Grace y el duque

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Capítulo 7

72 de Shelton Street, un año después.

—Seguro que quieres ver esto.

Al pasar por las cocinas del 72 de Shelton Street, Dahlia se detuvo a inspeccionar una bandeja de petits fours con destino a uno de los salones del club.

—La experiencia me dice que muy pocas cosas buenas vienen precedidas de: «Seguro que quieres ver esto». —Con un gesto de aprobación hacia los pasteles perfectamente elaborados, dirigió su atención a Zeva.

—Esto sí, aunque no lo creas —dijo su persona de confianza pasándole a Dahlia una hoja de contabilidad—. Enhorabuena.

Miró la fila inferior de cifras. Al analizar el documento, primero la invadió la curiosidad y luego la sorpresa. Repasó una larga columna de números para asegurarse de que estaba leyendo correctamente. Zeva arqueó una de sus cejas oscuras, divertida.

—El mes más rentable del club.

—¡Dios salve a la reina! —dijo Dahlia en voz baja pasando por la puerta del salón ovalado, el epicentro del club, magníficamente decorado, mientras comprobaba los números una vez más.

A la reina Victoria la habían coronado solo unos meses antes, lo que había alargado la temporada londinense más de lo habitual, ocupando también el verano y el otoño. Había convencido a las damas más destacadas de la ciudad de que podían conseguir cualquier cosa que desearan; y eso había sido una suerte para Dahlia, ya que era precisamente a lo que ella se dedicaba.

—Sí, aunque, yo no diría tanto —dijo Zeva—. No me cabe duda de que estará tan involucrada como sus tíos en la expansión del imperio, y sin remordimientos.

—Sin duda —dijo Dahlia—. La única certeza para un líder es el poder a cualquier precio.

Zeva mostró su acuerdo con un leve resoplido mientras cruzaban la gran sala. Sus ricas faldas color berenjena brillaban al rozarse con los pantalones azul oscuro de Dahlia, cosidos con hilos de plata.

El salón ovalado del número 72 de Shelton Street era uno de los más exuberantes de Londres, decorado con lujosos azules y verdes que se mezclaban con tonos champán y chocolate; y todo ello antes de que las clientas fueran recibidas por lo que realmente venían a buscar.

Dahlia echó un vistazo al salón, diseñado para servir a varios propósitos. Las clientas esperaban allí mientras se preparaban las habitaciones de arriba, donde dispondrían de la comida y la bebida que hubieran pedido y de los complementos que desearan. Las damas elegían los refrigerios allí mismo; las cocinas del 72 de Shelton eran famosas por su gran variedad de manjares, y Dahlia se aseguraba de que las mesas estuvieran a rebosar de las preferencias de las clientas habituales.

Anotaban los caprichos de todas las señoras y se los facilitaban con la mayor discreción. Una prefería la tumbona verde junto a la ventana; otra sentía aversión por los frutos secos; otra se sentaba en el rincón más oscuro, aterrorizada por la posibilidad de que la reconocieran, y aun así era incapaz de resistirse al influjo del club.

No es que fuera fácil reconocer a nadie. Incluso en los días más tranquilos, las clientas debían llevar máscaras para asegurarse el anonimato. Las más nuevas solían escoger máscaras menos complicadas, algunas tan sencillas como un antifaz negro, pero otras se parapetaban tras magníficas elaboraciones, diseñadas para mostrar el poder y la riqueza de su portadora sin revelar su identidad. En ese momento había seis mujeres enmascaradas en el salón, y todas ellas disfrutaban del tercer propósito de la sala: la compañía.

Junto a cada mujer había un acompañante masculino cariñoso, vestido para satisfacer la fantasía de la dama en cuestión: Matthew, con su apuesto uniforme de soldado, agasajaba a una solterona de edad avanzada con una máscara de color malva decorada con cuentas; Lionel, con una vestimenta de etiqueta oscura por la que Brummell renunciaría a su carrera y a su dinero, susurraba al oído de la joven esposa de un viejo conde; y Tomas, con la camisa amplia, los pantalones ajustados y el pelo largo recogido en una coleta, un parche en el ojo y una cicatriz torcida en la ceja, agasajaba a una dama con una imaginación desbordante… que sabía muy bien lo que quería: a Tomas.

Sonó una carcajada fuerte, auténtica y decididamente más libre que la que su dueña solía soltar en Mayfair; Dahlia no tuvo que mirar para saber que procedía de una marquesa viuda que reía con la baronesa casada a la que había amado desde que eran niñas. Más tarde, irían a una habitación del piso superior para compartir el placer de su mutua intimidad.

En el extremo más alejado del óvalo, donde las ventanas daban al Garden, Nelson, uno de los acompañantes más solicitados del club, y que recibía buenos dividendos por sus habilidades, se inclinaba hacia el oído de una viuda particularmente rica. La condesa viuda en cuestión tenía más de cincuenta años y solo acudía al 72 de Shelton Street cuando Nelson estaba disponible.

Ambos se rieron cuando él hizo una sugerencia, sin duda escandalosa, y le hizo un gesto a un lacayo con una bandeja de plata cargada de champán. Ya de pie, Nelson la animó a levantarse, tomando dos copas en una mano y a la viuda de la otra, y la acompañó a la escalera exuberantemente decorada con una magnífica alfombra para desplazarse a la sala que les habían preparado. Los amantes pasaron justo por delante de Dahlia y Zeva, pero Nelson no prestó atención a la dueña del club, sino que permaneció pegado a su dama.

—Si no lo conociera bien —dijo Dahlia en voz baja cuando la entrada privada a las habitaciones del personal se abrió detrás de ella—, diría que pronto perderemos a Nelson, porque se mudará a un lugar más distinguido.

—Estoy segura de que no sabes lo mejor —intervino Veronique, que se encontraba tras ellas.

—¿De verdad? —Dahlia le lanzó una mirada.

—Se ha puesto a su disposición todas las noches de esta semana —respondió Zeva en voz baja. Los empleados del club podían elegir a sus clientas y, aunque las citas regulares eran bastante frecuentes, citas diarias regulares eran algo digno de mención.

—Mmm… —dijo Veronique—. Creo que está más que dispuesto a… levar anclas.

—Ajá —convino Dahlia con un sabio asentimiento—. Así que la viuda se ha asegurado a su propio almirante.

—No bromearás tanto cuando perdamos a uno de nuestros mejores hombres. —Zeva soltó una carcajada.

—Todo lo contrario. Si Nelson es feliz con la viuda, le deseo lo mejor. —Dahlia cogió una copa de champán de la bandeja que pasaba y brindó en el aire—. Por el amor.

—Dahlia, brindando por el amor —se burló Veronique—. No se encuentra bien.

—Bobadas —dijo ella—. Estoy rodeada de amor: mis dos hermanos siguen viviendo sus idilios, y mira esto. —Agitó una mano para abarcar la habitación—. ¿Has olvidado a qué me dedico?

—Tú te dedicas a la fantasía —la corrigió Zeva—. Es algo totalmente diferente.

—Bueno, pero esta fantasía es poderosa —comentó Dahlia—. Y, seguramente, en algún momento la fantasía se convierte en realidad.

—No te vendría mal tener tu propia fantasía de vez en cuando —dijo Veronique echando una mirada cínica a las parejas que tenían delante—. Deberías aceptar alguna de las ofertas que te hacen los hombres cada dos por tres.

Dahlia llevaba más de seis años dirigiendo el club, tras decidir que no había ninguna razón para que las damas de Londres no tuvieran el mismo acceso al placer que los caballeros sin experimentar vergüenza ni albergar temor a salir perjudicadas.

Tras contratar a Zeva y Veronique, el trío había convertido el 72 de Shelton Street en un club de señoras, especializado en satisfacer las expectativas y los deseos de una clientela exigente. Contrataron a los mejores cocineros, al mejor personal y a los hombres más guapos que encontraron, y construyeron un lugar famoso por su discreción, el respeto, la seguridad y los altos salarios que ofrecía.

Y por el placer que proporcionaba.

A todo el mundo menos a Dahlia.

Como propietaria del club, Dahlia no se beneficiaba de las ventajas de las clientas por varias razones. Entre ellas, que los hombres del club, por muy bien pagados que estuvieran, eran sus empleados.

—Fantasead vosotras si queréis. —Echó una mirada irritada a sus lugartenientes.

Nunca sucedería. Pero no por los motivos de la dueña del club; Veronique estaba felizmente casada con un capitán de barco que, aunque pasaba demasiado tiempo en el mar, la amaba sin medida. Y, aunque a Zeva nunca le faltaba compañía, se aburría con facilidad y mantenía sus relaciones lejos del número 72 de Shelton Street para no complicar su inevitable final.

—Dahlia no necesita fantasías —añadió Zeva con una sonrisa dirigida a Veronique—. Apenas necesita la realidad, aunque Dios sabe que de vez en cuando le iría bien.

—Cuidado. —Dahlia miró a la otra mujer. A lo largo de los años había tenido uno o dos amantes que, como ella, no estaban interesados en nada más que en el placer. Pero una noche solía bastar, y no había tenido ningún problema en poner fin a su relación con ellos. Aun así, no pudo resistirse a morder el anzuelo de Zeva—. Ya he vivido suficiente realidad.

Las dos mujeres se volvieron hacia ella con las cejas arqueadas.

—¿De verdad? —Fue Veronique quien habló primero.

—Por supuesto. —Tomó un sorbo de champán y miró hacia otro lado.

—¿Cuándo fue tu última dosis… —preguntó Zeva, toda inocencia— de realidad?

—Me temo que no es de vuestra incumbencia.

—Oh, claro que no lo es… —Veronique sonrió—. Pero nos gustan los cotilleos.

Dahlia puso los ojos en blanco.

—No lo sé. Estoy ocupada. Dirigiendo un negocio. Pagando tu sueldo.

 

—Mmm… —Zeva no parecía convencida.

—¡Yo sí lo sé! Más que un negocio, un imperio, teniendo en cuenta la cantidad de chicas que tenemos en los tejados. —El club era el centro neurálgico de una amplia red de informantes y espías que mantenía a Dahlia al corriente de todo lo que ocurría en Londres y en el negocio—. Dos años —dijo Veronique.

—¿Qué?

—Han pasado dos años desde tu última dosis de realidad.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Dahlia ignorando el calor que subía a sus mejillas.

—Porque me pagas para saberlo.

—Desde luego te pago para que sepas de mí…

—¿Realidad? —preguntó Zeva.

—¿Podemos dejar de llamarlo así? —dijo Dahlia mientras depositaba su copa en la bandeja de un lacayo.

No importaba que Veronique tuviera razón ni que hiciera dos años que no buscaba… compañía. Ni que hubiera una razón particular para ello.

—¿No fue hace dos años cuando el duque de Marwick volvió a Londres y empezó a causar estragos?

—¿Fue entonces? —preguntó Dahlia, ignorando la sacudida que le produjo su nombre—. No lo sé. No ando pendiente del duque de Marwick.

«De todos modos, se ha ido…».

—Ahora ya no —dijo Veronique en voz baja.

—¿Qué? —Dahlia la miró con los ojos entornados.

—Solo comentaba el tiempo que ha pasado —respondió Veronique.

—No lo suficiente, diría yo —añadió Zeva moviendo las cejas—. Si no, habría estado más satisfecha. —Veronique resopló, y Dahlia puso los ojos en blanco—. Y pensar que se supone que este es un lugar adecuado…

En el momento oportuno, se oyó un chillido acentuado por un fuerte «¡Aargh!», y Dahlia se giró para descubrir que el pirata Tomas había cargado a su dama sobre el hombro. Las faldas se movían en todas direcciones, revelando unas medias de seda de gasa sujetas con elaboradas cintas también de seda, de color rosa.

Mientras la observaba, la condesa enmascarada soltó otro gritito de placer y enseguida empezó a golpear a Tomas en sus anchos hombros.

—¡Déjame bajar, bruto! Nunca revelaré la ubicación del tesoro.

El francés deslizó una mano por la parte posterior del muslo de la dama, lo bastante arriba como para que Dahlia imaginara que había llegado a unas curvas amplias y secretas.

—¡Ya conozco la ubicación de tu tesoro, moza! —gritó él confirmando sus suposiciones.

Mientras el resto de la sala vitoreaba y aplaudía el entretenimiento, la condesa se deshizo en risas y Tomas comenzó a subir las escaleras para dirigirse a la habitación seis, donde una gran cama aguardaba cualquier actividad que la pareja quisiera practicar.

—Oh, sí. Muy adecuado —replicó Veronique.

—Como decía antes, si las damas de Londres desean jugar a ser más atrevidas por tener una reina, las ayudaremos en sus propósitos. Y este mes las ganancias extra se compartirán con el personal, vosotras dos incluidas, si dejáis de incordiarme. —Dahlia sonrió.

—No me negaré, eso está claro —dijo Zeva deteniéndose en el extremo del salón, donde una discreta salida conducía a través de un pasillo oscuro a la parte delantera del club y una sala de recepción estaba lista para los invitados adicionales—. Sin embargo…

—Vamos, Zeva —dijo Dahlia—. Eres la única persona del mundo capaz de ver problemas en doblar los beneficios.

—Tu reina ha aumentado los beneficios, sí, pero también el número de clientas. —Zeva era todo números. Giró por el pasillo y dejó a Dahlia sin otra opción que seguirla—. Hoy hemos recibido a nueve clientas nuevas sin cita previa.

Al oír estas palabras, uno de los miembros de la seguridad de Veronique apareció en la puerta más cercana a la entrada del club e hizo un gesto que daba a entender que estaba sucediendo algo que requería la experiencia de la dueña. Con un movimiento de cabeza, miró a Dahlia y a Zeva.

—Vamos a ver qué está pasando.

No era raro que alguien llegara sin avisar. La doble promesa del club era la discreción y el placer, y las socias solían ir y venir a su antojo, deseosas de probar la amplia oferta del 72 de Shelton Street. Pero nueve mujeres era un número mayor de lo habitual, algo que iba a poner a prueba los recursos del club.

—Recordad: a más socias, más poder —dijo Dahlia mientras ella y Zeva avanzaban rápidamente por el pasillo. Cada socia del club se convertía en un activo potencial para Dahlia y sus hermanos, a menudo relacionado con el Parlamento, con los agentes de Bow Street, con el barrio pudiente de Mayfair y con los muelles de Londres.

—¿Y pondrás más habitaciones arriba?

—Hay otras formas de entretenerse además de en una cama —dijo Dahlia. Las clientas tenían acceso a salas de cartas y comedores, a teatros y bailes. Todo cuanto podían desear estaba ahí para ellas.

—¿Tú crees? —Una ceja negra se arqueó como respuesta.

Sin duda…, la mayoría de las socias iban por la compañía.

—¿Qué socias han venido hoy?

Zeva enumeró la lista de las asistentes de esa noche: tres esposas adineradas y dos mujeres más jóvenes, españolas, que se unían a ellas por primera vez.

—Todas tienen citas.

Las tres habían llegado a la sala de recepción antes de que Dahlia pudiera preguntar quién más estaba presente. Y entonces ya no tuvo que preguntarlo.

—¡Dahlia, querida!

Dahlia se volvió hacia el saludo cantarín y sonrió al aceptar el abrazo de la alta y hermosa mujer que se le acercaba.

—Duquesa… —Dahlia se apartó del abrazo—. Y sin máscara, como siempre —añadió.

—Oh, por favor… —La duquesa de Trevescan agitó la mano en el aire—. Todo el mundo sabe que soy un escándalo; creo que se decepcionarían si no frecuentara Shelton Street.

La sonrisa de Dahlia se convirtió en una mueca. La duquesa no había exagerado su reputación: era la viuda alegre, pero, en lugar de un marido muerto, le habían regalado uno ausente: un duque desaparecido que no sentía devoción por la animada vida londinense y vivía en una remota finca en las salvajes Islas Sorlingas.

—Siempre me sorprende verla en las noches que no son de Dominio.

—Tonterías. El Dominio es para el espectáculo, querida —dijo inclinándose hacia ella—. Esta noche es para los secretos.

—¿Secretos desenmascarados?

—No son mis secretos, cariño. Soy un libro abierto, como dicen. —Sonrió—. Los secretos son de las demás.

—Bueno. Sea cual sea la razón, le estamos muy agradecidas. —Dahlia sonrió.

—Estás agradecida por el dinero que gasto aquí —dijo la duquesa riendo.

—Por eso también —admitió Dahlia. La duquesa había sido una clienta clave desde el principio, alguien con acceso a las estrellas más brillantes de Mayfair, y un apoyo incondicional para las mujeres que deseaban explorarse a sí mismas, su placer y el mundo que habitualmente se ofrecía a los hombres. Ella y Dahlia se tenían el respeto mutuo de dos mujeres que comprenden el inmenso poder de la otra, un respeto que podría haber sido la semilla de la amistad, pero que nunca habían cultivado, por la única razón de que ambas guardaban demasiados secretos para que resultara una amistad sincera.

Secretos que ninguna de las dos mujeres había intentado averiguar, algo que Dahlia agradecía, pues sabía que, con la motivación adecuada, la duquesa de Trevescan sería sin duda una de las pocas personas en el mundo capaz de descubrir su pasado.

Un pasado que no tenía interés en volver a recordar jamás.

El recuerdo llegó de la nada, como un carruaje desbocado llegado desde veinte años atrás con los ojos del color del whisky, ondas de pelo rubio oscuro y mandíbula severa y cuadrada que había recibido los golpes como si se los mereciera.

Se los había merecido.

Se quedó quieta, y perdió la sonrisa por un instante. Se sintió desubicada.

—¿Dahlia? —La duquesa frunció el ceño.

Dahlia sacudió la cabeza para despejarla, e hizo un gesto para despedirse de ella. Se tomó un tiempo para volverse hacia el cuarteto de mujeres enmascaradas que ocupaban un sillón tapizado de seda detrás de la duquesa.

—¡Disfruten de la noche! Bienvenidas, señoras. —Se alejó con su mejor sonrisa.

Nadie en el 72 de Shelton Street pronunciaba jamás el nombre o el título de las mujeres, pero Dahlia catalogó de inmediato al cuarteto que solía acudir a Shelton Street sin previo aviso siguiendo la estela de la duquesa: lady S., una célebre y polémica dama que disfrutaba más de Covent Garden que de Mayfair; la señorita L., una medio noble que habitualmente decía lo que no debía y se enfrentaba a la sociedad; lady A., una solterona tranquila y de avanzada edad cuya agudeza valía más que la de la media docena de espías de Dahlia que vigilaban desde las azoteas; y, por último, lady N., hija de un duque muy rico, muy ausente y muy complaciente, y amante de la lugarteniente de los hermanos de Dahlia.

—Veo que has venido sin tu dama. —Dahlia se encontró con los ojos sonrientes de lady N.

—Tus hermanos tienen un barco en el puerto, y una noche larga por delante. Sabes tan bien como yo que sin ella se ahogarían en la bodega del barco. Pero eso no es razón para que me quede en casa y me rasgue las vestiduras, ¿verdad? —Agitó una mano en señal de despedida.

Los Bastardos Bareknuckle introducían en Londres, a bordo de barcos cargados de hielo, mercancías sujetas a fuertes impuestos de la Corona; el cargamento, trasladado con rapidez y siempre al amparo de la oscuridad, proporcionaba unos ingresos que eran a la vez perfectamente legales y excesivamente ilegales. Así eran los negocios en Covent Garden.

—Estamos más que contentos de tenerla con nosotros esta noche, milady. —Dahlia se rio, antes de volverse hacia la duquesa—. Supongo que no estáis aquí en busca de compañía, ¿no?

—De hecho, no. Solo hemos venido para intercambiar cotilleos. Te alegrará saber que tenemos un amplio surtido esta noche. —Y también habían venido para enterarse de cualquier nuevo chisme. Aquellas mujeres eran más que bienvenidas al club, donde rara vez aprovechaban las ventajas más sensuales de ser socias, sino que preferían languidecer en las salas de recepción y asistir a las peleas de la planta baja. Al fin y al cabo, las salas privadas no daban lugar a cotilleos, y ese grupo comerciaba con la información por encima de todo.

—Tenemos tres peleas programadas para esta noche y un número de miembros cada vez mayor, así que Zeva está un poco malhumorada.

—Me pagas para que refunfuñe. —Zeva levantó la vista de la tranquila conversación que mantenía con un lacayo uniformado en la esquina.

La duquesa se rio antes de bajar la voz para hablar con Dahlia.

—Confieso que esperaba que esta noche hubiera más personal de seguridad… —Miró por encima del hombro hacia la puerta, custodiada por un par de los hombres más brutos que se podían encontrar en Covent Garden—. Aunque supongo que esos dos se ocupan bien.

Ellos, y la media docena de informadoras de los tejados que rodeaban el club, pero nadie necesitaba saber eso.

—¿Por qué íbamos a necesitar más seguridad?

—He oído que hay redadas. —La duquesa bajó la voz para ganar intimidad y se volvió. Su mirada viajó por las mujeres esparcidas por la sala, ricamente tapizada de escarlata e inundada de un decadente brillo dorado.

—¿Qué tipo de redadas? —Dahlia enarcó las cejas.

—No lo sé. El Otro Lado cerró hace dos noches. —La duquesa negó con la cabeza.

El Otro Lado era uno de los casinos secretos de Londres más frecuentados por la mitad femenina de la población; la mayor parte de las socias eran aristócratas. Dahlia frunció el ceño.

—Es propiedad de tres de las aristócratas más queridas de Londres, que casualmente están asociadas con el hombre más poderoso que se ha visto jamás en la ciudad. ¿Creéis que la Corona iría a por ellas?

La duquesa se encogió de hombros con indiferencia.

—Creo que El Ángel Caído no cerraría la mitad de sus negocios sin razón. Tienen información sobre todos los miembros…, y esos secretos por sí solos son suficientes para organizar una redada. —Hizo una pausa—. Pero… tú también sabes muchos de esos secretos, ¿no? Te enteras de todo por las esposas.

Una escultural morena entró por uno de los accesos a la sala, con una máscara muy elaborada, y Dahlia inclinó la cabeza para saludar a la baronesa que pasaba por allí antes de responder.

—Las mujeres suelen saber más de lo que los hombres creen —comentó en voz baja.

 

—También más de lo que los hombres saben, ¿no? —La duquesa inclinó la cabeza a un lado.

—Eso también. —Dahlia sonrió.

La conversación fue interrumpida por una carcajada desde la otra punta de la sala, donde un grupo de mujeres enmascaradas conversaban a la espera de ser acompañadas al interior del club.

—¡Juro que es verdad! —dijo una con urgencia—. Allí estaba yo, esperando a los sospechosos habituales, ¡y allí estaba él! En Hyde Park, a lomos de un magnífico caballo gris.

—Oh, a nadie le importa el caballo —replicó su amiga—. ¿Qué aspecto tenía? He oído que está totalmente cambiado.

—¡Así es! —respondió la primera, agitando sus rizos rojos—. Y para mejor. ¿Recuerdas lo arisco que fue la temporada pasada?

Dahlia intentó apartarse de la conversación, pero la duquesa le puso una mano enguantada de esmeralda en el brazo para detenerla.

—Es imposible que estéis interesada en el soltero del que hablan… —Dahlia le lanzó una mirada.

—Disfruto tanto como cualquiera con una buena historia de transformación personal. —La duquesa sonrió, pero no movió la mano.

—Estuvo en el baile de Beaufetheringstone la semana pasada: ¡bailó todas las piezas! Una de ellas conmigo, y fue como danzar en una nube. Se mueve con tanta destreza. Y está tan guapo. ¡Y esa sonrisa! Ya no es arisco. —Una nueva participante se unió a la conversación.

—¡Qué suerte tienes! —Le siguió un suspiro.

—Sea quien sea el pobre hombre del que hablan, está claro que está en el mercado para buscar esposa. Un gran cambio si en un año ha pasado de arisco a bailar todos los bailes. —Dahlia puso los ojos en blanco.

—Mmm… —murmuró la duquesa.

—Mi hermano dice que lleva una semana en el club, presentándose a los… ¡padres! —Se oyó un jadeo.

—Está en el mercado, efectivamente. —La duquesa miró a Dahlia.

—La historia de siempre. Y no tiene el menor interés, a menos que queráis hacer una apuesta. —Dahlia ofreció a la otra mujer una sonrisa de satisfacción.

—He oído que el próximo miércoles organiza un baile de máscaras. —La delgada mano de la joven tocó el borde de su deslumbrante máscara dorada mientras se reía—: ¡Y aquí estamos, ya enmascaradas!

—Bueno. —Fue la respuesta—. Eso lo hace porque todo el mundo sabe que la máscara es para los devaneos. Apuesto a que ya ha elegido. Habrá una nueva duquesa antes de Navidad.

«Duquesa…».

La palabra cortó el aire.

«No puede ser él».

—Eso sí que es interesante —dijo en voz baja la duquesa presente—. No es que abunden los duques disponibles.

—No —dijo Dahlia, distraída—. Vos tuvisteis que huir a una isla remota para encontrar al vuestro.

—Y nunca viene cuando se le llama —respondió la duquesa refunfuñando—. Pero este…

—¿Quién es? —La curiosidad pudo con Dahlia. La duquesa se encogió de hombros, dando a entender que lo desconocía, y Dahlia alzó la voz hacia las mujeres que estaban hablando—: El duque del que habláis —espetó, diciéndose a sí misma que era una curiosidad sin importancia. Diciéndose a sí misma que era simplemente porque la información era moneda de cambio—. ¿Tiene nombre ese dechado de hombría?

«No es él. No puede ser».

La joven del sencillo antifaz contestó la primera, con voz entusiasmada, como si hubiera estado esperando el momento de hablar con Dahlia. Sus labios se curvaron con el tipo de sonrisa cómplice que acompaña a un magnífico secreto, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para compartirlo.

—¿Quién es? —repitió Dahlia con voz aguda y urgente, sin poder contenerse.

¿Qué demonios le pasaba?

Los ojos de la joven se abrieron de par en par tras su máscara.

—Marwick —dijo simplemente. Como si no estuviera aspirando todo el aire de la habitación.

A Grace se le llenaron los oídos de sangre, un rugido de furia, frustración e ira que nubló todo su buen juicio. Y ese nombre, que la atravesaba: Marwick.

Imposible. Tenían que estar equivocadas.

¿Acaso no lo había enviado bien lejos? ¿No se había marchado para adentrarse en la oscuridad?

—No me lo creo. —Se volvió hacia la duquesa. No podía haber vuelto. Se había ido hacía un año y había desaparecido, no había razón para que volviera.

Si había regresado, tenía que haber un motivo.

Con un movimiento lánguido e informal, la mujer cogió una copa de champán de una bandeja que le ofreció un sirviente, sin darse cuenta del estruendo que se adueñaba del corazón de Grace. De la forma en que se agitaba su mente.

—¿Y por qué no? Todo duque necesita una duquesa. —«Elegí el título para convertirte en mi duquesa. Ibas a ser duquesa»—. Está aquí para casarse —dijo.

—Qué aburrimiento —respondió la duquesa.

Grace sentía muchas cosas, pero aburrimiento no era una de ellas. Dios… Ewan había vuelto.

Había vuelto.

Y así, sin más, la tormenta se calmó. Supo lo que debía hacer.

Miró a los ojos de la duquesa.

—Necesito una invitación para ese baile de máscaras.

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