Tanatopolítica en Venezuela

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Homicianos

Roberto Briceño-León

“¡Llegaron los de negro!”, alertó la señora mientras terminaba de barrer el frente de su casa. Gritaba fuerte, desaforada, para todos y para nadie. Era casi una exclamación al cielo.

Rondaban las diez de la mañana y el sol ya calentaba inclemente las calles de Maracay. Aun así, los hombres se bajaron de las camionetas con la rigurosa negrura de su uniforme y su armamento empuñado. La mayoría llevaba un pasamontañas negro que ocultaba su rostro y les debía quemar la piel y hacer sudar.

Mientras avanzaban en la calle del barrio, se sentía el calor que transpiraba el cuerpo ajeno; y, sobre todo, el miedo que inspiraban se expandía por las aceras.

De inmediato, los vecinos cautelosos entraron a sus casas. Los curiosos y audaces salieron y se asomaban en las puertas o se aventuraban al borde de la calle. Unas mujeres con sus niños que no habían ido a la escuela se quedaron paralizadas en medio del asfalto, como figuras petrificadas ante el amenazador espectáculo.

El que parecía ser el jefe y encabezaba la procesión llevaba el rostro descubierto y avanzaba escoltado por dos hombres con sus ametralladoras empuñadas y vigilantes. A mitad de la calzada, irguió su pecho y vociferó con altanería: “¡Llegó la muerte!”.

***

Los operativos de las FAES se habían estado realizando en las madrugadas. Llegaban a oscuras, rodeaban y entraban a una casa, acordonando antes el vecindario. Pero desde hacía unos meses habían cambiado la modalidad y ahora llegaban a plena luz del día, como si no les importara que los vieran; o, a veces, parecía como que más bien pretendían que observaran su faena.

Los ejecutables

A todos los hombres jóvenes los habían agolpado en una de las calles. Estaban sentados en el piso o acuclillados, se miraban entre ellos y prestaban atención a las órdenes que daban los funcionarios policiales. Los carros de la policía habían llegado muy temprano y los funcionarios habían bloqueado las calles de acceso a la zona.

De las casas empezaron a salir los jóvenes empujados por las policías y las voces familiares que se interrogaban por las razones del operativo preguntaban con gritos: “¿Qué pasa, a quién buscan?”. Nadie respondía a las preguntas, solo sacaban a los hombres a empujones. Las mujeres debían quedarse dentro de sus casas, pero muy pocas le hacían caso a la orden: la mayoría aguardaba pendiente en las puertas o en los improvisados porches que protegen del sol y la lluvia a la entrada de las casas humildes de este sector periférico de Barquisimeto. De pronto, uno de los oficiales de policía, el mismo que daba órdenes y dirigía el operativo, levantó de nuevo la voz y preguntó: “¿Quién de ustedes tiene antecedentes policiales? Que levante la mano”.

De la parte trasera del grupo, un joven levantó tímidamente la mano. Había decidido ser sincero y contó que había estado preso y ya había salido de la cárcel. La policía no sabía quién era, pero aun así lo separaron del grupo y se lo llevaron en uno de los carros oficiales. Al día siguiente, sus familiares lo encontraron en la morgue de la ciudad. La información de la prensa decía que había muerto en otro barrio y durante un operativo donde, supuestamente, se había enfrentado a la policía y había caído muerto en la refriega que había sostenido con los funcionarios.

Su delito había sido tener antecedentes penales.

La letalidad policial no afecta de manera similar a todos los ciudadanos. Aunque todos son susceptibles al abuso y el exceso de los cuerpos policiales, las víctimas de la violencia policial sistemática tienden a tener unos rasgos comunes y uno de ellos es que se trata de exconvictos, de hombres que han salido de las cárceles o centros de detención. ¿Por qué esta inclinación especial, esta alevosía? ¿Por qué los cuerpos policiales se han cebado de manera insistente con los antiguos presos?

La razón primera es que estas personas se encuentran moralmente destruidas ante la sociedad. Son culpables de antemano. Despiertan sospechas sin haber hecho nada, pues siempre hay la presunción de que podrían estar involucradas en algo malo. Por eso, cualquier víctima de la policía que haya estado recluida en una cárcel pierde valor ante la sociedad. El reclamo que sus familiares, amigos o los defensores de derechos humanos pudieran hacer pierde aliento. El antecedente penal lo debilita, pues es una vida que por su pasado vale menos.

Existe la posibilidad de que el antiguo convicto se haya regenerado y esté intentando llevar otra vida, o también de que haya seguido en sus andanzas y persista en el crimen y pueda en el futuro cometer nuevos delitos. Ambas posibilidades existen. Sin embargo, a las personas no se las condena por el delito en que pudieran incurrir, sino por el que han cometido, aunque la sombra de la duda se cierne siempre sobre ellas. Son culpables de antemano por lo que supuestamente harán en el futuro, condenados por lo que hicieron en el pasado. Y por eso les sirven a los gobiernos y se convierten en ejecutables.

El esposo de Patricia había estado preso durante diez años, había pagado su condena y hacía seis meses que había vuelto a la casa de la familia en el estado Zulia1. Vivían en las afueras de Maracaibo, hacia el oeste, en una casa sencilla donde compartían con sus dos hijos. Pedro tenía cuarenta y dos años y, como era la tarde del domingo, estaba viendo televisión. Era su día libre, pues trabajaba en una granja de cerdos el resto de los días de la semana. Llegaron como veinte hombres armados con fusiles y con los rostros cubiertos con pasamontañas en medio del calor infernal del mediodía zuliano. Llegaron destruyendo todo. Sacaron a Patricia y a los niños de la casa y la obligaron a encerrarse en una casa vecina donde otros hombres armados las conminaban a permanecer. De pronto, cuenta Patricia, se oyeron unos disparos y uno de sus hijos gritó: “¡Mataron a mi papá!”.

Un año después, durante la entrevista que se le hizo, Patricia se preguntaba sin encontrar respuesta las razones por las cuales habían asesinado a su esposo en su propia casa y después de haber estado diez años preso. Aventuraba conjeturas y decía que quizá era para demostrar poder, para mostrar que ellos controlaban ese territorio. O a lo mejor… Duda un poco y luego se atreve: a lo mejor “lo mataron para que no volviera a delinquir”.

Las ejecuciones extrajudiciales se han convertido en muchos casos en unas “penas de muerte preventivas” que aplican los funcionarios de manera sumaria, sin juicio ni defensa. Una pena de muerte preventiva contra individuos que son considerados ejecutables y que pueden o no ser potencialmente peligrosos. Eso no es lo relevante. Lo importante y útil es que son ejecutables.

La cualidad de ejecutable se corresponde por un lado con una infravaloración moral de la persona y con su condición de desechable por la otra. Son personas que, por su condición social, su pobreza o sus pocos estudios, su marginalidad o su pasado conflictivo o delincuencial, no tienen un valor moral para exigir respeto a sus vidas. La vida misma no es suficiente. Son ciudadanos de segunda o de tercera clase a los ojos de los funcionarios y de buena parte de la sociedad, que unas veces avala y otras simplemente calla ante la acción letal de la policía por la condición ontológica de la víctima. Por lo que supuestamente es, y no por lo que pudo haber hecho, ya merece la muerte.

En medio del velorio se presentaron los funcionarios militares. Eran como las nueve de la noche y todo había transcurrido con tranquilidad. No había tensiones, pues el fallecido al que velaban era una persona honesta y querida en Punta Arenas, en la península de Araya en el estado Sucre. El poblado está ubicado en la costa norte del país, mirando hacia las islas de Cubagua y Coche y, un poco más allá, está la isla de Margarita. Es una zona donde abundan la sal, la pesca y el contrabando de bienes y de droga.

Carlos, al igual que muchos jóvenes de la zona, había estudiado bachillerato, pero se dedicaba a la pesca y se ganaba la vida con sus faenas diarias en el mar. Aquella noche se encontraba en el velorio junto con su pareja y con un primo cuando se presentaron los funcionarios. Estaban buscando al primo y se lo llevaron a él también. Carlos se fue tranquilo con los funcionarios. Quienes reaccionaron con indignación fueron los familiares y amigos, que forcejearon con los militares y policías y les preguntaban la razón para llevárselos y para dónde iban. La única respuesta fue que era un procedimiento de rutina. Carlos se subió a la patrulla policial sin rezongar.

La familia los fue a buscar en los diversos locales de la policía o del comando militar y no los hallaron, ni tampoco tuvieron noticias de su paradero. Horas después, se enteraron de que había dos cadáveres en el Hospital de Araya.

Sin embargo, no fue allí donde la familia encontró su cuerpo, sino en la morgue de la ciudad, que está del otro lado del mar del golfo de Cariaco. En la morgue de Cumaná su madre se enteró de que su hijo había muerto en Araya, a catorce kilómetros de donde lo habían detenido. En la entrevista que se le hizo, y con las actas de defunción en la mano, la madre sostuvo que su hijo nunca había tenido antecedentes delictivos. Al parecer Carlos fue un error. Estaba en el lugar equivocado, dicen en la zona. A quien sí andaban buscando era a su primo, contra quien los asesinos se ensañaron: le sacaron un ojo, le partieron la mandíbula, lo torturaron y luego le dieron cuatro tiros. En cambio, a Carlos solo le dieron dos tiros que le provocaron la muerte. Sus familiares presentaron denuncias ante la Fiscalía del estado sin encontrar oídos humanos ni apoyo legal.

 

El primo era un ejecutable. Carlos fue un error pero, en su marginalidad social, lo mataron igual, pues era un desechable.

Los jóvenes que han estado involucrados en delitos, o los hombres que han estado presos, se convierten en unas fichas transables del comercio de personas en esa zona gris del delito que acerca a algunos funcionarios policiales con el crimen organizado. La atribución que la sociedad hace de su precariedad moral y social los degrada y los hace vulnerables y susceptibles a la presión y chantaje de los funcionarios policiales, quienes pueden actuar a nombre propio o como delegados de las organizaciones criminales para reclutar bajo amenaza y poner a su servicio a estos jóvenes. Por supuesto, hay algunos que se incorporan al delito y a las bandas por decisión propia, pero hay otros que lo hacen bajo coacción. En cualquiera de los dos casos, estos jóvenes se convierten en proveedores de dinero o de servicios a los funcionarios policiales. Son la “caja chica” de los policías, dicen algunos; otros se consideran a sí mismos el “cajero automático” donde los policías van a retirar algo de dinero cuando lo necesitan. Y, si no aceptan el chantaje, es muy fácil “sembrarles” drogas o inventar cualquier otro infundio y llevarlos detenidos, pues son culpables de antemano. Los exconvictos lo saben y por eso aceptan la extorsión.

Quizá ese fue el caso de José Manuel, en el estado Táchira. Su madre no entendía por qué había salido de la cárcel. José Manuel tenía una sentencia de prisión mucho mayor y ella estaba resignada a una larga separación de su hijo, cuando un día se le presentó en su casa. Su alegría fue grande, sus dudas también, pues no había una razón aparente ni comprensible para que estuviese en libertad condicional. A la semana, se presentó una comisión de la policía de investigación a la casa de la familia; el joven salió a la puerta para conversar con los funcionarios y estos, en lugar de hablar, lo jalaron hacia la calle, lo hincaron en el piso y lo mataron. Todo ocurrió delante de familiares y vecinos. Los policías alegaron que hubo enfrentamiento. La madre insiste en que no tenía armas para defenderse ni agredirlos. Reconoce que su hijo había cometido hechos malos, pero que no tenía armas ese día para que lo mataran así. En la entrevista, la madre sostuvo su sospecha de que lo habían dejado libre para que “le hiciera unos trabajos al gobierno”, pero luego lo mataron.

No es posible saber si la sospecha de la madre es cierta; si el joven, que no llegaba a los veinticinco años, no cumplió con su parte del acuerdo que había pactado, o si, por el contrario, la había cumplido y había ejecutado su trabajo, pero ya no era necesario y era mejor borrar la memoria de ese archivo humano que podía resultar peligroso en el futuro.

Las razones por las cuales fue asesinado este joven en el Táchira o qué puede haber acontecido con el muchacho que levantó su mano y se declaró exconvicto en Barquisimeto son difíciles de establecer. Las razones prácticas o utilitarias que puede haber tras esas acciones pueden ser variadas: en unos casos, pueden aplicarse como una pena de muerte preventiva, con el propósito de reducir la criminalidad en un área por un interés de seguridad pública o por otros intereses no muy santos, como limpiarle el terreno a una banda que desea implantarse en esa zona. Otras veces puede tratarse de un error, pues lo confundieron con otra persona a la que buscaban. En otras oportunidades se trata de eliminar a un testigo que vio y habló más de la cuenta, o de quemar archivos humanos. En otras ocasiones, quizá simplemente se usaron para llenar una cuota que debían cumplir ante sus jefes policiales, quienes, a su vez, debían complacer a sus jefes políticos y mostrar de ese modo tanto la diligencia en el cumplimiento de sus metas como la fiereza de sus funcionarios.

En todos los casos, hay una construcción social de un ejecutable que responde a la sociedad y a la política. Lo que está detrás de esas acciones es una construcción cultural que hace que algunas personas —consideradas delincuentes o bandidos— sean menos merecedoras del respeto a la vida y susceptibles de las prácticas de exterminio (Misse, 2011). Sarat y Shoemaker en su estudio Who deserves to die? (2011) sobre la aplicación de la pena de muerte en los Estados Unidos, muestran que, más allá de las consideraciones legales, hay una construcción cultural que permite comprender los valores de la sociedad y del poder político que refieren a ese complejo cálculo que hacen las sociedades entre el castigo y la retribución por el daño causado (Sarat & Shoemaker, 2011). ¿Por qué son ejecutables? Porque son pobres y viven en unos barrios pobres; porque son mestizos y poco educados, pues tuvieron que abandonar la escuela; porque tienen antecedentes penales.

Y uno se pregunta: ¿qué hace más daño moral a la buena sociedad: los crímenes de esos delincuentes o las ejecuciones extrajudiciales de las cuales fueron víctimas por parte de quienes deben representar la justicia? ¿Cuál daño moral es más grande?

Microestados de excepción

“Llegaron y acordonaron toda la calle”, explicó la señora, levantando el brazo con un gesto que parecía querer abarcar el universo.

Así cuenta la señora Dominga cómo había sido el operativo que había ocurrido en su vecindario, en el barrio Ajuro de la ciudad de San Félix en el estado Bolívar. Al otro lado del caudaloso río Orinoco, en la ciudad hermana de Puerto Ordaz, los vecinos contaban que un procedimiento muy parecido había ocurrido en las parroquias Cachamay y Unare, donde cerraron las calles de acceso, aislaron la zona.

“¡No miren! ¡Esto no es un circo!” gritaban los guardias mientras, con sus armas largas, apuntaban a los vecinos y los empujaban, con gestos y en la distancia, para que se adentrasen en sus casas. Las amenazas de las armas eran claras, y los rostros cubiertos y las voces mandonas no permitían las dudas: estaba prohibido salir a la calle o pretender mirar de reojo desde la ventana. Pero no podían impedir que se escucharan los gritos de los familiares, como tampoco el estruendo de los disparos.

Los operativos que se iniciaron desde el año 2015, con el pomposo nombre de Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP), han mantenido la práctica de cercar la zona en la cual se va a realizar la actuación de los funcionarios. En algunos casos se trata de varios pisos de un edificio; por lo regular, el anterior y el posterior de donde van a realizar la operación. Allí se apostan los numerosos funcionarios que bloquean los extremos de los pasillos y el acceso a las escaleras. En la planta baja, se impide la entrada o salida de la edificación y, en sus alrededores, en los jardines o el estacionamiento, se colocan otros funcionarios en posiciones de una alerta intimidante. Cuando llegan a las casas en los barrios del interior del país, que en su mayoría están construidos sobre terrenos planos, se acorralan todas las vías de acceso, tal como ocurrió en San Félix; pero en los barrios ubicados en laderas o quebradas no solo se rodea la zona, sino que se ocupan las escaleras principales y se obstruyen las veredas del tránsito peatonal, las cuales, horizontalmente, se ajustan a las curvas de nivel que la topografía ofrece y sobre las cuales se abren las puertas de las humildes casas.

En su intervención, los operativos policiales no sojuzgan a una familia en una vivienda, sino que someten a todo el vecindario. Se allana no una casa, sino todo el sector, que queda confinado en sus hogares durante el procedimiento y hasta varias horas después. Se busca controlar el terreno y evitar los testigos oculares y, sobre todo, las cámaras de sus celulares.

“Llegaron con el amanecer. Eran como las cinco de la mañana” cuentan los vecinos en el estado Zulia. Estaban todos vestidos de negro, no parecían uniformes militares; estaban en ropa como de civiles, pero era toda negra. Eran un montón y Francisca recuerda que le dijeron: “¡Resguárdese, señora!”. Poco después, llegaron a la casita que andaban buscando y sacaron a la esposa, que estaba embarazada, y al niño, y se los llevaron a la vivienda de unos vecinos, donde los obligaron a permanecer. Pasaron como tres horas. Habían sido tres largas horas de un silencio sepulcral. Luego, se escucharon dos disparos que fueron seguidos de los gritos de las personas, de las familias y de los amigos, que temían lo peor. Se formó un gran alboroto. La gente quería salir de sus casas para ver qué pasaba, para solidarizarse, aunque fuese con la mirada, pero no los dejaban asomarse más allá de sus puertas: “¡Resguárdese, señor! ¡No vaya a salir, señora!” repitieron frente al porche de su casa. Los gritos de dolor y las voces de protesta no paraban. En toda la calle se había formado una gran algarabía de dolor, de muerte y de impotencia.

A diferencia de lo que sucede en otras latitudes, como lo ocurrido durante las dictaduras militares del Cono Sur, los cuerpos de seguridad del Estado no actúan con discreción ni sigilo, sino, al contrario, lo hacen con ostentosidad. Sabemos que la ostentación es una práctica muy común en los procedimientos legales de las acciones de seguridad ciudadana. Por eso, a este tipo de operaciones se las ha llamado “acción policial ostensiva”. La policía de la ciudad de Sao Paulo, en Brasil, elaboró un manual para la aplicación del “policiamiento ostensivo” hace ya varias décadas (Policía Militar, 1997). El propósito de estas actuaciones es mostrar abiertamente una presencia policial en las calles, carreteras o espacios públicos, con alardes de uniformes, armas y luces, y se busca comunicar, sin tapujos, más bien ostentosamente, la fuerza de la policía y, con ello, ofrecerle a la población un sentimiento de protección y seguridad (Beato, Silva, & Tavares, 2008).

En Venezuela, la ostentación no busca ofrecer tranquilidad sino, bien al contrario, intimidar, asustar a la población. Amedrentarlos para que no se asomen ni sean testigos, para que no tomen fotos ni graben videos y no puedan quedar registrados los detalles de la operación. O también para que, por si acaso logran hacer esas fotografías indiscretas o tomar videos a escondidas, no se atrevan a divulgarlos. La ostentación de la fuerza no busca proteger a la gente, sino al Estado y a los funcionarios que en su nombre actúan.

En el sector Villa Verde de Upata, en el estado Bolívar, una comisión de la policía llamada “científica” llegó festinadamente frente a la casa y, sin dilación alguna, tumbó la puerta con una poderosa mandarria que había traído consigo. Los policías andaban buscando a un presunto delincuente al que apodaban “el Nacho”. Entraron agresivamente y apuntaron al cuarto donde estaba durmiendo un joven con su pareja. Ella intercedió, se interpuso e intentó conversar con los funcionarios. No le fue posible: la golpearon y la lanzaron al piso junto a su niño de cinco años y luego, sin mediar palabras, acribillaron al joven en su cuarto. Poco después se dieron cuenta de que la víctima no era el individuo que ellos solicitaban. “Este no es quien andábamos buscando” fue el lacónico comentario de quien parecía comandar el operativo. Ya no había nada que hacer. Lo dejaron tirado en el piso y se fueron de la casa. Los vecinos se enteraron con las detonaciones y buscaron saber qué estaba pasando, pero los otros funcionarios que estaban en la calle les impidieron acercarse.

Los allanamientos de la zona buscan establecer un microestado de excepción en el territorio ocupado. En la zona cercada ya no se aplica la Constitución, ni la ley, ni los reglamentos policiales del uso progresivo de la fuerza. Tampoco tienen vigencia los tratados internacionales sobre el uso de armas de fuego que ha firmado la república. Allí, como bien escribe Agamben (2016, p. 180), se suspenden toda ley y toda norma. Allí imperan el arbitrio y la discrecionalidad. No se distraen en las formalidades de una orden de captura emitida por una autoridad, ni tampoco en esa otra formalidad de presentar una orden de allanamiento a la vivienda y a ese hogar, consagradas en la Constitución. En el estado de excepción que por la fuerza de los hechos se instaura en ese pequeño espacio, una mandarria y un fusil son suficientes. En las ocupaciones territoriales que acompañan los allanamientos en los barrios pobres para las operaciones policiales, se suspende el Estado de derecho y se instaura un microestado de excepción.

En Mérida, contaron unos familiares que también a ellos les destrozaron la puerta de su casa. Pero el instrumento usado no lo llamaron “mandarria” sino “porra”, y en el mismo grupo focal otros vecinos lo nombraron “mazo”. Aparte de esa diferencia en los nombres utilizados en los Andes y en Guayana para el instrumento destructor de puertas, el procedimiento fue igual. Llegaron los funcionarios, tumbaron la puerta, mataron al joven, destrozaron el interior de la casa con saña y sin sentido, como si fuese una venganza contra toda la familia. Y después se fueron, dejando a las familias sin hijos y sin puertas.