Breve historia de los alimentos y la cocina

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BIEN Y BUEN YANTAR

“Debemos buscar a alguien con quien comer

y beber, antes de buscar algo que comer y beber,

porque comer solo es llevar vida

de un león o de un lobo”.

Epicuro

“¿Dónde se explaya con toda libertad

el corazón del hombre sino en la mesa?”.

J. de Urcullu

El organismo gasta muchas calorías diariamente y necesita unas energías para desarrollar la vida cotidiana; esta servidumbre biológica se puede convertir en un auténtico placer. Así, del comer para vivir del homínido, tras bastantes siglos y depurando técnicas, se ha llegado a la Gastronomía, y a ese Arte de la paciencia, observación y buen gusto que supone el cocinar. Los sentidos se desperezan, se subliman y nos estimulan a las más diversas sensaciones organolépticas más que en cualquier otro Arte: la vista, el olfato, el tacto, el gusto y hasta el oído —pues el pil-pil y el chop-chop— se aúnan. Este placer múltiple es compartido, no solamente al degustar un delicioso manjar, sino también al elaborarlo e incluso al crearlo. La búsqueda de nuevas recetas, las opiniones de los demás, los consejos de otros y nuestra propia reflexión nos conduce a una actividad en compañía… Después el festín... hasta nuestros eventos y conmemoraciones sociales, encierran —todos— un acto de amor que va más allá del matahambre simplón (que no el delicioso fiambre argentino: Matambre). La palabra ágape nos la regalaron los griegos con el significado también de Amor… aunque se crea que solamente lo fuera como banquete o comida en común. El divino Sócrates acostumbraba a dialogar con los contertulios alrededor de una mesa bien surtida. Su discípulo, Platón, nos dejó por escrito parte de sus enseñanzas en un libro docto, ameno y encantador: El Banquete. Los discípulos o mejor, los amigos, peroraban amablemente en pos de la Sabiduría, de la Belleza, la Filosofía…

Qué se comía, cómo y con quién nos aclararía mucho sobre la estructura social y económica de una época determinada.

Quizá aquello se asome a mi memoria cada vez que nos reunimos los amigos para charlar en sosegada compañía en la que no faltan aperitivos que degustamos con el doble placer de comer con alguien que apreciamos y para decirnos cosas (no es igual hablar que decir; hay quien habla mucho pero no dice nada). Ello implica que los agasajadores dedicaron algún tiempo en preparar piscolabis o “poikilos” (variadas tapas) para sorprender y regalar el paladar a todos; ello conlleva que se ha de regar con la bebida que a cada quien apetezca. Es sumamente agradable ver amigos sinceros, deseosos de dialogar de verdad de algo y aún de “algos” (que diría Sancho).

En efecto, desde remotos tiempos, la mesa en la que se come diariamente sirvió para la socialización de los individuos; en ella se perciben la cortesía y la educación de las personas. Alrededor de la mesa se come, se conversa, se siente la alegría en festejar onomásticas, aniversarios, bodas, etc. Los demás placeres son —aunque también necesarios— más personales, más íntimos y no se piensa en que nutrirse con satisfacción cumple con la necesidad imperiosa de vivir. Los hombres que tiempo ha nos precedieron consideraban a la “mesa” como lugar donde se realiza un ritual sagrado y, por ende, se debía guardar silencio mientras se comía; pero en los días solemnes se canta, se ríe, se alegra el espíritu de los comensales y se habla… Comer en solitario es imitar al depredador que solamente quiere comer él y cuando está ahíto deja el resto como despojos para otros. No solamente se ha de comer sino que hay que hacerlo con parquedad, como solía hacer Don Quijote que aconsejaba:

“Come poco amigo Sancho

y cena más poco

que la salud de todo el cuerpo

se fragua en la oficina del estómago”.

Nuestros más lejanos antepasados celebraban ceremonias en las que ofrendaban a los dioses alimentos y bebidas alcohólicas. En un período ya algo más tardío los israelitas festejaban haciendo holocaustos de animales domésticos para que Yahvé recibiera esos sacrificios sangrientos como agradecimiento por los bienes que recibía su pueblo. Los griegos y romanos ofrecían al dios Lar —en una patena— lo mejor que tuviesen de sus alimentos… Es una lástima que cuando los antiguos clasificaron las Bellas Artes se olvidaron del Arte Culinario, a pesar de que tantos poetas y gastrónomos (avant la lettre) la han ensalzado. Así puede decirse sin temor a equivocación que la Cocina es un Arte y el cocinero un artista con visos de alquimista gastronómico. Se me antoja que, si hubiera que clasificar las Artes pondría la Coquinaria en primer lugar (dado que, cronológicamente, así surgió), seguida después por la Pintura, la Escultura, la Música y la Danza. Los avatares de la Historia y la ecología circundante, junto a la imaginación a la par que el trabajo y hallazgos afortunados, convirtieron a la Cocina en Arte gastronómico. Para conseguir un plato bien hecho y apetitoso hay que saber combinar sabores, olores y colores. Ellos despiertan en nosotros emociones que culminan al llevar un bocado al paladar… La lengua es la que dispone de las papilas necesarias para distinguir los sabores. La elección de los comensales en el caso de un convite, la preparación de la mesa, presentación y variedad de los platos hacen que una comida familiar o amistosa se recuerde con sumo deleite y si es en un restaurante hace que este adquiera prestigio. La comida compartida es fuente de enriquecimiento moral y adquiere visos de inusitada espiritualidad o comunión; también requiere unas mínimas normas de urbanidad y saber utilizar los cubiertos y demás utensilios que se hallen a nuestra disposición.

Marco Antonio Apicio, millonario sibarita romano nos legó el tesoro de su libro De re coquinaria en el que, con pasión deleitosa, describe cómo se ha de organizar la mesa en fiestas y banquetes suntuosos con los que agasajaba a los tribunos y ricos hombres del Latio. Un cocinero muy renombrado en tiempos del emperador Trajano tenía también como nombre Apicio. Este halló el secreto de conservar frescas las ostras e inventó numerosos platos que se conocían por el nombre de “Apicio”; los glotones de Roma lo apreciaban sobremanera.

El bíblico rey Asuero de Susa (Persia) que casó con Ester, convidó durante seis meses a todos los príncipes de su Estado, a mesa franca para todo el pueblo de la gran ciudad. Los sabios cocineros persas inventaron exquisitos platos que se transmitieron a los griegos y de estos a los romanos, y con ellos sus lujos, sus manjares y refinados placeres. J. Berchoux, en sus poemas sobre gastronomía, nos habla de ilustres genios griegos que se ocuparon deteniéndose en algunos cantos, a la gloria de la buena cocina que gozaban. Hablan de la amalgama de especias con hierbas, capones rellenos, tiernos lechones y volanderas aves con las que ya utilizaban el agradable anís estrellado, el comino, el orégano, el romero y el serpol verde. Sabían inventarse infinitas salsas, dulces y saladas. Nunca agradeceremos bastante lo que hemos heredado de Egipto, Grecia y Roma. El emperador Aulo Vitelio se supo aprovechar de su corte y débil reinado para despilfarrar sin límites; se cuenta que hizo cocinar, en un día que convidó a su hermano a comer, más de dos mil pescados escogidos. Y otro emperador, Claudio, se ganó el cielo a causa de un plato de hongos que ingirió y que le había preparado su sobrina y cuarta esposa Agripina. El emperador Heliogábalo fue famoso por su glotonería y excentricidades; jamás comía pescado estando cerca del mar y cuando se hallaba lejos de él, hacía que se lo llevasen a casa en agua salada. Domiciano, de modo grave y serio, no habló de paz ni de guerra sino que inquirió al Senado para que le dijeran con qué salsa estaría mejor un rodaballo que le habían llevado fresco. Allí donde había dinero surgía un Gargantúa nuevo. No hay mortal que desdeñe el olor de un asado y así patos, pollos, carneros y lechones daban vueltas enfajados en sus fajas de grosura, en cadenciado movimiento rotatorio. Cicerón dijo de Cayo Licino Verres (pretor romano) que despreciaba las leyes del pueblo y que obedecía puntualmente las de la mesa. Los griegos solían dar banquetes no tan gastronómicos para alimentar el cuerpo sino para solaz expansión del espíritu, mientras que los romanos los daban para gozar del cuerpo con sensualidad voluptuosa. Estos últimos eran más bien glotones que golosos. El general romano Lúculo avisaba con antelación a su magnífico cocinero para que preparase con tiempo exquisitos platos y hacía creer que los improvisaba para que pensasen que él comía de ese modo a diario.

Hubieron de pasar muchos siglos, y aun milenios, antes de llevar a la mesa instrumentos para comer. Estos se empezaron a utilizar a partir del Renacimiento. Antes todo se comía con las manos desnudas. En el Islam se ha pretendido sacralizar esa costumbre so pretexto que el Enviado Mohamed comía así, pero y solamente con la mano derecha. Los árabes eran, hasta no hace mucho, nómadas en la Península Arábiga; los tuareg también lo son en el Sahara; y así todos los pueblos itinerantes que por el mundo son. Prima la economía de los utensilios de cocina. Por esa razón sus platos se componen principalmente de asados y guisos donde los ingredientes son cocidos durante bastante tiempo para ablandarlos y tomarlos con los dedos y un trozo de pan; también comen sopas —más o menos espesas— que sorben. Así es que esas gentes carecen de útiles para guisar y comer: platos, tazas, tenedores, cucharas, cuchillos, etc. Pongo este ejemplo para referirme también a todo el mundo del medioevo aunque no fuesen nómadas. A medida que se fueron refinando las costumbres en la mesa, se fabricaban elementos que facilitaban tareas como cortar, trinchar y cucharetear, es decir, manipular los alimentos para llevarlos cómodamente a la boca sin mancharse. La etiqueta española prohibía representar a los reyes comiendo. ¿Por qué sería? En ocasiones de grandes banquetes la abundancia y diversidad la cubertería y demás útiles que se presentan en la mesa requiere un comportamiento de mucho protocolo. El saber estar en una mesa requiere mínimo de comportamiento mimético.

 

Como toda obra artística hemos de gozar de inspiración, sí, pero esta necesita realizarse apoyándose en una técnica también que permita una lograda ejecución. Ello requiere esfuerzo, largo aprendizaje y experiencia adquirida a través de los años y buenos maestros (recuerdo con cariño las enseñanzas adquiridas en el Hotel-Escuela Bellamar, de Marbella), que transmitan una base sólida e imprescindible para posteriores ensayos de armonizar olores, colores y sabores... El factor tiempo y la oferta del “mercado” contribuyen decisivamente a una mejor gestión, sea de la industria restauradora o de la sencilla, aunque difícil, economía hogareña.

No se concibe una cultura y civilización sin la cocina. A muchos pueblos se les identifica, en general, por los alimentos que ingieren y la forma de prepararlos. La condesa de Pardo Bazán, esa insigne e ínclita mujer, decía que “la cocina es uno de los elementos etnográficos importantes”. Naturalmente que sí. La alimentación puede reflejar —y de hecho refleja— mucho sobre un área geográfico-climática, de su lenguaje y léxico o de una época histórica.

En nuestra cocina se desató una verdadera revolución con la llegada de condimentos, frutas, legumbres y cereales, originarios de Persia, la India o la recóndita y misteriosa China. Sus especias nuevas y los diversos y diferentes modos de guisar y aderezar enriquecieron también nuestras huertas y vergeles. A todo esto hay que agregar los variados productos que nos legó la América hispana: patatas, boniatos, tomates, pimientos, chocolate, etc. Para el historiador Fernández-Armesto, el descubrimiento de América constituyó “una revolución ecológica” y eso en un lapso muy corto de tiempo. Para el profesor ese “año de 1492 fue único en la historia del planeta… Y el mundo cambió…”, aún más que se hubiera podido transformar con otros desarrollos culturales y sociales anteriores.

El francés y jesuita lemosino Pierre de Montmaur, conocido por su avaricia y tacañería, solía decir a sus amigos “poned las carnes y el vino, que yo pondré la sal”. El “espíritu ilustrado” del siglo XVIII con sus coloquios artístico-científicos, alrededor de opíparas mesas, contribuyó en gran manera a nuevas costumbres gastronómicas... Se puede ser un buen gastrónomo y no cocinero, pero cambiando las tornas sería como para desconfiar un pelín. Brillat-Savarin afirmaba con tino: “Los animales se llenan de alimentos, la Humanidad come y solamente el hombre de talento sabe comer”. Y yo agregaría... y beber. Y continúa Brillat-Savarin: “el dominio de la gastronomía se agranda por los descubrimientos y los sabios que la cultivan”. Y, más solemnemente agregó: “El descubrimiento de un nuevo plato hace más bien a la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella” (creo que exageraba un poco). Los mejores momentos de la vida se sitúan en dos lugares: la mesa y el tálamo. El primero suele ser de goce general y colectivo, mientras que el segundo es privativo de la persona. En ambos cada cual encuentra el modo y manera de disfrutar de esos dos placeres, tanto físico cuanto espirituales. Y mientras el uno permite seguir viviendo el otro permite, además, la vida. Se celebran ágapes, también diría amoríos, para confraternizar, para celebraciones de hechos placenteros. Los dos suelen ser amenos, deleitosos y gozosos…

El renombrado autor nutricional, Faustino Cordón, defensor a ultranza de la dieta mediterránea dijo, respecto de nuestra cocina, que los embajadores, los espías y los pocos viajeros que nos visitaron hasta bien entrado el siglo XIX, a veces hacían críticas laudatorias, pero las más eran vejatorias… Turistas no había aún, pues los franceses no habían inventado el término: eso que se dio en llamar Faire un tour, es decir, “Darse una vuelta”. Para ello se hubo de esperar hasta finales de la II Guerra Mundial, que es cuando a la gente le dio por pasearse por el ancho mundo no ya como viajeros o exploradores sino como “Turistas”. Cuando Europa se repuso del pasmo nazi, los burgueses adinerados se dedicaban a recorrer otros países que los propios en pos de obtener nuevos conocimientos y gustar nuevas experiencias en sus días de ocio.

En España tenemos profusión de platos según cada región y provincia, y de estas de sus varios pueblos y de ellos cada familia. A todo ello se ha agregado la Cocina Internacional y la Nueva Cocina. Lo que se dice “multilateralismo culinario” para el futuro. Pongamos un ejemplo: La “mousse de humo” (una bola de azúcar soplado que contiene el humo de una brasa de encina) que al romperse, el aroma forma parte del componente del plato. Como explica con detalle Amelia Castilla, lo malo de estas innovaciones es cuando surgen los malos “copistas”. Y algunos que más que cocineros pretenden ser pintores que sorprenden con sus colores y escasa comida en un enorme plato de forma extraña, convirtiéndose en prestidigitadores teatrales con cierta espectacularidad e incluso se acomodan a lugares insólitos tal que museos o recintos secretos (a los que se acude mediante referencia en una Web). Ciertos Chefs promocionan el turismo gastronómico atendiendo en ocasiones más a su ego, a su imagen culinaria y en consonancia a mejores expectativas económicas.

Mediante Internet nuevos empresarios del sector de la alimentación artesanal ofrecen sus especialidades en mercadillos, con furgonetas itinerantes, etc. alejándose de las cocinas de los establecimientos tradicionales de comidas.

Vanguardia sí, pero hasta cierto punto, pues no se innova sino con una base sólida de conocimientos y conceptos razonados de las sensaciones sápidas. Son profesionales respetuosos con el pasado pero con una tecnología y técnicas nuevas. Como queda dicho, hay algunos guisanderos que queriendo destacar —sin mérito para ello— intentan experimentar, con escasos conocimientos, nuevos platos, a los que por llamarlos de algún modo dicen que es Cocina-fusión… Pero de esto prefiero no hablar porque me desviaría del camino que tanto aprecio, que no es otro que el de la Coquinaria bien elaborada y presentada por un verdadero Chef, un Maître-queux, gracias al cual se aprende a distinguir lo que es un bien y buen yantar.

BATERÍAS DE COCINA

El interés por la coquinaria empezó cuando se consiguió producir y dominar el fuego. Esto que hoy nos parecería tan simple necesitó de milenios para llevar a buen fin la cocción de los alimentos que los humanos ingerían. Se inventaron utensilios y baterías de cocina a medida que se dominaba la tecnología. En Coquinaria, Arte y Técnica van unidos y evolucionan juntos. El técnico inventa el instrumento que luego embellece el artista. Luego llega el guisandero/a que ha de tener la pericia suficiente para servirse de los utensilios puestos a su disposición.

En un principio el hombre, en este caso la mujer, se valdría de cuencos de madera y de calabazas, en los que introducía piedras calentadas al fuego; estas al contacto con el agua elevarían su temperatura hasta hacerla hervir. Es práctica que aún emplean pueblos alejados de nuestra civilización y que todavía cocinan como en el Paleolítico. Con el invento de la alfarería —en el Neolítico—, ya se pudieron colocar los recipientes directamente al calor (la alfarería, que tanto agrada a la vista). Raro es aquel que no se emociona más o menos ante un objeto hecho de barro o de cerámica… Miles de años después nos gusta seguir utilizando cazuelitas de barro para algunos de nuestros platos cocinados y estos, a su vez, reciben el nombre donde se han guisado (ej. paella, puchero, olla, cazuela, etc.). Aquí el continente da nombre al contenido.

Con el dominio de los metales se fabricaron toda suerte de baterías de cocina y de utensilios para cocinar y comer. Se empezaría por el cobre, el latón, la hojalata y con ella el estaño que servía para soldar y tapar pequeños agujeros. Las cocineras respirarían más tranquilas, se abollaban pero no se rompían. Constituyeron el ajuar transmitido de madres a hijas, junto al saber hacer. La falta de limpieza, en los utensilios de cobre, ha ocasionado fatales consecuencias, incluso la muerte causada por el cardenillo que se produce en ellos al oxidarse. Enormes peroles de cobre se destinan para saltear o para elaborar los afamados pulpos a feira gallegos o las ricas almendras garapiñadas. Y también como adorno por ser muy decorativos y vistosos. Poco nuevo hay bajo el sol; se emplea —y mucho— el hierro colado, el hierro esmaltado, con fondo grueso. En ellos el calor se transmite homogéneo y con mayor vigor aunque con menos suavidad que en los de barro, de arcilla o cerámica.

Ya entrado el siglo XX comenzó a implantarse el aluminio —más barato— y luego el más sólido de todos: el acero inoxidable. Y del vidrio templado se consiguieron vajillas resistentes al calor muy intenso (p. ej. el Pirex, el Duralex, etc.); son vistosos y ofrecen la ventaja de ser transparentes. Se suelen romper en mil pedazos cuando se caen al duro suelo.

De la primitiva olla, encadenada y colgada en el hogar o semi-enterrada entre brasas y cenizas calientes, se han derivado multitud de utensilios de cocina, algunos de gran calidad. Durante siglos las familias se habían acomodado alrededor del lar, del hogar. A su calor se han contado todas las vicisitudes y experiencias; se han relatado patrañas, historias, cuentos, también sucesos truculentos. Nos quedan aún rescoldos de ese fuego cautivador y embelesador, cuya inquieta llama nos mueve a la ensoñación. Se comenzaba por la utilidad que propone: cocer y asar carnes, chacinas, patatas, boniatos y castañas... y se acababa sesteando la modorra que provoca toda digestión o mirando sin ver ese fuego que es sedante para el sopor de duermevela. Hoy la vida resulta más prosaica. La chimenea o lar se ha convertido en lujoso mueble –casi siempre apagado si es fabricado con materiales nobles—. Se usan más en tierras frías o en determinadas ocasiones.

La pintura flamenca nos da testimonio de utensilios de cocina, debidos a los pinceles de genios como Brueghel, Snyders, Van Ostadeu, etc. De nuestro Siglo de Oro, Zurbarán y otros nos legaron, en bellos cuadros, naturalezas muertas (que se nos antojan vivas) y diversas baterías de cocina. De Velázquez, resulta emocionante la Vieja friendo huevos, en aceite de oliva (no hay rincón de España donde no se sirvan así, incluso “estrellados” sobre “Patatas a lo pobre” o “Panaderas” que es sabroso manjar). Gran pintor de bodegones de mediados del siglo XIX ha sido el gallego de Orense Gerardo Meléndez y Conejo.

Algunos utensilios de cocina se deben a personas que la conocen y buscan su eficacia. Así por ejemplo el “Molde Savarin” se debe al gastrónomo, del siglo XVIII, de dicho nombre. Consiste en un recipiente en forma de corona; también concibió “La olla económica”, que permitía cocinar al vapor especialmente los pescados de gran tamaño. También se le atribuye el “Asador de péndulo”. A finales del siglo XVII el físico francés Denis Papin, dedicado al estudio del vapor de agua y sus aplicaciones, inventó una marmita, primitiva autoclave, de la que derivó la olla a presión.

En los últimos años del siglo XIX ya había en París algunos restaurantes que utilizaban como combustible, más cómodo y más limpio, para cocinar un nuevo producto: el Gas (que Philippe Lebon instaló en París la iluminación callejera con gas en 1790). En 1860 Ferdinand Carré construyó el primer frigorífico que funcionó con gas amoníaco. Todo ello ha contribuido a la mejora de la restauración. Hasta los albores de los años veinte, del mismo siglo, se guisaba con leña, con carbón vegetal o mineral. La costumbre de cocinar los alimentos a fuego lento ha dado en creer que los así preparados tienen mayor sabor y son mejores, despreciando aquellos que se obtienen con premura. Primero se acusó a la cocina de gas o a la eléctrica de cocer muy deprisa. Luego a las ollas de presión por ablandarlo todo en un tiempo corto. La antigua cocina de carbón llamada “económica” fue sustituida por la eléctrica, después la de gas (de ciudad o butano) y más tarde por la placa vitrocerámica y la de inducción. Esto no tiene visos de ser solución de continuidad… pues ignoramos lo que nos reserva el futuro (aprovechamiento de energía solar, etc.). Durante la Segunda Guerra Mundial, Percy Le Baron Spencer descubrió, por casualidad, que las microondas —radiaciones electromagnéticas usadas para la transmisión de señales— podrían servir también para calentar (y cocer) cosas. Lo comprobó con dolor, pues acaeció que unas chocolatinas que llevaba en los bolsillos se le derritieron mientras hacía unas pruebas que nada tenían que ver con ellas. Sin proponérselo siquiera se encontró con algo que se convertiría en el causante que más ha revolucionado el modo de cocinar en el siglo XX. Las aplicó en un horno y funcionó. Esos hornitos, de reducido tamaño y fácil traslado (los hay también portátiles) tienen múltiples usos en tiempos increíblemente cortos. Se aplican para descongelar, calentar, cocer, asar, rustir y tostar. Y debido al escaso tiempo que se necesita para cualquier uso su consumo energético es muy bajo.

 

A las microondas algunos les sigue poniendo “sí, pero...”. Y es natural porque lo nuevo siempre es temible. Lo que no se conoce bien se prejuzga... Hasta que llegue un biólogo especialista en dietética y nutrición (como aquel sabio que fuera don Faustino Cordón) para que con su autoridad científica tranquilice a todo el mundo y deje bien en claro que la rapidez ni quita ni da sabor, ni disminuye el valor nutritivo, vitamínico o mineral que contienen los alimentos. Creo que será cuestión de irse acostumbrando. Aunque siempre habrá algún exquisito gourmet de turno —ese conocedor de guisos y platos cocinados— para calentarle la cabeza al gourmand complaciente que los consume aunque no sepa elaborarlos.

Pero volvamos a los hornitos microondas. A pesar de su gran comodidad y ventajas no dejarán de hacerse asados en los hornos tradicionales de leña (el llamado “horno moruno” es ideal para asar piezas grandes); las paellas con sarmientos; las carnes y pescados a la brasa de carbón vegetal le confieren un sabor característico, muy apreciado; y también los hervidos, cocidos, pucheros, potajes, ollas y calderetas de siempre y, por supuesto, la cocina al vapor (ya utilizada por los antiguos chinos) tan desengrasante y que permite una más fácil digestión, además de conservar el sabor que caracteriza a cada producto. Digamos en fin que ese nuevo artificio complementa los anteriores, funcionen ellos con leña, carbón, petróleo, gas o electricidad, como los hornos de convección. Siempre hay que adaptarse a los tiempos y descubrimientos. En 1960, el barcelonés Gabriel Lluelles creó la primera batidora eléctrica con brazo, a la que llamó Minipimer, es la MR1. La antiquísima maja del mortero, este, el lebrillo y el pasa purés, fueron reemplazados por trituradores molinillos, batidoras y brazos eléctricos, donde lo mismo se hace una Salsa mahonesa (que no mayonesa ni bayonesa, que son galicismos inútiles) o un gazpacho en el que se pica carne o cebolla..., resultando imprescindibles en los actuales obradores de pan y repostería; ídem le ocurrió al molinillo de café que de manual pasó a eléctrico y la manga de tela para filtrar el café fue sustituida por una gran variedad de cafeteras “Express”, con las que se ha alcanzado mayor aroma. Ahora están unas cápsulas sumamente publicitadas; empero estas cápsulas pueden traer, en el futuro, problemas ecológicos en el medio ambiente.

Maquinitas manuales para picar ajo, perejil, cebolla…, cucharillas sacabocados (que los franceses llaman “Petite cuillère de Paris”), descorazonadores, peladores, mandolinas y ralladores varios, embudos, cedazos y coladores “chinos” o un colador con orificios muy finos especial para huevos hilados, filtros, pinchos y brochetas, espetos, espátulas para extender y lenguas para rebañar… Y exprimidores de zumo, licuadoras, tostadoras, sandwicheras, “palomiteros”, sorbeteras y heladoras eléctricas, etc.

Los electrodomésticos son de enorme utilidad pero, ¡ay! no todo debería conducirnos hacia la eliminación de cocinar, como Arte, por culpa de la comida “rápida”. No podemos oponernos a utilizar los nuevos instrumentos que ponen a nuestro alcance —por sentido economista principalmente— las industrias dedicadas a electrodomésticos incitando a la compra compulsiva de sus productos; es decir, a gastar el dinero en pos del cual la gente se obliga a trabajar cada vez más (fuera o dentro de casa) para que las grandes multinacionales nos esclavicen.

El modo de vida llamado “Vía americana” (grandes almacenes, cocinas industriales que proveen toda suerte de alimentos, supermercados, enormes centros comerciales, etc.) está pensado para dar trabajo y alimentar al mundo cada vez más creciente del colectivo de seres humanos, sumiendo a los pueblos que la adoptan en seres egoístas, faltos de calidez, de amor fraterno… La sociedad humana se está deshumanizando. ¿Estaremos asistiendo impotentes al fin del ciclo de la civilización occidental? ¿Llevamos el mismo camino que las grandes civilizaciones pretéritas? No lo podemos saber. Nos falta perspectiva, tiempo… Las grandes empresas proveedoras de comida pre-cocinada, fabrican tentadores platos que envasan y se pueden consumir con gran facilidad. Las etiquetas con fechas de envase y caducidad dan cierta seguridad al consumidor. Lo malo es que todos suelen llevar productos químicos como potenciadores de sabores, protectores contra posibles fermentaciones, etc., en suma: conservantes que quizá no sean tan beneficiosos para la salud, aunque eliminan bacterias, virus y hongos.

El wok, la sartén oriental, se ha incorporado a nuestros fogones; no pesa, tiene un fondo abombado y profundo que permite que los alimentos (siempre muy cortaditos) se hagan con poco aceite y de modo muy rápido. Las sartenes de teflón en las que no se pegan los alimentos y las revestidas de cerámica… Existen sartenes, de fondo grueso y poca altura, para elaborar crêpes y tortitas. Las freidoras han sido un gran avance para las frituras, siempre y cuando se ponga atención en limpiarlas y cambiar a menudo el aceite.

También ayudan, y mucho, en el hogar los rollos de papel de cocina absorbentes, los “films” transparentes y adherentes, los de aluminio, los “vegetal antiadherentes” que resisten el calor, los moldes de silicona, etc. Aparatos de toda suerte, que hechos con moderna tecnología, ahorran mucho tiempo. A veces basta con apretar un botón para que un robot de cocina, cargado previamente con los ingredientes necesarios, realice el trabajo del cocinero/a o cocinillas. Incluso los hay con temporizador programado para efectuar su misión al momento deseado. Es la cocina del “monobotón” que ofrece la respuesta deseada a las personas que carecen del tiempo necesario para preparar comidas al modo tradicional (a veces no es que les falte tiempo, es que carecen de talento cocineril).

El horno de microondas, el de convección, los robots que “cocinan”, los ingredientes y gran parte de comida pre-cocinada han hecho más libres a los/las amas de casa, pero los han zambullido de lleno en la vorágine del consumismo. Las empresas industriales fabricantes de aparatos modernos y los productores de ingredientes o de platos pre-cocinados conocen sobradamente el mercado para vender más y mejor sus productos. ¿Qué hubiéramos pensado ha no mucho que los cuchillos puedan tener hojas de cerámica de circonio? ¿Y los sifones con los que elaborar espumas? ¿Y los minisopletes para caramelizar azúcar? ¿Y…?