España

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Creo que coexisten varias historias de España verosímiles o, como diría la casuística jesuita, «probables». Escoger una u otra es una forma también de escoger cómo quiere ser uno «español» o cómo quiere intentar uno dejar de serlo, si es que, una vez caído en la trampa, es posible salir de ella. Una posible versión de la historia de España es la que enfrenta a los hombres de «a pie quedo» con los «jinetes a caballo». Se dirá que este enfrentamiento se ha dado en todas partes y que describe, por debajo de las trenzas y los barquillos, el elemental conflicto de clases de toda la vida; y es cierto. Pero lo importante —si se quiere contar esta historia y no otra o esta historia junto a otras— es que, en el caso de España, o de las Españas mal fraguadas por los Reyes Católicos, tanto los peatones como los caballeros son, o creen ser, católicos. Así que, una forma «probable» de hacer luz sobre la historia de España, compatible y complementaria respecto de otras historias, es describirla como una guerra civil católica o una guerra civil entre católicos.

Me explico. No es que no haya habido ateos en todas las épocas (Lope de Vega hablaba de «miles» en Madrid en 1621 y los archivos de la Inquisición conservan actas de acusación contra hombres y mujeres que sostenían que «no hay más que nacer y morir»); ni que no pueda dejarse de ser católico y, mucho menos, que, como pretendían García Morente y Menéndez Pelayo, no se pueda seguir siendo español si se deja de ser católico. Se trata de aceptar de una vez que ese «matadero apretado y populoso», a veces imaginario, a veces exagerado, es indisociable de la orgullosa fundación de España como exenta de tacha, raza o casta: purificada de todo elemento extraño al catolicismo establecido por el Imperio (no siempre por Roma). En 1626, cuando Quevedo, en defensa de Santiago Apóstol y de los hombres a caballo, ofrece su mortal recuento, hace ya —o solamente— dieciséis años que un decreto del rey Felipe III había expulsado a los 500.000 moriscos que mantenían poblada y fértil la mitad sur de la península, consumando así la obra iniciada por los Reyes Católicos en 1492 con la expulsión de los judíos y la capitulación de Granada. Tanto entre los hombres de a pie quedo como entre los de a caballo existía en ese momento la conciencia de que esa decisión del duque de Lerma, tomada tras décadas de vacilaciones represivas, representaba, para bien o para mal, el final de una batalla secular y el comienzo de —digámoslo así— una historia sin enemigos. Nadie lo expresa mejor que fray Juan de la Puente, amigo del valido real, en su Tomo primero de la conveniencia de las dos Monarquías Católicas, la de la Iglesia Romana y la del imperio español y defensa de la precedencia de los reyes católicos de España a todos los reyes del mundo, cuando describe a España como el único lugar del mundo donde no habitan gentes extrañas al credo católico: «restaurada la España Sagrada no hay que temer una segunda caída». La primera caída, obviamente, fue la mal llamada «pérdida de España», cuando el débil don Rodrigo y la pérfida casta judía abrieron las puertas de la península, en el año 711, a los musulmanes. Como saben bien los historiadores —pero no el resto de los españoles— el término «reconquista» solo se utilizó por primera vez a finales del siglo xviii, pero fray Juan de la Puente, como algunos españoles de hoy, que siguen creyendo en una España eterna, sin fecha de producción ni de caducidad, podrían decir que en 1609-1610, con la expulsión de los moriscos, «España» acaba, tras nueve siglos de brega, la obra de la «Reconquista».

¿Por qué —me he preguntado a menudo— hubo tan pocos españoles que defendieran a los moriscos (apenas un puñado de nobles terratenientes) por contraste con la relativa movilización, religiosa e intelectual, que se produjo en el caso de los indígenas americanos? ¿Por qué no hay un Bartolomé de las Casas promorisco, como tampoco lo hubo antes projudío? Creo que todo se entiende mucho mejor si, en lugar de describir la persecución de los moriscos, con entusiasmo católico-imperial, como la consumación de la Reconquista, la entendemos como una guerra civil intercastiza. Como para demostrar que todos somos hijos de nuestra época, pero que en cada época hay siempre posibilidades de otra cosa, de otra historia más sensata, hubo algunos, aunque pocos, que se atrevieron a hablar en estos términos. Uno de ellos fue Diego Hurtado de Mendoza, el gran diplomático, militar y poeta, quien participó en la represión de la revuelta de las Alpujarras de Aben Humeya (1568-1571) con la conciencia de que estaba combatiendo contra compatriotas suyos. El otro fue el escritor murciano Ginés Pérez de Hita, cuyas Guerras civiles de Granada incluían bajo ese epígrafe tanto el relato exotizante del enfrentamiento entre zegríes y abencerrajes como —igualmente— la mucho más realista y contemporánea revuelta granadina contra las pragmáticas de Felipe II que habían prohibido la cultura morisca. Era muy difícil aceptar para los católicos —los de a pie y los de a caballo— que ese «enemigo interno» del que había que «purgarse» o «purificarse» compartía de hecho, y podía compartir de derecho, un territorio y un proyecto de convivencia. Algunos estudiosos han establecido paralelismos entre la guerra contra los moriscos y la guerra contra los indígenas americanos. Frente a la guerra en Flandes, cuyas reglas civilizadas admitían representaciones pictóricas (véase La rendición de Breda de Velázquez) en las que vencedores y vencidos se reconocían idealmente en pie de igualdad, la guerra en América y en las Alpujarras equiparaba, del lado enemigo y frente a los iguales europeos, a los moriscos y a los indígenas no solo por la pobreza de sus armas sino por la saña con que podían eventualmente ser tratados por los vencedores. Pero si en el caso de los indígenas —diría yo— esa vocación de exterminio tenía que ver con la lejanía física y la otredad radical del enemigo, en el caso de los moriscos, primero reprimidos y después «purgados», tenía que ver, al contrario, con su mismidad: vecinos y tenderos que miraban el mismo cielo y hablaban la misma lengua. La única manera de evitar reconocer en la guerra de las Alpujarras una guerra civil era comportarse como si fuera una guerra de conquista transoceánica; la única manera de no reconocer a los moriscos como compatriotas era tratarlos como si fueran indígenas americanos. O tratarlos aún peor y con más unanimidad, porque siempre se es más compasivo con el que se juzga inferior que con el que se reclama igual; y siempre se es más homogéneamente fanático contra el enemigo interior que contra el salvaje inconmensurable. Felipe III lo dejó claro en el Consejo de Castilla: la «solución final» del problema morisco solo admitía dos alternativas, el exterminio o la expulsión. Muchos fueron exterminados, muchos esclavizados, la mayor parte, finalmente, trasladados a países del norte de África con los que no tenían ninguna relación y donde a menudo fueron tratados con sospecha y reticencia.

Así que en 1610 España quedó purificada o, si se prefiere, definitivamente «españolizada», puesto que hemos elegido contar ahora la historia de su formación —entre otras historias probables— como un proceso de decantación y purga castiza en favor de la pureza católica. En este proceso, conviene decirlo, la diferencia entre los reinos «germánicos» de la península es muy pequeña. Se puede discutir si, como proyecto castellano cocido en el coleto de la reina Isabel la Católica, el rey Fernando se sometió —y sometió con él a Aragón— por pragmatismo maquiaveliano o por convicción religiosa. Lo cierto es que Fernando se sometió en 1478, cuando se estableció la Inquisición, y en 1492, cuando se decidió la expulsión de los judíos; y cuando escribió indignado al papa Sixto IV, que le había pedido perdonar a los conversos; o cuando en su testamento insistió a su hijo en que «trabaje en destruir e estirpar con todas sus fuerzas la heregía de nuestros reinos y señoríos», con especial hincapié en «la destrucción de la Secta Mahometana». Nada tiene de raro, pues, que un siglo más tarde, cuando el 18 de septiembre de 1620, tras expulsar a los de Valencia, se consumó la deportación de los moriscos aragoneses y catalanes, el padre Jaime Bleda viera resplandecer en el cielo la imagen centelleante de una cruz, que anunciaba y festejaba la definitiva «limpieza» de Aragón.

Antes de eso, a partir del siglo xiv, todos los reinos cristianos o cristianizados habían tratado a judíos y musulmanes de la misma manera. Ninguna de las así llamadas «nacionalidades históricas» que reivindican hoy, a veces con razón, una historia institucionalmente más rica y plural, fueron menos «castizos» que los castellanos vencedores. Durante el terrible pogromo antijudío de 1391 no se libró ningún territorio cristiano y todos, en mayor o menor medida, persiguieron y mataron a su población hebrea: en julio de ese año fueron quemadas las aljamas de Valencia, Barcelona y Gerona. Lo mismo más tarde contra los conversos. Y lo mismo contra los moriscos: no olvidemos que las germanías valencianas de 1520, revuelta de gente de «a pie quedo», dirigió buena parte de su rabia antiseñorial contra los conversos de origen musulmán. En cuanto a los vascos y navarros, basta recordar que «vizcaíno» era en la época sinónimo de «pureza de sangre», lo que explica quizás que Cervantes, cristiano nuevo, escoja a un «vizcaíno» para el duelo de don Quijote en el capítulo VIII de la primera parte, uno de los poquísimos, si no el único, en el que el caballero manchego se lleva la victoria. La Inquisición, por lo demás, que encontró fuertes resistencias en Nápoles y Sicilia, también propiedad de la Corona hispana, fue impuesta sin apenas problemas en todos los reinos del territorio peninsular (una excepción fue la protesta institucional en Aragón contra el nombramiento por el rey Fernando del inquisidor Pedro Arbués, asesinado por conversos en 1485). Contra judíos, musulmanes y conversos la unanimidad es casi completa. Fray Bartolomé de las Casas, defensor de indios, odiaba a los moriscos. San Vicente Ferrer, dominico valenciano decisivo en el Compromiso de Caspe, era el más abyecto antisemita. Tanto la intrahistoria unamuniana como las élites orteguianas, salvo contadas excepciones, estaban de acuerdo en eso. La Unidad tan exaltada por historiadores patrios como impulso común de expansiones imperiales y hazañas sin puestas de sol, solo se refería a este furor compartido contra el enemigo interno, caracterizado en términos biorreligiosos. América era propiedad de Castilla y los no castellanos —al igual que los cristianos nuevos— tenían prohibido participar, como hemos visto, en la conquista y explotación del Nuevo Mundo; pero todos, castellanos, navarros, aragoneses, valencianos, catalanes, gallegos, eran por igual católicos frente a los judíos, musulmanes y conversos. Incluso Portugal, el reino independiente cuya existencia prueba la construcción azarosa, no predestinada, de España, era «español» en eso. En todo lo demás, Navarra y Aragón eran más bien «portuguesas».

 

La Unidad podía abrigar desde el principio el moho de la decadencia —y mil disputas territoriales y quiebras forales— porque estaba construida en torno a la Corona como garante de la Intolerancia religiosa común. No es que no hubiera humanistas españoles, casi siempre conversos y refugiados en Europa (como Juan Luis Vives o Andrés de Laguna); e incluso asomó o amagó, durante una década del siglo xvi, una posibilidad erasmista, pero no hay que olvidar que la «tolerancia», lejos de ser una virtud, era literalmente un delito. Lo fue durante tres siglos y medio. Todavía en 1803, el sacerdote José Antonio Olavarrieta, que había escrito un libro comparando a hombres y animales, fue condenado por la Inquisición por «hereje formal, deísta y tolerante». En 1888, mientras Castelar luchaba por la libertad de cultos, un popular diccionario de teología de Torno Casanova decía que España no necesitaba tolerar otras religiones porque el catolicismo «dominaba» sin rival, apostillando que la libertad de cultos se había producido «contra los sentimientos de la nación». ¿Y cómo no escuchar la opinión de Menéndez Pelayo en la extraordinaria y terrible Historia de los heterodoxos españoles? «La Intolerancia», dice, «es una ley fundamental de la Nación española, no la estableció la plebe, no es ella quien debe abolirla». Es «la gran virtud nacional», añade enseguida, virtud que —si hemos de creer a egregios historiadores y ensayistas de los siglos xix y xx— preñó también toda forma de oposición a la Iglesia, desde el anticlericalismo al anarquismo. Ser español y ser católico se ha considerado hasta tal punto la misma cosa durante centurias que el español que dejaba de serlo y se volvía por eso antiespañol, conservaba todavía la españolidad esencial de la intolerancia orgullosa y radical.

Puede parecer increíble, pero todavía en septiembre de 2018 un conocido actor español, Willy Toledo, pasaba una noche en la cárcel, detenido por haber insultado a Dios y a la Virgen; el juez admitió a trámite la denuncia interpuesta por un grupo denominado Abogados Cristianos y dos años después, en febrero de 2020, Toledo era juzgado y finalmente absuelto. Puede parecer increíble, desde luego, que exista aún en España un delito «contra los sentimientos religiosos», pero me resulta aún más increíble —e inquietante— que tanto el actor como sus denunciantes concedieran algún significado a la blasfemia.

Toledo se cagó en Dios en un tuit, lo que es una estupidez sin más valor que el que los demás quisieron darle. En España todo el mundo blasfema; todo el mundo ha blasfemado siempre, sobre todo los católicos y, cuando en España todo el mundo era católico, blasfemaban solo los católicos. Ahora bien, cuando los católicos españoles se cagan en Dios no están pensando en Dios sino en la Iglesia. España ha sido un país extraño en el que la Iglesia ha regido durante siglos de modo inquisitorial los destinos de una población naturaliter cristiana, de manera que el anticlericalismo furibundo de nuestro país, antes de adoptar formas ateas, era profundamente católico; y a veces procedía del propio clero. Pensemos en el arcipreste de Hita y en el arcipreste de Talavera; o en la atribución no verificada, pero verosímil, del Lazarillo de Tormes a un padre jerónimo, fray Juan de Ortega. Pensemos en los sermones contra los vicios del clero de los predicadores del siglo xvi: fray Alonso de Cabrera o fray Pedro de Valderrama. En cuanto al pueblo, ¿hacia dónde podía dirigir sus muy católicas iras sino hacia aquellos que, por su identidad grupal, su aislamiento social y sus privilegios económicos, habían sustituido en el imaginario popular a los judíos y los moriscos? Recordemos, por ejemplo, la quema de conventos de 1834, cuando los vecinos católicos de Lavapiés atribuyeron la epidemia de peste que asolaba la ciudad a un envenenamiento de las fuentes públicas. Cada país tiene su historia y, por lo tanto, sus chivos expiatorios. En Manila se acusó a los súbditos ingleses, algunos de los cuales fueron asesinados; en París a la policía, que no pudo evitar que algunos de sus agentes fueran arrojados al Sena. En Madrid se culpó a la Iglesia. Me refiero, claro, menos al bajo clero, parte muchas veces del pueblo menudo, que a las órdenes religiosas, y ello sin distinción de hábito: jesuitas, dominicos, franciscanos, mercedarios. El 17 de julio de ese año de 1834, en plena guerra carlista, bajo un calor sofocante, después de que tres mil madrileños murieran a causa del cólera «asiático», un rumor bien dirigido señaló a los frailes y el pueblo de Lavapiés, amotinado, asesinó a setenta y cinco de ellos en distintos conventos del barrio. «Dos hechos deben ser destacados», dice un conocido historiador, «los hombres que quemaban las iglesias eran casi todos católicos practicantes; en segundo lugar, los conventos no eran incendiados por gentes de las clases medias, sino por el pueblo». Cien años después, en el mismo barrio y casi el mismo día —el 19 de julio de 1936—, tras conocerse la noticia del golpe de Estado de Franco, los vecinos de Lavapiés quemaron las parroquias de San Cayetano, San Nicolás y San Andrés. La continuidad es evidente y, sin embargo, también engañosa. En esa centuria ocurren dos cosas importantes. Por un lado, y aún más a partir de la Restauración, el número de miembros del clero aumenta astronómicamente: en 1860 había menos de 50.000 sacerdotes, frailes y monjas en España; entre 1875 y 1900 esa cifra ascendió a más de 88.000; cuando cayó la dictadura de Primo de Rivera, en 1930, su número trepaba ya hasta los 135.000. Al mismo tiempo, el clero en su conjunto, y no solo las órdenes religiosas, se había ido distanciando cada vez más, sobre todo en las ciudades, de los dolores cotidianos de los plebeyos y asumiendo, en maneras y sermones, la defensa de los intereses de los pudientes, lo que se tradujo, como he dicho más arriba, en una disminución radical de la práctica religiosa —y en un crecimiento paralelo de la adhesión al anarquismo y al socialismo—. El de 1834 fue un motín católico; el de 1936 ya anticatólico, que es la forma política que, por razones obvias, adopta el catolicismo contrariado en España: «los anarquistas han destruido muchas iglesias, pero el clero había destruido antes la Iglesia»; o también: «la rabia de los anarquistas españoles contra la Iglesia es la rabia de un pueblo intensamente religioso que se siente abandonado y decepcionado».

Lo cierto es que los católicos españoles han estado siempre a punto de ser anticatólicos, en los dolores y los placeres, como una forma inevitablemente inmanente de nombrar todas las emociones extremas, positivas o negativas. Siempre he interpretado en este sentido un misterioso pasaje de los Episodios nacionales en el que Galdós, en el marco de la primera guerra carlista, habla de la relación difícil del aspirante don Carlos con su máximo general, Rafael Maroto, un hombre de cuyo fervoroso catolicismo nadie podía dudar. Pues bien, dice Galdós en las últimas páginas de su novela Vergara: «(don Carlos) odiaba cordialmente a Maroto, no por mal militar, que no lo era, ni por desafecto a su causa, sino porque en cierta ocasión de apuro, atravesando la frontera de Portugal, había soltado D. Rafael en los regios oídos la interjección más común en bocas españolas, desacato que el meticuloso Rey no perdonó nunca». ¿Qué «interjección» se le escapó al impulsivo y beato Maroto que su rey, tan necesitado de su ayuda, no le pudo perdonar? Sin duda una blasfemia; probablemente un «me cago en Dios»; y si su rey no se lo pudo perdonar no fue porque descubriese de pronto que su general era ateo sino porque se percató de que era algo peor: un católico anticlerical y, por lo tanto, un carlista tibio (como quedó demostrado en el famoso «Abrazo de Vergara» con Espartero en 1839).

Más allá de este caso sujeto a especulación, todos sabemos que los católicos blasfeman y se cagan en Dios no contra Dios sino contra la Iglesia, dentro de la cual muchos de ellos se han sentido siempre incómodos o engrilletados. En este sentido, uno de los graves errores de la Segunda República española, y más en una situación de rebelión militar «católica», fue la de obligar a los blasfemos católicos a elegir entre el ateísmo y la Iglesia, dentro de la cual los católicos al menos podían blasfemar. Es fuera de la Iglesia donde no se puede, como lo demuestra esa denuncia de 2018 contra Willy Toledo por parte de una asociación compuesta sin duda por católicos que blasfeman libremente, pero que no pueden aceptar el anticlericalismo consciente y premeditado de un ateo.

Muchos católicos se cagan en Dios por amor a Dios y rechazo de la Iglesia. Incluso muchos curas se cagan en Dios, porque esa expresión, junto a «me cago en la hostia», se encuentra en la línea de salida —en la superficie— del rico repertorio blasfemo y palabrotero del pueblo español plurinacional. Esas «interjecciones» están ahí, a disposición de todos, y salen del alma apenas una contrariedad, pequeña o grande, asalta nuestras vidas; o un embelesamiento luminoso la sacude. No se puede escapar de España blasfemando. Todos blasfeman; todos blasfemamos. Lo que los católicos blasfemos no podían quizás tolerar del «me cago en Dios» de Willy Toledo era precisamente que no le «saliera del alma», como a un católico normal o a un ateo enamorado; que le saliera de la ideología, de la voluntad fría —diría Pavese— de añadir un clavo en la crucifixión de Cristo o, peor aún, de resucitar un conflicto que, a través de ese pugilato verbal, se revela como no superado. Que no le saliera del alma sino de la ideología volvía en realidad más ingenua e infantil su blasfemia: una palabrota antigua, un poco obsoleta o pasada de moda, la autocomplacencia afirmativa y audaz de un niño en la fase oral que paladea el verbo más que el nombre y al que excita su propio coraje escatológico. Ahora bien: ocurre que algunos católicos tan ideologizados como el propio Toledo no ven aquí una niñería antigua, como la veo yo, ni un empobrecimiento ideológico; ven, del mismo modo que esos fanáticos musulmanes que atacan las pésimas e infantiles caricaturas del Charlie Hebdo, un ataque real a su Dios intolerante, al que creen absolutamente real y que ha delegado en ellos su omnipotencia, de manera que de pronto la blasfemia banal de Toledo, al pinchar en nervio vivo, adquirió un sentido que en el contexto sociológico actual no tiene o no debería tener. Ese «sentido», en todo caso, podía haberse quedado ahí, en una batalla en internet entre un niño valiente y un grupo de fanáticos musulmanes (quiero decir católicos) si no fuese porque, de manera inesperada, intervino la justicia, y no precisamente, como sería de rigor, para defender al niño malhablado de los fanáticos ofendidos.

Es aquí donde interviene el otro rasgo típicamente «español»: la cárcel. Lo que da verdadero sentido, de manera retrospectiva, a la infantil blasfemia de Toledo (que se volvió así grande, misteriosa y subversiva) es la cárcel. Fue en este «sentido» adventicio, a contrapelo del contexto social, donde de pronto nos vimos obligados a movernos todos, con independencia de lo que pensáramos del tuit de Toledo; blasfemar adquirió el sentido que le confirió la persecución judicial y ya no pudimos escapar a él, y no debíamos hacerlo, en defensa precisamente del contexto social (que habría disuelto el sentido de la blasfemia) y, en consecuencia, de la libertad de expresión. Por alargar la cosa más allá de un «me cago en Dios» ideológico, podemos decir que Toledo, Hasel, Valtònyc, los independentistas catalanes encarcelados —y todo ello al margen de que nos gusten o no sus canciones o sus posiciones políticas— no habrían hecho nada si nada se hubiera hecho contra ellos. El «sentido» de sus actos, derivado del fanatismo religioso y de la persecución judicial, se habría perdido en el contexto social, como una chiquillada o una broma, si el Estado español fuese un poco más democrático —fuese realmente democrático—. Y si, mientras escribo estas páginas, en el verano de 2020, el contexto social no estuviese desplazándose a mucha velocidad hacia una confrontación intercastiza, que creíamos socialmente superada, en la que blasfemar —la derecha, la izquierda, el fascismo, el antifascismo— deja de formar parte del repertorio palabrotero banal para adquirir un sentido belicoso a cuyo trapo torero, de un lado y de otro, no se puede sino entrar.

 

Antes de los Reyes Católicos había quizás españoles, pero no España; y después de los Reyes Católicos había ya España, incluso si muchos de los que compartían la intolerancia de la Corona no se decían «españoles». Podemos llamar «España», pues, al resultado de esta guerra civil intercastiza, que dejó su lugar, tras el exterminio, expulsión o asimilación forzosa de las castas musulmana y judía entre 1492 y 1609, a un largo conflicto interno entre católicos netos, del que cabe preguntarse si ha acabado realmente y, si es que ha acabado, cuándo y con la victoria de quién. En todo caso, como se jactaba fray Juan de la Puente, mientras el resto de Europa se poblaba de pulgas luteranas y calvinistas, en España, bajo Felipe III, ya no había más que católicos y, por lo tanto, todas las pugnas, forcejeos y batallas se daban en el seno del catolicismo. Pero se daban. No hay Unidad que aguante el embate de la complejidad social y el desgaste geopolítico en el mundo sublunar. Una sociedad cerrada y homogénea no es una sociedad pacífica; ni siquiera es una sociedad cerrada y homogénea. Es una sociedad que desarrolla nuevas diferencias entre grupos y personas que se disputan la misma identidad para disputarse, a través de ella, poderes terrenales muy tangibles, prestigios encontrados y visiones políticas rivales. También placeres mundanos. Es imposible entender la España del Barroco sin la dialéctica iglesia-teatro, espacios que intercambian a menudo sus funciones y sus actores, haciendo difícil distinguir los cómicos de los predicadores y el uso sagrado del profano: las representaciones se ven interrumpidas por el paso de un viático mientras que los templos —si hemos de creer la experiencia de confesionario del jesuita Tomás Sánchez— servían de salón mundano y hasta de sadiano lecho nupcial.

Antes de existir España, la península se la disputaban reinos cristianos y musulmanes en una larguísima convivencia belicosa o guerra convivial. Luego, durante la fragua de «España», la guerra intercastiza desembocó trágicamente en la Unidad católica del imperio castellano. Por fin, una vez bautizada España en su pureza biorreligiosa, comenzó una guerra civil, sorda o estridente, entre católicos abigarrados y recomenzó, ya sin enemigo infiel, la guerra, ahora también civil, entre los distintos reinos católicos de la península sometidos a Castilla —una Castilla que hoy, en 2020, tras pérdidas y mermas sucesivas, ha quedado reducida a Madrid—. La Unidad, y no el catolicismo (o el fatalismo o el fanatismo), es lo que siempre ha separado a los españoles.

Mientras la Inquisición rastreaba neuróticamente cualquier impureza (hasta la cuarta y la quinta generación), dentro de la Inquisición pugnaban los juristas y los teólogos, casi siempre con victoria de los primeros; y los cristianos nuevos, en brega subterránea con los cristianos viejos, se hacían inquisidores o poetas. Mientras la Corona hispana trataba de imponer el imperio católico en Europa y América, las órdenes religiosas (sobre todo dominicos y jesuitas) confrontaban sus distintos modelos de intervención política y evangelización misionera. Mientras la misoginia y el «punto de honor» asfixiaban a la mitad de la población, miles de mujeres se hacían monjas huyendo del matrimonio y buscaban reconocimiento social y a veces poder político a través de la santidad, cuyos signos milagreros fascinaban por igual a la gente de «a pie quedo» y a los «caballeros» y ponían en aprietos a las autoridades religiosas. Mientras se imponía poco a poco un relato oficial de la España eterna, basado en documentos apócrifos y falsos cronicones, los más vulnerables y amenazados contraatacaban produciendo sus propias supercherías potencialmente integradoras. Mientras se prohibía la oración mental y la traducción de la Biblia al romance, místicos y poetas se sacudían los linajes de sangre y las trabas tridentinas; y la devoción a los santos (a los de a pie quedo y a los de a caballo), conducía eléctricamente, en distintas direcciones, las luchas palaciegas y las ambiciones de reforma.

El apóstol Santiago, montado a la fuerza en su caballo blanco como paladín de la victoria sobre las «herejías» y bandera única de la Unidad de España, se vio amenazado, aunque no descabalgado, en las primeras décadas del siglo xvii: no por san Pablo, su igual apostólico, sino por santa Teresa de Jesús, la monja andarina reformadora del Carmelo. La historia es conocida y, a mis ojos, emocionante, porque anticipa y sirve el material de una disputa que, bajo formas distintas, se repite sin descanso: la de dos Españas desunidas y enfrentadas por la religión común. Tres veces midieron Santiago y Teresa sus fuerzas y tres veces Teresa perdió. En 1618, en efecto, Felipe III propuso la promoción de Teresa al copatronato de las Españas y su candidatura fue desechada por la Iglesia so pretexto de que la monja avulense era solo beata y no santa. Ocho años más tarde, en 1626, con Teresa ya canonizada y bajo la inspiración del conde-duque de Olivares y sus planes de reforma, Felipe IV lo intentó de nuevo, también sin éxito. No hay que olvidar que el misticismo, primero perseguido, enseguida selectivamente reivindicado, era la variante «española» de la modernidad y la reforma, opuesta a la visión medieval de los «santos guerreros» —la de la anticuada Caballería satirizada por Cervantes— que algunos católicos querían dejar atrás. La tercera vez Teresa venció, aunque muy fugazmente; casi doscientos años después de la tentativa del conde-duque, las Cortes de Cádiz, en efecto, derrocaron a Santiago y nombraron patrona de España a Teresa, pero esta decisión fue revocada en 1813, como la propia Constitución, por el infame Fernando VII. Todavía discuten los historiadores si esta pugna «quijotesca» entre la santa de a pie quedo y el santo caballero jacobeo movilizó o no —o cuántas— pasiones populares, pero es sin duda un buen ejemplo de esta guerra civil católica o guerra civil entre católicos a la que me refería. Santiago, pobriño, contaba con muchas ventajas, desde luego. Gran invento gallego, la leyenda sacra —creída a pies juntillas— lo situaba en la Hispania romana hacia el año 40, evangelizando a los «españoles» con ayuda de la Virgen del Pilar y después, ya muerto, trasladado en barca de piedra hasta Compostela y enterrado en tierras gallegas. Sus restos convertían a la ciudad compostelana en sede apostólica, rival de Roma, y el mito de su ascenso al generalato y de sus hazañas bélicas contra los moros hacían de él un símbolo insuperable del proyecto católico-imperial de Isabel y Fernando. Hasta tal punto era una golosina simbólica, explotable en favor del poder real, que Felipe II reclamó sus huesos en 1580 y los obispos gallegos alegaron que se habían extraviado, conscientes de lo que significaba para Galicia la posesión de esa reliquia. Y aunque las luchas políticas en Europa habían llevado al Papa y a los jesuitas a cuestionar, a principios del siglo xvi, la «venida del Apóstol a la península», su patronazgo se identificaba hasta tal punto con la Unidad católica de España —con su existencia misma— que el ilustrado padre Enrique Flórez, en su España sagrada (1747-1775), muy elogiada por su «método crítico», podía escribir lo siguiente a mediados del siglo xvii, en reivindicación orgásmica de la veracidad del milagro: «muestra la especial Providencia del Espíritu Santo sobre España, en darle antelación a todas las regiones de África y Europa, y tomar de aquí las primicias de los pueblos gentílicos, como reino en quien tan firmemente quería establecer su fe». Flórez —hay que decirlo— probablemente había tenido en sus manos una prueba documental del carácter legendario de esa «venida», pero la había quemado. Quemado, sí. Cuando los monjes de El Escorial se dieron cuenta de que al códice de Leovigildo de Córdoba que le habían prestado le faltaban los dos últimos capítulos y se los reclamaron, el «ilustrado» y «crítico» Flórez confesó con naturalidad su destrucción intencionada «a fin de que no persevere vestigio y quiera Dios no se descubra en otra parte». Flórez era muy «español»; el valenciano Gregorio Mayans, este sí un verdadero ilustrado, nuestro primer cervantista, fue tildado, en cambio, de «antiespañol» por criticar sus métodos y declarar que «de nada sirve gritar España España si no se ponen remedio a sus males».