Tanatopolítica en Venezuela

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Los suplicios

En esos grandes barrios ubicados a las afueras de Maracay, todo el mundo sabía dónde vivía y en los malos pasos en los cuales andaba. No era un secreto para nadie que se trataba de un personaje peligroso, aunque tampoco es que lo estuvieran comentando mucho, pues su nombre más bien infundía temor. Así que nadie se extrañó cuando llegaron a la casa de su esposa. Y no es que no fuera su casa, pero —así lo dice la gente— la casa es de la esposa; y, además, era sabido que él se movía por muchos lados. Pero esa vez no lo encontraron; no estaba en la casa, así que los guardias se empecinaron con la esposa. Le preguntaban sobre su paradero, que dónde estaba, que dónde se escondía, y la señora porfiaba que ella no lo sabía, que nunca lo supo, que las mujeres no les preguntaban a los maridos esas cosas. Pero una de las mujeres de la policía le quiso refrescar la memoria a la esposa y se la llevó hasta la cocina a empellones. Allí buscó la licuadora y le agarró la mano con fuerza y se la introdujo en el vaso mientras la encendía. La señora entró en pánico, rompió en llanto y comenzó a gritar; durante segundos le permitía que sacara un poco los dedos y luego se los volvía a embutir. “Te vas a acordar ahora” parecía decirle…

La mayoría de los casos estudiados de violencia policial tenían un componente de tortura asociado, aunque los propósitos que pueden identificarse tras el uso de la crueldad no siempre fueron los mismos. Es común asociar la tortura a una técnica dolorosa usada para extraer información de los torturados, quienes no estarían dispuestos a proporcionarla de manera voluntaria y por las buenas. Es una forma de persuasión basada en el dolor del cuerpo y el agotamiento psicológico de la víctima.

Las opiniones sobre el uso de la tortura por los cuerpos policiales son muy divergentes. Las leyes nacionales la prohíben, los tratados internacionales la condenan, los tribunales la consideran un delito que no prescribe con el paso del tiempo, pero muchos ciudadanos la aprueban.

Cuando la tortura es empleada por la policía contra unos delincuentes que la población percibe como una amenaza para su seguridad personal, una parte no despreciable de la población tiende a justificarla y a aprobar tales actos de crueldad. Ese fue el resultado que obtuvimos cuando, a inicios del año 2020, les preguntamos a los entrevistados en una encuesta cara a cara, de una muestra representativa nacional de 1200 hogares, si se “justificaba que en algunos casos la policía torturara a los sospechosos para obtener información”. Uno de cada cinco entrevistados estuvo de acuerdo con la afirmación y apoyó la tortura. Un 7 % dijo estar muy de acuerdo y un 13 %, con menos entusiasmo, dijo estar apenas de acuerdo. Claro, en el otro lado se encuentra el 80 %, que rechazó la tortura, entre ellos un 50 %, la mitad de la población, que manifestó estar totalmente en desacuerdo (Briceño-León & Camardiel, 2020).

Uno puede conjeturar que la gente que aprueba su utilización está pensando que la información que se obtenga es beneficiosa para el cumplimiento de la ley y la seguridad de los ciudadanos honestos. Sin embargo, las razones por las cuales se aplican los suplicios no son siempre tan santas.

Aura conversaba por teléfono con su esposo cuando escuchó las voces de los policías. Estaban separados por kilómetros de agua, situados en dos orillas distantes, al norte y al sur del lago de Maracaibo. Hablaban, como de costumbre, de los asuntos domésticos. Ella preguntaba poco y él no le contaba lo que hacía mientras estaba en Bobures, un pueblo caliente y húmedo, ubicado entre el lago y el pie de monte andino, y cerca de la carretera panamericana, que conecta la frontera colombiana con el centro y oriente del país.

Ella escuchó a través del celular unas detonaciones y una voz gruesa que vociferaba: “¡Llegó el gobierno!”. Su esposo abandonó repentinamente la conversación y se guardó el teléfono en el bolsillo sin apagarlo. Ella oyó cuando destrozaban a golpes la puerta y su esposo protestaba y preguntaba. Luego escuchó con horror sus quejidos cuando lo golpeaban y le decían repetidas veces: “Dame lo que tienes”.

Su esposo formaba parte de un grupo criminal dedicado al robo de las embarcaciones petroleras en el lago de Maracaibo, al secuestro de ganaderos en Trujillo y Mérida, a la extorsión de comerciantes y al robo de los motores e implementos de trabajo de los pescadores en las costas del lago. Era un negocio lucrativo. En medio de la golpiza, le encontraron el teléfono en el bolsillo y se percataron de que estaba encendido. Ella creyó que lo iban a desconectar, pero el que dirigía el grupo lo puso en altavoz y continuaron con el suplicio mientras la mujer imploraba por el teléfono que no lo mataran. Los funcionarios continuaron la golpiza y de tanto en tanto volvían a preguntarle por el lugar donde tenía escondido el dinero mal habido de sus fechorías.

Buena parte de las torturas identificadas en el estudio no eran diligencias crueles para hacer cumplir mejor la ley, sino que tenían como propósito obtener un beneficio económico por parte de los funcionarios involucrados. La tortura se convierte entonces en un mecanismo práctico para la expoliación de los delincuentes, para robarles el dinero que ellos han robado, para mal haberse de los bienes por ellos mal habidos. Es ladrón que roba ladrón… podrán alegar algunos para justificarlos.

En uno de sus trabajos pioneros sobre la criminalidad y la violencia en Sao Paulo, Brasil, Paulo Sergio Pinheiro cuenta cómo un grupo de delincuentes se presentó un día ante la oficina de la policía local para denunciar que, mientras ellos huían luego de haber perpetrado un robo, unos funcionarios policiales los interceptaron y, en lugar de detenerlos y llevarlos detenidos a la comisaría, les habían robado el fruto de su robo y sus armas (Pinheiro, 1998). Aunque parecieran representar el mismo teatro, son diferentes. La anécdota de Brasil puede verse como una comedia jocosa; las que nos contaron en Venezuela representan una tragedia.

La tortura también puede adquirir la forma de una venganza personal en la cual no se busca nada a cambio. No se pretende, con la aplicación del dolor, propiciar un intercambio de bienes, como en el caso anterior, donde la entrega de la información por parte del torturado podía significar un menor suplicio o una muerte más rápida. En este tipo de tortura no hay comercio ni negociación. Se trata de aplicar dolor con saña y lentitud, para que la víctima sufra más y para que se pueda enterar del motivo, para que sepa bien lo que le están cobrando y así la venganza pueda tener sentido. “Vos le estáis quitando la mujer a mi compañero” escucharon los vecinos que le decían cuando se lo llevaron al patio trasero de la casa. Se lo gritaban bien alto, para que no quedara un resquicio de duda sobre la cuenta que le venían a cobrar.

En su famoso libro Se questo è un uomo, sobre el campo de concentración nazi del cual fue un sobreviviente, Primo Levi sostiene, mucho antes que Hannah Arendt, que los torturadores no son monstruos ni personas distintas sino, al contrario, personas ordinarias: “Los monstruos existen, pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, dispuestos a creer y obedecer” (Levi, 2002, p. 110). Lo singular, sostiene Levi, es que esos hombres han perdido la capacidad de tener empatía con los demás seres humanos. Por eso pueden deshumanizar al otro e infligir daños y dolores con frialdad y desapego, y hasta con un riguroso e insensible profesionalismo.

La tortura puede entonces ser instrumental, cumplir la función de un medio para obtener información que pueda servir a los funcionarios para enriquecerse, o al Estado para reforzar su poder. O puede ser simplemente expresiva, ser un medio para la venganza, para reciprocar con sadismo y con creces algún dolor recibido, y ser así morbosamente la materialización de un rencor privado o de un odio estatal que se ensaña con el cuerpo del otro como un mensaje truculento.

Los efectos que se busca lograr con la tortura pueden ser puntuales o generales. Pueden estar dirigidos a una persona, a su familia o a una banda criminal. O pueden ser difusos y estar dirigidos hacia un grupo mucho más grande e inespecífico: hacia los pobres, los subversivos, los enemigos, los comunistas, los fascistas, los opositores o hacia toda la sociedad.

El propósito de la tortura difusa es vulnerabilizar a la población, hacerle sentir el miedo al dolor. No solo a la muerte, sino al dolor previo a la muerte. La muerte todos sabemos que nos llegará, pero el dolor que la puede anteceder todos también queremos evitarlo, ahorrárnoslo. Y la tortura hace presente el suplicio que anuncia y retrasa la muerte.

Y por eso deja indefensa a la población, desvalida, desconcertada, vuelta a su infinita fragilidad, que queda expuesta a la mano de los verdugos, del arbitrio de un poder desconocido. En el campo de concentración, cuenta Levi (2002) que, luego de desnudar a todos los detenidos, les pasaban lista, los iban nombrando y las fichas de identificación, que reseñaban a cada uno de los prisioneros, eran apiladas en dos montones: uno formado a la izquierda y otro a la derecha de la mesa. Todos veían con angustia el montón donde colocaban su ficha, pero nadie sabía a qué destino correspondía cada uno y, en la incertidumbre, todos se preguntaban, en su absoluta indefensión, quién continuaría hacia la muerte y quién regresaría a la vida.

Con el altavoz del teléfono aún encendido, Aura podía escuchar las súplicas de su esposo a los funcionarios; y el verdugo podía disfrutar de hacerle saber a ella el poder que tenía sobre el cuerpo y la vida. Cada golpe que Aura escuchaba y cada quejido de su esposo le atormentaban el corazón. Escuchó, también, el interrogatorio repetido, lo que dijo y lo que no dijo porque no quería o porque no sabía. Ya había pasado un rato y sentía que las lágrimas no le alcanzaban, cuando el funcionario jefe le habló directamente a ella, que estaba al otro lado del lago, y acercando su voz hacia el teléfono le dijo: “Ahora lo voy a matar porque me da la gana”.

 

El teatro de la muerte

“Mi sobrino trabajaba en el taller de motos que tenía su suegro” cuenta el entrevistado. Tenía veintitrés años, una esposa y un hijo de pocos meses cuando lo mataron. Eran como las dos de la tarde cuando llegaron los carros con los policías y entraron al taller en la zona de Macarao, en el oeste de Caracas. Al suegro lo empujaron hacia dentro de la casa, donde lo obligaron a permanecer. Desde allí escuchaba los golpes que le daban y la voz desesperada del joven, quien imploraba argumentando: “… que yo soy un muchacho trabajador, que tengo un niño de meses, que…”. Intentaba balbucear su defensa mientras le hundían y sacaban la cabeza de un tobo que habían llenado de agua. “Pues te vas a morir” escuchó el suegro que decía uno de los funcionarios, mientras permanecía acorralado por las armas en el interior de la casa.

Luego hubo unas detonaciones y un silencio. El joven estaba todo sucio de la grasa del taller y de la golpiza, así que los funcionarios lo metieron dentro de la casa, lo bañaron, le cambiaron parte de la ropa y lo regresaron de nuevo al patio que funcionaba como taller. Allí le pusieron un arma en la mano muerta y se la hicieron disparar. El reporte policial informa que murió en un enfrentamiento. Los familiares sostienen, con la autopsia, que murió ahogado.

Los eventos que se lograron conocer en la investigación tienen en común algunas características que llaman la atención. La primera es que siempre se escuchan varios disparos, pero al final solo hay un muerto. La segunda es que no hay funcionarios heridos. La tercera es que la víctima tiene muchas menos heridas de bala que las que escuchan los familiares o vecinos. La cuarta es que las víctimas casi nunca mueren en el lugar, sino que siempre quedan heridas en el enfrentamiento y son trasladadas a un hospital, donde fallecen al ingresar o llegan muertas porque han expirado en el camino.

Luego del cerco policial que aísla la zona y logra crear un microestado de excepción, después de que se ha separado a los familiares y encerrado a los vecinos, se procede al acomodo de la escena del crimen. Es una formalidad, un por si acaso, pues no habrá levantamiento del cadáver ni se colocarán los precintos para impedir el acceso a ese espacio y poder salvaguardar las evidencias requeridas para los procedimientos judiciales y criminalísticos. Tampoco habrá planimetría ni recolección de evidencias, pues no hay cadáver —ya que al muerto se lo llevaron herido al hospital—, ni fiscal que se atreva a pronunciarse.

En la casa donde mataron a Gregorio, en el estado Lara, los vecinos cuentan que los funcionarios pasaron varias horas allí después de los disparos. En ese tiempo, los funcionarios se hicieron arepas y café; así lo confirmó la familia cuando pudo ingresar de nuevo a su casa varias horas después de que a la víctima se la hubieran llevado, supuestamente herida, para que un médico la atendiera. Los vecinos, encerrados en sus casas, escuchaban cómo se llamaban unos a otros. Los que estaban dentro de la casa les avisaban a los que cuidaban el perímetro de la zona: “Mira, epa, tú: ven pa acá pa que te desayunes”. Tuvieron bastante tiempo para limpiar lo que consideraron necesario en el piso y las paredes de la casa, pero no lavaron los sartenes donde se hicieron las arepas. La familia no encontró al joven; tampoco la harina de maíz ni el aceite… se los habían llevado.

Por lo regular transcurren varias horas desde que se inicia el operativo hasta que se retiran de la casa y de la zona. Se cuidan de disponer de un tiempo suficiente para preparar la simulación del enfrentamiento y, al parecer, también para retrasar la salida de los familiares o vecinos, quienes procuran en los puestos de policía o dispensarios médicos a su ser querido. Con esa demora buscan garantizarles a los funcionarios que se marcharon el arreglar la entrega del “herido” en un hospital y el disponer de un tiempo suficiente para que pueda resultar verosímil la noticia de que murió en el camino o mientras lo atendían.

Otro componente importante de la simulación es la multiplicidad de disparos que se realizan. Los vecinos no pueden ver mucho; algunos lo hacen a hurtadillas, escondidos entre sus cortinas o fisgoneando desde la parte interior de sus casas, sin acercarse demasiado al resquicio de la puerta o al umbral de la ventana, pues correrían peligro al quedar en evidencia ante los guardias del perímetro. Lo que sí pueden es oír lo que sucede, y entonces, a pesar de que las muertes son sumarias y económicas en balas y heridas, se gastan abundantes municiones en los eventos. Los entrevistados y los participantes de los grupos focales recordaban que hubo muchos disparos antes del silencio mortal. Y es comprensible: si se desea simular un enfrentamiento, tienen que existir muchas detonaciones en la refriega para fingir que el individuo se resistió a la autoridad, que con arrojo los enfrentó y les hizo disparos que ponían en peligro la integridad de los funcionarios, que la comisión policial tenía que defenderse… Así lo recoge la prensa a partir de los partes policiales. Los familiares alegan que los jóvenes no tenían armas y que murieron de pocos disparos. No era un desperdicio de municiones lo que ocurría: era la banda sonora del teatro de la muerte que permitía la construcción de la historia oficial.

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En el año 2013, la Secretaría de Salud del estado de Sao Paulo emitió una resolución (SSP-05/2013) que obligaba a los funcionarios policiales a esperar la llegada de una ambulancia en lugar de trasladar ellos mismos a los heridos o moribundos al hospital. Se justificaba esa decisión afirmando que la remoción de los cuerpos del lugar dificultaba el trabajo de peritaje legal que debían realizar los expertos. Sacar los cuerpos del lugar del suceso es considerado un “fraude procesal”. Se exigía igualmente que en lugar de describir el suceso como un “auto de resistencia”, se declarara que era una morte decorrente de intervenção policial (Secretaria Estadual de Segurança Pública, 2013).

Madres, esposas y féminas

La madre de William cuenta que estaba en ropa de dormir cuando llegaron los policías a su casa en Petare, Caracas, pues todavía era de madrugada. Ella les preguntaba y preguntaba qué pasaba, qué iban a hacerle, y una funcionaria la agarró por el brazo y le dijo: “Tú no puedes estar presente”. La jalonearon y la empujaron hacia la puerta. “Me sacaron de la casa en pijama” dice, y se la llevaron a la casa de al lado.

En Lara, la madre de Gregorio se agarró de una reja para que no la sacaran de la casa; no quería irse, temía por su hijo. Y cuenta que la mujer policía que dirigía el grupo le dijo a otra funcionaria: “Pónganle los ganchos”. Y la golpearon hasta que lograron sujetarla y sacarla de la vivienda.

Las historias de las madres se repiten sin cesar; son las grandes protagonistas de la resistencia. Su amor y el deseo de protección de sus hijos desborda su conciencia de los males que estos podrían haber cometido: “Yo sabía que él andaba por malos caminos, pero no tenían que haberlo matado como un perro, para eso existen las leyes”.

En la sociedad venezolana, la madre cumple un papel central en la conformación de la familia popular; no en vano, hace años José Luis Vethencourt caracterizó esa singularidad como matricentrismo. Es una familia matricentrada porque la madre es la que ofrece la estabilidad y continuidad en el tiempo; es la que sostiene el hogar con la ayuda de una presencia poco comprometida, intermitente o cambiante de los hombres; “es la devoción central y a veces única de la existencia” (Vethencourt, 1974, p. 69).

En el desafío a la violencia, las madres cumplen un papel central, por las características culturales que rodean a la figura materna, así como también por la gran diferencia de victimización que hay entre hombres y mujeres. En el mundo, por cada diez homicidios que se cometen, dos de las víctimas son mujeres y ocho son hombres. En América esa relación se incrementa, pues la tasa de homicidios en los hombres es de 31,2 por cada cien mil habitantes, mientras que la de las mujeres es de 3,6 por cada cien mil habitantes, es decir, diez veces menos (Unodc, 2019). Las magnitudes del total de homicidios o de sus tasas pueden variar de un país a otro pero, con indiferencia de que se trate de una sociedad con muchas o pocas víctimas, la proporción entre hombres y mujeres se mantiene constante. La diferencia de victimización entre varones y hembras es similar en los países poco violentos o muy violentos. La explicación de esta singularidad es compleja y refiere a los modos de la construcción social de la masculinidad la cual, al contrario de lo que ocurre con las mujeres, valoriza y considera positiva la aceptación del riesgo. En las mujeres, a la evitación del riesgo violento se le considera como valor positivo de la feminidad, y así lo practican regularmente las mujeres, tanto las madres como las novias y las esposas, y por ello son menos susceptibles de ser víctimas. Para los hombres, y sobre todo los jóvenes, ese comportamiento de evitación del riesgo opera en dirección contraria, es un valor negativo, un comportamiento denigrante de su hombría, pues es un rasgo femenino. Las mujeres pueden evitar el riesgo y la pelea, los hombres no; ellos deben mostrar osadía. La temeridad ante el peligro es muy importante en la cultura de la masculinidad y se vive con más intensidad durante la adolescencia, pues es el período cuando los jóvenes están construyendo su identidad varonil.

En ese proceso, las madres pueden tener un papel contradictorio, ya que algunas de ellas consideran que, para la buena educación de los hijos, para que aprendan a defenderse en la vida, tienen que aprender a enfrentar los riesgos y a pelear para hacerse respetar. Es la cultura del macho inculcada por las madres, quienes consideran que el comportamiento de evitación de la violencia, que muchas de ellas practican, no debe ser aprendido por los hijos varones.

No obstante, las madres tienen una fuerza simbólica muy poderosa, la cual va más allá de su condición de mujeres. Ellas pueden reclamar en voz alta a los violentos, a los delincuentes y a los policías, pues no son consideradas una amenaza. Como madres pueden desafiar, ya que en esa cultura de género ellas no retan al poder. En cambio, si fuesen los padres quienes se atrevieran, en tanto hombres, sus actos serían considerados un irrespeto al poder y a la autoridad, y una amenaza. Amenaza el poder del delito o de la policía. En las escuelas de Petare se ha encontrado que los maestros —los hombres— no se atrevían a reprender con firmeza a los jóvenes violentos; en cambio, las maestras, en tanto mujeres y madres, podían hacerlo sin que los jóvenes consideraran esos castigos como un desafío a su masculinidad (Perdomo, Farías & Ruiz, 2015).

Esa circunstancia cultural es quizá la que ha permitido que movimientos políticos como las Madres de la Plaza de Mayo, de Argentina, o el de las Damas de Blanco, en Cuba, hayan podido tener tanta relevancia. Son las madres quienes claman y luchan por sus hijos, como lo hicieron desde que los tenían en el vientre; fueron ellas quienes los alimentaron y curaron para que pudieran crecer y vivieran, y son ellas quienes los siguen defendiendo después de muertos. En el nordeste de Brasil, las madres también protestan y desafían la violencia policial; son las maezinhas que gozan de un estatus casi intocable que les permite actuar.

Amparadas en esa matriz cultural, las madres logran actuar y por eso la mayoría de las acusaciones que logran salir en la prensa son de mujeres. Ellas son quienes lideran las denuncias ante la fiscalía del poder judicial o ante los organismos de derechos humanos. Por eso mismo, también fueron ellas quienes llevaron la voz cantante en nuestros grupos focales y entrevistas.

“A la abuela de Juancho ya le habían matado tres hijos” contaron en el grupo focal. Ya el resto de la familia se había ido del país; había emigrado buscando mejores condiciones en otras tierras, así que su nieto se fue a vivir con ella. Juancho había estado preso por tráfico de drogas, pero ya había salido de la cárcel y trabajaba como gestor en las oficinas públicas, ayudando aquí y allá para agilizar trámites. Ya había tenido dos hijos y cumplido los veintiocho años cuando llegaron cuatro carros y dos camionetas llenas de funcionarios encapuchados a tocarle a la puerta en la casa de la abuela. “Si no abre por las buenas va a ser peor” le dijeron, después de que ella los resistió con preguntas. Entraron con rapidez y se fueron a la habitación del nieto, mientras a ella la encerraban en su propio cuarto. Le ordenaron que se vistiera, porque los iban a llevar a la comandancia para que rindieran unas declaraciones. Eran dos funcionarios quienes la acompañaban a su habitación. La mujer policía le dijo a su compañero: “Voltéate mientras ella se viste” y él obedeció sin chistar. Al salir de la casa, vio las rodillas de su nieto mientras lo golpeaban. Ella quiso entrar, pero la retuvieron y empujaron hacia la calle: “Él viene ahorita” le dijeron. Llegaron a la sede policial del pueblo de Santa Rosa, al sur de Barquisimeto; allí estuvo retenida hasta las ocho de la mañana, cuando la dejaron salir. Se fue caminando hasta la casa de la novia de Juancho; eran como cinco kilómetros, pero allí esperaba poder encontrarlo. Al llegar le dieron la noticia, y cuentan sus allegados que con su dolor se dedicó a preparar el entierro de su cuarto familiar muerto violentamente.

 

Las denuncias de las esposas o parejas de las víctimas son menos frecuentes y tienen menor relevancia y recepción entre los medios de comunicación que las denuncias de las madres. Es fácil comprender la menor relevancia dada a la voz de las parejas, por el valor y la sinceridad que siempre tiene el dolor atribuido a la madre. Pero no es sencillo interpretar el menor activismo de las parejas. Hay algunas circunstancias que pueden ayudar en su explicación. La mayoría de las víctimas son hombres muy jóvenes, con uniones breves, que quizá son vistos más como hijos que como esposos, aunque de hecho dejan hijos huérfanos y viudas de derecho o de facto. Quizá también incide que las viudas también son muy jóvenes y no logran expresar con fuerza su reclamo. Puede ser que el desconcierto y el mayor abandono que sienten les impida alzar la voz, como sí lo hacen las madres. También es posible que la misma fragilidad de esas uniones les otorgue menos autoridad o fuerza moral para reclamar. Es de resaltar que muchas de esas uniones han desembocado en el embarazo adolescente, sin que haya existido un proyecto de matrimonio y de familia; son uniones vividas con intensidad, pero transitorias, y es quizá esa misma transitoriedad la que las lleva a no apropiarse de su muerto ni salir a reclamar por la pérdida de su vida.

Las madres sí se apropian de sus muertos. Son las madres dolorosas, que en el imaginario popular recuerdan a la madre de Jesús quien, en la representación de la piedad, acoge en su regazo al cadáver de su hijo recién descendido de la cruz. Esta es la imagen que ha rodeado a las madres de los miles de jóvenes muertos en las refriegas de violencia del país, sin importar si son los jóvenes honestos o los jóvenes delincuentes. Las madres son siempre las madres que lloran a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Es la imagen religiosa y santa de la madre que acompaña el destino final de su hijo asesinado, la madre dolorosa… Oh Clemente, oh piadosa, Oh dulce Virgen María… a ti llamamos los desterrados hijos de Eva. A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas… escuchamos en el velorio de un joven mientras otras madres consolaban a la madre.

En su análisis sobre el papel que las familias habían tenido en las denuncias de los secuestrados y desaparecidos durante la dictadura militar en Argentina, E. Jelin destaca el papel de las madres y el impacto que tuvo que las madres salieran del ámbito privado de la vida familiar y entraran en el espacio público en la búsqueda de sus hijos, pues la protesta no era igualitaria: no todos quienes protestaban contra la violencia del Estado, aunque tuviesen motivos políticos similares, tenían la misma legitimidad. Las madres gozaban de un reconocimiento mayor; su clamor era considerado genuino, en tanto que las otras protestas por violaciones de derechos humanos podían tener la sospecha de no ser sinceras, de tener motivaciones subalternas, de obedecer a intereses políticos mezquinos. “Es como si, en la esfera pública del debate, la participación no fuese igualitaria, sino estratificada de acuerdo a la exposición pública del lazo familiar” (Jelin, 2007, p. 51).

De allí la fuerza y la importancia del rol de las madres en programas como los desarrollados por Fe y Alegría, Madres Constructoras de Paz, los acuerdos de las madres de Catuche o las labores de las maestras en las escuelas (Pernalete, 2016; Zubillaga, Llorens & Souto, 2016).

***

Pero en los casos estudiados, entre los victimarios también encontramos que hay mujeres, mujeres policías. Así que, a las mujeres, al rol de madre y de esposa, habría que agregar el de verdugo.

Al inicio de las OLP, en el año 2015, eran fundamentalmente hombres quienes participaban, pero luego se volvió recurrente la presencia de mujeres policías o guardias nacionales. Los funcionarios que participan en los operativos las llaman las “féminas”. No les dicen “mujeres policías”, “mujeres militares” o simplemente “mujeres”.

Nuestra interpretación del uso generalizado entre los funcionarios del poco común término “féminas” es porque no las consideran mujeres. Aceptar que son mujeres, en su cultura machista, les crearía una disonancia, pues para la sociedad y para ellos las mujeres son madres y esposas. Esta es una categoría social distinta. Las féminas se encargan de facilitar la entrada a las casas, de inspirar alguna confianza inicial, de guardar las apariencias y, también, de actuar con una crueldad inusitada. Es una mujer militar la que le introduce la mano a otra mujer en una licuadora encendida, diciéndole, con el gesto: “Te voy a licuar los dedos”. Pero guarda las apariencias. Es una mujer policía la que le ordena a su compañero policía hombre que se dé la vuelta y no mire a la abuela mientras se desnuda para colocarse los pantalones. Se respeta el pudor de la mirada, aunque no el de la muerte.

Las razones por las cuales se han incorporado las féminas a los operativos de ejecuciones extrajudiciales son dos y ambas se corresponden con la manipulación de la perspectiva de género por el gobierno: cuidar las formas y espolear a los funcionarios hombres.

El primero, de cuidar las formas, puede parecer un sinsentido en las circunstancias en las cuales han ocurrido esos eventos en Venezuela, pero no lo es. Resulta muy coherente con unas acciones que son planificadas y que se corresponden con un patrón y una política de Estado. Los cuerpos policiales saben que van a llegar a unas viviendas pobres donde encontrarán a madres y esposas; por lo tanto, una acción que cuente con la exclusiva participación de hombres puede ser representada como una forma de violencia de género, y las denuncias que pudieran derivar de allí podrían ser muy negativas para un gobierno que se ha esforzado en cuidar las apariencias de la igualdad de género y que se empeña tanto en el uso de las formas no sexistas del lenguaje, que llega hasta el absurdo de referirse a “los soldados y las soldadas” de la patria2.

La segunda, también se funda en una consideración de género. En el machismo imperante en el mundo policial y militar, las “féminas” actúan como el marcador del nivel de violencia aplicada. La violencia de las mujeres funciona como referencia y chantaje hacia los hombres, quienes deben igualarlas. La crueldad e insensibilidad que muestran las “féminas” las alejan mucho del patrón de comportamiento femenino conocido, pero son mujeres y, por lo tanto, si se muestran más valientes o más sanguinarias que los hombres de sus equipos, se convierten en un reto, un desafío capaz de ridiculizar a los hombres que no son capaces de emparejarlas en ferocidad. El comportamiento de las féminas ejemplariza y educa la crueldad de los funcionarios nuevos, timoratos o empáticos con las víctimas. Si la actuación de esos funcionarios es inferior al de las féminas, quedan devaluados y feminizados, pues los asimila al comportamiento de las mujeres comunes, los rebaja a ser madres o esposas que, en el machismo policial, es una categoría social inferior al de las féminas.