Grace y el duque

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Capítulo 6



Lo que quería era una pelea.



Estaba en el último piso del edificio que poseía, en el mundo sobre el que reinaba, un mundo que tiempo atrás había sido de Ewan; había mirado a sus hermanos a los ojos y les había dicho que anhelaba venganza. Era lo único que anhelaba, si era sincera. Todo lo demás, lo que tenía y lo que era, era un medio para ese fin. Al fin y al cabo, era lo único que le pertenecía solo a ella. Todo lo demás —su casa, su negocio, sus hermanos, la gente de la colonia— lo compartía. Pero la venganza era solo suya.



Desde el momento en que nació, nada había sido suyo. Le habían robado el nombre. El futuro. Una madre que la quería. Un padre que nunca conocería. Y luego, cuando descrubrió las cosas buenas que había en el mundo, también se las robaron. La felicidad. El amor. La comodidad. La seguridad. Todo desapareció. Se lo arrebataron.



Y él había sido la única persona a la que había amado, pero la idea de una vida con ella no había sido suficiente para Ewan. No cuando podría tener un ducado.



Era la promesa que su padre le había hecho cuando convocó a sus hijos, los tres medio hermanos, a su finca del campo. Competirían como perros por un título que no le pertenecía a ninguno. Un título que llevaría consigo fortuna y poder sin medida, suficiente para cambiar muchas vidas.



Al principio, la competición había sido fácil. Bailes y conversaciones. Geografía y latín. Luego, tomó un cariz peor. Los desafíos dejaron de versar sobre el aprendizaje y empezaron a implicar sufrimiento. Lo que el duque llamaba «fortaleza mental».



En ese momento, la separaron de los chicos, que fueron trasladados a cuartos oscuros, fríos. Aislados.



Y luego se habían visto obligados a luchar entre sí. Todo por la promesa del poder. De la fortuna. Del futuro. De un nombre que había sido el de ella en el bautismo: Robert Matthew Carrick, conde de Sumner. Futuro duque de Marwick.



Pocos supieron que el bebé en los brazos de la niñera era una niña, y el duque los tenía tan aterrorizados que ni se les pasó por la cabeza denunciar aquel incumplimiento de las leyes de Dios y del país.



Y a la larga no importó, ya que al final un chico usó el nombre. El que había ganado, a pesar de que Grace, Diablo y Whit habían huido antes de que completara su último cometido.



Habían intentado olvidar, construyendo una familia y un imperio sin él. Pero ninguno de ellos encontró la paz, aunque Diablo y Bestia lo habían conseguido al enamorarse de sus esposas.



Pero ella nunca había tenido paz.



Sin embargo, la experimentaría esa noche, cuando cumpliera la promesa que había hecho a sus hermanos y enviara al hombre que estaba de rodillas ante ella a la calle con la certeza de que nunca más iría a por ellos. Ewan se había pasado años buscándolos. Diablo y Whit se habían pasado años escondiéndola de él. Había llegado la hora de que comprendiera de una vez que lo que buscaba no existía, algo que en veinte años no había entendido.



Los recuerdos acudieron a su mente. Diablo y Whit gritaron mientras Ewan avanzaba hacia ella, espada en mano. No se había movido lo bastante rápido. Se había quedado helada al darse cuenta de que iba a atacarla de verdad. No importaba lo que el monstruoso duque le hubiera prometido: Ewan le había dicho que la amaba. Y había jurado protegerla. Todos habían jurado protegerse mutuamente. ¿Cuántas veces habían luchado los tres hermanos como uno solo? ¿Cuántos planes habían trazado los cuatro en la oscuridad de la noche?



¿Cuántas promesas se habían hecho los dos?



Futuro. Familia. Seguridad. Amor.



Nada de eso importó aquella noche, cuando se jugaron el ducado. Cuando Ewan lo tuvo en la mano. Él ganó ese día el título, el poder y los privilegios. Los demás resultaban ya, en el mejor de los casos, inútiles y, en el peor, peligrosos.



Y Grace era la más peligrosa de todos, porque era la prueba de que Ewan, ahora Robert Matthew Carrick, conde de Sumner, duque de Marwick, era un farsante.



A medida que Grace, Diablo y Whit se hacían más fuertes; a medida que construían su propio imperio a partir del hollín de la colonia, donde aún vivían y desde donde dirigían negocios que daban empleo a cientos de personas y les hacían ganar cientos de miles de libras, sabían que estaban construyendo algo más que un cargo o un título. Habían estado acumulando el poder que necesitarían para protegerse de lo inevitable: de la llegada de ese hombre, su enemigo, que sabían que un día vendría a por ellos, las únicas personas del mundo que conocían su secreto. Un secreto que podría llevarlo directo a la horca por traición.



Esa noche todos los años de preparación tocaban a su fin. En ese instante. En las manos de Grace mientras sus hermanos la observaban.



Pero, antes de castigarlo, lo había tocado.



No sabía por qué.



No fue porque quisiera.



Tampoco había querido besarlo.



«Mentira».



Ella no había querido amarlo.



Pero allí, en la oscuridad de aquella habitación subterránea, con los sonidos de la fiesta que se celebraba arriba amortiguados por el serrín, no había podido resistirse. Era un hombre apuesto, más alto que la mayoría, delgado como un fideo, con unos ojos ámbar que lo veían todo y una sonrisa pausada que podía tentar a cualquiera a seguirlo hasta el fin del mundo. Como todos habían estado dispuestos a hacer.



Ewan. El niño rey.



Ahora no había sonrisa alguna. Había desaparecido de su magnífico rostro. Los tres —Diablo, Bestia y Ewan— llevaban los genes de su padre en los ojos y en la mandíbula, pero Diablo se había vuelto alto y desgarbado, y Bestia era ahora en un peligroso armario con cara de ángel. Ewan no era ninguna de las dos cosas. Se había convertido en todo un aristócrata: facciones marcadas, larga nariz aguileña, mentón hendido, mejillas hundidas, frente noble… y unos labios que eran pura tentación.



Grace era la dueña y señora del número 72 de Shelton Street, el burdel para damas más discreto y de más alto nivel de Londres, y un lugar que era conocido por ofrecer a una clientela exigente un selecto grupo de hombres, cada uno de ellos era un modelo de perfección masculina. Se consideraba a sí misma una gran conocedora de la belleza. Comerciaba con ello.



Y él era el hombre más atractivo que jamás había visto, incluso en ese momento. A pesar de estar demasiado delgado para su constitución, de tener las mejillas demasiado hundidas y de ese aire demasiado salvaje en los ojos.



Así que sí que se había sentido tentada, por supuesto. Solo por un momento. Un segundo. Una fracción de una milésima de segundo. Hubiera besado a cualquiera con ese rostro. Hubiera tocado a cualquiera con ese cuerpo.



«Otra mentira».



Lo había tocado porque no volvería a tener otra oportunidad de tocar al chico al que había amado. De mirarlo a los ojos y, quizá, de encontrar un atisbo de él escondido dentro del frío y duro duque en que se había convertido.



Y, tal vez, si lo hubiera visto, se habría detenido. Tal vez. Pero no lo había hecho, y por eso nunca lo sabría.



—Desátame y te daré la pelea que quieres.



Las palabras quedaron suspendidas en el aire mientras ella analizaba su rostro, toda la suavidad de niño que el tiempo le había robado para transformarse en los duros rasgos de un hombre.



Él siempre había sabido lo que ella quería.



Y esa noche ella quería una pelea. Las largas tiras de lino que envolvían con fuerza sus puños no eran tan cómodas como de costumbre. No las notaba como una segunda piel, como las había percibido durante años, noche tras noche, cuando se había tirado al suelo cubierto de serrín en

rings

 improvisados en las habitaciones más oscuras, sucias y lúgubres del Garden.



Raspaban, como veinte años atrás, cuando se vendó las manos por primera vez. Ya no estaba acostumbrada. No quería. Sacudió la mano mientras lo rodeaba, antes de inclinarse para extraer una cuchilla de su bota y cortar las ataduras de sus muñecas.



Una vez libre, él se movió, se puso en pie como si hubiera estado descansando en una

chaise longue

, en lugar de haber estado arrodillado en el serrín del

ring

 del sótano de un club de Covent Garden. Se enderezó con la facilidad y la habilidad de un luchador, algo que debería haberla sorprendido. Después de todo, los duques no se movían como los luchadores. Pero Grace sabía que no era así. Ewan siempre se había movido como un luchador. Siempre había sido ágil y veloz…, el mejor luchador de los cuatro, capaz de simular un golpe que iba a destrozar un hueso y, de alguna manera, milagrosamente, conseguir que fuera suave como una pluma. Grace vio que él no había perdido su habilidad. Pero iba a ganar ella.



Ewan había entrenado donde entrenaban los caballeros, en Eton, en Oxford, en Brooks o dondequiera que la gente bien aprendiera a luchar con sus bonitas reglas.



Esas reglas no lo ayudarían en el Garden.



Ella siguió sus movimientos mientras él bailaba hacia atrás, fuera de la luz, sacudiendo los brazos para que la sangre volviera a sus dedos.



Grace Condry había sido una luchadora callejera, una ganadora desde que era una niña, pero no era la fuerza lo que le daba la victoria —las chicas rara vez podían competir en ese terreno— y tampoco la velocidad, aunque Dios sabía que era rápida. Grace poseía la capacidad de visualizar los puntos flacos de su contrincante, por muy ocultos que estuvieran. Y el duque los tenía.



Sus pasos eran demasiado largos: lo llevarían al borde del cuadrilátero antes de que se diera cuenta.



Mantenía los anchos hombros demasiado rectos, dejando el pecho expuesto al ataque. Iba a tener que inclinarse, atacar por un lado y protegerse el costado para no recibir ningún golpe.

 



Y luego estaba la pierna derecha, que arrastraba de forma apenas perceptible…, un gesto tan leve que ni siquiera podría llamarse arrastre. Nadie lo percibía, una leve cojera que desaparecería con el tiempo, en cuanto la herida del muslo —que sufrió cuando hizo saltar por los aires la mitad del muelle de Londres y a la futura esposa de su hermano— sanara por completo.



Y se curaría porque Grace le había cosido la herida a la perfección.



Pero esa noche en concreto suponía una ventaja, y no dudaría en aprovecharla. Tanto hacía dos décadas como hacía una hora, les había prometido venganza a sus hermanos y también a sí misma, y por fin la tenía allí, al alcance de la mano.



Se volvió hacia la esquina más alejada de la habitación, donde Diablo y Whit permanecían sentados en la oscuridad, invisibles.



—¿Dejas que ella pelee tus batallas por ti?



—Sí, hermano. —Fue la clara respuesta de Diablo—. Nos jugamos a los dados la pelea por el honor. Y ella siempre ha sido la afortunada en el juego.



—¿Ganaste tú? —Ewan la miró.



—Estoy en el

ring

, ¿no? —Grace levantó la barbilla y se balanceó sobre los talones.



Un músculo de la mandíbula de Ewan se tensó, parecía valorar su siguiente movimiento. Grace esperó tratando de ignorar los largos músculos, la forma en que le caía el cabello rubio oscuro sobre la frente, la manera en que sus miembros permanecían relajados incluso cuando se enfrentaba a ella, preparada para la pelea.



Cuando eran niños, había sido un luchador nato. Del tipo que todas las ratas callejeras de Londres querrían ser. La clase de rata callejera de Londres a la que todos deseaban golpear. Incluida Grace.



Respiró hondo, dispuesta a calmarse. ¿Con cuántos había luchado antes? ¿Y a cuántos había vencido? Los latidos de su corazón se ralentizaron hasta acompasarse con los segundos. Él se acercó y ella levantó los puños, preparada para el combate, mientras él acortaba la distancia entre ambos.



Pero no se acercó del todo. En su lugar, lanzó un ataque diferente. Uno para el que no estaba preparada: comenzó a desvestirse.



Grace se detuvo cuando él levantó los brazos, agarró la parte de detrás del cuello de la camisa de lino que llevaba, la sacó de la presión de la cinturilla de los pantalones y, luego, se la quitó por encima de la cabeza sin vacilar. La arrojó a un lado, olvidada en el polvo.



—Un burdo maltrato a la única ropa que tienes —dijo ella siguiendo con la mirada la camisa desechada.



—Luego iré a por más.



Cuando volvió a mirarlo, fue para descubrir que estaba más cerca de lo que hubiera imaginado. Resistió el impulso de dar un paso atrás, negándose con ese gesto a reconocer la autoridad con la que él dominaba el centro del

ring

. Era muy diferente verlo allí a postrado inconsciente en una cama.



Si su rostro había cambiado en las últimas dos décadas, su cuerpo se había revolucionado. Era alto, bastante más de un metro ochenta; su espalda, coronada por unos anchos hombros, se iba estrechando hasta llegar a las caderas, a través de una vasta extensión de músculo duro y tenso, ligeramente salpicado de vello. El rastro de pelo se oscurecía a medida que descendía más allá del ombligo, hasta la cinturilla de los pantalones. Si el color tostado de su piel era un indicio, ese cuerpo se había esculpido al aire libre. A la luz del sol.



¿Haciendo qué?



Podría habérselo preguntado si la cicatriz del pectoral izquierdo no la hubiera distraído. Tres centímetros de largo, cuatro líneas irregulares y pálidas sobre una piel lisa y bronceada. Se quedó paralizada; aquella era la prueba de que aquel hombre era el chico al que había conocido. Ella lo había presenciado todo.



Su padre lo había castigado por protegerla. Para hacerle ver lo que era verdaderamente valioso. Aún recordaba cómo había mordido el puño apretado contra sus labios, desesperada por acallar los gritos mientras la hoja cortaba la piel de Ewan. Sin embargo, él no acalló sus gritos. Había chillado por ella mientras recibía el castigo.



Días después, con la letra «M» aún fresca en su piel, había dejado de protegerla.



Y había ido a por ella.



Ese pensamiento la devolvió al presente. A la lucha. Dirigió la mirada al pecho de él y a los tendones de su cuello, a la línea de su mandíbula, a los altos ángulos de sus pómulos y, finalmente, a esos ojos que la observaban.



—¿Te gusta lo que ves? —Y entonces, el muy cretino sonrió.



—No. —Entrecerró los ojos.



—Mentirosa.



Esa palabra le produjo un gran rubor. Veinte años antes, el rubor podría haber sido placer o vergüenza. Un síntoma de que él había visto lo que guardaba en su corazón. Hoy, sin embargo, era ira. Frustración. Y rechazo a creer que él seguía desentrañando sus secretos. Que ella seguía siendo la misma que había sido tantos años atrás. Que él seguía siendo el mismo.



—Te sentí —dijo, lo suficientemente bajo como para que solo ella lo oyera—. Sé que me has tocado.



Imposible, le habían dado una gran dosis de láudano.



—No fui yo —protestó ella sin poder evitarlo.



—Sí. Fuiste tú —dijo él en voz baja, avanzando hacia ella despacio, como un depredador—. ¿Creías que olvidaría tus caricias? ¿Que no las reconocería en la oscuridad? Las reconocería incluso en la batalla. Atravesaría el fuego por ellas. Las reconocería en el camino al infierno. Las reconocería en el infierno, que es donde he estado, anhelándolas, cada día desde que desapareciste.



Grace ignoró los latidos de su corazón al oír esas palabras. Vacía y sin sentimientos, se armó de valor.



—Desde que intentaste matarme, querrás decir —le espetó levantando la barbilla—. Tengo un edificio lleno de hombres decentes; no necesito a un duque chiflado.



Una sombra cruzó el rostro del duque y desapareció en un instante. ¿Celos? Ella ignoró la sensación de placer que la recorrió al darse cuenta y se concentró en él. Lo tenía a su alcance.



—Adelante, entonces. —Extendió los brazos de par en par.



Tal vez pensaba que ella no lo haría. Tal vez pensaba en la chica a la que había conocido, que nunca le habría pegado. Que nunca le habría hecho daño.



Se equivocaba.



Dejó que su puño derecho volara para darle un golpe potente. Sonó un fuerte chasquido que envió la cabeza de Ewan hacia atrás por la fuerza del impacto. Retrocedió unos pasos mientras él recuperaba el equilibrio.



Grace dejó escapar un suspiro, lento y uniforme.



El bastón de Diablo golpeó dos veces en la oscuridad a modo de aprobación.



—Siempre has sabido dar un buen golpe —comentó Ewan.



—Tú me enseñaste.



Vio cómo el recuerdo cruzaba su rostro. Las tardes escondidas en el claro de Burghsey House, cuando los cuatro habían planeado y conspirado contra el viejo duque, que había jurado robarles el futuro junto con la infancia. Las tardes en que se hiceron aquella promesa: quien ganara el perverso torneo del duque protegería a los demás. Quien se convirtiera en heredero acabaría con la línea de sucesión.



Los habían reunido porque no había ningún otro heredero posible, ni hermanos ni sobrinos ni primos lejanos. A la muerte del duque, el ducado, con siglos de antigüedad, volvería a la Corona. El trío de niños era su única oportunidad de legarlo.



Y se lo quitarían.



Nunca ganaría, prometieron. No a largo plazo.



Grace lo vio recordar esas tardes, trabajando duro para coreografiar las peleas, una idea que Ewan había tomado prestada a los luchadores de teatro que su madre había conocido en Drury Lane. Aquello no les evitaría la violencia que provocaba el duque, lo sabía, pero, al menos, no se harían daño unos a otros.



Y Ewan no quería hacer daño a sus hermanos. Hasta que se lo hizo.



El recuerdo hizo que su puño volviera a volar. Años de furia y frustración hicieron que el golpe lo alcanzara de pleno en las costillas, luego otro más, y el tercero lo desplazó hacia el borde del

ring

, fuera de la luz.



Y fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba defendiéndose.



Grace se detuvo. Dio un paso atrás. Trazó una línea en el serrín con la punta de la bota. Levantó los puños.



—Comencemos de nuevo, duque.



Dio un paso adelante, hacia ella, pero no levantó los puños.



—Pelea —dijo enfadada.



—No. —Negó con la cabeza.



—Pelea conmigo. —Ella se acercó a él alzando la voz por la frustración.



—No.



Bajó las manos, se apartó de él y cruzó el cuadrilátero para alejarse. Una maldición sonó desde la oscuridad, casi feroz. Bestia quería entrar. Se apoyó en la pared del

ring

 y el roce de los tablones de madera fue bienvenido en sus dedos desnudos.



¿En cuántas de esas peleas habría participado? ¿En cuántas había triunfado, y todo gracias a ese hombre? ¿Cuántas noches había llorado hasta quedarse dormida pensando en él?



—He esperado veinte años para esto —dijo—. Para este castigo. Para mi venganza.



—Lo sé. —Él estaba detrás de ella, más cerca de lo que esperaba—. Te la estoy dando.



Ella giró la cabeza al oír aquellas palabras y lo miró por encima del hombro.



—¿Vas a dármela? —Se rio con un sonido carente de humor y se volvió a mirarlo—. ¿Crees que puedes darme lo que quiero? ¿Que vas a ofrecerme mi venganza? ¿Tu propio castigo? ¿Tu destrucción? —Lo acechó de nuevo en el

ring

—. Qué tontería. Tú, que me lo has robado todo. Mi futuro. Mi pasado. Mi maldito nombre. Por no hablar de lo que le quitaste a la gente a la que quiero.



»¿Qué crees?, ¿que una noche en el

ring

, aceptando mis golpes, te hará merecedor de mi perdón? —continuó, estallando con toda su rabia por ese regalo envenenado. Estaba ardiendo en un infierno—. ¿Crees que el perdón es un premio al que tienes acceso? —Estaba desequilibrado. Se había dado cuenta. Podía leer en sus ojos los pensamientos salvajes tan claramente como si fueran suyos—. Bah, quizá piensas que, si no presentas batalla, yo no querré golpearte. —Sacudió la cabeza—. Convertirte en duque seguramente te ha adormecido el cerebro. Permitidme que os recuerde algo, alteza —dejó que el Garden se colara en su voz—: Si algo es gratis, aceptadlo.



Él se quedó quieto, y ella lo golpeó de nuevo.



—Uno por lo que le hiciste a Whit al amenazar a su dama. —Otro—. Y por la dama, que tienes suerte de que no haya muerto, o dejaría que te matara. —Un puñetazo rastrero en las tripas, y no se defendió. A Grace no le importó—. Otro más por la mujer de Diablo, a quien estabas dispuesto a arruinar. —Y dos más en una rápida sucesión; su respiración se aceleró, su frente brillaba por el sudor. La furia la alimentaba—. Son por Diablo. El primero, por prácticamente dejarlo morir de frío el año pasado, y el segundo, por el corte que le hiciste en la cara hace veinte años. —Hizo una pausa—. Debería hacerte uno en la cara a juego. —Ewan aceptó todos los golpes. Una y otra vez, y ella se nutrió de su inacción y cogió aire para alimentar su fuego. Otro golpe, que le hizo sangrar la nariz—. ¿Y ese? Ese es por los chicos que ya no están en la colonia por tu culpa. Desaparecidos, porque tus secuaces buscaban sangre, porque buscabas tu propia seguridad como un loco.



Esas palabras le llamaron la atención. Ewan alzó la vista y su mirada ambarina encontró con la de ella al instante.



—¿Qué has dicho?



—Ya me has oído —escupió—. ¡Eres un maldito monstruo! Has hecho que todos nos escondiéramos de ti porque no bastaba que te hubiéramos dado todo lo que querías. También necesitabas nuestras vidas. —Se apartó de él cruzando el

 ring

.



—¡Atrás! —La advertencia de Bestia hizo que se diera la vuelta cuando Ewan iba a por ella desde el otro lado del

ring

. Antes de que pudiera resistirse, la levantó por la cintura y la llevó hasta la pared, apoyándole la espalda contra ella. Sin contundencia; si hubiera habido fuerza, la habría agradecido. Se habría alegrado de tener por fin un oponente.



Se quedaron quietos, con las fuertes y rápidas respiraciones de alguna manera sincronizadas. Los labios de él junto a su oreja, lo suficientemente cerca como para que oyera las palabras desgarradas que susurraba:



—No he venido por mí. He venido por ti. Te juré que te encontraría. ¿Cuántas veces te prometí que te encontraría?



«Te encontraré, Gracie. Preocúpate de mantenerte a salvo. Yo te encontraré».



Una promesa susurrada hacía décadas por un niño que ya no existía.

 



—Nunca dejé de buscarte —dijo deslizando los labios sobre su piel. Sobre su pelo.



Ella jadeó. ¿Cómo era posible que todavía oliese a cuero y a té negro después de días en una habitación cerrada? ¿Cómo conseguía que ella volviera a sentirse así tras años siendo enemigos?



¿Por qué la hacía arder?



—Nunca dejé de echarte de menos —le susurró al oído con su cálido aliento.



La hacía desearlo.



«No». No iba a caer en la trampa.



Grace se retorcía de su agarre; tenía los puños lo bastante libres como para golpearle en la cabeza y en los hombros, pero sin el ángulo necesario para ocasionarle daño.



—Me dijeron que habías muerto. —Podía sentir su dolor en esas palabras y, por un instante, inexplicablemente, quiso consolarlo.



—¡La pierna! —gritó Diablo desde la oscuridad, apartándola de sus desvaríos. Había visto lo que ella había percibido desde el principio. Su punto débil. Una fuerte patada en la herida del muslo de Ewan y lo pondría de rodillas. La liberaría. Se acabaría.



Grace dejó caer una mano hacia el pañuelo de su cintura. Se envolvió el puño con la tela.



—Lo que te han dicho es cierto. Aquella chica está muerta. Asesinada por un chico en el que confiaba, que se acercó a ella con un cuchillo, dispuesto a hacer cualquier cosa para ganar. —Tiró del pañuelo, soltándole los nudos y, sujetando un extremo con peso, dejó que el otro navegara sobre sus cabezas en un amplio arco escarlata. Lo cogió con la otra mano y lo tensó. En un instante, la tela apretaba su garganta, con tanto peligro como el filo de un cuchillo cuando lo manejaba alguien que sabía cómo hacerlo.



Grace se había pasado años aprendiendo a hacer este tipo de cosas.



Ewan agarró el pañuelo, la reacción natural y equivocada. Con un movimiento de muñeca, sus manos quedaron atrapadas en la tela, esposadas e inmóviles. No tuvo más remedio que retroceder bajando las manos.



—Suéltame. —En su lugar, anudó la seda, sabiendo que haría imposible el movimiento—. Nunca te habría matado —dijo—. Nunca te habría hecho daño.



—Mentira. —Lo miró con desdén.



—Es la verdad.



—No —escupió ella—. Me has hecho daño. —¿Lo decía en pasado o en presente? Él gruñó como respuesta, el sonido pareció escapar de lo más profundo de su garganta. Ella lo ignoró—. Y, aunque fuera cierto, les has hecho daño. Whit acabó con media docena de costillas rotas, y Diablo con un corte que podría haberlo matado, si no por la pérdida de sangre, sí por la fiebre. ¿Olvidas que yo estaba allí? ¿Que te vi convertirte en esto? —Lo miró de arriba abajo, como se mira a una rata o a una cucaracha.



»Te observé, Ewan. Te vi convertirte en esto. Te vi convertirte en duque. —Casi escupió la palabra—. Te vi elegir el maldito título por encima de nosotros, que se suponía que éramos tu familia. —Hizo una pausa y buscó sus ojos, pero antes de que él pudiera hablar, lo hizo ella—: Lo elegiste por encima de mí. Y entonces me mataste. A la chica que era. Todo lo que soñaba. Tú lo hiciste. Y nunca podrás volver atrás. —Se quedó en silencio y se negó a dejar que él apartara la mirada. Quería que él la escuchara. Necesitaba escucharlo ella misma—. Nunca podrás recuperarla. Porque está muerta.



Se dio cuenta de cómo lo golpeaban sus palabras. Vio que la verdad lo atravesaba. Vio que la creía.



«Bien».



Se apartó, concentrándose en el dolor de sus nudillos, la prueba de que por fin se había vengado cómo quería.



Se negó a reconocer el otro dolor, el que demostraba algo más.



Sus hermanos estaban de centinelas más allá del cuadrilátero; dos hombres que la protegerían sin dudarlo. Dos hombres que habían estado protegiéndola durante años.



«Me dijeron que habías muerto».



La desesperación de sus palabras hizo eco en ella.



—¡Grace! —gritó él desde el centro del

ring

, y ella se volvió para mirarlo, bañado en luz dorada, insoportablemente guapo, incluso ahora, incluso destrozado.



Veronique se materializó desde las sombras detrás de él, flanqueada por otras dos