cerca de su mensajero entró en el acto y cerró la puerta tras de sí.

– Ahora bien, Capitán Smollet, ¿qué es lo que Vd. tiene que decirnos? Supongo que todo aquí marcha y está arreglado como entre buenos navegantes y verdadera gente de mar.

– Vea Vd., señor, contestó el Capitán, creo que hablar sin rodeos es siempre lo más práctico, aun á riesgo de parecer que se ofende. Hé aquí mi opinión: no me gusta este viaje, no me gusta la tripulación y no me gusta mi segundo á bordo: esto es hablar claro y en plata.

– Tal vez, señor mío, ¿tampoco le gusta á Vd. el buque?, añadió el Caballero, bastante molesto, á lo que me pareció.

– En cuanto á eso nada puedo decir, puesto que no lo he visto moverse aún. Á la simple vista me parece un velero muy hermoso: más no puedo decir.

– Es también muy posible que le disguste á Vd. el Patrón, recalcó el Caballero.

En este punto el Doctor Livesey creyó oportuno intervenir diciendo:

– Un momento, señores, un momento, si Vds. gustan. Esas preguntas no conducen á nada más que á creer una mala voluntad perjudicial. Yo creo que el Capitán, ó ha dicho demasiado ó ha dicho muy poco, y me creo en el deber de requerirle para que nos explique sus palabras. Ha dicho Vd. para comenzar, que no le gusta este viaje. Veamos… ¿por qué?

– Se me ha contratado, señor, por el sistema de lo que llamamos nosotros “pliego cerrado.” Se me ha requerido simplemente para gobernar un navío, llevándolo al punto y rumbo que me designase el contratante. Hasta allí todo estaba bueno. Pero ahora me encuentro con que todos y cada uno de los hombres de la tripulación, saben mucho más que yo acerca de nuestro viaje. Yo no puedo calificar esto de recto ni de natural; ¿tengo razón?

– Sí, sí la tiene Vd., dijo el Doctor.

– En seguida he sabido, por mis propios marinos, que vamos en busca de un tesoro – no olvide Vd. que son ellos los que me lo hacen saber. Ahora bien, eso de tesoro es cosa que tiene sus peligros. Á mí no me gustan viajes de tesoros por ningún motivo, más cuando son secretos, y sobre todo – perdóneme el Sr. Trelawney – cuando el tal secreto ha sido confiado al loro.

– ¿Al loro de Silver?, preguntó el Caballero.

– He hablado en sentido figurado. Quiero decir que ha sido divulgado. Yo tengo la creencia de que ninguno de Vds., caballeros, sabe bien en lo que se ha metido. Les diré, pues, mí opinión lisa y llana: este es asunto de vida ó muerte y un albur positivamente delicado.

– Así lo veo yo, dijo el Doctor, y me parece que es tan claro como cierto. Estamos á las contingencias, aunque no nos encontramos tan en tinieblas como Vd. lo supone. Pero añadió Vd. también que no le gusta la tripulación, ¿cree Vd. que los nuestros no son verdaderos marinos?

– No me agradan, señor, insistió el Capitán Smollet. Me parece que se me debió haber dejado elegir mis hombres, yendo á una expedición como la que vamos.

– Quizás tenga Vd. razón, replicó el Doctor. Tal vez hubiera sido mejor que mi amigo hubiera hecho su elección de acuerdo con Vd. Pero puede creer que la falta, si la hubo, fué enteramente involuntaria. Por último, dijo Vd. que tampoco le gusta su segundo el Sr. Arrow.

– Así es, señor. Yo creo que es un buen marino, pero se roza demasiado familiarmente con la tripulación para ser un buen oficial. Un piloto debe siempre darse á respetar, y no permitirse brindar, como éste, en compañía íntima, con los marineros.

– ¿Quiere Vd. decir que el hombre bebe?, exclamó el Caballero.

– No señor; solamente que mantiene una intimidad sobrado inconveniente con los hombres de la tripulación.

– Está bien, pues, Capitán, dijo el Doctor; pero si hemos de zanjar dificultades, díganos Vd. lo que desea.

– Bien, señores; ¿están Vds. determinados á llevar á cabo esta expedición?

– Contra viento y marea, respondió el Caballero.

– Muy bien, dijo el Capitán. Pero supuesto que ya han tenido Vds. la paciencia de oirme cosas que no me era dable probar, escuchen algunas palabras más. Se está colocando la pólvora y las armas en las bodegas de proa: ¿por qué no ponerlas en un lugar muy á propósito que hay aquí, precisamente debajo del salón? Primer punto. Ahora, segundo: Vds. traen cuatro personas de su propia servidumbre que, según he oído, van á tener sus dormitorios á proa, con los demás hombres ¿por qué no darles los camarotes que hay aquí al lado de la cámara de popa?

– ¿Hay algo más?, preguntó el Sr. Trelawney.

– Sí, hay todavía otra exigencia, continuó el Capitán. Por desgracia ya se ha charlado y divulgado mucho sobre la expedición.

– Sí, demasiado, apoyó el Doctor.

– Diré á Vds. lo que yo mismo he oído, siguió el Capitán: dicen que Vds. poseen un mapa de cierta isla en el cual hay cruces rojas que marcan el lugar exacto en que esas riquezas están enterradas; añaden que la isla está… (y aquí nombró la longitud y latitud de ella con toda exactitud).

– Jamás he dicho yo tal cosa, exclamó el Caballero.

– El hecho es que los hombres lo saben, replicó el Capitán.

– Livesey, tal vez alguna indiscreción de Vd.; ó tal vez tú, Hawkins, exclamó el Sr. Trelawney.

– No hace mucho al caso el averiguar quién haya sido el indiscreto, replicó el Doctor.

Por mi parte, me fué fácil notar que ni él ni el Capitán daban mucho peso á las afirmaciones y protestas del Sr. Trelawney, sin que yo mismo dejara de pensar como ellos, pues me constaba que el Caballero era un charlador incorregible. Sin embargo, en esta ocasión, decía la pura verdad, según creo, y era un hecho que ninguno había revelado la posición geográfica de la isla.

– En hora buena, caballeros, continuó el Capitán; yo no sé en manos de quién está ese mapa, pero pongo por condición estricta que se le mantenga de todo punto secreto y oculto aun de mí mismo y de mi segundo el Sr. Arrow, ó de no ser así, renuncio mi puesto en este mismo instante.

– Entiendo, dijo el Doctor; lo que Vd. quiere es que el objeto real se mantenga tan velado como sea posible y que, entre tanto, convirtamos la popa en una especie de fortificación, guardada por nuestros propios hombres y provista con toda la pólvora y armas de que podamos disponer á bordo. En otras palabras, teme Vd. una rebelión.

– Caballero, dijo gravemente el Capitán Smollet, protestando que no es mi intención el lastimar á Vd., permítame negarle el derecho de poner en mis labios palabras que yo no he pronunciado. No existe capitán alguno que pudiera juzgarse autorizado para hacerse á la mar, si tuviese las pruebas necesarias para decir lo que Vd. me ha supuesto. Por lo que hace al Piloto, lo creo de todo punto honrado; algunos de nuestros tripulantes lo son también sin duda, y quizás lo sean todos, por lo que se ve. Pero Vds. se servirán tener en cuenta que sobre mí pesa la doble responsabilidad de la seguridad de la embarcación y de la vida de cada hombre que nuestra goleta lleva á bordo. Me ha parecido que las cosas no iban por un camino muy derecho y he juzgado prudente el pedir á Vds. que se tomaran ciertas precauciones: eso es cuanto tengo que decir.

– Capitán Smollet, comenzó á decir el Doctor con cierta sonrisa en los labios, ¿ha oído Vd. hablar alguna vez de cierta fábula de la montaña y el ratón? Le pido á Vd. mil perdones, pero la verdad es que me ha traído Vd. á la memoria la tal fábula. Cuando Vd. penetró aquí, apuesto mi peluca á que Vd. pensaba más de lo que confiesa.

– Doctor, es Vd. muy listo, respondió el Capitán; cuando entré aquí pensé que se me iba á separar del buque. No me imaginé que el Sr. de Trelawney hubiese oído una sola palabra de cuanto he dicho.

– Y no iba Vd. muy descaminado, exclamó el Caballero. Á no ser por la oportuna mediación de Livesey yo le hubiera enviado á Vd. al diantre. Pero por ahora ya le he escuchado y se hará todo lo que Vd. quiere; mas eso no me impide el creer que está Vd. equivocado en este asunto.

– En cuanto á eso crea Vd. lo que guste, dijo el Capitán. Vd. verá en todo caso, que cumplo con mi deber.

Dicho esto saludó y salió sin decir más.

– Trelawney, dijo el Doctor, contra todo lo que yo me figuraba, veo que Vd. se ha dado trazas de traer á bordo dos hombres honrados: el Capitán Smollet y John Silver.

– Silver, si Vd. lo quiere, gritó el Caballero. En cuanto á este intolerable trampantojo, declaro que su conducta no me parece digna ni de hombre, ni de marino, ni mucho menos de inglés.

– Está bien, dijo el Doctor, ya lo veremos.

Cuando subimos sobre cubierta ya los hombres habían comenzado á cambiar de lugar las armas y la pólvora, canturriando mientras trabajaban, en tanto que el Capitán y el Piloto inspeccionaban el traslado.

 

El nuevo orden de cosas era de todo mi gusto. Todo el arreglo primitivo del buque había sido cambiado. Se habían hecho seis lechos-literas en el castillo de popa, tras de lo que constituía la parte posterior del salón principal, siendo accesible esta sección de camarotes, para la galera y castillo de proa, únicamente por un estrecho pasadizo á babor. Se había dispuesto, al principio, que el Capitán, el Piloto, Hunter, Joyce, el Doctor y el Caballero ocupasen esos seis camarotes. Ahora se convino en que Redruth y yo tomásemos dos de ellos y que el Sr. Arrow y el Capitán durmiesen sobre cubierta en lo que se llama en náutica la carroza, la cual había sido ensanchada de un lado y otro hasta ponerla en estado de casi poder llamarle la toldilla. Era ésta bien baja, ciertamente, pero no tanto que no permitiese colgar con comodidad un par de hamacas, y aun creo que el Piloto pareció muy contento con el arreglo, aunque él, quizás, no estaba muy seguro de la tripulación. Empero esto no pasa de simple conjetura, pues como se verá muy pronto, no tuvimos por largo tiempo el beneficio de sus opiniones.

Estábamos todos trabajando rudamente en el cambio de la pólvora y armas y en el arreglo de las literas y camarotes cuando los últimos dos tripulantes y John Silver con ellos llegaron en un botecito costanero.

El cocinero saltó á bordo con la ligereza de un mono y no bien hubo visto lo que estábamos haciendo, exclamó:

– Hola muchachos, ¿de qué se trata?

– Cambiando las municiones y las armas, ya lo ve Vd., respondió un marinero.

–¿Por qué, con mil diablos?, prorrumpió Silver. ¡Si nos entretenemos en eso vamos á perder la marea de la mañana!

– Yo lo he mandado, dijo el Capitán secamente. Vd., amigo, bájese á su cocina que las gentes deben sentir ganas de cenar antes de mucho.

– Corriendo, corriendo, contestó el cocinero y tocándose, por vía de reverencia, la melena; y desapareció en el acto en dirección de su galera.

– Ese es un buen hombre, Capitán, dijo el Doctor.

– Es muy posible, Caballero, replicó el Capitán, en paz con ese, en paz con todos. Dió prisa, en seguida, á los que estaban cambiando la pólvora, y de repente, fijándose en mí, que estaba muy entretenido examinando el eslabón de vuelta que traíamos en medio del navío, me gritó con aspereza:

– ¡Hola tú, grumete, largo de ahí! Márchate á la cocina y busca algo que hacer.

Y aunque me dí prisa á obedecer su mandato, le oí todavía decir, en voz bien alta, al Doctor:

– Yo no traigo favoritos en mi navío.

Puedo asegurar á Vds. que en aquellos momentos superabundaba yo en las opiniones y sentimientos del Sr. Trelawney respecto del Capitán, á quien aborrecía con todas mis fuerzas.

CAPÍTULO X
EL VIAJE

TODA aquella noche la pasamos en gran movimiento alistándolo todo, poniendo cada cosa en su lugar y viendo llegar, uno tras de otro, botes llenos de amigos del Caballero, como el Sr. Blandy y otros por el estilo que iban á desearle un buen viaje y feliz regreso. Nunca en nuestro “Almirante Benbow” tuve una noche semejante, ni siquiera la mitad del quehacer que tuve en ésta, y puede creérseme que estaba ya rendido de cansancio cuando un poco antes del alba, el contramaestre hizo sonar su silbato y la tripulación toda comenzó á maniobrar al cabrestante. Pero aunque hubiera sido doble de la que era mi fatiga no me hubiera separado de sobre cubierta. Todo aquello era nuevo é interesante para mí, las concisas órdenes, la penetrante nota del silbato y los marineros moviéndose hacia sus lugares al ténue resplandor de las linternas del navío.

– Y ahora, Barbacoa, suéltanos una estrofa, gritó una voz.

– La conocida, añadió otra.

– Vaya por la vieja conocida, camaradas, dijo Silver que estaba allí de pie, con su muleta bajo el brazo; y al punto prorrumpió en aquella horrible cantinela que me era tan conocida:

“Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto.”

Á lo cual la tripulación entera contestaba en coro:

Son quince ¡yo – ho – hó! son quince ¡viva el rom!”

Y á la tercera repetición del coro, empujó las barras del cabrestante al frente de ellos con gran brío.

Mas aun en aquel momento de excitación, ese canto lúgubre me trasladaba con la imaginación en un segundo, á mi vieja posada del “Almirante Benbow” en la cual oía de nuevo la voz de aquel Capitán sobresaliendo sobre el coro entero. Pero muy pronto el ancla estaba ya fuera y se la dejaba colgar, escurriendo junto á la proa. Pronto se izaron también las velas que comenzaron á hincharse suavemente con la brisa, y las costas y los buques empezaron á desfilar ante mis ojos de uno y otro lado, de tal manera que, antes de que hubiera ido á buscar en el sueño una hora de descanso, ya La Española había zarpado gentilmente, empezando su viaje hacía la Isla del Tesoro.

No es mi ánimo referir todos y cada uno de los detalles de ese viaje: básteme decir que fué en extremo próspero; que nuestra goleta dió pruebas de ser una buena y ligera embarcación; que los tripulantes eran, todos, marineros experimentados, y que el Capitán entendía muy bien lo que traía entre manos. Pero antes de que llegá semos cerca de las costas de la Isla del Tesoro, acontecieron dos ó tres cosas que es indispensable referir para la inteligencia de esta narración.

Arrow, el Piloto, pronto se volvió mucho peor de lo que el Capitán había temido: no tenía la menor autoridad sobre los marineros, los cuales hacían con él lo que mejor les acomodaba. Pero no era esto lo peor, sino que uno ó dos días después de nuestra partida comenzó á presentarse sobre cubierta con los ojos inyectados, los pómulos enrojecidos, la lengua torpe y todas las señales más evidentes de la embriaguez. Una vez y otra se le tuvo que mandar á la cala, castigado. Algunas veces se caía rompiéndose la cara; otras se echaba el día entero en su tarimón al lado de la toldilla. Como una reacción, que duraba uno ó dos días, se le miraba sobrio y listo atender á su trabajo, por lo menos pasablemente.

Pero entre tanto nosotros no podíamos averiguar en dónde tomaba lo que bebía; este era el secreto misterioso de nuestro buque. Nuestra vigilancia redoblada y multiplicada nada pudo; fué inútil cuanto hicimos para descubrirlo. Solíamos preguntárselo abiertamente y entonces, una de dos; ó nos reía á las barbas si estaba borracho, ó nos negaba tercamente que se embriagase si acontecía que estuviera en su juicio, protestando que no probaba nada que no fuese agua.

No solamente era inútil en su calidad de oficial del buque, y pésimo como fuente de malas influencias entre los hombres de la tripulación, sino que se veía muy claramente que, al paso que iba, muy pronto acabaría por matarse contra todo derecho. Así es que nadie se sorprendió ni se apenó mucho tampoco cuando en una noche muy oscura en que la mar parecía menos sosegada que de costumbre el hombre aquel desapareció sin que hubiéramos vuelto á verle más.

– ¡Hombre al agua!, dijo el Capitán. En hora buena, señores, esto nos ahorra la molestia de tener que mandarle poner grillos.

La cosa es que, desaparecido él, nos encontrábamos enteramente sin piloto y era preciso, en consecuencia, ascender á uno de los tripulantes. Job Anderson, el contramaestre, era el más apto de los de á bordo, así fué que, aunque conservando su título primitivo, pasó á desempeñar el cargo de piloto. El Sr. Trelawney que había estudiado la marina y viajado mucho, como se recordará, tenía conocimientos que le hacían muy útil en aquellas circunstancias, y realmente los puso en práctica ejerciendo la vigilancia propia del piloto en los días en que el tiempo era propicio. En cuanto al timonel Israel Hands, era un viejo y experimentado marino, cuidadoso y astuto, de quien podía uno fiarse en todo y para todo.

Era este el gran confidente de Silver, cuyo nombre me lleva á hablar de nuestro cocinero Barbacoa, como la tripulación lo llamaba.

Á bordo de la embarcación cargaba este su muleta suspendiéndola al cuello por medio de un acollador, á fin de tener ambas manos libres y expeditas lo más que podía. Era digno de llamar la atención el verle acuñar el pie de su muleta contra la abertura de alguna tablazón y apoyándose en ella, despachar bonitamente su cocina, como podría hacerlo algún hombre sano y completo en tierra. Pero todavía era más extraño verle en los días de tiempo más malo atravesar la cubierta. Veíasele trasladarse de un lugar á otro, ya usando su muleta, ya arrastrándola tras sí por medio del acollador, tan rápida y expeditamente como pudiera hacerlo un hombre que tuviera el uso de sus dos piernas. Y sin embargo, algunos de los marineros, aquellos que ya habían hecho otras travesías con él, decían que daba lástima el verle tan abatido.

– Este Barbacoa no es un hombre común; me decía una vez el timonel. Allá en sus mocedades tuvo sus estudios y, cuando se ofrece, puede hablar como un libro. Y valiente, ¡eso sí! Un león es nada comparado con Barbacoa. Yo le he visto despachar á cuatro enemigos, de una sola vez, haciéndoles morder el polvo, y sin tener él una sola arma en la mano.

Toda la tripulación le respetaba y aun puedo decir que le obedecía. Poseía un modo muy peculiar de insinuarse al hablar á cada uno, y siempre hallaba ocasión de hacer á todos un pequeño servicio. Respecto á mí, Silver era siempre extraordinariamente amable y siempre se mostraba contento de verme aparecer en su galera, que tenía siempre limpia y brillante como un espejo: las cacerolas colgaban bruñidas y lustrosas y su loro estaba en su reluciente jaula, en un rincón.

– Ven acá, Hawkins, ven acá, solía decirme. Ven á echar un párrafo con tu amigo John. Nadie más bien venido que tú, hijo mío. Siéntate y ven á oir lo que pasa. Aquí tienes al Capitán Flint– así le llamo yo á mi loro en memoria del célebre filibustero – aquí tienes al Capitán Flint, prediciéndonos el buen éxito de nuestro viaje. ¿No es verdad Capitán?

Y el perico, como si le dieran cuerda se soltaba gritando:

– ¡Piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho!, y esto con una rapidez tal, que había que maravillarse de cómo no se le acababa el aliento; y no cesaba hasta que Silver no sacudía su pañuelo sobre la jaula del animal.

– Ahora bien, Hawkins, allí donde lo ves, ese pájaro debe tener ya lo menos doscientos años. Casi todos ellos son poco menos que eternos y yo creo, respecto de este, que solamente el diablo habrá visto más atrocidades y horrores que él. Figúrate que éste fué del Capitán England, del célebre y gran pirata England. Ha estado en Madagascar y en Malabar; en Surinam, en Providencia y en Porto Bello. Este asistió á la exploración y repesca de los buques cargados de plata echados á pique, y allí fué donde aprendió su refrán de “Piezas de á ocho” lo cual no es muy de maravillar, porque, figúrate Hawkins, que se sacaron de ellas más de trescientas y cincuenta mil. Concurrió también al abordaje del Virrey de las Indias, cerca de Goa, y al verle ahora, se creería que entonces estaba recién nacido. Pero ya has olido la pólvora, ¿no es verdad Capitán?

– ¡Prepárate para el zafarrancho!, gritó el animal.

– ¡Ah! este animalito es un joya, añadía el cocinero, alargándole trozos de azúcar que sacaba de sus faltriqueras. Entonces el pájaro se pegaba á los barrotes de su jaula y comenzaba á jurar y á maldecir redondo, de una manera tan llena de maldad, que parecía increíble. Entonces John se veía obligado á añadir:

– El que entre la brea anda, que pegarse tiene. Aquí tienes, si no, á este inocente animalito mío, jurando como un desesperado y no por eso lo debemos acusar. Puedes creer que lo mismo juraría, vamos al decir, delante de monjas capuchinas y frailes descalzos.

Y John entonces se tocaba su melena de aquel modo solemne y peculiar que él tenía y que me confirmaba á mí en la creencia de que aquel era el mejor de los hombres.

En el entretanto, el Caballero y el Capitán continuaban todavía sus relaciones en términos muy poco amistosos. El Caballero no hacía gran misterio de sus sentimientos, sino que menospreciaba claramente al Capitán. Este, por su parte, jamás hablaba sino cuando le dirigían la palabra, y aun en esos casos, corto y seco y brusco, y ni una palabra inútil. Reconocía, cuando se le llevaba á un rincón, que había estado injusto y equivocado acerca de su tripulación; que algunos de sus hombres eran tan vigorosos y aptos como él pudiera desearlos y que todos se habían conducido hasta allí perfectamente bien.

Por lo que respecta á la goleta, estaba el hombre enamorado de ella, y solía decir:

Siempre está lista para enfilar el viento, con más docilidad y ligereza que si fuera una buena esposa complaciendo á su marido. No obstante – añadía – todavía no estamos de vuelta en casa, y repito que no me gusta esta expedición.

 

– Á estas últimas palabras, el Caballero volvía la espalda y se ponía á recorrer la cubierta, dando aquel hombre al diablo como de costumbre.

– Una chanzoneta más de ese hombre, y un día de estos estallo, solía decir.

Tuvimos un poco de mal tiempo, lo cual sirvió para probarnos las buenas cualidades de La Española. Todos y cada uno de los hombres de á bordo parecían contentos, y la verdad es, que hubieran pecado de sobra de exigencia si hubiera sido de otra manera, pues tengo para mí que jamás tripulación alguna estuvo más mimada y consentida desde que el Patriarca Noé navegó en su bíblica arca. Con el menor pretexto doblábase el rom cuotidiano, y el pudding de harina en días extraordinarios, por ejemplo, si el Caballero sabía que era el cumpleaños de alguno de los marineros, y nunca faltaba un barril de buenas manzanas, abierto y colocado en el combés, para que se despachara por su mano todo aquel á quien le viniera el antojo de comerlas.

– Nunca he visto cosa buena salir de tratamientos parecidos, hasta ahora, decía el Capitán al Dr. Livesey. Al que cuervos cría, éstos le sacan los ojos: esta es simplemente mi opinión.

Sin embargo, cosa buena resultó del barril de manzanas como se verá muy pronto, que á no haber sido por él, nada nos habría prevenido á tiempo y habríamos todos perecido á manos de la traición y de la infamia.

Hé aquí lo que sucedió: habíamos hasta entonces navegado á favor de los vientos alisios para ponernos en dirección de la isla que buscábamos. No me es permitido ser más explícito. Y á la sazón bajábamos ya en sentido opuesto manteniendo una asidua y cuidadosa vigilancia de día y de noche. Aquél era ya el último día, según el más largo cómputo presupuesto para el viaje, y de un momento á otro aquella noche, ó á más tardar la mañana siguiente antes de medio día deberíamos llegar á la vista de la Isla del Tesoro. Nuestra proa enfilaba al Sur-Suroeste y llevábamos una firme brisa de baos, con una mar muy quieta. La Española se deslizaba con seguridad, sumergiendo en las ondas de cuando en cuando su bauprés, y produciendo con él algo como pequeñas explosiones de espuma; todo seguía su curso natural desde las gavias hasta la quilla, y todos parecían llenos del más esforzado ánimo, supuesto que ya casi tocábamos con la mano, por decirlo así, el fin de la primera parte de nuestra aventura.

En tales condiciones y ya mucho después de puesto el sol, cuando mi trabajo del día estaba concluido y ya me iba en derechura á mi camarote para dormir, ocurrióseme el deseo de comer una manzana. Subí sobre cubierta. La vigilancia estaba toda á proa, como es natural, en espera de descubrir la isla. El timonel observaba la orza de la vela y se divertía silbando alegremente. Este era el ruido único que se escuchaba, á excepción del rumor del mar que hendía la proa y que murmuraba suavemente sobre los costados de la goleta.

Me lancé gentilmente hasta el fondo del gran barril de las manzanas en busca de alguna, y me encontré con que apenas si habían quedado en sus profundidades una ó dos. Crucéme de piernas tranquilamente en aquel fondo oscuro, sin más intención que la de concluir con mi manzana; pero ya fuese el monótono rumor del mar, ya el suave balanceo de la goleta en aquel momento, el hecho es, ó que dormité por unos instantes ó que estuve á punto de hacerlo, cuando un hombre pesado se sentó repentinamente junto á mi escondite. El barril se estremeció cuando aquel hombre recargó su espalda y ya iba yo á saltar afuera cuando el recién venido comenzó á hablar. Era la voz de Silver y no había yo oído una docena de palabras todavía, cuando ya no hubiera osado mostrarme ni por todo el oro del mundo. Quedéme, pues, allí, trémulo y atento, en el último extremo de la angustia y de la curiosidad, porque aquellas pocas palabras bastaron para darme á entender que las vidas de todos los hombres honrados que iban á bordo dependían de mí solamente.