Intifada

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Mas Jesi pregunta: ¿«Es lícito darse muerte»? Según el egiptólogo, en la medida que Luxemburgo no puede escindir las dos experiencias de tiempo, goza de una paradójica «distancia» frente a la situación, a diferencia de sus compañeros que yacen arrojados a la tensión de la revuelta de manera enteramente «miopes». Y, por esa razón, el sacrificio de Luxemburgo –concluye Jesi– expresa el momento de su máxima lucidez: «En términos más banales pero más superficiales e imprecisos, podríamos decir que su imposibilidad de separar por completo revuelta y revolución la involucraba voluntaria o involuntariamente en la “psicosis de la revuelta”»93. La más aguda intelectual de su tiempo habría terminado devorada por la revuelta que ella no apoyó. Y lo habría hecho porque, a pesar de su lucidez (el no apoyo a la revuelta), mantuvo su posición de no escindir revuelta de revolución, apareciendo así frente a militares, socialdemócratas y capitalistas (la tríada del poder) como el más absoluto «enemigo demoníaco», la epifanía mítica a la que todas las fuerzas reaccionarias intentarán conjurar.

Según Jesi, la «visión ético-política» superior de Luxemburgo que no separaba revuelta de revolución la hacía «(…) más suceptible a la fulguración de conocimiento implícita en la revuelta (…)»94, porque solo aceptando la unidad entre revuelta y revolución, Luxemburgo podía asumir a la primera hasta sus últimas consecuencias. Solo en el estruendo de la revuelta, la posición de Luxemburgo se presenta como la más «distante» y, a la vez, la que no podía terminar sino como la más «miope», por así decir. El 15 de enero de 1919 Rosa Luxemburgo y Karl Liebnknecht fueron asesinados por los Cuerpos Francos y, con ello, el sacrificio –plantea Jesi– habría tenido una salida en el arrojo del «yo» a los avatares de la revuelta.

Rosa Luxemburgo

Cuando se suspendió el tiempo histórico y una revuelta abrazó el candor de los vivos, «(…) la mitología de la lucha de clases adquirió entre sus historias verdaderas un “precedente” ejemplar (…)»95. Junto a Liebknecht, Luxemburgo alcanza la inmortalidad, alimentando así a los propios sublevados. Como «precedente ejemplar» trae la fuerza de una singularidad de la cual goza toda epifanía. Si bien Jesi usa el término «sacrificio», quizás debamos escuchar el término «martirio» como una ética que habita en los bajos fondos de la historia. No se trataría de una vida llevada al cadalso de la muerte para instaurar o conservar un orden determinado, tal como ocurre en el sacrificio, sino de la apuesta por un excedente de vida en el que el arrojo de los espartaquistas traza la contextura del martirio en el que se jugará la «propaganda genuina»:

Nosotros estamos perfectamente dispuestos a considerar la muerte de Liebknecht y Luxemburgo un error desde el punto de vista de la más racional estrategia política; pero debemos distinguir las razones de su elección de muerte de un «mal comprendido sentimiento del honor» que fue señalado por algunos historiadores inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. No se trató en absoluto de un «mal comprendido sentimiento del honor», sino de la voluntad de usar la propaganda –tan similar hoy a la mentira– en su significado más genuino: en el mismo significado, permítaseme la digresión de tiempo y lugar, en el que en Vietnam se eligió el suicidio con fuego como símbolo de reacción contra la invasión estadounidense96.

En una apuesta que intenta ir más allá de las razones objetivas y subjetivas, aquellas que inscriben la muerte de Luxemburgo desde el punto de vista de la «más racional estrategia política», y aquellas que la leen desde «un mal comprendido sentimiento del honor», Jesi irrumpe en la esfera propiamente mítica (que es racional e irracional a la vez) para pensar la muerte de Luxemburgo como un momento de fulmíneo conocimiento en el que se hace uso de la propaganda genuina.

La muerte de Luxemburgo no instaura ni conserva nada. Más bien enciende la llama de la insurrección, suspende el tiempo histórico y nutre a los sublevados de la propaganda capaz de desmitologizar los «falsos mitos» apegados al señorío del capital:

Jugarse la propia persona –anota Jesi– hasta el límite de la muerte mientras las calles del «barrio de los periódicos» de Berlín eran un campo de batalla significó entonces tender el nexo entre el mito genuino, aflorado espontánea y desinteresadamente de las profundidades de la psiquis, y la auténtica propaganda política. De este modo, la propaganda fue manifestación de la verdad o, al menos, de esa verdad en la que creían las víctimas de su epifanía97.

El arrojo de la revuelta, el «jugarse la propia persona» hacia la incalculable intensidad de la insurrección, implica «tender el nexo», abrir una intersección entre el mito y la propaganda política, entre la eternidad de un tiempo inmóvil y la contingencia de la historia.

Luxemburgo y Liebknecht en 1919, el monje vietnamita en los años sesenta o Mohamed Bouazizi en el Túnez de finales del año 2010 –transfiguraciones del martirio, según veremos– adquieren su fuerza en cuanto pudieron ligar al pasado mítico con el presente histórico, volcar la fuerza de los «primordios» al veloz acontecer de los sucesos históricos. El «nexo» abierto por el arrojo de los sublevados hace de quien muere un verdadero dispositivo de desmitologización que abre una lucha ininterrumpida contra los «falsos mitos» prodigados por la simbología capitalista.

Desmitologización

Uno de los términos fundamentales sobre los que Jesi desarrolla su fenomenología de la revuelta es «desmitologización»:

Esta «desmitologización» (Entmythologisierung) –plantea–, cuya exigencia se ha advertido en las últimas décadas en los campos filosófico y religioso, sigue estando en los márgenes (si no del todo afuera) de los problemas ideológicos de la clase explotada. Las organizaciones de esa clase, sus partidos o sindicatos, aún no han comprendido cuán indispensable es que su realidad presente estructuras propias y no imitadas de la clase opuesta. Las realidades colectivas objetivadas de la clase de los explotados son cada vez menos colectivas en la medida que imitan las estructuras propias de la clase de los explotadores98.

Pasaje clave de Jesi, en cuanto advierte de la necesidad de que las organizaciones de la clase explotada consideren el problema, propiamente ideológico, de «imitar» las estructuras de la clase opresora en vez de inventar estructuras propias. El problema de la clase oprimida comienza cuando imita y no usa, cuando replica y no inventa epifanías con las que pueda enfrentar la simbología capitalista. De ahí el subtítulo de esta obra: «Simbología de la revuelta». En cuanto conocimiento fulmíneo, la revuelta coincide con la invención de una simbología que necesariamente ha de ir a contrapelo de la simbología capitalista y que, como tal, se rige por la siguiente fórmula: a mayor imitación de las estructuras opresoras, menor potencia de la colectividad oprimida. Si la revuelta suspende el tiempo histórico provee de una cierta epoché a los falsos mitos del capitalismo. En ella tiene lugar un proceso tan singular como decisivo: la desmitologización. Desplazar los símbolos del poder, desactivar su fuerza, impedir que impregnen a la clase oprimida, implica enfrentar la «fascinación ejercida por los símbolos del poder capitalista» con el devenir incesante de epifanías, potencia que abre un flujo mitológico nuevo, desde un lugar que jamás había sido previsto.

Tal epoché, en el que se enlaza una lucha desgarradora de epifanías, designa el proceso de desmitologización:

Hemos dicho «desmitologización» y no «desmitificación». También la experiencia humana de la clase explotada corresponde fatalmente a la epifanía de determinadas imágenes míticas. No se trata de intentar, en vano, suprimirlas, sino más bien de actuar críticamente en el transcurso de la maduración de la conciencia de clase para liberar a los explotados del poder de fascinación que ejercen los mitos peculiares de los explotadores, que son, sí, falsos mitos, mitos no genuinos para los explotados, pero que ejercen el peligroso poder de símbolos eficaces99.

Lejos de la estrategia ilustrada orientada a contraponer la razón al mito, tal como acontece en la «desmitificación», la «desmitologización» no contrapone razón a mito, sino mito popular al falso mito, la simbología de la revuelta a la simbología capitalista, si se quiere. En efecto, desmitologizar no es «desmitificar» precisamente porque no se trata, en vano, de «suprimir» las «imágenes míticas» para situar el clivaje burgués que ilusoriamente distingue entre razón y mito. Más bien, todo consiste en una doble operación: por un lado, en mostrar que los mitos de la clase explotadora son «mitos no genuinos», pues nada dicen ni tienen que ver con la situación y experiencia de los explotados; por otro, resulta fundamental impedir –dirá Jesi– «(…) que los mitos genuinos de la clase explotada den origen a un sistema mitológico en el cual se apoye la estrategia de las organizaciones políticas»100. Este segundo punto es igualmente clave: para el joven egiptólogo, los mitos no pueden congelarse en un sistema que definan una estrategia, puesto que tal operación implica replicar la misma operación del «adversario» que precisamente se pretende combatir. Al contrario, para Jesi será necesario que los «mitos genuinos» sean una realidad colectiva, constituyan un lenguaje común, pero nunca el basamento de una eventual estrategia de lucha que replique miméticamente las estrategias y organizaciones de los explotadores. «Desmitologizar» será, en cierto modo, crear. Si por tal asumimos la figura del «Arca de Noé» interpretada por Said, en la que jamás algo así como una voluntad (un Dios, un hombre, etc.) resulta capaz de crear de la nada, sino siempre a la luz de ciertos materiales del pasado que irrumpirán en la escena del presente. Para Jesi, tales materiales serán los mitos que, en la eternidad del tiempo, esperan el «instante de peligro» para mixturar en la intensidad del mundo.

 

«Desmitologizar» será, en cierto sentido, crear, si por tal entendemos la composición mítica a la luz de la «autenticidad de la experiencia de la vida» de los explotados y no de una «experiencia auténtica» prodigada falsamente por los explotadores. Si el término «mito» designa más el estallido de una aneconomía que el minucioso trabajo implicado en una estrategia, la «desmitologización» subraya el trabajo crítico (teórico y práctico) concernido en la invención de nuevas formas –y no en la imitación- en el seno de una batalla ininterrumpida contra la clase explotadora.

¿Es lícito hacerse matar?, preguntaba Jesi. Si el «mito» no designa en Jesi una entidad sustancial, sino imaginal, un símbolo popular antes que del capital, tal pregunta no se anuda a una problemática jurídico-moral, sino lisa y llanamente a la irrupción del acontecimiento mítico. La «licitud» del «hacerse matar» pasa por concebir una forma de sacrificio diferente de aquella que abastece a la «simbología capitalista» que, como hemos visto, reconduce la vitalidad popular del mito hacia la petrificación de la culpa. La revuelta entiende que tal «simbología» debe naufragar si se multiplica el proceso de desmitologización. Esta última no es más que la tensión por la que la simbología de la clase explotada resulta irreductible a la de la clase explotadora. No hay conciliación de opuestos, no hay un paraje en el que la humanidad se encuentre a sí misma reconciliada: la desmitologización interrumpe la simbología dominante y sus tediosas cadenas de culpa.

En flagrante diferencia con la creencia socialdemócrata, según la cual existiría la posibilidad de erigir una razón supuestamente «objetiva» y «universal» que, premunida de una concepción histórica del progreso, escape a la mitología, para Jesi la mitología resulta la potencia decisiva de toda lucha. Solo ella brinda la «actitud crítica» que permite ejercer un trabajo de desmitologización en su doble aspecto: liberar a los mitos populares de su captura e impedir replicar las lógicas de la clase opresora en las organizaciones políticas que deberían fomentar su destrucción. Porque si la socialdemocracia apuesta por la «desmitificación» operando en base al ilusorio clivaje mito-razón es porque debe aliarse con los «militares» y/o «capitalistas» de turno; la revuelta –incomprensible para cualquier mentalidad socialdemócrata– siempre acecha con la desmitologización como una verdadera interrupción capaz de destituir a los «falsos mitos».

En otros términos, la desmitologización pone en juego una crítica que apunta a la restitución de las epifanías míticas de la clase explotada, tal como aparece en la expresión poética, en la dramaturgia y en otras formas propiamente artísticas, mas no en el «realismo socialista» que, para Jesi, no será más que la perpetuación del formalismo burgués en lo que este tuvo de eficaz para hundir a la nueva sociedad «bolchevique» después de la Revolución de Octubre101. Para usar la célebre expresión de Jaques Rancière, digamos que trabajar en la crítica desmitologizante implica producir un nuevo reparto de lo sensible en que las epifanías míticas asumen inmediatamente un carácter común al ofrecer nuevos e inexplorados usos102.

Acción

De pronto, la tierra se levanta, los que apenas respiraban ahora marchan, la frágil desesperación se torna imagen, los que tranquilos vivían en los paraísos rentados por el infierno se inquietan. El cambio en la «experiencia del tiempo» propio de la revuelta implica el «ahora o nunca» de la acción, la puesta en juego del instante como condensación pletórica de la historia, momentum que desgarra el velo de la «táctica» y la «estrategia» para naufragar en una verdadera «psicosis colectiva»: «Se trataba de actuar de una vez por todas –escribe Jesi–, y el fruto de la acción se hallaba contenido en la acción misma. Cada elección decisiva, cada acción irrevocable, signficaba estar de acuerdo con el tiempo; cada demora, estar fuera del tiempo»103. «Cambiar la experiencia del tiempo» significa condensar –al modo de una apocatástasis– el tiempo en una «cualidad insólita» en la que la acción ya no remite a un fin exterior a ella misma. De la misma forma que en Benjamin lo hacía la «violencia divina» como tensión irreductible frente a la «violencia mítica», en Jesi la revuelta redunda irreductible respecto de la simbología capitalista, trastocando el estatuto mismo de la «acción» que, al hacerla coincidente con el tiempo mítico, deja de lado su télos volcándose como una suerte de «medio puro».

Como si en Jesi no hubiera un «exterior» a la acción (la acción no es un medio para un fin ajeno a sí misma), pero tampoco funcionara como una simple «interioridad» clausurada respecto del mundo (donde la acción redunda en un fin en sí misma). En la medida que tal acción no se envuelve sino en un punto de intersección entre el mito y la historia, es decir, donde la acción no es nunca ni simplemente mito, sino sobre todo el devenir historia del mito, la diferencia entre exterior e interior, entre objetividad y subjetividad, queda radicalmente suspendida. Al indicar que «el fruto de la acción se hallaba contenido en la acción misma», Jesi lanza a la acción a un lugar cartográficamente invisible pero topológicamente real. Donde el mito se encuentra con la historia será el lugar en que se desencadena lo que Jesi denominará doble sophia.

Sin ser ni «exterior» ni «interior», la acción que tiene lugar durante la revuelta puede considerarse un verdadero medio puro que trastorna enteramente la experiencia del espacio y del tiempo, abriendo un lugar no registrable cartográficamente y un ritmo irreductible a toda cadena cronológica. La transfiguración espacio- temporal de la revuelta hace «coincidir» tiempo y acción, mito e historia en una misma intensidad. Y, tal como el propio Jesi expresó en su diferencia con Kerényi, tal «coincidencia» no concierne a los individuos, sino a una comunidad dispuesta a la batalla:

Todos experimentan la epifanía de los mismos símbolos: el espacio individual de cada uno, dominado por los propios símbolos personales, el refugio respecto del tiempo histórico que cada quien encuentra en su propia simbología y en su propia mitología individuales, se amplían y se convierten en el espacio simbólico común a toda una comunidad, el refugio respecto del tiempo histórico donde toda una comunidad encuentra una escapatoria104.

Día a día, los individuos viven una batalla solitaria. A veces los innumerables dispositivos de psicologización prevalentes en una sociedad logran contener las fuerzas, pero de pronto, casi de modo imperceptible, una agitación comienza a envolver los espacios que habitualmente se disponían como parte de la soledad. Ya no hay simples individuos, sino una comunidad que extiende multitudinariamente sus lazos a las calles, plazas, muros de la ciudad.

Todo deviene común: los símbolos se amplían, no son de algún individuo en particular, sino de todos y de nadie a la vez. La comunidad encuentra en la intensidad de una revuelta un singular «refugio» contra el aplastamiento cotidiano de sus fuerzas. Como tal, la comunidad en lucha no hace más que habitar lo que parecía inhabitable, ocupar los espacios que parecían ajenos. Por cierto, para Jesi la comunidad en cuestión no preexiste a la irrupción de la revuelta porque no puede ser concebida como una sustancia. Más bien, esta no hace más que descubrirse a sí misma en y como revuelta. Los individuos dejan sus elegantes trajes que les separan del mundo y abrazan la potencia común; sin la estridencia del capital devienen la coreografía de una revuelta.

Como un tifón que arranca de cuajo las disposiciones habituales por las que los individuos sobrellevan sus desoladas batallas, la revuelta los lanza de súbito a la «(…) fulmínea autorrealización y objetivación de sí (…)»105. Los habitantes de una ciudad la recorren habitualmente amando algunos lugares, depositando en ellos algunos recuerdos individuales acaso especialmente intensos que marcarán biográficamente a cada uno. Sin embargo, en el instante de la revuelta la diferencia entre el yo y los otros se disloca, deviniendo un amor a la propia ciudad:

(…) propia, por ser del yo y al mismo tiempo de los «otros»; propia, por ser el campo de una batalla elegida y que la comunidad ha elegido; propia, por ser el espacio circunscripto en el cual el tiempo histórico está suspendido y en el cual cada acto vale por sí solo, en sus consecuencias absolutamente inmediatas (…) A la hora de la revuelta dejamos de estar solos en la ciudad106.

La ciudad pasa a ser «propia» en un triple sentido: en primer lugar, porque desactiva la diferencia entre el «yo» y los «otros», pues la ciudad deja de ser de sus «dueños» y deviene enteramente común; en segundo lugar, porque se despliega en una miríada de luchas especialmente intensas que, hasta cierto punto, han sido elegidas por la misma comunidad; y en tercer lugar, porque resulta ser un trastorno de la temporalidad en la que los días del calendario se contraen a un solo instante de suspensión del tiempo histórico. Sin embargo, el término «propio» que usa Jesi no puede identificarse sin más al reducto marcado por la soberanía. Más bien, «propio» designa una «propiedad» paradójicamente «inapropiable» puesto que se trata de un devenir común. Como una válvula con la que una comunidad encuentra su propia «autorrealización» y «objetivación» de sí, la revuelta es el umbral por el que una comunidad inunda la ciudad y la vuelve a amar. Una «válvula» que, por cierto, seguirá siendo burguesa pero que llevará la marca de su «exasperación», dirá Jesi. La ciudad ya no es más la de la clase explotadora –no es ella misma un «falso mito» para sus habitantes–, sino que la clase explotada se ha apropiado de ella. La soledad no existe. Todo redunda común. Los espacios vacíos, abandonados en el laberinto heterotópico de las ciudades, las carreteras con su asfalto, los muros con su cemento son súbitamente habitados, usados como acaso alguna vez.

Doble sophia

La experiencia de la revuelta resulta monstruosa. Todo aquello que yacía ordenado se mezcla, cruza, encuentra el choque perfecto para devenir otro de sí. Nadie se aísla del mundo, sino más bien se abalanzan sobre él. Le habitan como alguna vez soñaron, como jamás pudieron. Una verdadera intersección del tiempo mítico y el tiempo histórico ha tenido lugar, entre el símbolo y la historia que Jesi caracterizará bajo una cierta fórmula nietzscheana del eterno retorno y el de una vez y para siempre. Un pensamiento de la intersección –que con Coccia denominaremos «mixtura»– no es más que aquel en el que se pone en juego lo que llamaremos un mundo imaginal en el que la intersección no es un simple paso, sino un lugar en el que espacio y tiempo se han visto contraídos107.

La epifanía es la «manifestación de la verdad» que, como tal, suscita el «pasado mañana», abriendo un mundo posible en el seno del mundo actual, un mundo nuevo en medio del mundo viejo, como si el mundo experimentara una fractura sin límite preciso y el llanto que dice SÍ a la vida brotara de sus propias entrañas: «Si lo que importa es solo el hoy o el mañana, no existe acción más reprobable que la revuelta. Pero si el “pasado mañana” cuenta, y cuenta más que el hoy y que el mañana, la revuelta es un hecho altamente positivo»108. Ni el «hoy» ni el «mañana» –marcas del tiempo cronológico– conciernen a la revuelta, sino siempre y únicamente al «pasado mañana» como aquel que se experimenta con la suscitación de su «anticipada epifanía». No se ocupa de cuestiones de táctica o estrategia circunscritas a la dinámica de los medios y los fines, sino de traer al presente una imagen que precise de un cambio histórico de «larguísimo plazo», dirá Jesi. Un plazo que no puede ser calculable (de ahí el término que usa Jesi de «larguísimo plazo») y, sin embargo, gracias a sus epifanías míticas, su posibilidad resulta enteramente imaginable. Imaginar deja de ser el goce de los que pretenden huir del mundo, y se convierte en la condición para habitarle. En cierto modo, Jesi ha entendido que la epifanía mítica no es una representación, sino una experiencia del mundo por venir (una «verdad») y, por ello, ha dejado entrever que la imaginación, en la medida que se desata en una revuelta que, por serlo, ha dado a luz un mundo nuevo, no sería más que la forma originaria en que las criaturas habitan el mundo. «Habitar» aquí es inventar o, si se quiere, crear (en el sentido que Said leía el Arca de Noé), puesto que ningún lugar está dado de suyo sino siempre ha de ser abierto, como quien horada un muro con un martillo. La revuelta es precisamente el hacerse lugar en un sitio exento de lugar, o más bien la revuelta es un modo de habitar.

 

Que la epifanía mítica sea una experiencia por la que una comunidad llega a habitar el mundo, implica un trastorno radical del tiempo. La revolución será el momento del hoy y del mañana, en el que el tiempo histórico restituye la teleología y el cálculo recupera su reino; la revuelta, en cambio, quiebra su continuum restituyendo el «hoy absoluto», aquel que aparece como un tiempo «ahora». Más aún, en cuanto la revuelta pone en juego un incalculable, ofrece un «(…) parto del pasado mañana»109. En cuanto «parto del pasado mañana», la revuelta implica nada más que un inicio. La expresión «pasado mañana» no ha de entenderse cronológicamente, sino mitológicamente: indica el «larguísimo tiempo» imposible de medir, en el que se abren las epifanías que, en su mismo acontecer, traen a lo por venir. Sin fecha predecible, sin calendario calculable, la revuelta es un excedente respecto de la revolución, su resto.

La revuelta es «parto», la revolución es «desarrollo». Algo nace con la revuelta que no tiene contemplación con la cronología que impone el hoy ni el mañana, tal como defiende la revolución. Se trata del «pasado mañana», una temporalidad que ya no obedece ni se deja domesticar por el historicismo, sino que hace jugar los resquicios epifánicos que, con Sohrawardi, hemos llamado mundo imaginal. Como «parto», la revuelta no puede más que ser inactual respecto de sí. En su inactualidad asume el carácter constitutivamente antinómico de la existencia.

En efecto, el abismo que abre la revuelta, en rigor, funcionará para Jesi como una antinomia constitutiva a la propia existencia humana, en la que se pondrá en juego la discontinuidad entre mito e historia, símbolo y contingencia, entre una temporalidad que jamás puede coincidir consigo misma porque se resuelve entre la «inmovilidad» del mito y la «dinámica» de la historia. Mas tal antinomia no tiene lugar en el vacío, sino que atraviesa enteramente al hombre como verdadero «punto de intersección»: «La incompatibilidad entre el tiempo histórico y el tiempo mítico asume así el aspecto de antinomia entre la vida y la muerte; pero tiempo histórico y tiempo mítico, vida y muerte, tienen un elemento de contacto: el hombre, partícipe a la vez de la historia y del mito»110. El arrojo de la revuelta expresa el modo en que al interior del hombre están en juego fuerzas heterogéneas, un salto entre una fuerza que excede a la otra. Pero, sobre todo, coincidiendo con la noción de «violencia divina» en Benjamin, tal «intersección» remite a la relación de lo humano para con lo in-humano.

En cuanto «partícipe a la vez de la historia y del mito», no habrá reducto mítico que pertenezca al «hombre» en cuanto sujeto; más bien será este último quien será atravesado por el instante mismo de la revuelta. Esta última asume el lugar de conjunción entre lo cosmológico y lo antropológico, la abyección de un choque de fuerzas in-humanas y humanas que estallan –y habitan– en el seno de lo humano, de una antinomia inescapable a la propia revuelta que, sin embargo, impide que algún «falso mito» pueda copar completamente el campo simbólico, abriendo cada vez el rostro de una posible batalla. Como indicó Freud con la tópica en que lo inconsciente funciona como origen de lo consciente, el mito lo hace para con la historia y en su intersección se anuda el hombre atravesado por fuerzas irreductibles.

El joven egiptólogo denominará tal antinomia bajo el término doble sophia: la inactualidad de la revuelta, su ser «parto», cataliza las fuerzas heterogéneas que pone en juego en tanto experiencia singular de la «suspensión del tiempo histórico». Y tal experiencia dará como efecto a un «yo» atravesado de vida y muerte:

El yo, pues, en el instante en que es consciente de sí, también está hecho de muerte, y su abismarse en la muerte se consuma perennemente durante esa que solemos considerar la vida del hombre. El yo, pues, conoce al mismo tiempo la vida y la muerte, la permanencia y la destrucción de sí, el tiempo histórico y el tiempo del mito. Es el elemento común, el punto de intersección, entre dos universos: el de la vida y el tiempo histórico, el de la muerte y el tiempo mítico111.

Lejos de ser una instancia plena respecto de sí, el «yo» resulta ser para Jesi un efecto del choque entre dos fuerzas, entre la muerte que se expresa en la eternidad del tiempo mítico y la vida que asume la contingencia del tiempo histórico. Más bien, el «yo» se presenta como un médium o «punto de intersección» entre dos temporalidades que resuenan en el pliegue de los cuerpos. No se trata, entonces, de un «yo» sustancia (como tampoco se trata de un mito sustancia) ni de un «yo» función, sino de un «yo» médium que nubla la concepción de la psicología burguesa, pues disuelve toda pretensión antropológica presupuesta en la noción de una conciencia, persona o sujeto. Antes bien: el «yo» no es más que una doble sophia de fuerzas entremezcladas, en las que el mito y la historia devienen una verdadera «experiencia de la suspensión del tiempo histórico» que la revuelta pondrá dramáticamente en escena.

Uso de los cuerpos

El tercer ciclo de la saga Homo sacer que Giorgio Agamben había desarrollado desde 1995 y que en el 2014 encuentra el último volumen de su publicación, no está dedicado a las máquinas y sus diferentes formas de operosidad, sino a la acción que las revoca: el problema del uso. En ello reside la novedad para con los volúmenes anteriores de la saga. Para ello, Agamben hace un fino comentario en torno a una expresión que aparece en el pasaje 1254b, 18 de la Política de Aristóteles: «uso de los cuerpos»112.

Como se sabe, tal expresión refiere al lugar que Aristóteles confiere al esclavo que Agamben resumirá en cinco puntos para terminar la conclusión que le interesará destacar: en primer lugar, el «uso de los cuerpos» designa una actividad «improductiva», justamente, a diferencia del paradigma economicista que, frecuentemente, identifica al esclavo como parte de una actividad productiva no asalariada, no libre; en segundo lugar, la expresión «uso de los cuerpos» define una «zona de indiferencia» entre los cuerpos del amo y del esclavo, pues en ella no hay posibilidad de distinguir entre el cuerpo propio y el cuerpo del otro, en la medida que se produce una suerte de circularidad entre el cuerpo del patrón y el cuerpo del esclavo dispuestos a un uso mutuo; en tercer lugar, el cuerpo del esclavo se sitúa, a su vez, en una zona de indiferencia «entre el instrumento artificial y el cuerpo viviente» y, por tanto, en un lugar medio entre physis y nómos; en cuarto lugar, el «uso de los cuerpos» –dice Agamben– no puede ser reducido ni a la poiesis ni a la praxis o, lo que es igual, ni a una producción ni a una acción; en quinto y último lugar, Agamben subraya que, en la medida que el esclavo se define a través de este «uso de los cuerpos», se presenta como «(…) el hombre sin obra (…)»113 que, sin embargo, vuelve posible la «(…) realización de la obra del hombre (…)»114. A partir de estas cinco propuestas, Agamben concluye: «(…) el uso del cuerpo se sitúa en la zona indecidible entre zoé y bíos, entre la casa y la ciudad, entre la physis y el nómos, es posible que el esclavo represente la captura del derecho de una figura del actuar humano que nos queda por deliberar»115. Agamben dirige todo su esfuerzo a atender a esa figura marginal en la historia de la filosofía política como es la del esclavo. Un marginal que aparece como exento de obra y donde el derecho habría terminado por capturar en función de impedir la emergencia de una forma del actuar humano que, yendo más allá de la producción y la acción, abre las condiciones para pensar en una verdadera teoría política que desplace la tradicional y operosa noción de «acción» por la marginal e inoperosa noción de «uso». Más aún: no se trata más de pensar la política desde el punto de vista de los opresores (en este caso los «libres») sino desde los oprimidos (los esclavos) en la medida que ellos pudieran ofrecer ese «verdadero estado de excepción» que, como diría Benjamin, nos posicione de mejor manera frente al asedio del fascismo.

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