Animal de medianoche

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–Si te quitas ese cuchillo del cuello te desangrarás y morirás, así que mejor quédate ahí hasta que llame a la policía. Ellos sabrán qué hacer –dije yo, intentando mantener la calma.

Saqué mi teléfono del bolsillo. Mi pasajero convertido en vil asesino impotente me veía desde el suelo, humillado y condenado por un punzante dolor. No sé qué fue lo que cruzó su mente en ese momento, si quería mantener intacto su honor ante la terrible derrota o si quería ahorrarse los incluso mayores dolores del posterior castigo que le imputarían las autoridades, no lo sé. Lo único que sé es cómo ese hombre rodeó el mango de la navaja con sus dedos y sé cómo se extrajo el filo de la carne en un último despliegue de sus habilidades humanas; también sé cómo se sintió cuando un chorro de sangre caliente proveniente de las arterias abiertas del moribundo salpicó mi ropa… dos cadáveres que debía explicar a la policía; grandísima, putísima, carajísima e interestelar mierda de caballo mutante. Mejor irse de aquí, ta-tá. No, muy tarde, escuché las patrullas policiales que se acercaban a la escena, era imposible que no hayan oído cuatro malditos disparos. Decidí que lo mejor era esperarlos e intentar razonar con ellos, contarles lo que pasó; huir me hubiera hecho parecer culpable de dos homicidios en primer grado. Me metí en el coche y abrí la guantera, saqué una cajetilla de cigarrillos junto al infaltable encendedor. Volví a salir del auto y me senté en el suelo, coloqué la colilla entre mis labios y encendí el tabaco… y a esperar, me dije… cerré los ojos… volví a abrirlos, una idea había surcado mi cabeza. Tomé la navaja ensangrentada que yacía en el suelo, la lavé con un poco del alcohol guardado en el botiquín y después apunté el filo hacia mí. Tomé una larga bocanada de aire, las sirenas cada vez estaban más cerca, era ahora o nunca… puta mierda, puta mierda de caballo, puta mierda de caballo mutante. Cerré los ojos… en un hábil movimiento de samurái realizándose el seppuku hundí el cuchillo hasta las profundidades de mi abdomen. Me quedé sin aire. Volví a extraer el cuchillo de mi piel y lo arrojé a un lado del cadáver de mi querido pasajero de la maleta. Ahora sí, era hora de sentarse a esperar, otro cigarrillo.

Días después me encontraba recostado en la camilla del hospital, aún adolorido por esa puñalada autoinflingida. Hasta donde sabía, los policías se estaban tragando bastante bien mi historia, exitosamente sazonada con la profunda herida de mi abdomen. Me enteré que el hombre que interpretó el papel de mi pasajero en esta historia se llamaba Vladimir Mendoza, un sujeto que durante la mañana de ese fatídico día había asesinado a su familia para después descuartizarlos en pedacitos, los cuales empezó a desperdigar por toda la ciudad en un astuto intento de despistar a la policía. Con mi ayuda encontraron todas las piezas putrefactas de las víctimas. Al final esos “documentos” de los que se estuvo deshaciendo toda la noche eran las cabezas, brazos y piernas de su esposa e hijas. Todavía no entiendo qué es lo que lleva a un hombre a matar a toda tu familia tan sádicamente. Si quería empezar una nueva vida tal y como él me contó, ¿no era más fácil simplemente divorciarse y ya? No sé, quizá sea la persona menos indicada para opinar, considerando que no soy ningún jodido iluminado.

Y ahora se preguntarán, ¿qué fue de mí después de tan traumática experiencia? Ese vacío que empezaba a consumir cada rincón de mi vida fue mermado definitivamente. Aún no sé exactamente por qué, quizá una experiencia tan cercana a la muerte como la que viví yo ese día hizo que me replanteara la existencia. Me gusta esa teoría, sin embargo hay otra que la verdad me convence más, y que incluso podría explicar las motivaciones de mi pasajero de medianoche y también las de mi corrompido examigo, pero que a la vez me aterra aceptar. Pienso que lo que necesitaba en esa etapa de mi vida era ver directamente a la cara de mis más bajos y salvajes instintos… instintos aplacados esa violenta noche cuando oí los sanguinarios rugidos de los leones de la jungla de asfalto.

Sobre las decisiones precipitadas y la naturaleza caótica del universo

El ser humano, esa máquina de interesante funcionar, movido por invisibles motores sagrados, alimentado por la magia de las dulces emociones que nublan la fría lógica del universo, que siempre nos recuerda que no importa cuánto lloremos, riamos o amemos, somos simple abono tan valioso como una lombriz, tan frágil como el cristal y tan desechable como todo lo que fabrican los sistemas modernos de producción. El ser humano, ese ente que se considera tan especial postrado en su trono erigido sobre las artes y las ciencias, tan frágiles estas últimas como él mismo, ya que sin seres humanos pululando por los ríos confluyentes del aquí y el ahora no existiría forma alguna de apreciar la magnificencia de su casi ilimitada creatividad.

Bueno, la historia que ahora nos compete se centra en uno de esos seres humanos, movidos por el misterioso funcionar de los invisibles motores sagrados. Como cada uno de esos extraños seres lampiños que andan en dos patas, tiene un nombre, un primer establecimiento de identidad, una carta de presentación asignada sin posibilidad de elección alguna, ya que el extraño e invisible motor sagrado de alguien más decide eso por nosotros. Sin embargo, en este caso nos dirigiremos al protagonista como… “nombre genérico número 1908”, porque cuando nos encontramos con alguien por la calle, el primer contacto, la verdadera carta de presentación es… sí, el rostro, la administradora de nuestros gestos, la que regenta nuestro sentir y lo evidencia al resto de la humanidad; no el nombre, simple estigmatización de la faz, una mera manera de formalizar una nueva relación humana. En este caso el rostro que nos compete le pertenecía a un hombre joven, en un rango de edad de entre veinte a veintidós años, de facciones delicadas, casi femeninas (si se deja crecer un poco más la cabellera tranquilamente lo pueden confundir con una hembra humana), sobre todo en las dionisias fiestas, donde todos pierden el hilo del mundo tangible para empezar a introducirse en su propio mundo corrupto. “¿Cómo estás, preciosa?” Dice un alcoholizado hombre-oso de poderosos brazos, que decide huir en cuanto se percata que 1908 es un varón con un rostro lleno de vellos mal afeitados. Esa mañana, 1908 tenía el rostro bien afeitado, cosa que en ese momento vio como una mala decisión, ya que el frío rasguñaba su fina tez con sus garras gélidas; una barba habría sido una barrera defensiva más que eficaz, sí, señor.

El joven 1908 se dirigió a una de esas paradas de buses, ya saben, esos puntos geográficos estratégicamente posicionados en zonas centrales muy concurridas, donde buses de variopintas formas recogen a los pasajeros que se enfilan en largas columnas para ingresar ordenadamente a los vehículos que van llegando. 1908 estaba en una de estas filas, él a la cabeza. No se percató cuando llegaron los demás transeúntes a posicionarse detrás de él, simplemente llegó y se paró en esa esquina donde los buses acostumbraban a detenerse para llenar sus asientos con fofas posaderas de oficinistas. Mientras los minutos iban pasando la fila se hacía más y más larga, pero ningún mentado bus llegaba nunca. Mierda, ¿acaso se habrán dormido en sus laureles?, pensó 1908, ¿por qué no hay buses? ¿Habrán movido su parada a otro sitio? 1908 era así, siempre lo fue, bastante paranoico; cuando las cosas no salían como él esperaba empezaba a elucubrar teorías de conspiración que únicamente lograban ponerlo más nervioso de lo que ya estaba. ¿Habrá muerto alguien? ¿Un accidente? ¿La tercera guerra mundial? Obviamente nunca pasaba nada, pero ese inherente sentido de la calamidad, que antaño ayudó a nuestros ancestros a sobrevivir en un entorno tan hostil como la naturaleza virgen y que ahora sólo sirve para inquietar ciegamente a nuestros sentidos acostumbrados a la comodidad de las ciudades, no lo dejaría tan fácilmente.

1908 observó su reloj pulsera; el tiempo avanzaba, se hacía más y más tarde. En teoría ya debía estar acurrucado en el cuero del asiento de un bus, encaminándose a su destino, el mundo de la educación universitaria; para empeorar las cosas, ese mismo día tenía un importante examen al que no debía faltar bajo ningún pretexto. Decidió esperar un poco más, mientras tanto, observaba a las demás personas que construían la fila detrás de él. Todos estaban tensos, viendo cada uno la hora en su propio reloj, preguntándose cuándo llegarían los malditos buses. Por depender del transporte público, supongo, pensó 1908. Pasaron otros diez minutos y no había señal alguna de la proximidad de los vehículos. Algunos, pensando que la espera era inútil, se salieron de la fila en busca de rutas alternativas para llegar a sus destinos. 1908 no se movió, prefirió pensar en los pros y contras de salirse de la fila en ese punto. La universidad a la que asistía se encontraba bastante lejos, a una hora aproximadamente. Si se sale de la fila en busca de otros medios de transporte perdería mucho tiempo, daría varias vueltas antes de llegar finalmente a su destino. El bus que esperaba y que nunca llegaba tenía la ventaja de que lo dejaba a unas cuantas cuadras de su centro educativo, por lo que era la apuesta más conveniente de lejos.

Sin embargo, el tiempo pasaba, otros diez minutos y ninguna señal del pinche bus. 1908 empezó a lanzar injurias dentro de su cabeza. Mierda, ¿cómo esos cabrones se atreven a hacernos algo así? Deberían pensar que tienen pasajeros que cuentan con ellos, malditos cabrones, hijos de puta. Ante la ausencia cada vez más inquietante de los buses, 1908 decidió finalmente salirse de la fila para encontrar otras rutas, las cuales a pesar de que eran más lentas, eran más seguras.

 

Pobre de él cuando decidió voltearse para ver a los infelices que habían decidido permanecer en la fila hasta el último minuto: vio cómo un bus por fin se dignaba a aparecer para recoger a la iracunda masa de gente desesperada por llegar a sus respectivos destinos. 1908 corrió y corrió para intentar colarse en el bus, pero ya era demasiado tarde, estaba lleno. El vehículo arrancó, dejándolo a él y a un grupo de pasajeros. El joven de afeminado rostro contempló la fila, estaba tan grande como antes y ahora debía ir hasta el final de la misma para esperar la llegada de otro bus, que solamente la omnisciencia de seres divinos puede determinar cuándo llegará. 1908 intentó aguantarse la infinita frustración mientras se encaminaba al final de la fila, resignado. Podría perder mi examen, sólo este, ya veré cómo recuperarlo, pensaba el joven para reconsiderarlo justo después, recordando las contundentes palabras de la docente: “no hay forma de recuperar este examen, lo pierden, lo cagan”. Quizá no lo dijo exactamente así, pero sirve para poner de manifiesto la gravedad del asunto.

Sin embargo, la buena fortuna, o más bien la disposición caótica de los elementos del universo, le sonrió en ese momento de duelo. Un taxi de ruta fija (mejor conocido simplemente como trufi) apareció por la calle adyacente. El vehículo tenía un cartel en su parabrisas que enunciaba la ruta que seguía, exactamente la misma recorrida por los buses que estos primates lampiños enfilados esperaban impacientemente. Era obvio que era un ladrón de pasajeros que aprovechaba la ausencia de los buses para lucrar un dinerillo tan rápido como el tiempo invertido en llegar de este punto A al B. En cuanto la fila se percató de la presencia de este domador de sudorosas fieras de oficina, se abalanzaron sobre él, incluido 1908, que obviamente no podía perderse esta oportunidad. Parecía un tsunami de cuerpos nerviosos y tensos, todos intentando colarse en el interior del carrito, más compacto que un bus convencional, capaz de albergar hasta quince personas; el pequeño trufi no podía aguantar más de siete homo sapiens; no se necesita ser muy avispado para ver que no iba a aguantar la presión de esa marea humana desquiciada por la falta de medios de transporte a su disposición. Dos señoras gordas que luchaban por ingresar al auto bloqueaban la entrada con sus grasosas carnes. Los más vivos rodearon el vehículo y entraron por la puerta del lado contrario, entre ellos 1908, que para algo iba a la maldita universidad. El vehículo se llenó vertiginosamente rápido, dejando a las dos ballenas fuera, ya que no fueron lo suficientemente avispados como para seguir los pasos de sus contrincantes hasta la puerta del otro lado.

Cuando 1908 se halló a sí mismo dentro del coche sintió un alivio tal que sus músculos temblaron, liberándose de la terrible tensión que acarreaban desde los primeros rayos del alba. Quizá llegaría unos minutos tarde a sus clases, pero no llegaría tan tarde como si hubiera decidido tomar un camino alternativo; además, el hecho de que el vehículo en el que se encontraba ahora era un trufi y no un bus hacía las cosas incluso más favorables, ya que su tamaño más compactos le permite desplazarse con mayor velocidad y puede sortear con mucha más facilidad los molestos embotellamientos, que a esta hora son infaltables.

Y, como había previsto, el trufi recorrió vertiginosamente las serpenteantes calles, dejando por el camino a los pasajeros en sus propias paradas, recogiendo a otros que ocupaban sus lugares, hasta finalmente llegar al destino.

–¡Me quedo! –dijo 1908 con voz amable pero firme, haciendo que el caballo de acero derrapara sobre el asfalto y se detuviera por el orden natural de los sucesos.

1908 se bajó del vehículo y le pagó al conductor el monto que siempre había pagado por ese recorrido: cinco pesos, pesetas, rupias, da igual, una moneda con un cinco grabado en el medio. El joven empezó a alejarse del coche cuando la voz del conductor lo detuvo.

–¡Amigo! –emergió del asiento del conductor, turbando las partículas del aire hasta los oídos de 1908–. ¡Faltan dos pesos más!

Y he aquí cuando los invisibles motores sagrados vuelven a ponerse en marcha. Sin saber muy bien el porqué, quizá por el intenso estrés causado por la tardanza de los buses, sumado a su paranoia natural; quizá porque necesitaba una forma de liberarse de toda esa ira que cargaba en su pecho desde que se sintió traicionado por sus conductores predilectos, quizá por inercia o quizá simplemente porque dentro de cada uno de nosotros existe esa sombra que encarna nuestro ser más profundo y reprimido, capaz de cometer las mayores atrocidades si se le deja pulular a sus anchas por ahí. Nadie sabe con certeza la razón por la que hace la mayoría de las cosas o los motivos que le llevan a tomar X decisión; es como una delgada línea que separa la acción de la inacción, cruzas esa línea y puedes ganar o perder todo. Cuando 1908 bailó en una discoteca por primera vez también tuvo que cruzar esa delgada línea, bailar, no bailar, respirar el aroma de la vergüenza, dejarse llevar por el calor alcohólico del momento, quedarse en el lado de la inacción o cruzar al otro lado y sentir el soplo del movimiento retumbando dentro de mí, nena. Y ahora helo ahí, de nuevo ante la línea que resume casi todas las decisiones del ser humano.

1908 empezó a susurrar para sus propios oídos de forma compulsiva: “dos pesos más, dos pesos más, pagarle dos pesos más”. 1908 se volteó y se acercó al vehículo del que acababa de liberarse. Sacó su billetera del bolsillo de su pantalón, abrió el cierre y sumergió su mano en busca de los pedazos circulares de valioso metal. Sin embargo, lo que sacó no fueron monedas, sino un glorioso dedo del medio levantado majestuosamente, sobresaliendo de entre todos los demás dedos doblados sobre sí mismos, sumergidos en un letargo inducido por el gesto obsceno de 1908. El joven acercó el insulto hacia el conductor, el cual había estirado su mano para recibir las invisibles monedas. Quería que el chofer viera cuidadosamente su símbolo insultante. Durante todo el tiempo que 1908 tuvo su mano malcriada ante los ojos ofendidos del taxista de ruta fija, observó su rostro, era un rostro rechoncho y bigotón, de piel bronceada por el sol y un poco calvo.

Cuando 1908 sintió que la humillación propiciada era más que suficiente, se alejó del auto y cerró la puerta detrás de sí con tosquedad. No voy a pagar dos putos pesos más, pensaba mientras se alejaba, no, señor, claro que no. Aunque pensándolo bien, la demanda de ese pobre chofer de trufi no era algo fuera de lugar en absoluto; debemos recordar que estaba conduciendo un taxi de ruta fija, recalco la palabra taxi, un vehículo considerablemente más pequeño que un bus, incapaz de albergar en su haber a una ingente cantidad de fofas y sudorosas pompas nerviosas. Es bastante razonable que exija un poco más de dinero por su servicio de transporte para poder compensar su falta de espacio interno que no le permite recoger una sustanciosa cantidad de pasajeros.

En ese momento el juvenil corazón de 1908 latía sin control, la adrenalina recorría cada milímetro cúbico de su sangre; nunca había hecho algo así, ni siquiera cuando la situación lo ameritaba. Siempre fue en extremo sumiso, ¿por qué en ese preciso momento había resuelto actuar de esa vulgar manera? Ni él mismo se lo explicaba, sólo sabía que se había ahorrado dos pesos más para su jugo de media mañana, y en el proceso había demostrado ser una persona que no se dejaba amedrentar fácilmente… o al menos lo aparentó en ese momento. No hay que olvidar la verdadera naturaleza de 1908, oculta en la profundidad del abismo de su alma: es un maldito paranoide. Quizá los primeros quince segundos se sintió imparable, hasta esbozó una sonrisa de satisfacción por haberse mostrado fuerte y cabrón, pero obviamente eso no duró hasta el final del día, damn, ni siquiera duró unos cuantos minutos.

Cuando 1908 subía por la calle que lo llevaba a su universidad escuchó un coche acercándose ominosamente hacia él. Temiendo que se tratara del conductor que lo perseguía en busca de venganza, se volteó para encararlo, pero no era el conductor al que había ofendido, era un coche cualquiera que recorría esa calle a esa precisa hora, no podía ser el mismo coche porque el trufi al que 1908 se había subido era de un azul metálico, y este era más bien carmesí. El joven prosiguió su camino sin darle más vueltas al asunto, pero en cuanto escuchó el motor de otro caballo metálico acercándose, volvió a girarse vertiginosamente para descubrir quién era el acosador motorizado que lo seguía. Obviamente ninguno, otro simple auto genérico, éste de un verde amarillento que 1908 consideró bastante bonito. 1908 no pudo calmar sus nervios alimentados por la leña de su propia mente hasta que recordó algo que debió considerar desde el principio, es un taxi de ruta fija, aun si quisiera cobrar su venganza, no podría despegarse de su ruta previamente asignada para ponerse a perseguirme, tiene su trabajo establecido y sus propios problemas, ya llegarán otros dos pesos extra de alguien más. Sólo entonces 1908 pudo llegar a su destino sin dilación para el examen, para su suerte, unos simples y nada relevantes cinco minutos tarde, o más bien para su infortunio, ya que recordó que no había estudiado debidamente, carajo.

Un mortal cualquiera creería así que la historia llegó a su fin, suposición bastante equivocada, ya que si algo nos ha enseñado la naturaleza caótica del universo es que tiene un extraño sentido del humor. Algunos le llaman karma, yo prefiero llamarlo (citando a Saramago) “el orden sin descifrar dentro del caos”. Sólo hay que considerar con cautela lo que ocurrió esa precisa mañana, cuando 1908 se levantó de su cama con el albor del día. Desayunó, se acicaló los dientes y el rostro, salió más o menos a las ocho y media de su casa, su destino, la casa de su mejor amigo, que le había invitado a alcoholizarse junto con otros compañeros de parranda; claro que 1908 no podía rechazar las tentaciones de la borrachera en una mañana de fin de semana. Así salió, cargando su morral que llevaba en su interior un parlante para escuchar las notas del bajo de Peter Hook a todo volumen, al lado del dispositivo de audio había una botella de Fernet que extrajo de la bodega de su tío. Se sentía preparado para afrontar la farra, pero esa preparación conllevó a una serie de nuevos sucesos interconectados tempo-espacialmente, muy alejados de la imaginación de las mentes mortales de los primates lampiños, pero muy presentes en la visión de este narrador en calidad de contador omnisciente.

Si 1908 no hubiera bajado hasta la bodega de su tío para recoger la botella de precioso líquido ámbar oscuro, hubiera alcanzado a tomar el último asiento de un bus que pasaba, que ante la ausencia de 1908 recogió a otro pasajero que esperaba más adelante. Como 1908 no pudo tomar ese bus en específico, tuvo que esperar a otro, otro que nunca llegaba. 1908 tuvo que emigrar en busca de otra parada, que sabía se encontraba unas cuatro cuadras más arriba. 1908 recorrió la calle hasta el siguiente punto estratégico para tomar transporte público, sin dudar en ningún momento de sus firmes y continuos pasos. Llegó finalmente a la parada, casualmente al mismo tiempo que un bus se aproximaba. 1908 levantó levemente el brazo para hacerle señas de stop al vehículo, pero detuvo su acción casi inmediatamente en cuanto se percató de que en el interior del coche se encontraba su ex, con la que tuvo una ruptura particularmente vergonzosa y dolorosa. Decidió esperar al siguiente bus, que pudo distinguir viniendo a unas cuadras abajo. Finalmente se embarcó en el bus y pudo continuar su recorrido hasta la casa de su amigo, que vivía relativamente lejos. Después de este coche debía montarse en otro más, esta vez un trufi, que lo dejaba justo en la puerta de su amigo. Si se hubiera subido al bus que albergaba a su ex, hubiera llegado mucho más pronto a la siguiente parada de coches, y se hubiera sentado en el último asiento disponible del taxi de ruta fija próximo a salir. Pero como tardó unos segundos más en llegar a la parada, el último asiento disponible del coche fue ocupado por alguien más, ese coche partió y 1908 tuvo que subirse al siguiente trufi de la fila.

Y he aquí los motores sagrados que mueven los engranajes invisibles del caótico universo, esos motores de dulces y crueles voces que nos gritan en el rostro sordas palabras de reprimenda, lo suficientemente implícitas para que nadie se entere de la evidente riña. 1908 se sentó en el asiento del acompañante del conductor; 1908 miró a su lado y vio a quien iba a ser su anfitrión por el resto de ese viaje. Inmediatamente reconoció ese rostro rechoncho y bigotón, bronceado por el sol y un poco calvo. Oh, dulce ironía, ahora era más que obvio que ese conductor tenía como ruta normal ésta, y no la otra, a la que se metió como lobo ladrón de ganado. El conductor también se percató de a quién tenía al lado, al pequeño hijo de puta que lo humilló frente a sus pasajeros.

 

Por supuesto que 1908 se dio cuenta de que el chofer se había dado cuenta de que él se dio cuenta de quién era. Una gota de sudor frío recorrió su frente, su sentido de la calamidad próxima se había vuelto a activar. Me voy a morir, pensó el joven y ,para sorpresa de todos, en esta ocasión tenía razón, pero no por nada sino por su propia estupidez, que nadie es consciente de la capacidad destructiva que tiene la estupidez. Primero 1908 quiso bajar del coche, pero ya era muy tarde, el vehículo ya estaba lleno y listo para partir; el trufi arrancó y se despegó de la esquina que servía de parada. Ya en la carretera y ante el evidente encierro de 1908, el chofer habló.

–No esperaba volver a verte, maldición. Ahora me pagarás el doble por esta carrera.

Pero 1908 hacía oídos sordos debido a su profundo nerviosismo. Sólo alcanzó a musitar:

–Me quiero bajar. Me quiero bajar –repitió mientras intentaba abrir la puerta.

El chofer intentó detenerlo, apartando su vista de la carretera repleta de vehículos. Sin embargo, no alcanzó a detener la mano inquieta de 1908, la cual logró quitarle el seguro a la puerta y abrirla. Lo siguiente que ocurrió era el predecible efecto dominó, tan común cuando tantos elementos se encuentran en un ecosistema en equilibrio fácilmente perturbable. En cuanto la puerta se abrió, un coche que venía por detrás a toda velocidad se estrelló contra la misma, arrancándola con brutal violencia y dejando pedazos de vidrio y plástico esparcidos por el suelo. Ante la impactante escena, el chofer estalló en cólera.

–¡Ahora este viaje te costará mucho más caro, pelotudo hijo de mil putas! –exclamaba iracundo.

1908 sólo pudo responder con un intento de huida, el cual no era muy sensato en ese preciso momento, considerando que se encontraba en medio de una carretera fuertemente transitada. 1908 se bajó del coche a toda velocidad. Sólo había recorrido unos cuantos metros cuando un poderoso camión lo interceptó, golpeando brutalmente su blandengue cuerpecito con su parachoques y pulverizando sus huesos con las pesadas llantas de caucho. Murió al instante; el viaje sí que le salió caro.

Ahora pregunto, ¿de quién es la culpa? ¿De las ansias alcohólicas de 1908? ¿De su estupidez? ¿Del Fernet que fue a recoger en la bodega? ¿De la ex? ¿De la cuidadosa disposición de los elementos en el espacio tiempo? ¿De la naturaleza caótica del universo? Quizá sea culpa de sus padres, que por satisfacer sus deseos carnales trajeron al mundo a un desdichado primate lampiño y le otorgaron la gracia de la consciencia o quizá sería mejor culpar a sus abuelos por haber parido a sus padres. Quién sabe, al final no intento inculcar mensaje alguno, más bien cuestionar los motores sagrados, invisibles e indescifrables. Arte, arte es lo único que puede hacerles frente. Y así colorín colorado, esta historia ha terminado.

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