Vida plena, vida buena

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Pensamiento y creatividad

Vida plena, vida buena

Capítulo 1

El yo y el nosotros

Siempre, la multitud bordea la violencia.

Y sin embargo es la soledad

lo que se considera un castigo:

da miedo a tanta gente.

El monstruo, en cambio está en la multitud [...]

Joan Margarit, Animal de bosque, 2021

La idea de este capítulo es sencilla: la cosa más importante a que podemos dedicar la propia existencia, aquello por lo cual la vida habrá valido la pena ser vivida, es la de procurar ser nosotros mismos: sí, hombres y mujeres racionales, libres y responsables moralmente, lo suficientemente valientes como para liberarnos de los miedos, los prejuicios y las supersticiones de nuestra época y para afirmar nuestra singularidad. Dedicarnos a afirmar todo aquello que nos distingue, todo lo que nos hace únicos e insustituibles.

“Fue un hombre”, hará decir Shakespeare a Marco Antonio sobre Bruto, como el mejor de los elogios imaginables. “Fue un hombre” quiere decir que fue él mismo, con sus grandezas y miserias, fortalezas y debilidades, dudas y contradicciones, pero siempre dotado de conciencia moral.

¡Pero ojo! Porque aspirar filosóficamente a ser uno mismo no tiene nada que ver con dedicarse a inflamar el ego en la cuenta de Instagram, ni tampoco con convertirse en un eremita solitario, egoísta, cabezón e intransigente, escritor o devorador de libros de autoayuda que prometen llegar al conócete a ti mismo.

El hombre dotado de conciencia moral es un ser racional y razonable, vivo, y por lo tanto dinámico y cambiante, que no se deja atrapar ni en la imitación del éxito impostado, ni tampoco en el confort que da recrearse ad eternum en el personaje que un día fuiste y que hoy ya no eres.

De mi agenda política personal, por ejemplo, destacan un montón de amigos preparados, honestos y solventes, que han llegado a posiciones importantes en edades bien tempranas. Sergi Miquel, por ejemplo, fue diputado por primera vez con 26 años. Jordi Xuclà, senador con 27. Joan Matabosch, director artístico del Liceu con 26, una edad que, en esta posición, nadie tenía en Europa. Yo mismo gané las elecciones que me hicieron alcalde en Figueres con 32 años y con 39 era conseller del Gobierno de Catalunya. Sin caer en el extremo de Carmen Laforet, que con 23 años consideró que ya lo tenía todo dicho, todos coincidimos en que, hoy por hoy, nada nos resulta tan irritante como que en algún acto social despierte más interés lo que hemos hecho en el pasado que lo que estamos haciendo ahora o pensamos hacer en el futuro.

Porque como nos advirtió con lucidez Woody Allen, en la vida hay pocas cosas más patéticas que cuando has tocado el éxito siendo un cachorro, intentar seguir viviendo el resto de tus días como una réplica continua del yo que fuiste, que quizá crees que todavía eres, olvidando que todo pasa, también el sujeto que un día fuiste y que ya es otro. Heráclito nos enseñó que ningún hombre puede cruzar dos veces el mismo río. Porque cuando vuelva, ni el hombre ni el río son ya los mismos. Estaría bien no olvidarlo.

Afirmado el yo como hombre y mujer libres, sin embargo, rápidamente surge la necesidad de pensar también en el nosotros. O es que alguien podría llegar a desarrollarse como persona si no formara parte de una comunidad desde donde poder recibir los conocimientos imprescindibles precisamente para poder llegar a la edad adulta, aquella en que nos convertimos en responsables éticamente y, por lo tanto, por primera vez en seres realmente libres.

Jorge Riechmann documentó hace unos años lo que describió como el primer acto de solidaridad humana. En el 2005 se descubrieron los restos de un homínido de hace 1.800.000 años que, por lo visto, murió mucho tiempo después de haber perdido todos los dientes. Que pudiera sobrevivir en aquellas circunstancias quiere decir que los congéneres lo ayudaban.10 La familia, la tribu, el barrio, el pueblo, la ciudad, la nación o quizá simplemente el trabajo o la vocación, son algunas de las instituciones sociales que seguro que condicionarán nuestro yo, aunque tendríamos que procurar que no lo acaben determinando.

De la familia, habremos recibido sin pedirlo la herencia biológica, el temperamento, que siempre más nos hará guapos o feos, listos y audaces o asnos y miedosos; fuertes como un roble o escuálidos y enfermizos, como el cachorro sagaz de uno de los cuentos de Dickens, o los chiquillos desangelados de las historias de los tiempos de pan negro y pulgas de Emili Teixidor. De la familia recibiremos, para bien y para mal, por acción o por omisión, los primeros estímulos intelectuales, emocionales y morales, los que forjarán nuestro carácter. También la protección necesaria para poder desarrollarnos físicamente, sin el peligro que comportaría tener que hacerlo todo solos.

De la tribu, a la que hoy llamamos nación –y que puede coincidir o no con el Estado–, recibiremos la adscripción a la tierra de los padres, la lengua y las costumbres, el adiestramiento cívico y sociocultural necesarios para definir nuestra condición ciudadana.

Los genes, la familia, el barrio, la escuela o los amigos de la Universidad, este o aquel grupo de afinidad de la ciudad donde habremos crecido y vivido, la nación de la que formamos parte al nacer, la vocación, la orientación sexual, tantas y tantas circunstancias, así como la suerte o la desdicha que solo los dioses disponen, y que nos resultarán siempre imponderables, conformarán nuestra identidad. La conformarán y la condicionarán, sin duda, pero no tendríamos que permitir que la determinen.

Ciudadanos libres o prisioneros de la democracia

Llevar una vida buena, o sea, feliz y amistosa, tendría que suponer poder vivir conjugando de forma soportable el yo y el nosotros. El respeto a nuestra libertad individual, definitivamente acotada por Edward Coke, Montesquieu o John Stuart Mill, y el no menos insoslayable compromiso con la comunidad, que, desde John Locke, toda una larga tradición liberal hace derivar de un pacto constitucional primigenio, que puede ser real o imaginario. O aún más importante y esencial, que puede brotar de la estricta amistad cívica señalada ya por Aristóteles y sobre la que se fundamenta la concordia y por lo tanto la verdadera y buena democracia.

Uno no debería poder imponerse nunca sobre otro. Porque el hombre aislado se muere, de hambre o de pena, como lo hace la planta sedienta de nutrientes si las raíces le son arrancadas del suelo. “Busca anclajes que den sentido a tu vida”, le recomienda el psiquiatra a William, uno de los jóvenes monstruos de Exit, la aclamada serie noruega que paradójicamente entierra a sus talentosos y flamantes corredores de bolsa entre fiordos de cocaína, orgías y millones de euros, que los entretienen tanto como los aburren.

Tampoco la comunidad que, haciendo uso de leyes injustas o con mecanismos sutiles de coacción sobre la opinión pública, no respeta la unicidad de los individuos que la componen puede ser reconocida propiamente como tal. Porque si su existencia pasa necesariamente por la anulación tan solo de uno de los miembros, como pasó en la infausta ciudad de Omelas de Úrsula K. Le Guin, el resultado se vuelve aberrante, una burda tiranía que hace de la razón pragmática o meramente instrumental, que es la que la justificaba, un fin en sí mismo. Por si alguien no sabe de qué hablo, y para mencionar solo un caso conocido en todos los hogares occidentales que resistimos las primeras semanas de pandemia del 2020 en pijama y enjaulados, léase Unorthodox: The scandalous rejection of my Hasidic roots, la autobiografía de Deborah Feldman, la joven neoyorquina de origen judío, que un día decidió sobreponerse a la presión de su tribu para afirmar el propio yo.11

Ahora que en tiempos de la covid hemos visto y sufrido por todo el planeta los reiterados tics populistas o autoritarios de nuestros gobernantes y de sus agentes, supuestamente demócratas, tendríamos que alertarnos especialmente sobre esta cuestión. Porque aunque desde que Yevgueni Zamiatin inauguró la literatura distópica, en 1924, y a pesar de que de la mano de Huxley, Orwell y tantos otros parecíamos definitivamente vacunados de la tentación estatista, lo cierto es que ni en la peor de las pesadillas de la Europa oriental de los años cincuenta habríamos imaginado plausible ver como hemos visto agentes de policía violando domicilios particulares sin rastro de delito flagrante ni sin orden judicial alguna, o autoridades imponiéndonos restricciones de aforo en nuestras propias casas, sermoneando sobre cómo y con quién podíamos divertirnos, restringiéndonos la movilidad o decretando casi, sin ni un mínimo control parlamentario sistemático, confinamientos domiciliarios, toques de queda discrecionales e indefinidos, o mascarillas obligatorias ayer en todas partes, hoy solo en espacios cerrados, todo sin ningún aval científico concluyente.12 O peor todavía, en nombre “de las recomenda­ciones de la ciencia”.13

¿Porque, mirándolo bien, quién es la ciencia?, hizo notar socarronamente, y seguramente en defensa propia, el entonces ministro de sanidad Salvador Illa en las jornadas económicas de s’Agaró, celebradas excepcionalmente en el Palau de Mar, en Barcelona, a finales de noviembre del 2020: “Todo el mundo me pide que escuche a los expertos. De acuerdo. Expertos no me faltan. ¡El problema es decidir a cuáles escucho!”. Y es que, como admitían en privado muchos epidemiólogos tan solventes como arrogantes, aunque muchas de las medidas que se proponían se sabían innecesarias, o como mínimo no inequívocamente probadas como eficaces, durante muchos meses ha predominado el convencimiento de que no se podía dejar en manos de la responsabilidad individual, por ejemplo, la decisión sobre cuándo había que ponerse la mascarilla y cuándo no. Mucha gente no sabría discernirlo. En resumen que, para ellos, la mayoría de mortales éramos unos imbéciles y unos insolidarios, incapaces de ejercer responsablemente la propia condición ciudadana.

 

Desde esta perspectiva, suerte tuvimos del papa-gobierno, que de nuevo estaba dispuesto a pensar por nosotros.14 A todos ellos, políticos y burócratas, nacionalistas o jacobinos, quizá se les debería haber recordado que ni los estados, ni las naciones, ni los gobiernos tienen un valor en sí mismos. Los estados son solo instituciones para gestionar recursos. Las naciones son invenciones culturales. Lo único real que encuentra justificación en sí mismo somos cada uno de nosotros, que de forma más o menos coaccionada, por doma o por crianza, que habría dicho Nietzsche, cedemos parte de nuestra libertad en beneficio del bien común, que se articula en un Estado de derecho. Visto lo visto, pienso que en una democracia madura, ningún servidor público tendría que poder ganarse el puesto o acceder a un cargo institucional sin haber estudiado antes derecho constitucional –y acreditar haber entendido la filosofía de fondo que lo sustenta–. Eso o como mínimo sin haberse leído On Liberty, el tratado definitivo de John Stuart Mill sobre este tipo de cuestiones y, en especial, sobre los que se arrogan la potestad de decidir en nombre del interés general.

En Catalunya, sin ir más lejos y solo a modo de ejemplo, más allá del marco fijado por el decreto regulador del estado de alarma (finalmente declarado inconstitucional), carentes como estábamos de autoridades reconocidas como realmente competentes, durante la pandemia la restricción de nuestras libertades la decidió un órgano, el PROCICAT, no solo no sometido a ningún tipo de control democrático sino incapaz ni de justificar, en una simple acta, ni un solo día, el contenido de las deliberaciones ni la fundamentación científica de los acuerdos. El pobre presidente Torra incluso explicó en sus memorias como vicario del presidente Puigdemont que él mismo tenía que entrar a escondidas en las reuniones en línea de esta cédula de nuestro Leviatán autonómico para enterarse de las decisiones que se iban tomando (sic). El dato es tan vergonzante, que, aunque solo hubiera sido para preservar la dignidad de las instituciones, el activista de Santa Coloma de Farners quizá se lo podíahaber ahorrado.

En todo caso, lo realmente trascendente para la reconciliación entre ciudadanos e instituciones es que, aunque con la excepción de la Comunidad de Madrid, las intenciones de los gobernantes regionales más o menos fueron similares en toda España, muchos de los despropósitos persecutorios de los diversos ejecutivos regionales tropezaron con los jueces que, por primera vez en muchos años, volvieron a ser vistos como autoridades públicas empáticas y sensibles a la vida real de sus conciudadanos. La derogación judicial de algunas de las normas abusivas dictadas en Catalunya, pero también en Euskadi, Castilla-La Mancha, La Rioja o Mallorca, son algunos ejemplos significativos. En efecto, y con todos los peros que se quieran, la división de poderes en Occidente, el sistema de checks and balances, sigue jugando un rol esencial a favor de las libertades civiles. La estocada confirmativa de este argumento tranquilizador la dio la resolución del Tribunal Constitucional del 14 de julio del 2021, por la cual se declaró inconstitucional la suspensión de derechos decretada por el Gobierno de Pedro Sánchez a través del estado de alarma.

¡Pero ojo! Porque pandemias aparte, vivimos unos tiempos tan disruptivos respecto a todo lo que habíamos reconocido como fuentes de seguridad para hombres y mujeres, que la tentación totalitaria se va abriendo camino, a penas sin que nos demos cuenta. Contémplese sino el discurso errático y nacionalista del primer ministro Boris John­son, o el del propio presidente Macron, encabritando media Francia con la exigencia de carnets de vacunación para acceder primero a servicios públicos, ahora incluso a espacios privados; decidido a ganarse la reelección prometiendo mayor seguridad en la lucha contra el terrorismo, a golpe de más y más leyes dispuestas a violentar derechos civiles hasta ahora tan incuestionables como los de la protección de datos personales o la inviolabilidad del domicilio particular.

En estas circunstancias, lo más peligroso es cuando el padre de familia, acomodado y de buena fe, suspira: a mí no me importa que me vigilen, que alguien –público o privado– tenga todos mis datos, porque yo no tengo nada que esconder. Lo que quizá tendrá que aprender pronto este bonachón es que, sin darse cuenta de ello, el día que empiece a perder el control sobre sus propios datos será el principio del final de su autonomía moral, rendida a la manipulación comercial y política de sus deseos e inclinaciones.

Como las personas, también las democracias ponen a prueba su calidad moral en circunstancias extremas. Para mal y para bien. Lo hemos visto para mal durante la pandemia, cuando algunos gobiernos han exhibido sin escrúpulos tics autoritarios, creyendo simplemente que las medidas podían justificarse con el apoyo de una simple mayoría parlamentaria. Pero también para bien, cuando hemos comprobado cómo ciudadanos y gobiernos han sabido pensar globalmente y plantar cara a la expansión del virus favoreciendo la solidaridad local y planetaria, gestionando con criterios morales recursos que eran escasos, autolimitándose en el ejercicio de libertades fundamentales o, como si en tiempos de guerra nos encontráramos, aceptando estrategias más o menos explícitas de selección y discriminación de enfermos en nuestros hospitales. Los viejos eran los más vulnerables y les hicimos pasar delante. Y nos honra a todos haberlo aceptado.

Y es que ya nos lo advirtió hace años Ulrich Beck: el tiempo de creer que podíamos llegar a levantar una pared tan alta que dejara todo el sufrimiento, toda la miseria o toda la violencia en los otros ha pasado. Si hay una catástrofe ecológica en Chernóbil, los pájaros de los pantanales del Empordà se resienten. Si millones de personas mueren de hambre, y viven sin esperanza en la otra orilla del Mediterráneo o, como se pudo ver durante el mes de junio en Ceuta, simplemente al otro lado de la alambrada, nuestras conciencias ya no pueden permanecer tranquilas. Porque en el siglo XXI, muchas de nuestras antiguas creencias ya nos hacen reír. Nuestros tiempos modernos reclaman una nueva Ilustración universalista, en donde los otros deja paso al nosotros.15 Donde individualismo y principio de universalidad puedan conjugarse armónicamente.

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También el envite soberanista catalán, especialmente en su momento culminante, el del bienio 2016–2017, nos ha dejado algunas lecciones que van más allá del anecdotario local. De entrada, el peligro del virus del sectarismo y de la falta de sentido de Estado, en la medida que no solo los soberanistas desafiamos el ordenamiento constitucional, sino que también los grandes partidos españoles hicieron de la Carta Magna, como hicieron de los indultos a los políticos y activistas presos, un arma arrojadiza, puesta únicamente al servicio de sus intereses sectarios. Aunque el conflicto ha sido doméstico, pienso que la solución tiene que resultar de interés para unas democracias liberales que por todas partes muestran signos de fatiga y acoso populista. Y que se sienten tan orgullosas de todo lo que han conseguido como confusas a la hora de saber cómo preservarlo.

De entrada porque, para cualquier demócrata del mundo, la constatación del uso partidista de la Constitución que se ha hecho en España no puede pasar desapercibida. Con tantas argucias y golpes de volante de unos y otros, no ha de extrañar que la ciudadanía perciba desconcertada, e incluso con un punto de distanciamiento, la trascendencia política y ética de la Constitución, una Carta, que, especialmente en Catalunya, para muchos ciudadanos ha dejado de ser un texto garante de libertades para convertirse en un pretexto para justificar restricciones. O que, simplemente, en vez de ser la arquitectura institucional de referencia, se haya constatado que admite tantas lecturas e interpretaciones como circunstancias e intereses cambiantes genera cada coyuntura.

Ciertamente, la experiencia del proceso soberanista ha acreditado que resulta tan infantil identificar democracia solo con el ejercicio del derecho de voto, como convertir cualquier mecanismo de reforma constitucional en un viaje fatal y previsible hacia ninguna parte, del todo impermeable a las nuevas aspiraciones que, incluso en clave generacional, cada nueva época y sensibilidad plantean.

Pero ninguna sociedad del mundo puede pretender aspirar a una vida justa y en concordia sin un denominador común, consensuado y compartido, que admita una continua evolución y sobre todo adaptación, esta última, seguramente la característica que mejor explica nuestro éxito como especie.

Se refirió a ello Manuel Marchena en la sentencia sobre el procés, cuando antes de imponer las condenas se sintió en la necesidad de recordar y de advertir que, por el innegable trasfondo político, lo que se estaba juzgando seguramente no tendría que haber llegado nunca a los tribunales de justicia:

La causa que se sigue en esta sala, por tanto, no tiene por objeto criminalizar ideas. No busca la persecución del disidente, tampoco encerrar en los límites de una aproximación jurídica un problema de indudable relieve político. Esta sala no está usurpando el papel que deberían haber asumido otros, ni pretende interferir en el debate político con fórmulas legalistas.16

En resumen, que para la propia sala segunda del Tribunal Supremo, el ejecutivo y el legislativo tendrían que haber sabido encontrar la manera de canalizar un enfrentamiento que, más o menos razonable, resquebrajaba los mínimos consensos necesarios para la convivencia en concordia.

Porque efectivamente, como repitieron hasta la saciedad durante todo el 2017 el presidente Mariano Rajoy y su ministro de Justicia Rafael Català, no es posible una democracia sin ley. Tan cierto como que, tal y como le replicó Jordi Sánchez durante el juicio, tampoco puede ser que la ley acabe ahogando la democracia. La discrepancia no era sino la encarnación posmoderna de la distinta concepción sobre el derecho propia de la tradición jurídica romana e inglesa, por un lado, y francesa y continental del otro, tan bien descritas por Ortega y Gasset en su Interpretación de la historia universal. Es decir, por una parte la histórica concepción del derecho, en sí irreformable en la medida en que contiene como principal virtud la de ser fuente de seguridad, y en contraposición, por otra parte, la incorporada por los revolucionarios franceses, a partir de 1750, para los que el derecho solo es tal si es justo y donde “justo significa cierta desiderata de orden moral y ético, utópico y místico, de por sí ajenos totalmente en el derecho como tal”.17

Para que una democracia sea vista como tal, para que sus representantes no sean percibidos como simples guardianes del templo sino como verdaderos demócratas, siempre que resulte necesario se tienen que poder arbitrar los mecanismos de reforma pertinentes, que satisfagan las nuevas aspiraciones de cada época, de cada generación. Han de ser sensibles a ellas, que quiere decir que las tienen que poder vehicular satisfactoriamente, en épocas de recesión económica, de crisis territorial o de pandemias.

Universalistas o multiculturales: el nacionalismo es pecado

La primera persona del plural es mentira, rezó al poeta. Quizá no es mentira, pero seguro que es una convención, una construcción histórica surgida de la necesidad de no estar solos, de convivir amistosamente. Y es sabido que aquello que se asume como real, acaba siendo real con sus consecuencias. Quizá sí que, como escribió Oswald Spengler hace más de un siglo, las naciones, como las personas, nacen, crecen y se expanden. Hasta que un día decaen y mueren. Pero si unas naciones mueren llegan otras. Y la vida sigue.

En cambio, sabemos que la primera persona del singular sí que es bien real, el verdadero principio y final de todas las cosas. Si morimos todo se acaba. Cuando menos en el mundo que nos resulta inteligible razonadamente. Pensando como pienso, podéis imaginar hasta qué punto me ha resultado siempre difícil justificar los perjuicios y sacrificios que muchas religiones exigen a sus fieles, si no quieren ser tildados de herejes. Los mismos que muchos independentistas catalanes han reclamado a los hombres y las mujeres de hoy si no querían ser acusados de traidores, o que incluso se han infligido a ellos mismos o han impuesto a sus cónyuges y otros familiares, en nombre de una fe ciega en una pretendida arcadia feliz que teníamos que alcanzar algún día como pueblo escogido, y que en el fondo solo ellos han llegado a vislumbrar, en el momento en que soñaban enfebrecidos. Cuántas lágrimas y dolor innecesarios no habrán generado esas borracheras idealistas, que siempre confunden sueños y realidad, el todo por una parte, las propias verdades con la verdad.

 

Pensando como pienso, podéis imaginar también qué grotesco me ha parecido el recordatorio –normalmente imperativo y amenazador– que, por las buenas o por las malas, los catalanes somos españoles, al menos desde hace quinientos años. Como si entonces los hombres y mujeres de hoy ya existiéramos, habitando en algún rincón mugriento, de un tiempo rudo y miserable, que con toda certeza no es el mío. Y al revés, que si como de una tabla sagrada nos hubiera venido escrito desde el Sinaí, el augurio de que más tarde o más temprano Catalunya está llamada a convertirse en un Estado independiente. Aparte de los que como sacerdotes, políticos, tertulianos o editores militantes viven de defender estas preocupaciones, podéis imaginar el dolor que siento ante los fanáticos teleológicos que han estropeado buena parte de su vida intentando pescar la luna en un cesto. Y que con su fanatismo nos han arrastrado al resto.

Porque tan cierto como que todo ser humano forma parte de varios grupos distintos, lo es que la vida es compleja y que, por lo tanto, siendo como somos miembros de una determinada familia, ningún hermano se parece del todo al otro. Trabajando todos en la misma compañía, ningún trabajador tiene las mismas aspiraciones. Viviendo todos en un mismo barrio, pueblo o ciudad, adscritos a este o aquel Estado nación, ningún ciudadano comparte necesariamente los mismos valores ni principios. Y es bueno que sea así. Admitiendo la complejidad de esta realidad, la construcción del otro como adversario o enemigo a batir decae por inmoral, y todavía más, simplemente porque no se ajusta a la realidad. Para aceptar que soy y pienso como el resto de catalanes, los tendría que conocer a todos y cada uno de ellos. Visto así, nada resulta tan inmoral como el estímulo de políticas identitarias, que se autoatribuyen el derecho a hablar en nuestro nombre, como cristianos, como mujeres, como homosexuales, como catalanes, como pueblo, desdibujando torpemente nuestra vocación universal, que es la propia de un ser humano.

Se refirió a ello con claridad meridiana la diputada Meritxell Batet, en su discurso como nueva presidenta del Congreso de los Diputados, el 11 de mayo del 2019:

[Los diputados] somos la expresión plural y diversa de una sociedad plural y diversa [...] nadie de nosotros individualmente ni ninguno de nuestros partidos por sí solo representa en exclusiva España ni a ninguno de sus territorios ni a la voluntad de toda la ciudadanía [...] cada uno de nosotros somos del pueblo, pero nadie es el pueblo. Siempre y en todo lugar hay otro, legítimo y distinto, a quien solo podemos pedir que respete la ley.

Cansada de tanta confrontación nacionalista entre españolistas e independentistas, la que también es profesora de Derecho Constitucional remachó: “Solo cuando el Congreso habla con voz unánime tendríamos que poder decir, y todavía con cautela, que expresa la voz del pueblo”. Porque, como enseña la ética, en una discusión nunca habrá la solución más religiosa, ni la más patriótica. Hace falta que, además de conforme a la religión o a la patria, lo que decidimos sea acertado, sea lo correcto o que como mínimo procure el bien. Y la aproximación a lo que es correcto siempre necesitará de la concurrencia y contraste de las múltiples perspectivas desde las que se juzga la realidad, tan cierto como que al final tendrán que rendir genuflexión a la razón que nos es común por naturaleza.

En estas páginas no nos interesa especular sobre si el hombre es bueno por naturaleza, como pensaba Rousseau, y si por lo tanto son las instituciones y convenciones sociales las que nos corrompen, o si, al revés, el hombre es un lobo para el hombre, como creía Hobbes, y si son las instituciones sociales, el Estado Leviatán, las que preservan la seguridad y hacen posible una mínima convivencia. Aquí constatamos únicamente que para poder aspirar a llevar una vida buena, feliz y justa, fundamentada en el radical respeto a la libertad individual, hace falta un contrato cívico mínimo imprescindible, que actúe como garantía de un marco de seguridad física y jurídica pero también como aglutinador del ímpetu necesario para afrontar aquellos retos que, de tan ambiciosos, requieren el concurso de muchos.

En esta relación dialéctica, la experiencia vital de algunos de los que nos han precedido resulta estimulante. Lo resulta especialmente la de los que en su día hicieron del reto de ser ellos mismos su última y más importante razón de vivir. Aunque eso les comportara incomprensión, estigma o incluso persecución y exilio respecto de su propia tribu. Al leerlos, incluso sin saber nada de ellos antes, seguro que muchos nos descubriremos sus seguidores, desde hace mucho tiempo. Porque al procurar forjar radicalmente su yo más íntimo es cuando consiguen, justamente, ser más universales. Lo resumió el genio de los genios, Salvador Dalí, cuando confesó que solo había sabido “llegar a lo universal desde lo ultralocal”. Con palabras diferentes, pero que en el fondo remitían a ese mismo denominador común, lo expresó Santiago Rusiñol, referente del modernismo en Catalunya, que también tuvo que aprender a dibujar y pintar a escondidas de su abuelo. En plena efervescencia nacionalista en Catalunya, el autor del Auca del señor Esteve escribió: “Amo más un fragmento de Dante, una melodía de Chopin, un cuadro de Velázquez o el Greco, que una ciudad o un pueblo: por encima de fronteras, miserables inclinaciones del egoísmo, está la patria universal de la verdad, la virtud y la belleza”. Amén.

El compendio de las biografías de algunos de estos personajes de entrada confirma que la vida puede ser muy corta, pero también muy larga. Y que lo que pensamos, o la manera como creemos que tenemos que vivir en un momento dado, puede cambiar con el paso del tiempo. Hay tanta distancia entre yo y los demás como la hay entre yo y yo mismo con el paso de los años, escribió Montaigne, el más sabio conocedor del alma humana. Es el caso de Ramon Llull, de san Agustín o, para dejar tranquilo el santoral, de hombres inmensos como Tolstói, que solo llegó a llevar una vida ascética y religiosa después de haber vivido muchos años de forma disoluta y libertina, entre Kazán y San Petersburgo. Como es sabido, el hombre que se casó con una mujer catorce años más joven que él y con quien tuvo trece hijos, el joven que como jugador, bebedor y mujeriego había vivido todos los excesos de la carne, al final de sus días escribió que “una de las señales que indica con más acierto que el hombre quiere vivir de verdad una vida de bien, es el rigor que tiene en relación con la vida sexual”.18 Y seguramente cuando lo escribió se lo creía. O de mujeres fuertes como Emilia Pardo Bazán, al mismo tiempo conservadora e innovadora, tradicional y libertina.

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En mi caso, como todos los que nos hemos dedicado a la política en tiempos convulsos, también habré sido uno de tantos hombres que en poco tiempo habrá saboreado la gloria y el deshonor, los elogios exagerados y las críticas encarnizadas.19 Es lo que hay, debió pensar Oriol Junqueras desde las rejas de Lledoners, cuando en mayo del 2021, delante la sede de ERC en Barcelona, un pobre demonio independentista –seguramente con miedo a perder el trabajo si ERC no formaba un gobierno de coalición con Junts per Catalunya– ladró aquello del “Junqueras, traidor, púdrete en la prisión”.20 Era la misma medicina que Rufián le había prescrito a Puigdemont, el 26 de octubre del 2017, refiriéndose a las famosas 155 monedas.21

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