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Cuatro

Guglielmo continuaba con la lectura de aquel librito del que, después de una búsqueda minuciosa, también había conseguido recuperar la cubierta que le había descubierto el nombre del autor. Aquellas páginas que habían comenzado a dar gran parte de las respuestas que buscaba eran de un tal Duby y se llamaban El Año Mil.

Había cogido aquel pequeño volumen de la biblioteca, bajo la curiosa mirada del conserje, para llevárselo a casa y leer en paz lo que le quedaba por analizar.

Eran las tantas de la noche y él, tendido en la cama, con el libro apoyado sobre el pecho, ávido, recorría las palabras en las páginas buscando algo que todavía desconocía.

[…] de la era feudal, queda una sola crónica que habla del Año Mil como un año trágico: la de Sigerberto de Germbloux. Se vivieron en esos días muchos prodigios, un espantoso terremoto, un cometa con su cola resplandeciente; la luz vívida e intensa inundó hasta el interior de las casas y en el cielo, que pareció cortarse, dibujó la imagen de una serpiente. […] Muchos al verlo creyeron que era el anuncio del último día.

[…] en los Annali di Saint”Benoit”sur”Loire una noticia tan importante sobre el año 1003, que se destacó por inundaciones insólitas, un milagro, el nacimiento de un monstruo que los padres ahogaron; pero el sitio del año 1000 de la encarnación quedó vacío.

Más adelante encontró una referencia, pocas líneas, que atrajeron su atención de manera particular. Abbone, abad de Saint- Benoit-su-Loire dejó por escrito un recuerdo de su juventud:

[…] a propósito del fin del mundo, escuché predicar al pueblo en una iglesia de París que el Anticristo vendría al final del Año Mil y que el juicio universal vendría a continuación.

Leía esas palabras mientras su mente divagaba, llegando hasta el almacén de la memoria donde encontró el recuerdo de un hecho de algunos años antes.

En el año mil novecientos noventa y siete un cometa, llamado Hale”Bopp, había llegado a ser visible en todas partes con el equinoccio de primavera. Un extraño evento se produjo debido a su permanencia en el cielo: una treintena de adeptos de una secta religiosa de la California meridional, expertos en cibernética, pusieron en marcha un suicidio colectivo, con la convicción de que con la muerte podrían alcanzar una astronave alienígena que viajaba en la cola del cometa para llegar a un estadio más allá de lo humano. En un video clip que habían realizado durante el suicidio afirmaban que se sentían unos elegidos, unos afortunados, admitidos para gozar de la liberación de las miserias humanas.

En el mismo año una serie de calamidades había flagelado, aquí y allá, a las pobres ánimas del globo terrestre sin una lógica: terremotos, fuertes vientos, lluvias torrenciales, trombas de agua. Parecía que la historia se repetía.

En otro escrito, del que había fotocopiado sólo algunas páginas, Jules Michelet contaba el mismo fin del mundo por parte de los oprimidos como una liberación de las penas que los atormentaban.

El prisionero esperaba en el negro torreón, en la celda sepulcral; el siervo esperaba en su surco, a la sombra de la odiosa torre; el monje esperaba, entre la abstinencia del convento, entre la agitación solitaria del corazón, en medio a las tentaciones y las caídas, a los remordimientos y a extrañas visiones, miserable broma del diablo que retozaba cruelmente a su alrededor, y que por la noche sacándole la manta, le decía alegremente al oído ¡Tú estás condenado! Todos deseaban salir de su penosa condición sin importar el precio. Y por otra parte debía tener una cierta fascinación, ese momento en que la aguda y lacerante tromba habría golpeado el oído de los tiranos. Entonces desde el torreón, desde el convento, desde el surco explotaría una terrible risotada en medio de los lloros.

Para desmitificar el suicidio colectivo los estudiosos de los años noventa se habían esforzado en convencer a las masas que aquel punto detrás de la cola del cometa era sólo una estrella y que a los componentes de la secta les había lavado el cerebro su líder, pero los periódicos seguían con los titulares encendidos y alusivos.

¿Sería verdad que el fin del mundo estaba tan cerca?

¿Sería verdad que los terrores de un nuevo medioevo invadirían en pocos años a toda la humanidad?

La mente de Guglielmo corría veloz, comparaba teorías, enfrentaba hechos, asociaba acontecimientos. En realidad, pensaba, en los umbrales del Dos mil sería mucho más fácil difundir el pánico y que se convirtiese en psicosis.

Por otra parte, en el novecientos noventa y nueve después de Cristo ¿no habría bastado una voz inspirada, una plaza o un púlpito de una oscura iglesia y una multitud alrededor para difundir la creencia universal de que el mundo estaba a punto de acabarse?

Cinco

San Silvestre, 1999

Las luces aquella noche parecían aclarar un cielo sin fondo por el tupido color plomo y el aire, cargado de una niebla insistente, parecía traslúcido.

Eran las últimas horas de un milenio agonizante, resquicios de luz en la oscuridad de un sueño ya irreversible. Guglielmo estaba en su habitación: ya se había puesto su traje de Conde Drácula, señor de la noche, con el frac y la capa negra, la camisa blanca como la piel del rostro, cubierto de maquillaje, sobre el que resaltaban dos vistosas ojeras. De los labios salían un par de dientes caninos agudos y brillantes.

El muchacho estaba de pie delante de un gran cuadro al óleo que, probablemente, estaba colgado en aquella pared, sobre la chimenea que descollaba en su habitación, desde hacía un siglo o más. Una figura masculina con las piernas delgadas, enfundadas por botas altas de jinete, una austera fusta de cuero, los alamares brillantes en las charreteras, posaba con una pizca de vanidad mirando fijamente sobre cualquiera que transitase cerca de él. Aquel era uno de los ilustres antepasados de la familia de su padre y, naturalmente, no podía ser otra cosa que un oficial de caballería. Como había sucedido miles de veces observando aquel cuadro, a Guglielmo le parecía que desde tiempos inmemoriales los componentes de su familia no supiesen hacer otra cosa que vestir un uniforme y comandar a legiones de soldados.

Se alejó unos pasos encontrándose, con sorpresa, su imagen en un espejo cercano.

Por esa noche sería el señor de las tinieblas, que vivía de los momentos de otros, que chupaba la vida del cuello de sus incautas víctimas. Aquella farsa le divertía: abriría su enorme capa negra y gritaría adiós al siglo que dentro de pocas horas se iría, para siempre.

Gemma lo estaba esperando en su casa.

Su padre estaba al final de las escaleras, en el gran vestíbulo de la casa, con la bata de raso brillante apretada alrededor del cuerpo seco, con un periódico entre las manos.

«Entonces, Guglielmo, ¿has decidido no venir al círculo de oficiales para conmemorar conmigo y tu madre el cambio al Dos mil? Lo sabes, verdad, que sería algo muy importante… por otra parte tu cumples también veinte años… y la familia es una institución sagrada a la que hay que respetar…»

Filiberto no miraba a los ojos a su hijo, evitaba su mirada, y por eso Guglielmo estaba nervioso hasta lo inverosímil. ¿Por qué su padre no intentaba comprenderle aunque fuese sólo una vez? ¿Por qué para él sólo existían el círculo de oficiales, los reclutas y aquellos malditos galones?

«Papá sabes que significa mucho para mí festejar con mis amigos esta ocasión, y además ¿qué haría en el círculo de oficiales de tu cuartel vestido de Conde Drácula?» dijo el muchacho extendiendo con una pirueta su capa negra para intentar desdramatizar un poco la situación.

«Realmente estarías ridículo, pero a vosotros los jóvenes os gustan estas payasadas, y luego cuando tenéis entre la manos un fusil os tiemblan las piernas… Sé yo lo que os haría falta…»

«Querido, tranquilo, no arruinemos esta bella velada de fiesta, deseémosle un buen cumpleaños por sus veinte años a nuestro Guglielmo que poco a poco se está convirtiendo en un hombre…»

Angelica había entrado en la conversación con su voz encantadora en el momento justo, antes de que uno de sus dos hombres se enredase en una pelea a gritos. Comenzaba a ser difícil, incluso para ella, mantener a raya a aquellas dos cabezas calientes. Tenía en la mano un pequeño paquete azul marino con un lazo azul claro, todas las miradas de aquella habitación estaban dirigidas hacia ella.

«Esto es para ti, hijo mío, he esperado veinte años para dártelo, veinte largos años…»

Guglielmo cogió de las manos de su madre aquel paquete que parecía esconder qué sabe qué y le sacó el papel que lo envolvía: un colgante blanco y transparente de alabastro de forma redondeada… una fina cuerda negra, retorcida hasta convertirse en un cordón, sujetaba el adorno y envolvía un librito con la cubierta de cuero gastada… realmente un extraño regalo.

«No me he vuelto loca, no Guglielmo, tu madre no ha enloquecido. Es una historia larga, muy larga. Ven, sentémonos en tu sofá preferido.»

Con la mano izquierda agarrando la de su madre, y el extraño colgante sujeto al librito en la derecha, Guglielmo la seguía dócil, como cuando de niño esperaba que le contase su fábula preferida.

Filiberto, sospechando el tema de la larga historia que su mujer contaría a su hijo, dijo en tono brusco:

«Angelica, ¿has pensado bien en lo que estás a punto de hacer? No creo que sea apropiado… ¿No recuerdas lo que nos dijo aquella mujer?… Yo en tu lugar no lo haría.»

Madre e hijo ya se habían colocado en el sofá.

Al escuchar esas palabras, Angelica alzó los ojos azules hacia su marido, mirándolo fijamente con una mirada firme, profunda y al mismo tiempo dulce.

¿Tenían el derecho de esconder a Guglielmo su verdadera identidad?

 

¿Podían continuar haciéndolo eternamente?

Quizás aquella revelación rompería la tranquilidad de su hijo pero estaba convencida de que debía saberlo todo.

«Filiberto, Guglielmo es mayor, y ahora ya no hay un motivo que nos induzca a continuar escondiéndole algo que con el tiempo sabría de todas maneras.»

Guglielmo, mientras tanto, como objeto de la contienda, se sentía frustrado por aquellas verdades escondidas y hasta ese momento desconocidas para él: ¿de qué estaban hablando, qué es lo que le habían ocultado durante todos estos años?

Con un gesto instintivo se sacó los dos caninos postizos, como diciendo: Muy bien, ahora nos dejamos de bromas y hablamos seriamente.

Miraba a la madre sentada a su lado y al padre en pie.

Estos minutos de expectación parecían piedras lanzadas a cámara lenta que nunca acababan de caer al suelo, y la espera a que sucediese parecía interminable.

«Debes saber querido hijo que la noche de San Silvestre de hace veinte años, yo y tu padre estábamos en casa, sin celebrar de ninguna forma la llegada del nuevo año, estaba recuperándome de uno de los innumerables abortos que mi físico ha debido soportar. Efectivamente, había tenido la sensación de que aquella pudiese ser una noche distinta a las otras, la luna destacaba en el cielo alta y muda. En un momento dado escuchamos llamar a la puerta: encontramos a una mujer embarazada con un paquete entre los brazos. Eras tú. La mujer dijo que tu madre natural te había abandonado, quizás porque estaba muerta o porque no podía cuidarte y darte una vida digna. Con el ceño fruncido nos recomendó que no contásemos a nadie la historia de aquella noche y hasta ahora no habíamos dicho nada a nadie. Tú te preguntarás, ¿qué tienen que ver conmigo el colgante y el libro? Es un pequeño secreto que he mantenido todo este tiempo, ni siquiera tu padre sabía nada. Cuando, después de haberte cogido de los brazos de la mujer que te había conducido hasta nuestra casa, subí a la habitación para vestirte con la ropa que había preparado para el pequeño que había perdido hacía unos días, en el camisón que te envolvía, quizás el de tu madre natural, encontré estos dos objetos y me hice la promesa de dártelos en tu veinte cumpleaños.»

Guglielmo recorría mentalmente los párrafos del discurso que sus oídos acababan de escuchar, manteniendo fija la mirada sobre aquel colgante de tono mate y transparente que ahora, después de haberlo apoyado en la palma de la mano, había asumido una tonalidad ligeramente rosada: en relieve cuatro espirales aladas convergían hacia el centro, hacia un agujero desde donde partía el cordón negro y brillante.

Aquella enseña se parecía vagamente a una cruz gamada2.

Su madre no era su madre, su padre no era aquel general del ejército, la sangre que corría en sus venas era distinta de la suya, él no era carne de su carne.

¿Pero entonces quién era?

¿Cuáles eran sus orígenes?

¿Quiénes eran sus verdaderos padres?

¿Por qué su madre lo había abandonado la noche de su nacimiento, probablemente todavía sucio de la sangre que no era la de Angelica?

¿Cómo habían podido permitirse aquellos dos adultos construir su vida sobre todas aquellas mentiras?

Pero quizás había sido mejor así, la familia que lo había cuidado era una familia tranquila, su madre, su madre adoptiva, lo había amado como si realmente fuese hijo suyo.

Pero todo aquello era absurdo.

«No quiero que todo lo que te he acabado de decir te cause tristeza, querido Guglielmo. No ha sido la naturaleza la que nos ha unido sino el amor que ha nacido sin condiciones, sin vínculos de sangre que a veces pesan más que las cadenas de plomo. Se ha hecho tarde: ponte tu regalo y vete a buscar a Gemma, el libro lo coloco sobre tu mesilla de noche. Te deseo lo mejor, hijo mío.»

Después de decir estas palabras Angelica cogió de las manos del hijo el colgante y se lo puso en el cuello, a continuación depositó un beso en su mejilla acabada de afeitar y se levantó del sofá acercándose a Filiberto que, hasta ese momento, había permanecido como inmóvil y mudo observador de lo que había ocurrido en unos pocos minutos.

Quizás no había sido tan malo revelar sus orígenes a Guglielmo, ninguna maldición había ocurrido cuando Angelica había pronunciado esas palabras, pero en su memoria resonaba todavía la profecía de aquella mujer que había conducido a Guglielmo a sus vidas.

* * *

Guglielmo había parado el coche al lado de la verja que conducía a casa de Gemma. Había llamado al portero automático y su madre le había dicho que su hija ya estaba lista y que bajaría enseguida.

Respiró hondo. Guglielmo se dio cuenta de que se habían formado pequeñas nubes blancas, que luego observaba casi hipnotizado: todavía no había asimilado completamente la información que le habían dado sin ni siquiera haber sido empaquetada y con el lazo en su sitio.

Se inclinó hacia el espejo retrovisor de su coche para buscar su imagen reflejada, esperaba que por lo menos su rostro fuese real, esperaba que al menos su aspecto exterior pudiese ser el mismo después de aquella revelación. Vio en la pequeña superficie reflectante el rostro de un joven que amaba su vida y su familia, adoptiva, pero se sentía conmocionado, confundido por aquella gran noticia que había sabido poco antes.

Realmente su madre no había querido turbar el perfecto orden de su vida, probablemente le había parecido justo revelar al hijo su verdadera identidad, ¿pero qué le había revelado realmente? En ese momento se sentía despojado de uno de los pocos puntos fijos de su existencia: le daba la sensación de ser un árbol al que habían arrancado sus raíces de la cálida tierra para exponerlas cruelmente al sol.

Aquella noche celebraría el final del segundo milenio y quién sabe si con los últimos minutos de mil novecientos noventa y nueve podría irse también aquel sentimiento de náusea que lo invadía por todas partes.

El sonido metálico de la verja al volverse a cerrar lo devolvió a la realidad.

Gemma había llegado hasta delante de él envuelta en un remolino de tejido blanco que podía, realmente, parecer innatural en la oscuridad de la noche: dos bonitas alas fabricadas totalmente con cándidas plumas salían de su espalda y llegaban casi a la altura de la nuca, donde los cabellos recogidos dejaban su rostro al descubierto, una túnica muy sencilla escondía las piernas dejando ver sólo la punta de las zapatillas de tenis, también blancas.

Era el ángel más gracioso que Guglielmo hubiese visto y de todas formas era el primero, seguramente, que se había materializado delante de sus ojos.

Gemma se acercó a él y, después de haberle sacado los caninos que daban a su aspecto un no sé sabe qué de temible, depositó un beso en sus labios.

Las dos lenguas se rozaron, con un escalofrío: luces y tinieblas gozaban del mismo placer…un extraño pensamiento destelló en la mente de Guglielmo, pero su lógica, rápidamente, lo descartó enseguida.

El torbellino de sus pensamientos, sin embargo, no conocía el reposo y generaba conjetura tras conjetura, sin darle tregua. Le parecía advertir un triste presentimiento mientras observaba a Gemma entre sus brazos, la veía tan pálida y exangüe que parecía que estuviese muerta…

¿Qué podría perturbar sus vidas en ese instante?

¿No era quizás el candor casi lechoso de su disfraz que había bebido todo el rojo sangre que debería haber inundado el rostro de Gemma?

Subieron al coche.

Guglielmo giró la llave debajo del volante y el ruido que generó bastó él sólo para llenar el silencio en sus oídos.

Las revoluciones del motor bajaron bajo el control de Guglielmo que estaba apoyando el pie derecho sobre el freno para pararse en el semáforo en rojo.

Otra vez silencio.

Verde.

«Soy una especie de huérfano. Angelica no es mi madre y Filiberto no es mi padre. Mi madre, mi verdadera madre, me abandonó la misma noche de mi nacimiento.»

Guglielmo había pronunciado aquella frase toda de una vez, con la mirada fija en la línea discontinua de la carretera y los dedos de la mano derecha que acariciaban la superficie pulida del medallón que colgaba de su cuello: escuchaba su voz como si proviniese de otro cuerpo.

Seis

La sala, iluminada de manera intermitente por las luces de colores, estaba llena de jóvenes almas vestidas de diferentes formas y disfrazadas.

Era casi medianoche y a Guglielmo le pareció el momento más oportuno para dirigirse al buffet, mientras Gemma, siguiendo con su mirada a su Conde Drácula, esperaba sentada en un pequeño sofá un poco apartado.

«Dos copas de champaña, por favor.»

«Enseguida, señor. He aquí dos copas de óptimo champaña francés y una pizca de polvo de la suerte.»

El hombre que estaba detrás del mostrador, con una cantidad indefinible de botellas a sus espaldas, frotó el dedo índice y el pulgar de la mano derecha como si realmente estuviese echando un poco de polvos mágicos en las copas. El camarero, observaba, detrás de la espalda de Guglielmo la deliciosa confusión que reinaba en la sala lamentando un poco no tener todavía veinte años para poder participar en aquel festín.

Guglielmo, mientras cruzaba la multitud que bailaba, levantó las copas que contenían el líquido amarillo paja y, mientras las burbujitas subían a la superficie, fue hacia Gemma para esperar con ella la llegada de los primeros minutos del Dos mil.

Mientras pasaba cerca de los amplificadores, que vomitaban notas, sintió el ruido de aquella música que resonaba fuerte en el estómago: aquellas pulsaciones aceleradas parecían tambores tribales desencadenados en una danza sin tapujos y sin límites.

Giró entorno a la mampara que dividía los pequeños sofás de la pista de baile pero no encontró a Gemma donde la había dejado.

Se sentó a esperarla: bebió de un trago su vaso y luego apoyó los dos vasos sobre la mesita baja que apenas se entreveía en la penumbra de aquel sitio, a continuación apoyó la cabeza en el mullido respaldo del sofá y entrecerró los ojos un momento dejándose envolver por sus pensamientos, que se habían transformado en atractivas volutas de humo.

«Feliz fin de año, Guglielmo, pero sobre todo buen comienzo…» una persuasiva voz de mujer lo despertó del planear de sus pensamientos.

Se encontró delante de una muchacha de cabello oscuro, liso y brillante, que como hojas afiladas encuadraban, como paréntesis enfrentados, el rostro ligeramente anguloso de mandíbula masculina.

Los ojos de Guglielmo se sintieron atraídos, como el hierro por un potente imán, por el cuerpo de ella, embutido en un adherente y sucinto tubo negro.

Sus formas eran tórridas, generosas, carnosas, atrayentes: con los relámpagos intermitentes y escurridizos de las luces su piel parecía terciopelo. La alternancia de luces y sombras producía extraños efectos de luz en el perfil de sus nalgas generosas mientras que sus piernas, relucientes como mármol esculpido, aún en aquella inmovilidad aparente, forzada, revelaban una belleza salvaje, en perpetuo movimiento.

Unos minutos más tarde los dos estaban en la pista y Guglielmo sin saber cómo había llegado allí se agitaba como conducido por una fuerza superior y desconocida.

Había olvidado el champaña, había olvidado a Gemma y los brindis de medianoche, había perdido el sentido de su existencia, había arriado las velas dejándose someter por la voluntad de aquella desconocida que jugueteaba con sus sentidos, agitándose en su baile de pasión que lo obligaba a una excitación imparable.

El perfume de aquella muchacha que se agitaba delante de sus ojos era mucho más que un nuevo placer olfativo, era la historia de una mujer, de su feminidad. Le vino a la mente una frase de Guy di Maupassant que decía: No sabía ya si respiraba la música o si escuchaba los perfumes, y el perfume de aquella morena y espléndida criatura no era sólo un placer olfativo sino una danza armoniosa de todos los sentidos.

Hermosa a la vista, para ser deseada, su fragancia tocaba unas notas y unos acordes de una melodía que sabía que era un goce incluso, y sorprendentemente, también para el paladar.

 

La multitud que circundaba a Guglielmo y a su compañera estaba loca de alegría.

Faltaban una decena de segundos para el final del milenio y la cuenta atrás arrancaba gritos llenos de nerviosismo de los labios de todas las personas: Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…

El fin y el principio, el ocaso de un milenio y el amanecer de otro, esperado desde hace mucho tiempo, eslabones de la misma cadena, granos de arena reunidos en la misma playa.

Guglielmo se encontró, en medio de la multitud enloquecida, entre los brazos de aquella morena alucinación, que parecía que era demasiado hermosa para existir.

Los ojos casi negros de aquella musa lo condenaban a una inmovilidad que apenas le dejaba respirar… Bésame, besa mis labios, hazme tuya, ahora y por todo el tiempo que nos separa de la eternidad, bésame con el alma en los labios, apenas húmeda de deseo, abandona tus pensamientos, deja la mente libre, bésame, bésa…Palabras mudas que sus tímpanos no oían pero que su mente advertía con claridad… La red de las mallas doradas, con la cual ella lo había rodeado por todos lados, estrechaba cada vez más el espacio a su alrededor, la trampa estaba preparada y él estaba tan confundido, así de nublado estaba su sentido de la realidad que le rodeaba… Los labios carnosos de la desconocida lo insidiaban de cerca, demasiado próximos, su deseo sexual, conduciéndolo peligrosamente hasta el extremo de lo soportable.

2Nota del traductor: La cruz gamada, antes de ser utilizada por los nazis, era un símbolo de la vida para los hindúes y otros pueblos primitivos. También entre los indios americanos se utilizaba este símbolo. Representaba el discurrir del mundo.
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