América ocupada

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Prefacio

(Segunda edición en español)

La segunda edición en español de América ocupada sirve para actualizar al lector en materia de la reciente historia del mexicoamericano y su fluctuante ascendencia socioeconómica. A 50 años de la primera publicación de Occupied America (1972), y a pesar de tantos cambios, las dificultades y las virtudes de los mexicoamericanos siguen siendo muy similares. A mis casi 90 años, las batallas se libran en diferentes planos, pero la perseverancia y el amor propio siguen siendo parte de quién soy y de mi labor como historiador. América ocupada se funda en ese mismo ideal de autocrítica y compromiso con la historia. Con esta edición me gustaría dejar testamento de varias cosas importantes para mí como chicano, educador, historiador y miembro de una familia.

Ante todo, le doy el profundo agradecimiento a mi principal apoyo, mi esposa, Guadalupe Acuña Compeán, y a mi hija, Ángela Acuña. Ellas son el eje principal de mi producción académica, me facilitan su vida apoyándome para yo dedicar la mía a mi compromiso con la historia. Gracias a Nephtalí de Léon y a Léo Limón (https://leolimon.com/) por sus contribuciones al arte Chicano y por permitirnos usar sus dibujo para la portada y el inicio. La imagen de Nephtalí de León representa la fuerza de los migrantes cósmicos. El dibujo de Léo Limón simboliza varios elementos importantes para el chicano, el símbolo nahui ollin que significa movimiento, el penacho que representa nuestro orgullo y el reconocimiento de nuestras raíces indígenas en el continente, y el lápiz curvado que representa los retos y el proceso de reescribir la historia fuera de la linealidad de la narrativa hegemónica. Asimismo, agradezco a los estudiantes y colegas que son parte de esta historia. Particularmente, le doy las gracias a José Juan Gómez-Becerra, quien fue mi estudiante en CSU, Northridge, miembro de MEChA de CSUN, y ahora profesor e investigador en Eastern Kentucky University. José Juan es parte de las nuevas generaciones de pensantes y activistas chicanos, y un ejemplo del lugar que deben tener en nuestra historia. Como educador e historiador, me siento orgulloso de saber que José Juan, un chicano de Compton, ha llegado a traducir y preparar esta segunda edición en español de América ocupada.

El trabajo del historiador es recopilar información y, en lugar de inducir, deducir argumentos que muestren las contradicciones en las que recae la sociedad; ahí es donde nacen las nuevas ideas. No muchos estarán de acuerdo con mi crítica a la inteligencia chicana, quienes son herederos de programas de estudios chicanos y de un sistema educativo que pretende ser mucho más inclusivo de lo que lo fue con las generaciones anteriores. Sin embargo, estas mismas instituciones no toleran las ideas que reten sus estructuras de poder internas y que atenten contra la privatización de la educación superior; este es el reto al que se enfrentan los estudios étnicos. Consecuentemente, la inteligencia chicana existe dentro de una muy peligrosa contradicción: la privatización de las universidades crea nuevos puestos administrativos, a los que pueden aspirar tanto la inteligencia como la clase media chicana, y concomitantemente desmantela el nucleo comunitario de los programas de estudios étnicos y programas académicos pioneros en la lucha por mayor acceso y admisión de los mexicoamericanos a las universidades. El intelectual chicano se ve atrapado entre la complacencia de un sistema que lo admite y la necesidad de crear cambios estructurales que lleven a la liberación absoluta de un pueblo colonizado. En este dilema, tanto la privatización como un sector de la inteligencia chicana atentan contra el progreso y bienestar del pueblo chicano y en contra de los avances logrados por las luchas de las décadas pasadas.

No hace falta recalcar que la privatización es un problema interseccional de clase, pero es necesario recordar la particular importancia de esta para un pueblo que a través de la historia ha sido tildado como un problema y tratado como un vecino indeseable. Un dicho famoso nos recuerda que “el muerto y el arrimado a los tres días apesta”, y no hace mucho que los colegas anglosajones se quejaban de los nuevos profesores de color y su presencia en los recintos universitarios. Basta recordar la conocida anécdota de un profesor chicano que entró por primera vez al comedor del profesorado para escuchar a sus colegas comentar que pronto habría un problema con las moscas. Ahora, algunos chicanos son parte de este problema. Manteniéndose ajenos a la memoria histórica colectiva, la nueva representación administrativa y política mexicoamericana no ha tenido el impacto esperado y, en ocaciones, es complice del desmantelamiento de los estudios chicanos.

La privatización involucra los mismos elementos raciales que han sido parte de la historia de racismo xenofóbico hacia el mexicano. Son esos los cimientos en los que se erigió Donald Trump. El vecino indeseable ahora es el colega indeseable, o bien, son los renteros de las zonas urbanas que están bajo la mira de la gentrificación. El actual desalojo de los residentes de los barrios chicanos evoca la destrucción de Chávez Ravine recordándonos que la comunidad chicana está bajo acecho. Tanto en las universidades como en las grandes ciudades a lo largo del país, la destrucción de estos espacios implica la desarticulación de redes de apoyo cultural y social que han servido para sustentar el progreso colectivo e individual mexicoamericano. La privatización de las universidades es un problema que afecta al obrero del mundo, y es sin duda una de las luchas que han de librar las generaciones venideras de chicanos.

La gentrificación, las redadas de indocumentados, y la eliminación de estudios mexicoamericanos, no son tan diferentes una de otra. Estas son tácticas de control social que impiden la independencia de pensamiento y la autodeterminación de un pueblo colonizado. La representación no es suficiente sin la incorporación, en una sociedad dominada por el mercado, las cifras hacen la diferencia. Los números hablan, y la población mexicoamericana promete seguir siendo el sector de mayor crecimiento; la complacencia y la falta de amor propio son su peor enemigo. Espero que, con esta segunda edición en español de América ocupada, el lector recuerde la importancia de la historia en la osadía de esperar el mañana. Con amor propio, para los que vienen. C/S.

Rodolfo Acuña Northridge, California, julio, 2021

Introducción

La historia puede oprimir o liberar a un pueblo. Durante más de ciento veinticuatro años han circulado en Estados Unidos generalizaciones y estereotipos acerca de los mexicanos. Adjetivos como traicionero, holgazán, adúltero, y términos como meskin, o greaser han llegado a ser sinónimos de “mexicano” en las mentes de muchos angloamericanos. Es muy poco lo que se ha hecho para descubrir las falsas premisas en las que se apoyan tales estigmas culturales y raciales. Los análisis incompletos o tendenciosos de los historiadores han perpetuado errores y formulado este tipo de mitos. El público angloamericano ha creído y favorecido el retrato del mexicano hecho por historiadores y comentaristas sociales, pintándolo como el “enemigo”. La tragedia es que los mitos han degradado a los mexicanos, no solo a los ojos de quienes se sienten superiores, sino también ante sus propios ojos.1

Muchos de estos mitos tienen su origen en el siglo XIX, cuando los angloamericanos empezaron a infiltrarse en el territorio mexicano de Texas. Fueron alimentados por los informes que estos angloamericanos daban de sus vecinos mexicanos, por el choque entre anglos y mexicanos en la revuelta de Texas de 1836, y la guerra mexicano-estadounidense que estalló en 1846. Los historiadores angloamericanos glorificaban y justificaban los actos de los hombres “heroicos” que “conquistaron el Oeste”, a expensas de los mexicanos, que luchaban por conservar su patria. El mexicano pasó a ser el intruso, y su posición subordinada en Estados Unidos después de 1848 se explicaba como el inevitable resultado del choque entre los dinámicos e industriosos angloamericanos y los mexicanos apáticos y culturalmente inferiores. Estos son mitos que deben ser recusados, no solo en bien de la justicia histórica, sino por otra razón aún más importante. Los mexicanos –los chicanos– que viven actualmente en Estados Unidos son un pueblo oprimido. Son ciudadanos, pero su ciudadanía es, en el mejor de los casos, de segunda clase. Son explotados y manipulados por quienes poseen más poder que ellos.2 Y, lamentablemente, muchos creen que el único camino para salir adelante en Angloamérica es “americanizarse” ellos mismos. El conocimiento de su historia, de sus contribuciones y luchas, la conciencia de que no fueron el “enemigo traicionero” que las historias angloamericanas pintan, puede devolver el orgullo y la propia estimación a un pueblo oprimido durante tanto tiempo. En pocas palabras, el conocimiento puede ayudarlos a liberarse.

En el espacio de este volumen sería imposible refutar los supuestos y las inexactitudes históricos suscitados en ciento veinticuatro años de historia del suroeste. Este texto, por lo tanto, no pretende ser una historia definitiva de los chicanos y su lucha de liberación. Por el contrario, –sirviéndome, tanto de registros públicos como de fuentes secundarias– intento sostener la tesis de que los chicanos son un pueblo colonizado en Estados Unidos. Confío en que el resultado sea una clara alternativa a las explicaciones tradicionales ofrecidas por los historiadores. Aún más, espero que la historia de la América ocupada enfocada al tema del angloimperialismo, impulse a los historiadores del sur global a emprender la monumental tarea de investigación básica que todavía debe realizarse en relación con el suroeste norteamericano y los chicanos. Luego, y quizá con mayor eficacia que yo, ellos podrán impugnar las conclusiones de otros historiadores.

 

Antes de analizar mi tesis sobre la colonización de los chicanos, quisiera aclarar varios puntos. Primero, el título de esta monografía puede parecer equivocado o falso. Muchos lectores alegarán que un título como México ocupado hubiera sido más correcto puesto que la monografía trata de la ocupación de un territorio que anteriormente perteneció a México. A pesar de que este argumento es válido, siento que América ocupada es más preciso porque “América” es la identificación que los europeos dan a dos continentes. Cuando más tarde el nombre fue adoptado por trece colonias, la designación “América” fue considerada como exclusiva propiedad de la nueva nación, y los ciudadanos de Estados Unidos se consideraron los “americanos”. Los chicanos, sin embargo, al igual que otros grupos, refutaron esta exclusividad y mantuvieron correctamente que todos los habitantes –tanto del continente septentrional, como del austral– son americanos y que indudablemente todo el hemisferio es América. Así, yo sostengo que el control angloamericano del territorio noroccidental de México es una ocupación parcial del hemisferio americano.

Aunque algunos lectores puedan considerarlo un asunto trivial, me veo impulsado a distinguir entre los americanos anglosajones y otros americanos en Estados Unidos. Por ello, he utilizado el término angloamericano, o simplemente anglo (derivado de anglosajón), para señalar esa distinción. De igual manera, me refiero a los pobladores estadounidenses de Texas como anglo-texanos, en contraste con la población nativa de Texas, que era india y mexicana. Segundo, algunos ciudadanos estadounidenses de extracción mexicana podrían objetar la identificación de “chicano” en el título, porque muchos de ellos se llaman a sí mismos simplemente mexicanos o mexicanas. Por otra parte, algunos –una minoría– se refieren a sí mismos como hispanoamericanos o latinoamericanos. Recientemente, el término mexicano-americano se ha hecho popular, siguiendo la tradición de formar palabras compuestas de otros grupos étnicos. Los angloamericanos promovieron el uso de esta denominación, y durante un tiempo pareció que sería universalmente aceptada. Pero durante los cuatro últimos años, los activistas han comenzado a impugnar esta identificación. Al principio, algunos simplemente descartaron el guion de mexicano-americano (mexicoamericano/mexicano) y rompieron simbólicamente con la tradición norteamericanizante. Otros trataron de identificarse con un nombre elegido por ellos mismos. Eligieron el término chicano, que a menudo se había empleado para designar a los mexicanos de clase baja. Aún cuando tenía connotaciones negativas para la clase media, los activistas lo consideraron un símbolo de resistencia y lo aceptaron porque planteaba una exigencia de autodeterminación. A mi juicio, ese identificarse a sí mismos es un paso necesario en el proceso de toma de consciencia, mediante el cual los chicanos pueden liberarse colectivamente.

En este trabajo empleo a menudo los términos mexicano y chicano indistintamente. Uso mas frecuentemente el término mexicano en la primera parte del libro, reconociendo así el hecho de que los mexicanos del siglo XIX eran un pueblo conquistado. En la segunda parte, que trata del siglo XX y de la cambiante situación en Estados Unidos, el término chicano es utilizado para distinguir a los mexicanos que viven al norte de la frontera de aquellos residentes en México.

El núcleo de la tesis de esta monografía es mi argumento de que la conquista del suroeste creó una situación colonial en el sentido tradicional: el territorio y la población mexicanos fueron controlados por unos Estados Unidos imperialistas. Más aún, sostengo que esta colonización –con algunas variaciones– existe todavía actualmente. Así, me refiero a la colonia, inicialmente, en el sentido tradicional del término, y más tarde (tomando en cuenta las variaciones’) como a una colonia interna.

Desde la perspectiva chicana resulta obvio que estos dos tipos de colonias son una realidad. Sin embargo, en discusiones con amigos no chicanos, he encontrado considerable resistencia a esta idea. En efecto, incluso colegas que simpatizan con la causa chicana niegan que los chicanos sean –o hayan sido– colonizados. Admiten la explotación y discriminación, pero añaden que esta ha sido la experiencia de la mayor parte de los “americanos”: especialmente de los inmigrantes europeos y asiáticos, y de los americanos negros. Si bien estoy de acuerdo en que la explotación y el racismo han convertido en sus víctimas, a muchos grupos marginales de Estados Unidos, esto no borra la realidad de la relación colonial entre los privilegiados angloamericanos y los chicanos.

Yo creo que el paralelo entre la experiencia chicana en Estados Unidos y la colonización de otros pueblos del sur global es demasiado parecido para ser desdeñado. La definición de colonización se ajusta a las siguientes condiciones:

1. El territorio de un pueblo es invadido por gente de otro país, que posteriormente emplea la fuerza de las armas para obtener y conservar el control.

2. Los habitantes originales se convierten involuntariamente en súbditos de los conquistadores.

3. Una cultura y un gobierno extraños son impuestos a los conquistados.

4. Los conquistados se convierten en víctimas del racismo y el genocidio cultural y son relegados a una situación inferior.

5. Los conquistados son despojados del poder político y económico.

6. Los conquistadores creen cumplir una “misión” al ocupar la zona en cuestión y piensan que poseen privilegios indiscutibles por virtud de su conquista.

Y estas condiciones privan en la relación entre chicanos y anglos en el territorio noroccidental de México. Desde el punto de vista de la historiografía tradicional, sin embargo, existen dos diferencias que impiden la universal aceptación de la realidad del colonialismo angloamericano en esta zona. En primer lugar y geográficamente, el territorio tomado a México lindaba con Estados Unidos, en vez de ser una zona distante de la “madre patria”. Demasiados historiadores han aceptado –subconscientemente, si no por conveniencia– el mito de que esa zona estuvo siempre destinada a formar parte integral de Estados Unidos. En vez de conceptualizar el territorio conquistado como México septentrional, lo perciben en términos de suroeste “americano”. Más aún, el estereotipo del colonizador es el de un hombre calzado con botas Wellington y portando una fusta, y este estereotipo se asocia generalmente con situaciones de ultramar, ciertamente no en territorios contiguos a un país en “expansión”. En segundo lugar, los historiadores creen también que el suroeste fue ganado mediante una guerra limpia y justa, como opuesta al injusto imperialismo. La explicación ha sido que la tierra pasó a pertenecer a Estados Unidos como resultado de una competencia y que, al ganar la partida, el país actuó generosamente pagando su precio. En el caso de Texas, creen que México atacó a los angloamericanos “amantes de la libertad”. Para los ciudadanos de Estados Unidos es difícil aceptar el hecho de que su nación ha sido y sigue siendo imperialista. El imperialismo, para ellos, es un mal que padecen otras naciones.

Si bien acepto la proximidad geográfica de la zona –y el hecho de que esto es una modificación a la definición estricta del colonialismo– rechazo la conclusión de que las guerras texanas y méxico-norteamericanas fueron justas o que México las provocara. Por otra parte, señalo en esta monografía que las condiciones propias del colonialismo, antes indicadas, acompañaron la ocupación del suroeste por Estados Unidos. Por estas razones, mantengo que el colonialismo existió en el suroeste en su forma tradicional, y que los conquistadores dominaron y explotaron a los conquistados.

La colonización sigue existiendo actualmente, pero, tal como mencioné antes, existen variaciones. Los angloamericanos todavía explotan y manipulan a los mexicanos y todavía los siguen relegando a una situación inferior. A los mexicanos les sigue siendo negada la determinación política y económica, y siguen siendo víctimas de violencia, estereotipos y prejuicios raciales elaborados por quienes se sienten superiores. Así pues, sostengo que los mexicanos en Estados Unidos siguen siendo un pueblo colonizado, pero ahora el colonialismo es interno: se produce dentro del país en vez de ser impuesto por un poder exterior. Los territorios del suroeste son estados dentro de Estados Unidos, y teóricamente, los residentes permanentes de extracción mexicana son ciudadanos de Estados Unidos. Sin embargo, con demasiada frecuencia los derechos de ciudadanía son escamoteados fraudulenta o abiertamente negados.

En realidad, existe poca diferencia entre el estatus chicano en la colonia tradicional del siglo XIX y en la colonia interna del siglo XX. Las relaciones entre anglos y chicanos siguen siendo las mismas: las de amo-sirviente. La diferencia principal es que los mexicanos de la colonia tradicional eran indígenas de la tierra conquistada. Ahora, si bien algunos son descendientes de mexicanos que habitaban en el área antes de la conquista, una gran parte no son más que descendientes de emigrantes. En efecto, después de 1910, casi un octavo de la población de México emigró a Estados Unidos, principalmente como trabajadores mexicanos “importados” para llenar las necesidades de mano de obra barata, y esta afluencia señaló el comienzo de una manipulación aún mayor, por parte de los anglos, de los establecimientos o colonias mexicanas.

Las colonias originales se expandieron en tamaño con el aumento de la inmigración y surgieron otras nuevas. En realidad, se convirtieron en naciones dentro de una nación, porque psicológica, social y culturalmente siguieron siendo mexicanas. Pero las colonias tenían poco o ningún control de su destino político y económico o educacional. Casi en todos los casos, siguieron siendo distintas y estando separadas de las comunidades angloamericanas. Los representantes elegidos por las colonias eran habitualmente angloamericanos o mexicanos bajo su control, y se originó una burocracia para controlar la vida política de los establecimientos mexicanos, en beneficio de los anglos privilegiados.

Además, los anglos controlaban el sistema educativo, administraban las escuelas y enseñaban en las aulas, y planeaban los estudios, no para satisfacer las necesidades de los estudiantes chicanos, sino para americanizarlos. La policía que patrullaba la colonia vivía, en su mayor parte, fuera de la zona. Su objetivo principal era proteger la propiedad anglo. Los anglos poseían el comercio y la industria de las colonias, y el capital que podría haberse utilizado para mejorar la situación económica dentro de ellas era llevado a los sectores angloamericanos, en forma muy similar a la empleada por los imperialistas para extraer dinero de los países subdesarrollados. Además, las colonias se convirtieron en centros de empleo de los industriales, puesto que ahí tenían asegurado un fácil abastecimiento de mano de obra barata.

Este patrón es el que se estableció en la mayoría de las comunidades chicanas, y que contradice la creencia en la equidad angloamericana. En suma, aun cuando el censo de 1960 reveló que el 85% de los chicanos eran ciudadanos nativos de Estados Unidos, la mayor parte de los angloamericanos siguen considerándolos mexicanos y extranjeros.

Al discutir la colonización tradicional e interna de los chicanos, no es mi intención despertar viejos odios, ni condenar a todos los angloamericanos colectivamente por las ignominias que han padecido los mexicanos en Estados Unidos. Por el contrario, mi propósito es crear una conciencia –tanto entre los angloamericanos, como entre los chicanos– de las fuerzas que controlan y manipulan a siete millones de personas en este país manteniéndolas colonizadas. Si los chicanos pueden tomar consciencia de por qué están oprimidos y cómo se perpetúa la explotación, podrán trabajar más eficazmente para dar fin a su colonización.

Comprendo que las etapas iniciales de tal forma de conciencia pueden dar como resultado la intolerancia entre algunos chicanos. Sin embargo, quiero advertir al lector que este trabajo no proporciona una justificación del brown power solamente porque con ello se condena las injusticias del poder anglo. Mis repetidas visitas a México me han enseñado que el poder chicano no es mejor que cualquier otro poder. Quienes buscan el poder pierden su humanidad hasta el punto de que ellos mismos se convierten en opresores. Paulo Freire ha escrito:

 

Ahí radica la gran tarea humanista e histórica de los oprimidos: liberarse a sí mismos y liberar a los opresores. Estos, que oprimen, explotan y violentan en razón de su poder, no pueden tener en dicho poder la fuerza de la liberación de los oprimidos ni de sí mismos. Solo el poder que renace de la debilidad de los oprimidos será lo suficientemente fuerte para liberar a ambos.3

Confío en que América ocupada pueda ayudarnos a percibir las contradicciones sociales, políticas y económicas del poder que ha permitido a los colonizadores angloamericanos dominar a los chicanos, y que demasiado a menudo ha hecho a los mexicanos aceptar y, en algunos casos incluso apoyar la dominación. Tomar consciencia de esto nos ayudará a emprender una acción contra las fuerzas que oprimen no solo a los chicanos, sino al propio opresor.

1 En el punto álgido de la candidatura presidencial de Donald Trump en el 2016 se puede apreciar un claro ejemplo de la propagación tendenciosa de este tipo de mitos sobre los mexicanos.

2 El inmigrante es el chivo espeatorio de la actualidad, su color de piel y estatus socioeconómico como minoría son la excusa para este tipo de prejuicios y sistemas de opresión.

3 Paulo Freire, Pedagogy of the Oppressed, New York: Harper & Row, 1972, 28.