Tanatopolítica en Venezuela

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Pocos días después del entierro, la abuela de Juancho dejó de comer y se murió. Unos dicen que fue de hambre; otros vecinos sostienen que del dolor.

El no lugar de la muerte

La partida de defunción de Carlos dice que falleció a las 6:05 a.m. como resultado de un hemoneumotórax ocasionado por una perforación de herida de arma de fuego en el pulmón izquierdo. Sin embargo, su hermana recuerda que la comisión de la policía llegó a su casa como a las 6:40 a.m. de ese mismo día.

No era la primera visita que les hacían los funcionarios a su casa en las afueras de Barquisimeto, en la carretera hacia Tintorero. Una semana antes, la policía se había llevado a Carlos para un interrogatorio. Carlos estaba desempleado, así que se dedicaba a cazar iguanas en los terrenos traseros de su casa para ayudar a la familia; tenía ciertas habilidades para eso, quizá porque lo había hecho desde niño, cuando no era más que un pasatiempo. En esa oportunidad, regresó al día siguiente a su casa y no comentó nada de lo que había pasado, de lo que le habían preguntado o lo que él había respondido. Pero esta vez había sido distinto: hubo forcejeos entre la madre y los policías; su hermano también intervino en su defensa y también resultó golpeado por los funcionarios. El alboroto despertó al vecindario, que todavía podía estar dormido. Carlos los tranquilizó y calmadamente se subió a la camioneta, no se sabe si confiado o resignado. Los familiares y otros vecinos cercanos gritaron fuerte mientras se lo llevaban, como para dejar constancia ante el cielo: “¡Se lo llevan vivo, se lo llevan vivo!”.

Cerca de las tres de la tarde se enteraron por un familiar de que en la radio habían anunciado su muerte en una refriega con la policía cerca de Carora. Decían los noticieros que el parte policial reseñaba que los fallecidos eran unos piratas de carretera que se habían enfrentado a los policías, que eran unos asaltantes peligrosos dedicados a robar la mercancía que transportaban los camiones por la carretera Lara-Zulia. La familia tuvo que reclamar el cadáver de Carlos en la morgue de Carora, un hospital situado como a cien kilómetros de su casa. Y su hermana nos pregunta: “¿Cómo pudo morir a esa misma hora y en un enfrentamiento ocurrido a casi cien kilómetros de donde se lo llevaron vivo?”.

En qué lugar y a qué hora murió Carlos no se sabe. La muerte se convierte en un evento intemporal y aterritorial.

Uno de los principios básicos de la investigación criminal es la búsqueda de evidencias que permitan, con la ayuda de peritos y expertos, poder reconstruir el evento y a partir de allí aproximarse a la verdad de los hechos. La criminalística establece algunos procedimientos para la realización de ese trabajo: hay que preservar el lugar y evitar su contaminación, hay que hacer una planimetría del espacio, hay que hacer fotografías y recoger las evidencias que puedan ayudar a elucidar el incidente y ser usadas como pruebas en un juicio. Pero, para que toda esta minuciosa labor pueda llevarse a cabo, debe existir un lugar de los hechos, debe encontrarse un espacio donde ocurrió lo que se presume pudo haber sido un hecho delictuoso.

Pero las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales no tienen un lugar de muerte. En el discurso oficial, casi todos son trasladados heridos a los hospitales, fallecen en el camino hacia el centro de salud o mueren recién ingresados a sus emergencias… Otros mueren en una zona distante del espacio donde fueron aprehendidos o “heridos”: en una playa solitaria, en un callejón desconocido, a la vera de una carretera lejana.

No existe un lugar donde ocurrió la muerte. Los espacios donde fueron torturados y asesinados son borrados de la memoria oficial. El taller donde se encontraban, el patio trasero, el cuarto del fondo de la casa que fueron convertidos en patíbulos por horas o minutos se esfuman, desaparecen, no existen más. Los dejan sin historia.

La criminalística establece un conjunto de procedimientos con los cuales el ciudadano común está familiarizado por las películas de Hollywood y las series de televisión. Las policías de investigación los conocen bien y tienen peritos y expertos en estas lides. La policía de investigación de Venezuela cuenta con funcionarios de muy alta calificación y durante un tiempo fue considerada una de las mejores de América Latina, por su experticia y su relativa independencia. Quizá por eso mismo durante muchos años el gobierno nacional ha tenido un especial, aunque infructuoso, empeño en acorralarla o hacerla desaparecer.

En tres componentes se puede simplificar la investigación criminalística: el primero es preservar el lugar de los hechos o del hallazgo; para ello se bloquea el acceso de las personas, se colocan cintas que construyen cercas virtuales con las advertencias de no traspasar. El segundo es el proceso de identificar, recoger y registrar todas las evidencias posibles encontradas en ese espacio: casquillos de bala, armas, restos biológicos visibles y no visibles, que se obtienen con las pruebas de luminol. Y el tercero es un levantamiento planimétrico de la estructura física del lugar: las paredes, puertas, ventanas, techos, muebles… los llamados planos de Kenyeres, que permiten conectar las evidencias recogidas con el medio físico donde ocurrió el hecho. Ninguna de esas condiciones se cumple ni son posibles de cumplir en las actuaciones policiales investigadas.

En primer término, no hay preservación del lugar de los hechos o del lugar del hallazgo. Una vez que el procedimiento termina, los funcionarios se retiran y devuelven la casa o el apartamento a la familia, la cual, desconcertada, angustiada o acongojada, dependiendo de lo que se imagine, entra a su vivienda para buscar el vacío que su familiar ha dejado y para reconocer su propio espacio, identificarlo de nuevo, notar los posibles cambios que ha dejado el paso de esos intrusos, y toca todo, mueve todo, hurga todo; quiere reapropiarse de un espacio que les había sido expropiado durante unas horas. Y los vecinos también llegan y consuelan y rezongan… y tocan todo y mueven todo.

El segundo paso o componente tampoco es posible, pues los funcionarios se encargan de limpiar parte de la casa, borrar las evidencias que quieren desaparecer y dejar las que les convienen, y en eso pueden demorarse horas, como nos cuentan los familiares. El propósito de mantenerlos fuera de la casa y detenidos no es solo para que no puedan salir a buscar a sus familiares o denunciar sus actuaciones, lo cual también es posible, sino limpiar la escena del crimen.

Y el tercero tampoco, pues no se hace planimetría, ya que no existe investigación, ni se autoriza ni se permite la investigación criminalística de la escena del crimen, pues se considera que no hubo un “hecho delictuoso”. No hay planimetría, pues no hay un lugar cuyos planos levantar, el lugar no existe: el cuarto, el patio, el taller, la playa, la vera de la carretera se desvanecen.

El etnólogo francés Marc Augé escribió un ensayo en los años noventa para describir lo que denominó los non-lieu, los no lugares. En su propósito buscaba describir una circunstancia territorial de la sobremodernidad que son los lugares de tránsito que no son habitados sino por instantes y en los cuales no hay apropiación espacial por parte de los sujetos. Son los terminales de los aeropuertos, las estaciones de los trenes, las grandes autopistas llenas de gente y de nadie, donde millares de personas pasan cada hora y nadie es de ese lugar, su identidad espacial está reducida al minúsculo trozo de papel del boleto del avión o del ticket del tren. “El espacio del no lugar no crea ni identidad, ni relación, sino soledad y similitud” afirma Augé (1992, p. 107).

El no lugar puede ser interpretado como un espacio de tránsito, donde todo es movible y mutable, indefinido e incierto. La muerte en las operaciones policiales se transforma, se encuentra en movimiento, en tránsito; no hay uno sino varios, muchos y ningún lugar. Por eso no hay planos del lugar de la muerte, pues está en movimiento. A los heridos los llevan a los hospitales para que fallezcan en el camino. Y a los muertos también. Están en tránsito.

En Mérida, la policía llegó a un barrio buscando a un joven y mató a dos. El segundo, el no buscado, estaba de visita, de vacaciones en esa casa. Dicen que murieron en el hospital, pero un testigo vio cómo colocaban los cuerpos en la parte trasera de una camioneta. “Y si llevas heridos —afirmó— no los vas a llevar en la tolva de la camioneta”.

Augé sostiene que el no lugar no tiene historia y eso es lo que sucede con los territorios ocupados por las víctimas. En la reconstrucción que aquí hacemos del concepto, no se trata de que no tengan historia, pues sí la tuvieron, y muy fuerte y dura, y así quedó grabada en la memoria de los familiares y amigos que nos la contaron. Solo que la historia oficial les arrebató su historia.

El no lugar se corresponde con el tránsito de cadáveres de un espacio a otro, de una morgue a otra, sin información precisa; es el desconcierto de la desinformación y de la mutabilidad territorial. Otras veces no los trasladan heridos o muertos, sino que se los llevan vivos. Así se llevaron a los dos jóvenes del entierro de Araya; así se subió resignado Carlos en el carro de la policía, mientras familiares y amigos daban su fe de vida con sus gritos: “¡Se lo llevan vivo!”.

Pero realmente ya no estaban vivos. Ya estaban condenados, eran cadáveres vivos a los que llevaban al no lugar de la muerte.

El botín de guerra

“Dejó seis hijos, dos fueron conmigo” cuenta la esposa durante la entrevista, buscando pescar detalles en su memoria mientras lucha con el dolor que perdura desde aquella tarde.

 

Recuerda que había estado preso ocho años por el delito de homicidio, pero que en ese momento trabajaba en una de las fincas que quedan hacia La Concepción, en el oeste de Maracaibo. Ya había cumplido los 42 años y ese era su día de descanso cuando llegaron como veinte hombres y entraron por la fuerza a la casa.

“¿Qué pasa?” les había dicho. Era una pregunta que tenía el tono de un reclamo. No hubo respuesta. A ella la sacaron de la casa y a su esposo lo mataron. Cuando se llevaron el cadáver, aprovecharon para llevarse también los teléfonos y la comida de la casa. La esposa cuenta, con tristeza, que su hijo de seis años le preguntó: “Mamá, si son policías, ¿por qué nos robaron?”.

Un aspecto recurrente en los relatos de las entrevistas y grupos focales son los robos que sufren los familiares de las víctimas por parte de los cuerpos policiales. En un primer momento del estudio, podía parecer que era un exceso de una minoría de funcionarios, una mezcla de abuso y del miserable robo producto de la prepotencia que les otorga su uniforme y su máscara; y también, de la precariedad de los sueldos de los funcionarios y de los trabajos que debían pasar para poder llegar a fin del mes, como le ocurre a la mayoría de los venezolanos. Luego, en la repetición, se encuentra que es un patrón que, si no está ordenado, al menos está claramente permitido por los superiores. Aceptan que esas prácticas formen parte regular de los procedimientos, de la rutina establecida.

“¡Hasta la crema dental se la llevaron!” recuerda la madre de Gilberto. Ella estaba en la morgue del Hospital Central Universitario Antonio María Pineda de Barquisimeto cuando llegó su sobrina y le contó que, al retirarse, esos “bichos” se habían llevado de todo. Gilberto había invadido en 2018 un terreno en las afueras de la ciudad, al norte y muy distante del hospital y del centro urbano. Allí se había construido su rancho, donde vivía con su esposa y su hijo pequeño, y los acompañaba otro hijo adolescente, fruto de una relación anterior. En el terreno trasero de la parcela que Gilberto había ocupado, tenía unas siembras y se dedicaba a criar gallinas y cochinos para ayudarse. La sobrina solo había podido entrar a la casa como a las tres de la tarde, varias horas después de escuchar los disparos y que se lo hubiesen llevado del lugar. Les robaron las bombonas de gas con sus adaptadores, ropa, comida de la nevera; mataron unas gallinas y se llevaron un cochino, y hasta unas sábanas nuevas que Gilberto había traído de Colombia.

“El botín (booty) —escribe Shatzman— fue una importante fuente de ingreso para los soldados romanos, los oficiales, los generales y para el Estado en sí mismo” (Shatzman, 1972, p. 177). El botín de guerra o praeda forma parte de una muy antigua tradición de la violencia y las guerras de la humanidad (Bona, 1959). Es una larga historia que va, desde el pillaje desordenado de los muertos en el campo de batalla, hasta los tratados internacionales que fijan los derechos del vencedor en las guerras internacionales para tomar las propiedades del Estado que ha perdido la contienda, como estableció el Reglamento de La Haya de 1907 y el III Convenio de Ginebra de 1949 (CICR, 1949).

El botín se ha entendido como la recompensa por el triunfo o como el cobro por indemnización por los daños sufridos o de los gastos de defensa incurridos durante la contienda. Los estudiosos han reconstruido cómo fue la evolución desde las guerras de los samnitas, trescientos años antes de Cristo, hasta las regulaciones de la república romana, haciendo que el botín dejase de ser una parte de la rapiña privada o de la apropiación del general a cargo como manubiae y pasase a formar parte de la res publica como praeda (Shatzman, 1972). Para poder entender mejor la dinámica compleja del proceso social del botín, su justificación y su distribución, es útil remontarse a su práctica desde la Roma prerrepublicana, pues lo que acontece en los barrios pobres de Venezuela se asemeja más al tratamiento del botín en las guerras antiguas que en las modernas.

En su libro Praeda. Butin de Guerre et societé dans la republique romaine, Coudry y Humm (2009) nos ayudan a entender las reglas sociales que regulaban la espolia de los vencidos y de los prisioneros de guerra. Los ejércitos romanos fueron quienes empezaron a establecer un orden en la toma de la riqueza de los derrotados. Anteriormente, la práctica había sido que se daba una apropiación privada e individual de lo que cada uno lograba arrebatar al perdedor. La práctica había quedado acuñada en una expresión: Unusquisque enim quod in praeda rapuerat ipsum erat. Es decir, cada quien se queda con lo que agarre. Esa práctica fue modificada por los ejércitos romanos porque un despojo temprano podía distraer a los soldados en medio de la escaramuza y, por lo tanto, se arriesgaba el desenlace y el triunfo en la batalla (Piquer Mari, 2012). Así que el saqueo de las víctimas solo podía ocurrir después de concluida la batalla y una vez que lo había autorizado el general a cargo del ejército. Tito-Livio (XXVI, 46,10) lo describe en su historia romana: tum, signo dato, caedibus finis factus, ad praedan victores versi, qua e ingens omnis generis fuit. Una vez dada la señal, se finalizaba la masacre y los vencedores pasaban al pillaje de todo lo que encontraban (Coudry, 2009, p. 27). Y los bienes incautados: armas, metales, esclavos, no quedaban como posesión de los individuos, sino que eran acumulados y distribuidos según ciertas reglas que les asignaban una parte a los soldados combatientes (ex praeda), otra a los heridos, otra a los generales, otra a los templos, para dar gracias a los dioses, y otra destinada a la construcción de obras públicas (Piquer, 2017).

En las guerras medievales de Europa la práctica estuvo muy generalizada, pues muchas veces las guerras no tenían otro propósito que poder robar al adversario. El saqueo de los vencidos se correspondía con la penuria que existía en la sociedad medieval, donde los bienes muebles eran muy escasos, algo que resulta difícil de imaginar para las generaciones recientes, acostumbradas a la abundancia de objetos de la sociedad industrial del consumo masivo. También tenía un propósito político, pues se debilitaba al adversario al restarle recursos materiales y humanos; y tenía también sus reglas de distribución. En su novela Sidi, Pérez-Reverte relata los complejos mecanismos de distribución de los bienes embargados en las campañas contra los moros en la España medieval y cómo el Cid se empeñaba, a disgusto de la tropa, en que una décima parte del botín fuera de regalo al rey como expresión de su lealtad (Pérez-Reverte, 2019).

Pero ¿cómo entender que se lleven una pasta dental? Hay tres interpretaciones no excluyentes de ese comportamiento depredador de los cuerpos policiales. La primera es la deshumanización de la víctima y, en consecuencia, de sus familiares. Esas personas han dejado de ser personas, seres humanos y, por supuesto, han dejado de ser ciudadanos de una república. Son simplemente delincuentes, una escoria que se debe eliminar y, si se los puede matar, también se los puede robar, ya que es posible que esos bienes hayan sido obtenidos con dinero o medios mal habidos.

La segunda es que el robo es una forma de castigo ampliado a la familia, un restarles los privilegios a sus allegados y que pudieran tener su origen en su actividad criminal, aunque fuese una crema dental. Se trata de una apropiación del res hostium, como apropiación individual de los soldados al final de la batalla, como cose del nemico, de los objetos que le pertenecían. De la casa del esposo de Aura, al sur del lago, se llevaron los dos teléfonos, la ropa de la víctima y un saco lleno de comida que, dos días antes de que lo mataran, la víctima había empezado a reunir para llevarle a la familia cuando fuera para Maracaibo.

La tercera interpretación conjetural es que simplemente los funcionarios se encuentran tan empobrecidos y con tantas dificultades para conseguir sus alimentos y bienes, por la escasez de estos y por su incapacidad de comprarlos debido a sus bajos sueldos, que eso se suma como una parte del pago por su labor. Entre los años 2018 y 2020, el sueldo de los funcionarios policiales estuvo en alrededor de los diez dólares mensuales, así que simplemente despojan a la víctima de sus bienes, pues está muerto, y en esa rapiña no es un muerto con derechos, sino que los ha perdido también.

Hay dos dimensiones adicionales que pueden permitir comprender mejor la dinámica del botín de guerra y su diferencia con otras prácticas de robo llevadas a cabo por cuerpos policiales: la primera es la secuencia de los eventos de robo y muerte y la segunda es el tamaño del botín involucrado.

En relación con la secuencia de los eventos. En las ejecuciones extrajudiciales que hemos analizado, la sucesión de los hechos muestra que la muerte antecede al robo. En los casos en los que hay delincuencia policial simple, la secuencia se invierte y el robo antecede a la muerte. En el primer caso, el propósito es eliminar a la persona y el botín de guerra es un valor agregado a la operación. En el segundo caso, el propósito de los delincuentes uniformados de policías es robar a la persona, extorsionarla o cobrar un rescate por el secuestro y, una vez concluido el primer paso (o abortado por cualquier circunstancia fortuita), proceden a la muerte. Ambas son acciones criminales, homicidas; ambas implican una responsabilidad legal del Estado. Pero más allá de esa dimensión legal, esta distinción nos parece importante para comprender la significación social de esos comportamientos criminales, pues, en el primer caso, hay una política de Estado que genera un botín de guerra que es subsidiario y en el segundo caso la responsabilidad primera es de los individuos y, solo de una manera secundaria, en un segundo plano, pudiera estar la responsabilidad del Estado por no haber tomado las medidas adecuadas para evitarlas, tal y como establecen los tratados internacionales.

Un caso muy similar al que estamos analizando fue lo ocurrido en Argentina durante la dictadura militar de los años setenta. En ese período, un grupo importante de militantes políticos fueron asesinados por una decisión de Estado. El gobierno militar organizó viajes de aviones militares hacia mar adentro en cuyo interior transportaban sedados a los prisioneros políticos, quienes eran lanzados y desaparecidos en las aguas. Algunos de esos prisioneros desaparecidos eran parejas y tenían hijos pequeños que quedaron huérfanos y que con posterioridad fueron dados en adopción a matrimonios infértiles de civiles o militares. Los entregaron como huérfanos, sin explicar las razones de esa orfandad. Sin registrar las macabras razones por las cuales habían perdido a sus padres. Años después, y en la batalla por encontrarlos y devolverlos a la memoria social, el movimiento de las Madres de Mayo publicó con la ayuda de un escribidor un libro que titularon Botín de guerra (Nosiglia, 2007). En su interpretación, esos niños fueron considerados un “botín de guerra” de los militares encargados de las operaciones de exterminio. No eran subversivos, como habían sido calificados sus padres; tampoco fueron irresponsablemente abandonados por ellos: eran un botín de guerra (Quintana, 2017).

Los procedimientos del robo de bienes a las familias venezolanas o el robo de niños en la dictadura argentina son similares, aunque las diferencias en el objeto del robo son abrumadoras y se corresponden con contextos sociales muy diferentes. Pero la secuencia del procedimiento es la misma: primero es la muerte; luego, y subsidiariamente, el robo. El propósito central de los militares que se encargaron de ofrecer niños en adopción en Buenos aires o Montevideo no era ofrecer niños en orfandad, era asesinar a sus padres por considerarlos subversivos. Pero, una vez ocurrida esa muerte, se procede a lo segundo. La misma secuencia que nos han contado las madres y esposas en Venezuela: después de la muerte es el robo. Es la misma secuencia que permitían los comandantes romanos y medievales: primero la muerte y, luego, se autorizaba a despojar de sus armas y vestimentas a los caídos en el campo de batalla.

El segundo componente es la magnitud, pues puede definir la calidad del evento y el orden de la secuencia. En la mayoría de los casos que hemos podido estudiar, el valor monetario es muy pequeño, casi insignificante, pudieran pensar algunos. Pero esos objetos menores son muy importantes en la pobreza, por lo difícil que se les hace obtenerlos: un teléfono celular, unos pendrives, unos audífonos, los adaptadores de las bombonas de gas doméstico usado para cocinar… son bienes muy apreciados en la pobreza de las víctimas y de los funcionarios depredadores. Los niños huérfanos no eran un bien menor pero, más allá de su inmenso valor moral, no eran negociables monetariamente.

 

Algo distinto ocurre cuando el valor monetario implicado en el botín es grande, tal como ocurre cuando los ganaderos o comerciantes son extorsionados y muchas veces asesinados por los funcionarios policiales delincuentes. En ese caso la letalidad policial es secundaria, lo importante es obtener una importante cantidad de dinero. En esta última circunstancia, aunque se pueda actuar con los uniformes y armas de reglamento del Estado, la acción es individual o incluso corporativa y puede involucrar a funcionarios de más alto nivel, pero no es una acción del Estado, sino de los individuos, pues la racionalidad implicada es la del lucro privado y no la de preservación del Estado. No se trata, pues, de un botín de guerra, sino de un botín de robo.

Cuando el monto del botín de guerra es pequeño y no hay mucho que repartir, se le permite al actor pequeño quedarse con el bien saqueado. Es algo similar a cuando el ladrón de vehículos o secuestrador permite que sus asistentes despojen del reloj o los zarcillos a la víctima, pues es como darles una propina adicional. El jefe de la operación lo tolera, pues su interés se concentra en la cantidad grande del cobro del rescate de la víctima o del producto de la venta del vehículo robado.

El botín de guerra tomado en las viviendas pobres de los barrios de Venezuela por los cuerpos policiales es una práctica asimilable al comportamiento de los soldados previo a las leyes romanas de hace dos mil años, cuando se reguló la manubiae que tomaban los generales de las tropas vencidas (Shatzman , 1972). Excede también lo establecido en tiempos recientes en los convenios de “leyes y usos de la guerra terrestre”. Por ejemplo, lo establecido en la Segunda Conferencia de La Haya del 18 de octubre de 1907 en su artículo 4 del capítulo II sobre los prisioneros de guerra, donde se señala que los prisioneros “están bajo el poder del gobierno enemigo y no de los individuos o Cuerpos que los hayan capturado”; y se especifica que “todo lo que les pertenezca personalmente, exceptuando armas, caballos y papeles militares, es de su propiedad”. Y también lo establecido en el Convenio de Ginebra de 1949, “Relativo al trato debido a los prisioneros de Guerra”, el cual determina en su artículo 18 que “todos los efectos y los objetos de uso personal quedarán en poder de los prisioneros de guerra… especialmente los objetos que tengan valor personal o sentimental…” (Henckaerts & Doswald-Beck, 2007, pp. 193-195).

Al parecer la pasta dental no era un efecto personal.

El botín de guerra de las operaciones policiales en Venezuela es la violación no solo de los derechos ciudadanos en tiempos de paz, sino también de los derechos que tienen los enemigos en tiempos de guerra. Es una rapiña primitiva permitida o aupada por ese ente difuso y real que llamamos Estado.