España

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Santiago, en definitiva, tenía muchas ventajas, incluida el apoyo del más genial y delirante poeta de la época. Era la proa de la España viril, de pecho abombado y barba sin almohaza, imperial y curil, que seguía haciendo soñar, como los libros de caballería, a mucha gente de a pie quedo. Enfrente estaba una mujer. Una mujer que recorría a pie los pueblos de España. Una mujer que escribía. Una mujer cuyo abuelo, judío, había llevado el sambenito en Toledo. Una mujer que atribuía sus pensamientos a Cristo porque hablar con Dios, ya bastante sospechoso, era menos grave que pensar. Una mujer que, sin ser docta ni leer latín, pretendía enseñar a los hombres. Una mujer que reclamaba su derecho a fundar una orden sin Estatutos de Sangre y que admitiera sin dote a las mujeres más pobres. Una mujer que reivindicaba la pluma, adminículo de hombres, y la rueca, trebejo indigno de una hidalga. Una mujer a la que había perseguido la Inquisición por afinidad con los «alumbrados». Una mujer que defendió la austeridad y combatió el ascetismo. Una mujer que desaconsejaba el matrimonio como una sujeción peligrosa de la voluntad. Una mujer, en fin, a la que Filipo Sega, nuncio vaticano y obispo de Piacenza, llamó «mujer rebelde y vagabunda» y describió como «fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventaba malas doctrinas, andando fuera de la clausura contra el orden del concilio tridentino y prelados, enseñando como maestra contra lo que san Pablo enseñó, mandando que las mujeres no enseñasen».

No hay que exagerar, desde luego, el feminismo de una religiosa que hizo toda clase de cabriolas para ocultar su ascendencia judía y mantenerse dentro de la iglesia, pero sí cabe hablar de ella como de un ejemplo y de una herramienta. Igual que Hernán Cortés quiso imitar a Amadís, hubo centenares de mujeres que quisieron imitar a Teresa no solo en las transverberaciones y la intimidad protectora de Cristo sino en la escritura: centenares de monjas del siglo xvi y xviii empezaron a escribir acerca de sí mismas, siguiendo su ejemplo, en un proceso de introspección que anticipaba en los conventos el derecho de las mujeres a la soledad, que les estaba socialmente prohibida. Tampoco cabe exagerar la movilización popular en torno a la «querella» ni el valor transformador contenido en ella: junto a la cuestión del Voto —la resistencia a pagar el impuesto compostelano— había un conflicto de poder entre la religión de la Corona y la religión de Roma, como tantas veces a lo largo de la historia de España. Pero Teresa sirvió de herramienta para una batalla que se repetirá de manera casi fractal en los siglos sucesivos, y que enfrentará a dos élites y dos proyectos de España. No se puede desdeñar, pues, este choque simbólico entre un santo viejo y falso a caballo, mítico matador de antiespañoles, y una mujer de a pie quedo, con pluma en la mano, que defendía el trabajo y procedía de un linaje «impuro»; y que era casi contemporánea de los que apoyaban y rechazaban su candidatura. Cualesquiera que fueran los intereses que activaron la querella, lo cierto es que en este lance se columbra otro sendero en el boscaje, una vía paralela a la de los estatutos de sangre, la Unidad católica y el honor calderoniano. Que no triunfara, que no pudiera triunfar y que su triunfo, de haberse producido, no hubiera sido tampoco decisivo, importa mucho menos que el hecho de poder pensar hoy en esa posibilidad de nuestro pasado, no como historiadores —pues no lo soy— sino como pensadores; es decir, como víctimas y gestores de una historia común. Conviene pensar en esa vía abierta en la memoria —cerrada de hecho en su momento— como conviene pensar también, a partir de ella, en esa otra reproducción fractal, y fatal, del conflicto hispano. Pues a Teresa la sostenían las élites urbanas y letradas, sobre todo madrileñas —«liberales», diríamos hoy—, mientras que las élites linajudas tradicionalistas contaban con el apoyo de un pueblo menudo y rural que, pese al impuesto jacobeo, se emocionaban con los libros de caballería y con las gestas asesinas de Santiago.

En todo caso, la querella fue una querella entre católicos que exploraban distintas ranuras dentro del catolicismo. Si esa cosa llamada España tenía que tener por fuerza un santo patrón, ¿mejor Santiago o Teresa? Hubo otras propuestas, claro, del arcángel san Miguel a la Inmaculada Concepción, pero fue este enfrentamiento entre el santo a caballo y la santa a pie quedo el que vehiculó las lides, digamos, «ideológicas». Los liberales de Cádiz, en 1810, eran también católicos y a veces curas, como lo prueba el propio texto constitucional, pero arremetieron contra Santiago en nombre —otra vez— de Teresa. Así se pronunciaba contra el Voto de Santiago el sacerdote Ruiz Padrón en una de las sesiones parlamentarias: «Como eclesiástico porque debo despreciar todo acontecimiento prodigioso que no se halle apoyado con la autoridad y decisión de la Santa Madre Iglesia, que es la columna y firmamento de la verdad; y como cura, para aliviar las lágrimas de mis feligreses que todos los años acuden a mí con sus lamentos a llorar los atropellamientos de los arrendatarios y el despojo del único alimento de sus familias». Y así se expresaba José María Calatrava para reclamar la abolición de la Inquisición:

Declarada ya por el Congreso la incompatibilidad entre la Constitución y la Inquisición, no queda más alternativa ya que quemar la Constitución o abolir la Inquisición. Por mi parte, yo lo juro ante V.M. y a la faz de la nación: yo me expatriaría si la Inquisición se restableciese. Soy, y quiero ser, católico, apostólico, romano, pero quiero ser libre. Deseo cumplir con mis deberes, pero no quiero ser el juguete de un déspota ni la víctima del fanatismo.

En este contexto, la propuesta constitucional de proclamar a Teresa patrona de España sirvió para «hacer pasar» la Constitución y para dirimir el conflicto eclesiástico desatado por los liberales en favor de una iglesia reformada, menos ortodoxa y más «liberal».

Hoy hemos olvidado esta querella y la aprobación constitucional de Cádiz, borrada y maldecida tres años después por el tirano Fernando VII. Lo hemos olvidado en parte porque el anticlericalismo «religioso» de los antiespañoles, entre los que me cuento o me contaba, entregó Teresa a los franquistas, quienes se apoderaron de su «brazo incorrupto», descubierto en Málaga en 1937, y convirtieron a la santa en patrona, no de España, claro, donde se mantenía enhiesto y solitario el santo ecuestre, sino de la sección femenina de la Falange dirigida por Pilar Primo de Rivera. La guerra civil del 36 fue, sí, una guerra civil católica en la que los perdedores, que tenían casi toda la razón y toda la legalidad de su parte, renunciaron a la protección de los santos.

No puedo evitar aquí la tentación de traer a colación a nuestro incomparable Galdós, hombre escasamente religioso, quien comprendió muy bien que la guerra de la Independencia fue, al mismo tiempo, una guerra de liberación, una guerra internacional y una guerra civil católica. La invasión napoleónica —que contó también con colaboracionistas auténticamente españoles— fue rechazada por dos corrientes enfrentadas ya entonces y que se enfrentarían, tras la expulsión de los franceses, durante todo el siglo xix: la de los que abominaban de las «novelerías» francesas y la de los que querían introducirlas de manera autóctona y sin tutela extranjera. Todos eran católicos y algunos, en efecto, sacerdotes. Ése es el caso, por ejemplo, del ilustrado padre Castillo, personaje que en Napoleón en Chamartín (de la primera serie de los Episodios Nacionales) escandaliza a sus hermanos frailes, espantados por las leyes progresistas del invasor corso: «la Junta Central no debió esperar a que las promulgaran los franceses», dice tajante.

Entre los seglares, uno de mis personajes favoritos es Patricio Sarmiento, con cuya muerte gloriosa se cierra El terror de 1824 (de la segunda serie). Sarmiento es un pomposo maestrillo, fanáticamente liberal, fascinado por el reformador romano Cayo Graco, que, tras la derrota y ejecución de Riego y la muerte en combate de su hijo Lucas, pierde coherentemente la cabeza. Miliciano «nacional», orador comunero, ahora hazmerreír de los vencedores, que no se molestan ni en perseguirlo, el anciano Sarmiento ha sido un arrogante zelote «izquierdista», pero de su sectarismo furibundo ya solo le queda la retórica espumosa y la ambición de morir en vestes de mártir de la Libertad. Por caminos un poco folletinescos —y hermosísimos—, que invito al lector a disfrutar directamente, consigue finalmente que Chaperón, el ministro de policía, le condene a la horca, «su trono de gloria», salvando así además la vida de Solita, la joven valerosa, ya hija suya, que lo salvó a él de la miseria y la locura. En fin, las últimas páginas de la novela constituyen un ejemplo de la maestría narrativa de Galdós, que en tono muy dickensiano combina tragedia y farsa para retratar del modo más abominable la pena de muerte, sin discursos ni denuncias, y describir el enfrentamiento «católico» entre el liberal Sarmiento y los padres Alelí y Salmón, encargados de conducir su alma al otro mundo. Estos últimos quieren que el reo confiese sus pecados mientras que el viejo liberal, exaltado por la felicidad de su martirio, sin dejarse arredrar ni perder jamás la dignidad, se entrega una y otra vez a su verborrea «constitucional», hasta el punto de que los sacerdotes le niegan la eucaristía. Sarmiento entonces decide rezar él solo delante del crucifijo: «Señor, Tú que me conoces no necesitas oír de mi boca lo que siente mi corazón, que pronto dará su último latido dejándome libre. Sabes que te adoro, que te reverencio, y que ejecuto puntualmente la misión que me señalaste en el mundo. Sabes que la idea de la libertad enviada por Ti para que la difundiéramos, fue mi norte y mi guía». Fijémonos en que es Dios el que en esta novela «inspira» su misión liberal a Sarmiento como en Un voluntario realista inspira a Tilín su misión bélica antiliberal: «Dios es el que ha puesto este fuego dentro de mí», le dice Tilín a sor Teodora.

 

El padre Alelí, muy contrariado por la cabezonería del condenado, apremia a Sarmiento a decir «una sola palabra de verdadera religiosidad» —pues no considera «religión» mezclar a Dios con la libertad—; el reo, por su parte, cada vez más firme y sereno, proclama:

Cristiano católico soy. Creo todo lo que manda creer la Iglesia, creo todos los misterios, todos los sagrados dogmas, sin exceptuar ninguno. He oído misa, he confesado sin omitir nada de lo que hay en mi conciencia, he deseado ardientemente recibir la Eucaristía, y si no la he recibido ha sido porque no han querido dármela. ¿Qué más se quiere de mí? ¡Oh! Señor de cielos y tierra, ¡oh! tú, María, Madre amantísima del género humano, a vosotros vuelvo mis miradas, vosotros lo sabéis, porque veis mi rostro, no este de la carne sino el del espíritu. Los que no ven el de mi espíritu, ¿cómo pueden comprenderme? Hacia Vosotros volaré, invocándoos, llevando en mi diestra la bandera que habéis dado al mundo, la bandera de la libertad, por la cual he vivido y por la cual muero.

Luego Sarmiento se deja poner la hopa y el capirote negro y conducir en asno, en medio de la multitud, hasta el cadalso, al que sube por su propio pie evocando a Cayo Graco, Armodio, Bruto y Aristogitón. La escena de la ejecución es vívidamente goyesca y produce una fuerte sacudida sentimental. Se cierra con la frase compasiva del padre Alelí, que ha impedido con su intolerancia el acceso del viejo liberal al paraíso: «desgraciado, sube al Limbo».

Y entonces Galdós, que se limita siempre, como todos los grandes novelistas, a seguir a sus personajes, construidos por sus propias decisiones y avatares, decide intervenir personalmente y añadir un capitulito final en el que regaña, de bastante mal humor, al sacerdote. Dice: «¿Qué sabía él?... A pesar de ser fraile discreto y gran sabedor de teología, ¿qué sabía él si su penitente había ido al Limbo o a otra parte? ¿Quién puede afirmar a dónde van las almas inflamadas en entusiasmo y fe?». Después de lo cual el Galdós agnóstico y republicano rinde y pide homenaje para Patricio Sarmiento —ese ancianito fanático y chiflado, excelso y ridículo— convencido de que tampoco Dios lo abandonará: «Glorifiquémosle todos. Murió pensando en la página histórica que no había de llenar, y en la fama póstuma que no había de tener. ¡Oh, Dios poderoso! ¡Cuántos tienen esta con menos motivo, y cuántos ocupan aquella habiendo sido tan locos como él, y menos, mucho menos sublimes!». Tampoco don Quijote llenó más página de la historia que la que escribió Cervantes; y todas esas otras páginas siguen parcialmente vacías o se han ido llenando con dificultad. Sarmiento, sí, es un don Quijote que no recupera la cordura la víspera de su muerte, que cree en su misión hasta el final, al que llega, en todo caso, a pie quedo, anunciando no la decadencia lúcida y amarga de la España imperial sino el siglo larguísimo del conflicto y la violencia civil —pues alcanza hasta 1936, donde, del mismo modo que en las Cortes de Cádiz, católicos envenenadores como el cura Joan Tusquets, fanático ideólogo de la cruzada franquista, se enfrentaron a católicos más sensatos y hasta republicanos, algunos de la alta jerarquía, como Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona—.

Yo tuve, como todo el mundo, dos abuelos. En un momento en el que la izquierda identitaria y victimista invoca nuevos Estatutos de Sangre, ahora invertidos, y exige ser negro o mujer violada o pobre o inmigrante —o al menos nieto de esclavos o de fusilados— antes de conceder el derecho a hablar en voz alta de injusticia y de dolor, tengo que confesar sin pudor que ninguno de mis dos abuelos fue republicano. El paterno, César, hijo de ministro liberal, formaba parte de una familia castellana adinerada e influyente, dueña de un periódico y que había hecho negocios más bien turbios con Juan March. Abogado formado en Bolonia, mi abuelo puso todo su talento al servicio de la consolidación y extensión de la influencia política y empresarial de la cerrada red familiar. Murió cuando yo tenía diez años y nunca lo vi en casa. En su calidad de director de la Metro Goldwyn Mayer en España, vivía en Barcelona; cuando venía a Madrid nos recibía en el vestíbulo del hotel Palace, sentado en un sillón, con su mano vieja aferrada a un caro bastón con empuñadura de pájaro. Había dejado de ir al Ritz, en la orilla de enfrente de la plaza de Neptuno, porque a su padre, alojado allí de vuelta del exilio tras la guerra, le habían obligado los falangistas a beber un vaso de aceite de ricino. De esta manera César protestaba, no contra los falangistas, no, sino contra la dirección del hotel, que no había sabido proteger a un cliente prestigioso y habitual.

Cuando estalla la guerra civil, César hace las maletas. Es un hombre inteligente, pero duro. Dirigía en ese entonces varios cines de Madrid, propiedad de la Metro, y había tenido problemas con los sindicatos, que lo habían denunciado por acoso laboral y a cuyos representantes recibía siempre con una pistola sobre la mesa. Le avisan de que su vida corre peligro y se refugia en la embajada alemana, con cuya legación escapa de España el 10 de agosto, en compañía de su amante y de rondón, tras la ruptura de relaciones diplomáticas. Viaja a París para reunirse con su padre y luego, desde allí, a Alejandría y El Cairo, desde donde apoyará de manera pragmática e indemne la victoria de Franco como «corresponsal para la propaganda nacionalista» en Egipto, según nombramiento del mismísimo Millán Astray. Después de que el consulado republicano le retire la residencia, César vuelve a España el 29 de julio de 1937 con un salvoconducto del gobierno rebelde que le permite llegar a Sevilla, ciudad en la que asume la dirección de la Metro y desde la que colabora con el Departamento Nacional de Cinematografía de Burgos. En diciembre de ese mismo año se afilia a la Falange. Una vez «liberada» Barcelona, ya en los últimos estertores de la guerra, se instala en esta ciudad, también como responsable de la productora estadounidense, y allí vivirá hasta su muerte. Todos estos datos los aporta el propio César en un documento de 1951 destinado a probar su fidelidad, y servicios prestados, al régimen dictatorial, suspicaz todavía —imagino— por el parentesco de mi abuelo con el que fuera último presidente de las Cortes republicanas.

Mi otro abuelo, Juan, también era abogado. Señorito andaluz arruinado, de profundas convicciones católicas, en julio de 1936 vive y trabaja en Madrid, ya casado y con una hija. Cuando muere en 1972, yo tengo doce años y lo adoro. A su lado me siento protegido por una fragilidad parecida a la mía; y por un doloroso silencio que yo desde entonces asocio naturalmente a la virtud. Uno de mis hijos se llama Juan; uno de mis sobrinos se llama Juan; y uno de mis primos más queridos, gran escritor, se llama Juan. No hay ningún César en mi familia. Y, sin embargo, la historia del abuelo Juan es inquietante e incómoda. Durante años se habló muy poco de ella, menos porque faltara información, a veces vaga o mítica, que por su desenlace «deshonroso». Solo nuestra abuela nos decía de vez en cuando: «un día que queráis llorar de verdad —pero de verdad— os enseñaré una carta». ¿De qué se trataba? A mi hermana mayor, también gran escritora, mi propio abuelo, siempre callado y desasido, le apuntó algo antes de morir. Mi hermana le preguntó qué había hecho durante la guerra y él respondió: «fui espía», lo que resultaba muy emocionante para una niña de 13 años dotada de opima fantasía. En fin, lo cierto es que mi abuelo, el hombre más bueno del mundo, el más cariñoso, el más sensible, un perdedor nato siempre endeudado que defendía en los tribunales, sin cobrar, a pequeños chorizos, gitanos y anarquistas, fue detenido en abril de 1938 por quintacolumnista: con el pasaporte falso de un mejicano —cuyo bigote hirsuto había adoptado— conducía una falsa ambulancia, transportando armas, dinero e información al otro lado del frente. O al menos de eso se le acusó. No está claro hasta qué punto jugó o no un papel relevante en el quintacolumnismo madrileño, pero lo cierto es que —bien porque aceptara colaborar con ese objetivo, bien porque su colaboración facilitara la operación— consiguió sacar de Madrid a su mujer y a su hija a través de Serrano Súñer, quien las trasladó de cuartel en cuartel hasta San Sebastián. Muchas veces mi tía Pilar, la hermana parlanchina y metepatas de mi abuela, que las acompañaba, me contó ese viaje como una gran aventura en la que coqueteaba con oficiales de la guardia civil y en la que llegaron a conocer a Millán Astray, anfitrión en una de las escalas.

Mi abuelo Juan, una vez detenido por el SIM en una cafetería de la glorieta de Alonso Martínez, fue conducido primero a San Lorenzo y luego, en agosto del mismo año, a la cárcel de Porlier, edificio aún existente en la calle del mismo nombre del barrio de Salamanca de Madrid. Es allí donde escribe la carta que, según nuestra abuela, iba a hacernos llorar. La leímos muchas veces después de su muerte y he vuelto a leerla ahora con inmensa emoción. Es una larga carta de más de veinte páginas, escrita a lo largo de ocho meses, que nunca alcanzó a enviar y que le llegó a mi abuela en una maleta en febrero o marzo del 39. Se trata de un texto muy cuidado en el que le cuenta a su mujer la vida cotidiana en prisión, la alegría de encontrarse allí a su cuñado Luis, las reuniones nocturnas, a la luz de una candela, en la celda n.º 3 de la 3ª galería, donde él y sus camaradas celebraron la Nochebuena del 38, tocando percusión en latas de leche condensada vacías: «estamos unidos por algo más que una amistad», dice, «es una verdadera fraternidad que forja la comunidad de sentimientos e ideas religiosas: el Dios que nace y España». Me emociona mucho el pasaje en el que cuenta cómo ha conseguido asomarse a un ventanuco de la celda, desde la que ha visto, en la calle Torrijos, jugar a unos niños, «entre ellos una nena poco más o menos como la nuestra; la miro y experimento una emoción gratísima a la vez que dolorosa». Ahora bien, lo que preside todo el texto es el amor apasionado por su Isabel, mi abuela, a la que llama «chiquilla» y «mi vida» y a la que recuerda la intensidad del último encuentro, preguntándose cómo es posible que alguna vez hubiera entre ellos alguna sombra de desacuerdo o de aspereza. Apenas menciona, obviamente, los «interrogatorios», que le contará con más o menos detalle una vez en casa, pero sí su traslado al tribunal, el proceso y la condena a muerte el 9 de febrero de 1939 por «espionaje y alta traición». Sorprende un poco que fuera mantenido tanto tiempo en prisión a la espera de juicio, dada la gravedad de la acusación, y también el procedimiento judicial, más bien rutinario, con su recurso de casación incluido, interpuesto por mi propio abuelo, que se defendió a sí mismo y a sus compañeros con una confianza absoluta en la absolución. Y sorprende aún más —y emociona— la serenidad delicadísima de mi abuelo, que «toma nota» de su próxima muerte, sin rabia ni rencor, y celebra al mismo tiempo, pero sin alharacas, el hecho de que su declaración haya servido para que el juez absuelva a tres camaradas. El final de la carta es una despedida en toda regla, con una hilazón tranquila de pequeñas instrucciones económicas, saludos a distintos miembros de la familia y un consejo para la educación de su hija Loli, mi madre, en la que piensa con contenido dolor: «enséñala a distinguir entre el bien y el mal». Como en la conocida canción revolucionaria comunista, su relación con la muerte es estoica y consciente, ni dramática ni complacida: «si me matan, bueno; si vivo, mejor». Él está convencido de lo que ha hecho, cree en las ideas por las que ha sacrificado su felicidad y su vida; no tiene la menor duda de que su causa —«la religión católica y la defensa de España»— merece todo su valor y compromiso hasta el final. Es jodido decirlo, pero no puedo dejar de hacerlo: no veo ninguna diferencia, aparte la calidad literaria, entre el espíritu de esa carta y de esa lucha y el espíritu de las cartas y de la lucha de, por ejemplo, Miguel Hernández, cuando escribe a su mujer Josefina desde la cárcel de Alicante: la misma fe, el mismo timbre sereno y generoso, la misma confianza en la victoria del bien, la misma solidaridad entre compañeros, la misma vocación de sacrificio por una idea que juzgan más alta y más importante que la propia vida: la única diferencia entre los dos es quizás que Miguel Hernández jamás, ni siquiera a punto de morir, se sintió derrotado. Mi abuelo, que no nombra a Franco una sola vez, es un hombre bueno al que va a ejecutar, no sin fundamento legal, el Gobierno republicano que yo hubiera defendido.

 

A mi abuela, como digo, le llega la carta en una maleta, con un puñado de pertenencias, a principios de febrero o de marzo, de lo que deduce, lógicamente, que han fusilado a su marido. Pero mi abuelo está vivo y se reunirá con ella días más tarde. Madrid, roída ya por el golpe de Casado, está a punto de caer en manos de Franco; el caos es grande y, en situaciones como esta, tanto lo mejor como lo peor es siempre posible, porque todo depende de una decisión moral; es decir, de una decisión individual realmente soberana. No hay ley ni policía ni convenciones ni doctrinas. Uno es uno mismo y decide. Eso es lo que hace —decidir— un carcelero anarquista al que mi abuelo había quizás defendido alguna vez ante un tribunal o con el que, en esos meses de cárcel, había trabado amistad. Mi abuelo, que odiaba a los comunistas, siempre mantuvo buenas relaciones con los anarquistas. La maleta ya está mandada; Juan va a ser fusilado. Y en el último momento, en medio del torbellino incierto de esos últimos días de la república, el anarquista, que sabe ya que forma parte de los derrotados pero que conserva al menos el poder soberano de la rabia y la venganza, usa en sentido contrario su poder, abre la celda y le dice a mi abuelo, convertido así, de pronto, en uno de los vencedores: «Juan, eres una buena persona; lárgate de aquí».

Acaba la guerra y mi abuelo, obviamente, merece una recompensa por los servicios prestados a los rebeldes y los sufrimientos padecidos en su defensa. Es abogado; Franco lo nombra juez. Su carrera —y la alegría de mi abuela— duran muy poco tiempo. Pocos meses más tarde es sometido por el nuevo régimen a un juicio de «depuración». ¿Por qué? Juan es abogado y católico; cree en el Derecho y los juicios franquistas le parecen una farsa; cree en la Iglesia y está convencido de que no puede hacer el papel de Dios. Cuando tiene que firmar su primera condena a muerte —él, que además ha pasado por eso como víctima y que piensa quizás en el anarquista que lo salvó— se niega a hacerlo, es destituido de su cargo y procesado. Enseguida marginado y represaliado, ya no hará otra cosa en su vida que pequeños trabajos de asesoría sin gloria ni caché —lo que mi abuela no le perdonará nunca—. Yo lo recuerdo volando solitario en un sillón, con una novela en las manos, desasido y cansado, sin remordimientos pero sin ambición, convencido, como en la carta, de que había hecho lo que tenía que hacer, pero consciente de que mediante ese gesto había puesto fin a todas las esperanzas —incluidas las matrimoniales— que había concebido en la cárcel mientras soñaba con la libertad. Juan era el vencedor vencido por sus propios principios, los mismos, por cierto, que le habían llevado a apoyar una causa injusta que conducía inevitablemente a esa contradicción. No podía dejar de luchar contra la república atea; no podía sobrevivir a la victoria de Franco.

César, mi abuelo paterno, y Juan, mi abuelo materno, los dos abogados, los dos católicos, los dos «franquistas», no se llevaban bien. El cordobés machadiano (el Machado de «Adelfos», su poema favorito: «que la vida se tome la pena de matarme/ ya que yo no me tomo la pena de vivir») se sentía despreciado por el castellano arrogante y frío que lo trataba como a un perdedor: pertenecía —como decía mi padre cuando discutía con mi madre— a «una familia de gitanos». Conservamos todavía el informe que César pidió sobre Juan a un detective privado antes de aceptar a su hija como nuera y ofrecerle a él, de manera condescendiente, un trabajo. Debió de dolerle a Juan tanto este trato que, por puro orgullo de exseñorito bereber, cuando su Loli se casó con el hijo único de César, vendió el último pedazo de tierra y se endeudó para siempre a fin de pagar la fiesta nupcial más cara de 1958, celebrada en el hotel Wellington de Madrid con cientos de invitados.

En realidad, ni César ni Juan eran franquistas. César hubiese prosperado —y hubiese sido un vencedor— bajo cualquier régimen, incluida una república de izquierdas ideológicamente sectaria. Juan, que tenía carácter para luchar pero no para vencer, se hubiese sentido menos perdedor y hasta más católico, estoy seguro, en una república democrática en la que hubiera podido amar con libertad y rezar el rosario. Ninguno de los descendientes de César —he dicho— se llama César. Hasta tres descendientes de Juan se llaman Juan. Todos ellos, muy diferentes entre sí pero retoños por igual de su bondad peleona, son poco o nada religiosos y decididamente republicanos; y decididamente alérgicos al clima que poliniza las victorias de los César de este mundo. El carácter no se transmite por la sangre sino por el nombre; por eso los padres —naturales o adoptivos— eligen uno a sus hijos con tan ridículo cuidado.

Una guerra, en España, la ha habido también siempre entre César y Juan; y esa es quizás la que tenemos que ganar.

Volvamos a los santos. Santiago, en todo caso, está a punto de caer, como don Quijote de Rocinante, y se le sostiene en el caballo una y otra vez entre el siglo xv y mediados del xx. Como avispas, acuden en su socorro los falsificadores. Hay que apañar, fabricar o destruir documentos para inscribir en la eternidad una España cuyo nacimiento cojo y reciente se quiere aherrojar en la pureza de sangre y en la unidad religiosa. Hemos visto al padre Flórez quemar un codicilo que comprometía lo que, a partir del siglo xix, se llamaría el «honor nacional», cuya verdad, como la de Dios, está por encima de la realidad histórica. Años más tarde, en 1777, bajo Carlos III, Juan de Flores y Juan de Echeverría serán condenados por falsificar sellos, bulas y manuscritos en favor de la Venida apostólica y del tosco Voto de Ramiro I, una falsificación, a su vez, del siglo xii. Pero el falsificador más prolífico e inventivo fue, sin duda, Román de la Higuera, muerto en 1611, que «descubrió» textos de Flavio Lucio Dextro, Máximo de Zaragoza y Eutrando de Toledo, autores inexistentes, a través de los cuales construyó otra historia de España —sin judíos ni «herejes»—, cristianizada desde el siglo I y católico-goda hasta la médula, madre de todos los santos del mundo y patria, desde luego, de Santiago, columna vertebral de la identidad «nacional».

Ahora bien, cuando se dice que la historia la escriben los vencedores, se sobreentiende que la falsifican los vencedores, olvidando que en la guerra religiosa los perdedores también producen sus propias falsificaciones, defensivas, reivindicativas y/o conciliadoras. Entiendo que a los historiadores las supercherías les saquen de quicio; y agradezco a los que hacen bien su trabajo que nos protejan de ellas. Pero no soy historiador y me enternezco con las falsificaciones de los perseguidos, porque revelan también, junto a la aceptación del marco de su derrota, un vínculo estrecho con la tierra y una voluntad de «españolidad» más plural y más inclusiva. Me enternece, por ejemplo, el falso intercambio de cartas entre los judíos de Toledo y los de Jerusalén, fechadas por sus trileros en el siglo I, que «aparecieron» casualmente en 1449, al hilo de la feroz persecución antisemita de Pedro Sarmiento (triste homónimo del viejito liberal galdosiano). En ellas, los judíos de Toledo aseguran haber oído hablar de la misión de Jesús, cuyas virtudes elogian y al que reconocen como Mesías, y se desmarcan de los judíos «equivocados» que lo persiguen en Palestina. Más importante aún que el contenido, claramente conciliador, es su datación misma: pues si las cartas están escritas en el siglo I, eso quiere decir que la comunidad judía toledana ya estaba allí en esa época (lo que probablemente es cierto), ¡y no se les puede acusar, por tanto, de la muerte de Cristo! Hay que imaginar el sufrimiento, el acoso, la desesperación de esos judíos y conversos, sometidos a persecución, exclusión y violencia; hay que imaginar su apego centenario a la Hispania de sus antepasados, a sus tradiciones y a sus oficios; hay que imaginar esa reclamación dolorida de aceptación para comprender con una sacudida las razones que llevaron a esos negados castellanos a fabricar, con esperanza astuta, una superchería al mismo tiempo tan burda y tan refinada, tan transparente y tan torcida. En esos tiempos, como en los nuestros, la credulidad era muy grande; pero también, como hoy, muy selectiva. A los cristianos viejos les resultó más fácil creer, sin duda, en la autenticidad de otro intercambio epistolar casi contemporáneo, obra esta vez de antisemitas, en el que los judíos de Constantinopla, consultados desde Toledo, aconsejaban a sus correligionarios de Castilla todas las prácticas que confirmaban la propaganda de Pedro Sarmiento: bautizarse sin convicción para infiltrarse en la sociedad cristiano-vieja, profesar la medicina para matar a los católicos, alcanzar altos cargos para someter y humillar a los más pobres. En la guerra de fakes hay que contar siempre con la libido ideológica de los receptores.

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