Tanatopolítica en Venezuela

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Parte I

Introducción. Tres tipos de letalidad policial

Roberto Briceño-León

Cuando el 25 de mayo de 2020 un policía colocó su rodilla sobre el cuello de George Floyd en las calles de la ciudad de Minneapolis, y la sostuvo allí durante varios minutos mientras el detenido gritaba que no podía respirar, ¿quién estaba actuando? En la rodilla que presionaba el cuello, ¿actuaba el funcionario policial o el Estado?

Un funcionario policial opera por delegación de una entidad abstracta llamada “la ley”, cuya aplicación le está encomendada y la ejerce un gobierno en representación del Estado. El Estado, para asegurar el pacto social en el cual funda su dominio, tiene la obligación de hacer cumplir la ley que expresa ese orden social y para poder lograrlo se apoya —entre otros factores— en una burocracia amplia que llamamos “policía”. Por lo tanto, la policía vendría a ser la expresión de ese Estado y de la ley que lo regula. La policía está autorizada a ejercer la violencia por delegación y puede aplicar la fuerza como una potestad que le delega el Estado, en las circunstancias y siguiendo los parámetros de uso proporcional de la fuerza establecidos por la ley.

Ahora bien: ¿quién ejerce la presión sobre el cuello que causa la muerte de George Floyd? ¿Es el policía que actuó en aquella calle, es la policía como organización que lo entrena y supervisa, o es el Estado que lo autorizó para estar en aquella calle y en aquellas funciones aquel día?

Pocos meses después del asesinato de George Floyd, llegó a un barrio pobre en las afueras de la ciudad de Caracas un grupo de alrededor de veinte funcionarios policiales. Era la madrugada del 11 de junio de 2020. El barrio está ubicado a los márgenes de la autopista que comunica Caracas con la zona costera, donde se encuentran el puerto y el aeropuerto que sirven a la ciudad. Los funcionarios tocaron o forzaron las puertas de varias viviendas. Vestían todos de negro y tenían las caras cubiertas con pasamontañas de igual color y mostraban amenazantes sus potentes armas de fuego. Las familias les preguntaron: “¿Qué pasa? ¿Qué buscan? ¿Cuál es la razón?”. No dieron explicaciones ni mostraron órdenes judiciales: simplemente esgrimieron sus armas como unas buenas razones para entrar y capturar a unos jóvenes a los que andaban procurando. Los encontraron en sus cuartos, los obligaron a vestirse y se los llevaron en sus carros. Eran cinco. Horas después, los familiares encontraron los cadáveres de los cinco jóvenes en la morgue de la ciudad. La policía informó que los habían matado en un enfrentamiento porque se habían resistido a la autoridad (González, 2020). Era lo habitual; desde 2017 se venían presentando situaciones similares, solo que en esta oportunidad había una circunstancia diferente.

La versión oficial ya se había difundido cuando la esposa de Wilmer Yánez, uno de los cinco muchachos fallecidos, denunció que su esposo no era ningún delincuente y que trabajaba como escolta de la ministra de Asuntos Penitenciarios. Contó que aquella madrugada el joven había argumentado en su defensa el trabajo que como escolta realizaba y su cercanía con la ministra, a quien diariamente cuidaba. Todo fue en vano. Se lo llevaron junto con los demás jóvenes a una zona boscosa cercana y allí los asesinaron. Horas después de la difusión del video de la esposa de Yánez por las redes sociales, la funcionaria aludida hizo una declaración pública y condenó la acción aberrante de los policías (“Que no quede impune”, 2020); el general que se desempeñaba como ministro de Interior y Justicia, por primera vez después de varios años de denuncias, pidió una investigación a fondo a través de su cuenta en Instagram (Reverol, 2020); y el fiscal general denunció el “uso desproporcionado de la fuerza” y las “inconsistencias” en las actas policiales que habían reportado las muertes como el resultado de un enfrentamiento (Saab: “Hubo uso desproporcionado de la fuerza”, 2020).

¿Quién mató a esos jóvenes aquella madrugada? ¿Fue una decisión privada de los funcionarios policiales o su actuación fue el resultado de una orden que habían recibido para eliminar a unos presuntos delincuentes?

La muerte de George Floyd en Minneapolis y la de Wilmer Yánez y sus cuatro vecinos en Caracas son la consecuencia de una acción letal de la policía en circunstancias que no ameritaban su aplicación. Pero, ¿son iguales, se corresponden acaso al mismo tipo de violencia policial?

Estas preguntas son importantes para entender lo que sucede con la violencia policial, poder diseñar políticas preventivas y ejercer acciones conducentes al control de la violencia policial.

Los estudios sobre violencia policial

Desde los años setenta del siglo pasado se ha desarrollado una importante línea de investigación sobre la violencia policial. Podemos interpretar que su expansión en América Latina estuvo asociada al surgimiento de la “criminología crítica”, la cual tuvo entre sus principales exponentes y propulsoras, en Venezuela, a la socióloga Rosa del Olmo (1981, 1990a, 1990b), desde la Universidad Central de Venezuela, y a Lolita Aniyar de Castro (1987), desde el Instituto de Ciencias Penales de la Universidad del Zulia. Por su parte, Eugenio Raúl Zaffaroni (1989,1993), en Argentina, llevó a cabo desarrollos teóricos críticos que permitieron sustentar el estudio de la acción criminal de la policía en el marco del derecho penal, mientras que, en Brasil, desde una perspectiva sociológica, Paulo Cesar Pinheiro (1991, 1997) analizó la relación entre la violencia policial y la transición de la dictadura a la democracia. En ese período surgieron, en los institutos de ciencias penales de las universidades públicas, varios equipos de investigación que empezaron a interrogarse sobre el rol de la policía en la vida social y el acontecer político y produjeron trabajos como los de Tosca Hernández (1986, 1989) sobre los operativos policiales y la ley de vagos y maleantes, y los de Francisco Delgado (1988) y Tamara Santos (1992), superando de este modo las visiones simplistas e ingenuas sobre la relación entre la policía y el derecho penal.

Posteriormente, la investigación se torna más específica: sobre la violencia policial en sí misma y sobre los componentes sociales y políticos que la motivan o permiten. La policía y sus modos de ejercicio de la fuerza formalmente legítima que debía ejercer se convirtieron en sí mismos en objeto de estudio y de denuncia, ejemplo de lo cual es el trabajo realizado por Liliana Ortega y Cofavic desde el “Caracazo”, en febrero de 1989, hasta la actualidad (Cofavic, 2005; Carrillo, Herrera & Ortega, 2016). En la academia venezolana diversos estudios dan muestra de esa tradición, tales como los realizados por Luis Gerardo Gabaldón junto a Christopher Birbeck (1990, 1996, 2002, 2003); Gabaldón (2007, 2013, 2019); Andrés Antillano (2006, 2007, 2009, 2010); Keymer Ávila (2019, 2020); Mark Ungar (2003, 2010) y Verónica Zubillaga y Rebecca Hanson (2018); así como nuestros trabajos sobre percepción ciudadana de la violencia policial (Briceño-León, Carneiro, Piquet & Cruz, 1999; Briceño-León, Camardiel & Ávila, 2006; Briceño-León, 2005, 2007, 2008). Un hilo común a estas contribuciones es que sus autores han procurado realizar una crítica descarnada a la violencia policial y al mismo tiempo formular propuestas para su contención.

A nivel latinoamericano también se aprecian una variedad y riqueza de perspectivas. En Brasil, los estudios de Kant de Lima (1995) e Ignacio Cano (2001, 2011; Magaloni & Cano, 2016) sobre las evidencias del exceso policial; los de Claudio Beato (1997; Beato & Paixao, 2016) y los de Michel Misse (2008, 2011a, 2011b) sobre los usos sociales de la violencia. En Chile, los trabajos de Hugo Frühling (2002, 2004, 2005) y Lucía Dammert (2007; Dammert & Bayley, 2005). Y, en Argentina, los de Máximo Sozzo (2008) y Juan Félix Marteau (2002), por citar tan solo unos pocos.

En los estudios sobre violencia policial, llamada unas veces “exceso”, otras “brutalidad” y otras “letalidad o violencia letal”, no hay una visión homogénea, pues unas veces se refieren al comportamiento de los policías individuales (Birbeck & Gabaldón, 2002), o incluso al componente de género de tal actuación, como es el caso de Genèvieve Pruvost (2007a; 2007b), que estudió las mujeres policías. En otras oportunidades, al funcionamiento de los cuerpos policiales, su cultura y las agrupaciones criminales que se forman dentro de los mismos, como en las investigaciones de Paul Chevigny (1991, 1995); y, en otros, a las políticas represivas de los gobiernos militares y las dictaduras (Pinheiro, 2000; Cruz, 2011).

El propósito de este texto introductorio es proponer una diferenciación entre tres formas de violencia policial, de modo tal de poder distinguir los actores, las situaciones y los tipos de racionalidad que hay detrás de cada una de ellas y, a partir de allí, delimitar el tipo de violencia particular al cual nos referimos en este libro.

Una clasificación de la violencia policial

Desde el punto de vista sociológico, los eventos de violencia policial debemos entenderlos en tres niveles distintos de acción social que no siempre coinciden ni actúan alineados a un mismo patrón, sino que pueden diferenciarse en sus modalidades de aplicación. Aunque en todos y cada uno de ellos se puede encontrar la aplicación de la violencia y la violación de los derechos de las víctimas, no son iguales.

La violencia policial la podemos diferenciar como una acción individual, como una acción grupal o como una política estatal. Son tres modos distintos de accionar que responden a tres niveles de análisis de la vida social, cuyas circunstancias y motivaciones son diferentes y responden a una racionalidad disímil. La violencia policial podemos clasificarla entonces de la siguiente manera:

 

a) La violencia individual, la cual puede ser interpretada de dos formas: como exceso o como abuso policial. En la primera modalidad hay un exceso en el cumplimiento de sus funciones, unas extralimitaciones que violan la ley y las condiciones en las cuales se establece que es legítimo el uso de la fuerza. En la segunda, se usa la investidura policial para cometer un delito; es decir, se abusa de la condición de funcionario para fines distintos a los que les están permitidos por la ley.

b) La acción grupal o violencia corporativa, en la cual los funcionarios policiales actúan en comandita para aplicar la ley por sus propias manos o para sacar provecho de su posición privilegiada.

c) La violencia del Estado, en la cual el propio gobierno quebranta el Estado de derecho y ordena aplicar la violencia como una manera de reducir las amenazas y conservar su orden y poder.

Estas diferencias se expresan además en siete dimensiones: los detonantes del inicio de la violencia; los orígenes de los eventos violentos; el conocimiento y vínculo de la víctima y del victimario policial; el tiempo transcurrido para la decisión del pasaje al acto violento; los marcos de referencia temporales de la acción y la racionalidad implicada. Veamos a qué se refiere cada una de estas dimensiones de la violencia policial y cuáles son los rasgos que las diferencian.

Los detonantes de la violencia

En los casos de exceso policial, la violencia ocurre en medio de un encuentro inesperado, en el cual se desencadena la interacción que conduce al uso desproporcionado de la fuerza. Puede que haya existido una respuesta violenta por parte de la víctima, o que haya opuesto alguna resistencia o mostrado una intencionalidad de huir de la autoridad policial. Las situaciones pueden ser diferentes; sin embargo, en estos casos se presume que el funcionario está autorizado al uso de la fuerza, solo que se excede y por lo tanto quebranta la ley, pues incumple con los procedimientos establecidos. Un caso muy evidente es el del delincuente que se da a la fuga y el funcionario policial le dispara por la espalda para evitar que se escape. En esos casos, aunque el funcionario esté acompañado de otros policías, su decisión es individual y se originó al fragor del momento, de la interacción. Existe la posibilidad de que, por detrás de ese exceso momentáneo, existan prejuicios culturales o raciales, o actitudes violentas del funcionario policial; todo eso es posible, pero lo que nos interesa destacar y que es determinante para que los hechos caigan dentro de esta categoría analítica es que no haya habido premeditación ni selección previa de la víctima.

Algo diferente ocurre en los casos de abusos, en los cuales la violencia policial individual es el resultado de una decisión previa y se busca su ocurrencia; es decir, que hay abusos cuando los eventos se inician en frío. El funcionario policial piensa y planifica la actuación y la ejecuta con posterioridad. En esas actuaciones cabe una amplia gama de motivaciones o razones: desde la venganza personal del individuo, que lo lleve a resolver las rencillas y conflictos propios con la cobertura de su identidad policial, hasta su participación como sicario contratado al servicio de las venganzas y los odios de otros. También puede estar orientado por unos propósitos racionales, como su decisión de transformarse en vengador social y convertirse en juez y verdugo al mismo tiempo, y de ese modo corregir los entuertos legales y aplicar la sanción por mano propia. En los funcionarios policiales hay una tendencia a confundir su rol como instrumentos de la ley y su decisión de ser ellos la ley en sí mismos. Sean cuales fueren los motivos, dentro de esta categoría la violencia no deriva de la emotividad del momento interactivo, sino de un evento y una decisión provenientes del pasado. Por eso es abuso y no simple exceso.

En los casos de violencia corporativa o violencia del Estado, la situación es similar. Los eventos se inician en frío, son buscados por el grupo de policías o por los enviados de los gobiernos, quienes ejecutan una decisión previamente tomada.

Los orígenes del evento violento

Como consecuencia de lo anterior, es posible derivar que en el caso del exceso policial la violencia irrumpe en el momento, se encuentra. En los casos de abuso policial, así como en la violencia corporativa o del Estado, sucede de otro modo, pues el evento se busca, se planifica, se fabrica. Podemos decir que en esos casos se trata de un evento artificial e implantado con alevosía por sus ejecutores. Las formas de producir el evento, sin embargo, difieren en cada uno de estos tipos. En el abuso policial, la decisión y planificación del evento son individuales; en el caso de la violencia corporativa, son decisiones del grupo policial —puede que la iniciativa la tenga un funcionario o el líder del grupo, pero la dinámica de construcción del evento responde a los hábitos y rituales formales e informales del grupo policial—. En el caso de la violencia del Estado, el evento de igual manera se provoca y los ejecutores son solo eso: operadores para la ocurrencia de un evento que sobreviene por decisión ajena.

El conocimiento y vínculo de la víctima y del victimario policial

Los niveles de conocimiento de las víctimas también cambian de acuerdo con los tipos de violencia. En el exceso policial, la víctima es, por lo general, desconocida: su primer contacto y conocimiento personal ocurre al mismo tiempo que se da el encuentro. En el caso del abuso policial, la víctima es conocida personalmente por el policía victimario y es muy probable que en alguna circunstancia de ese conocimiento previo se encuentre la explicación de la violencia posterior. En la violencia policial corporativa, la víctima es conocida por el grupo de funcionarios o por la corporación policial, pero las razones del conocimiento son corporativas, no individuales de los policías. Puede que se trate de una persona que agredió o asesinó a un policía y el colectivo de los policías decide tomar venganza y castigar al agresor por su propia cuenta. Los participantes en la acción punitiva pueden no conocer a la víctima de manera personal, pero saben que fue el autor de la ofensa que sufrieron como colectivo policial y quieren tomar venganza o dar un escarmiento. El conocimiento previo de la víctima es entonces corporativo, no individual. La violencia del Estado tiene un patrón similar al corporativo, en el sentido de que la víctima no es conocida por los individuos ejecutores, pero en este caso tampoco lo es por la corporación policial: es conocido por el poder político y puede tratarse de una persona individual o de una categoría social, de un conjunto de individuos que tienen unos rasgos comunes y que representan una amenaza al poder del Estado: delincuentes, subversivos, comunistas, contrarrevolucionarios, fascistas, izquierdistas, derechistas… Los signos ideológicos pueden variar, pero el mecanismo es similar, pues las víctimas son conocidas políticamente; su individualidad es apenas una circunstancia necesaria para el procedimiento.

En el exceso policial, no hay vínculo personal entre la víctima y el victimario; cuando se trata del abuso policial, lo hay o al menos hubo una vinculación personal en el pasado que desencadena la violencia posterior. En la violencia corporativa, el vínculo que une a víctima y victimario es grupal, existe con la organización policial o con un grupo de funcionarios como una entidad colectiva; no es una afrenta personal la que se lava, sino la identidad colectiva. Y, en la violencia del Estado, no hay vínculos personales tampoco, sino políticos, de conservación del poder o del prestigio.

El tiempo transcurrido para la decisión del pasaje al acto violento

El tiempo que transcurre entre el momento en el cual se piensa en una acción —como disparar, por ejemplo— y el momento en el cual esa acción se materializa y se aprieta el gatillo del arma puede variar notablemente, pueden ser segundos o meses. Por ello el tiempo es de utilidad para comprender los diferentes tipos de violencia policial. El tiempo que separa ambos momentos es el que permite a los actores reflexionar y decidir si la intención posible se puede transformar en un acto real; es el momento en el cual se produce la concreción de la idea en realidad; es lo que llamamos el pasaje al acto.

En el caso del exceso policial, ese tiempo pueden ser segundos. Cuando un policía se encuentra de frente con un delincuente armado que lo apunta, su respuesta tiene que ser inmediata; no tiene mucho tiempo para pensar, apenas el mínimo para esquivar al adversario o responderle y disparar el arma en su defensa. Algo muy distinto ocurre cuando unos funcionarios de policía deciden por su cuenta convertirse en un grupo de exterminio y vengar la muerte de un compañero; allí hay días para compartir la idea y urdir su aplicación. Y muchos más días o meses hay entre el momento cuando en un ministerio o una gobernación se decide instrumentar una política de “mano dura” y tomar las medidas organizativas para formar un cuerpo especial dedicado a “dar de baja” a los delincuentes o enemigos políticos; o se emiten decretos para establecer premios pecuniarios para los que se destaquen en esa labor, así como se decide el momento en el cual esas políticas han de implementarse y los actos violentos han de ocurrir.

El reducido o extenso lapso temporal que hay entre un momento y otro nos permite interpretar la naturaleza de la decisión de pasar al acto. En los casos de exceso policial, esa decisión es estrictamente personal y eventual: es el individuo el que interpreta aquella situación particular y responde de acuerdo con su entrenamiento y con su psicología personal; en esos instantes al policía se le cruza por la mente lo que establece el reglamento, como el deber por cumplir, y los temores o la agresividad que advienen con la adrenalina del momento. Cuando hay abuso policial, el pasaje al acto es diferente, pues, aunque la decisión es también individual, no es eventual sino es planeada, y esa planificación es posible porque hay tiempo abundante, horas o semanas, desde cuando se decide actuar y cuando se planifica y ejecuta la acción. En la violencia corporativa, la decisión del pasaje al acto es grupal, es del colectivo policial, de la complicidad que entre compañeros de labores y riesgos se establece y que los lleva a ser solidarios en una acción común. Si bien puede participar en la decisión algún jefe, se trata de un consentimiento, no de una orden, pues, si fuese una orden, deberíamos incluirla en la siguiente modalidad, que es la violencia del Estado. En la violencia del Estado, el pasaje al acto lo puede decidir una autoridad gubernamental, a nivel local o nacional, pero se transforma en lo que Bourdieu (2012) llama un “acto de Estado”. El pasaje al acto ocurre cuando una decisión política autoriza o exige, de manera abierta o encubierta, que sea aplicada la violencia policial como una herramienta apropiada para actuar con mano dura en aquellas circunstancias históricas determinadas. No son los policías como individuos quienes deciden; a veces ni siquiera los jefes de las policías, sino que es el poder político del Estado el que decide pasar al acto violento.